El rey nombró en 1562 a Juan Bautista de Toledo (v.), arquitecto de la
fábrica, quien en unión del secretario Pedro de Hoyo y de los frailes Juan
de Huete y Juan de Colmenar, designados por la Orden, dispusieron los
trabajos iniciales de limpieza y explanación, colocándose la primera
piedra el 23 abr. de 1563. No se conoce el plano primitivo trazado por
Juan Bautista y modificado sin cesar por la opinión de los frailes y el
parecer del rey. A excepción de la iglesia, la planta no sufrió grandes
alteraciones, pero cuando se quiso doblar el número de frailes que había
de albergar hubo que doblar también el de las plantas; entonces, la
intervención de Juan de Herrera (v.) acentuó el purismo clásico de la
fábrica, pues fue necesario diseñar de nuevo todas las fachadas interiores
y exteriores. El mayor problema que planteaban las nuevas dimensiones era
la iglesia, cuyo proyecto resultaba inadecuado; se solicitó el informe de
varios arquitectos italianos sin resultados positivos, pues incluso el más
satisfactorio, debido a Francesco Paciotti, no armonizaba con la fábrica.
Fue Juan de Herrera quien, al cabo, trazó la iglesia que se
construiría y el que consiguió dar uniformidad a la enorme masa de piedra
de la fundación escurialense. Su mesurado concepto de la estética se pone
sobre todo de manifiesto en la fachada principal con la grandeza
impresionante de sus lienzos y torres. Se colocó la última piedra el 13
sept. 1584, comprendiendo el edificio 16 patios, 11 aljibes, 88 fuentes,
13 oratorios, 7 refectorios, 9 torres, 15 claustros, 86 escaleras y 300
celdas. Prosiguieron las obras de perfeccionamiento y decoración, y el 30
ag. 1590 consagraba los altares el Patriarca de Alejandría, Camilo
Cayetano. La puerta principal se halla en la fachada oeste y en su nicho
encierra una estatua del santo titular, obra de Juan Bautista Monegro. Del
mismo artista son los bultos que adornan el pórtico de la iglesia en su
acceso desde el patio de los Reyes.
El templo forma un cuadrado de unos 50 m. de lado, y su arquitectura
es de orden dórico; sigue la traza de S. Pedro de Roma. Las bóvedas
descansan sobre cuatro pilares gigantescos, dominados por el inmenso
cimborrio que diseñara Herrera. Suyas fueron también las trazas del
retablo que se alza en el altar mayor, realizado luego por los escultores
Juan Bautista Comane, Pompeyo Leoni (v.) y Jacopo da Trezzo; las pinturas
se deben a Federico Zuccari (v.) y a Pellegrino Tibaldi (v.). A los lados
del altar se levantaron los enterramientos de Carlos V y Felipe II, con
las esculturas de ambos y de sus familias, fundidas en bronce por P. Leoni.
Los 43 altares restantes del templo encierran obras de Zuccari, L.
Cambiazo (v.), Peregrini, R. Cincinnato y de los españoles Diego de
Urbina, Juan Gómez, Luis de Carvajal, Sánchez Coello y Navarrete el Mudo.
J. Flecha talló las sillerías del coro, y Giles Brevost construyó los
órganos. En un altar situado tras el centro del coro puede verse un Cristo
crucificado, labrado en mármol de Carrara por B. Cellini (v.) en 1562. Los
amplios paramentos de la Sacristía, restaurada en tiempos de Carlos 11,
suponen un pequeño museo con magníficas pinturas de Ribera (La liberación
de S. Pedro), el Greco, Tiziano, Claudio Coello (La Sagrada Forma), Jordán
y Veronés, bajo las cuales corre una espléndida cajonería labrada en
maderas ricas. En el testero sur se alza el retablo y altar de la Sagrada
Forma, del más abigarrado barroquismo que igualmente reina en el inmediato
camarín.
