ENCARNACIONISMO


Hecho fundamental en la historia de la humanidad es la encarnación (v.) del Hijo de Dios. Por ella el Verbo asumió la naturaleza humana y, sin dejar de ser Dios, comenzó a ser hombre, con dos naturalezas: divina y humana, y una sola persona, la divina. El dogma de la Encarnación presupone y afirma la radical distinción entre Dios y la creación, viendo la comunicación de Dios a los hombres como fruto de una libre decisión divina. Hablamos en cambio de e. para englobar todo lo que en religiones no cristianas podemos definir como una pseudo-encarnación; encarnaciones falsas en cuanto al hecho mismo por no ser reales ni históricas, como también supuesta su existencia mítica, en cuanto al modo.
     
      Manifestaciones de lo divino o teofanías. La historia de las religiones está cuajada de manifestaciones sensibles de lo divino; son las teofanías (v.), que suponen la creencia en la «encarnación» de la divinidad en la realidad sensible a través de la cual se manifiesta. La religiosidad primitiva era muy inclinada a conceder categoría teofánica a piedras, árboles, animales, etc. Y no es que lo divino se posara sobre una piedra (Lourdes) o en un árbol (Fátima), sino que la piedra (p. ej., el aerolito negro, sede de la diosa Magna Mater Deum Ida llevada a Roma en el 265 a. C.: Tito Livio 29,10,4,7,14 SS.; Ovidio, Fastos 255 ss., etc.), el animal, etc., era divino en sí mismo y, por consiguiente, poseedor de fuerzas milagrosas; poseía algo que las cosas profanas no tenían. Este algo descansa en él, impregna todo su ser y le confiere un valor nuevo. Por decirlo así, para los antiguos, como para todo adorador de un ídolo, la divinidad se ha en-maderado, em-pedrado, «en-carnado».
     
      Los