Bajo la iglesia, sacristía y salas capitulares se ubican el Panteón
de los Reyes y el de los Infantes. Iniciado aquél por Felipe III, lo acabó
Felipe IV en 1654; allí descansan los restos de los monarcas españoles de
la Casa de Austria y de la Casa de Borbón, excepto los de Felipe V y
Fernando VI. El Panteón de Infantes abarca nueve cámaras; comenzado en
tiempos de Isabel II, se terminó el 1 mar. 1888. El claustro principal es
de dos pisos, los paneles del bajo se adornan con 41 inmensas
ilustraciones al fresco del Nuevo Testamento, debidas a P. Tibaldi, salvo
tres que son de Cambiazo. Su arquería es de orden dórico, jónico la del
superior, que da acceso a las celdas monacales y al coro, y ambas abren al
Patio de los Evangelistas, cuya belleza perfecta se corona con el templete
que en su centro trazó y levantó Juan de Herrera, obra maestra de
articulación y flexibilidad por su propia estructura y por la estrecha
vinculación que guarda con su entorno. Las estatuas de los evangelistas,
que dan nombre al patio, son obra de Monegro. Síguense las Salas
capitulares, verdadero museo conventual, en el que descuellan pinturas de
Veronés, Tiziano, Velázquez, Ribera, Bosco, el Greco, Rubens y otros
grandes maestros. En la planta superior destaca la Biblioteca, de salón
amplísimo con bóveda de medio cañón, profusa y -ricamente decorada por P.
Tibaldi. La lujosa estantería, diseñada por Herrera y realizada por
grandes entalladores en maderas ricas, encierra un caudal bibliográfico de
incalculable valor. La fundó Felipe II con 4.000 volúmenes de su propia
biblioteca (1575), se enriqueció con la riquísima donación de Diego
Hurtado de Mendoza (1576), con otras aportaciones muy variadas y de manera
singular con los libros de Alonso Ramírez de Prado (1609), los 3.000
manuscritos árabes del Emperador de Marruecos (1614) y parte de los que
poseyera el conde-duque de Olivares. Tan rico tesoro padeció gravemente
con un incendio (1671), un traslado en tiempo de Napoleón y algunas
depredaciones en tiempo de Fernando VII.
Una cuarta parte de la fábrica aprox., excluida la iglesia,
corresponde al palacio, cuya disposición y decoración se debe,
principalmente a Carlos III y Carlos IV. Salones fastuosos, grandes
arañas, ricas tapicerías, sedas que revisten muebles y paredes,
entarimados que son dechado de marquetería, todo ello de un lujo exquisito
y refinado que ninguna relación guarda con la masa granítica y rigurosa
que lo encierra. El contraste de gusto, más que temporal, entre ambas
dinastías se pone de manifiesto con las habitaciones de Felipe II, el
Salón del trono y la interminable Sala de las Batallas.
De reciente creación es el museo de pintura, en el que se recogen
las obras de grandes artistas, antes distribuidas en las distintas
dependencias del monasterio: Tiziano (La última Cena, Ecce Homo, etc.), el
Greco (Martirio de S. Mauricio, El sueño ele Felipe II, etc.), Van dei
Weyden, el Bosco y otras muchas figuras sobresalientes de la pintura
universal. El museo de arquitectura (1963) recoge, en once salas del
monasterio, todo lo relativo a la historia de la construcción del famoso
edificio.
BIBL..: F. IÑIGUEZ, Las trazas del Monasterio de S. Lorenzo de El
Escorial, Madrid 1965; I. A. GAYA NUÑO, El Escorial, Madrid 1947; ZUAZO
UGALDE, Los orígenes arquitectónicos del Real Monasterio de San Lorenzo de
El Escorial, Madrid 1948; L. CERVERA VERA, Las estampas y el Sinnario de
El Escorial, por Juan de Herrera, Madrid 1954; M. LÓPEZ SERRANO, El
Escorial. El Monasterio y las casitas del Príncipe y del Infante, Madrid
1963; VARIOS, El Escorial 1563-1963. Historia. literatura, arquitectura,
artes, 2 vol., Madrid 1963; VARIOS, El Escorial, octava nraracilla del
inundo, Madrid 1967.
L. CERVERA VERA.
ELEUSIS
Población del Ática, sede de los «misterios» (v.) mejor conocidos
del antiguo mundo griego. Está situada a orillas del pequeño golfo que
contiene la isla de Salamina, a poco más de 20 Km. de Atenas.
Independiente en un principio, aparece anexionada a Atenas desde fines del
s. VIII o comienzos del s. VII a. C.
Sus ceremonias místicas se celebraban en principio al aire libre
hasta que Pisístrato (560-527 a. C.; v.) hizo construir el primer templo
de Deméter (v. OLIMPO), destruido luego por los persas. Más tarde, Ictino,
el arquitecto del Partenón, comenzó en E., por encargo de Pericles (v.),
la construcción del llamado Telesterion, terminado por diversos
arquitectos en sucesivas . etapas. Consistía éste en una amplia sala
cuadrangular bordeada por un graderío de ocho filas con cabida para tres
mil asistentes y formaba parte de un recinto con diversas dependencias
dedicadas al personal y a la administración, que estaba rodeado por un
muro circular de cierta altura. Todo el recinto fue destruido por un
incendio en tiempo de Arístides (189-127 a. C.; v.) y, sin duda,
reconstruido luego. Los godos de Alarico lo volvieron a destruir el a.
396.
Los misterios de E. están vinculados, a través de un culto
atestiguado ya en época micénica, a Deméter, la diosa de las profundidades
terrestres, germinadoras de frutos y acogedoras de los muertos. Divinidad
del mundo vegetal y del más allá, su personalidad se identifica y desdobla
a un tiempo con la de su hija Perséfone (o Core). El mito de ambas aparece
desarrollado en el himno homérico a Deméter (cfr., p. ej., Homère, Hymnes,
introd., texto y trad. francesa J. Humbert, París 1951). Perséfone (Proserpina
en su transcripción latina) es raptada por Hades o Plutón, dios del mundo
subterráneo y de los muertos. Enterada del rapto, Deméter se llena de
despecho hacia los demás dioses y se refugia entre los hombres,
precisamente en E. Un día, cuando se disponía a bañar en el fuego de la
inmortalidad al niño Demofonte, es sorprendida por Metanira, madre del
niño, ignorante tanto de la significación del rito como de la personalidad
de la diosa. Indignada ésta, su furor se vuelve entonces contra el género
humano y, con el envío de pésimas cosechas, llena el mundo de hambre y de
miseria. Exige la diosa la restitución de su hija y, por mediación de
Zeus, se llega a una solución parcial: un tercio del año lo pasará
Perséfone en el mundo inferior y los otros dos tercios sobre la tierra.
Bajo este simbolismo se encierra la idea del cíclico nacimiento y muerte
de la naturaleza. Después, según el himno citado, Deméter instruyó a una
minoría humana en el cumplimiento de los sagrados misterios (cfr. vv. 473
ss.).
Las religiones de tipo mistérico (v. MISTERIOS; SAMOTRACIA, M. DE;
etc.), entre las que ocupa lugar preferente la eleusina, ofrecían al
individuo un cuadro de dogmas y unas promesas de salvación superiores a lo
que podía ofrecer la fría religión oficial (v. RELIGIONES
ÉTNICO-POLÍTICAS). En los de E. hay, para el iniciado, una promesa de
inmortalidad y de un trato de excepción en el más allá. Ello supone una
extensión fuera de marcos sociales de un privilegio en principio
aristocrático (así aparece, p. ej., en Píndaro, Olímpica II, v. 58 ss.)
con el que se relacionan las prácticas para alcanzar la inmortalidad de
algunos príncipes, de las que puede ser una supervivencia el episodio de
Demofonte antes citado. Los misterios eleusinos están, pues, en la línea
democrática de la religión dionisiaca (v. DIONISO), con la que presenta no
pocas analogías.
Los misterios se celebraban durante las Pequeñas Eleusinas y las
Grandes Eleusinas. Las primeras tenían lugar en febrero y era preciso
iniciarse en ellas antes de poder hacerlo en las segundas. Dos mystai
apadrinaban al neófito el cual, desde este momento, se comprometía a
guardar riguroso secreto en todo lo referente a los sagrados ritos. La
iniciación definitiva (v. INICIACIÓN, RITOS DE) solía hacerse en las
Grandes Eleusinas que se celebraban en septiembre. Los mystai permanecían
siete días en la ciudad santa. Tras unos días de purificación (v.) ayuno
(v.) y sacrificio (v.), en el quinto presenciaban en el Telesterion los
drómena o representaciones sagradas. No está claro el contenido de los
mismos, pero late en ellos un sentido de revelación, a raíz de la cual los
mystai se convertían en epóptai (`hombres que han visto'); revelación del
sentido de la existencia humana, del nacimiento y muerte de los seres y
del más allá. Ceremonias diversas, algunas con participación activa del
iniciado, unidas a la pronunciación de palabras rituales, completaban los
misterios.
V. t.: GRECIA VII; BAUTISMO I; INICIACIÓN, RITOS DE.
BIBL.: A. ALVAREZ DE MIRANDA, Las
religiones Inistéricas, Madrid 1961, 54 ss.; P. ÍDUCART, Les mystères d'
Éleusis, París 1914; V. MAGNIEN, Les mystères d' Éleusis, 3 ed. París
1950; K. PRÜMM, Eleusis, en F. KÚNIG, Cristo y las religiones de la
Tierra, II, Madrid 1961, 122-130.
J. L. PÉREZ IRIARTE.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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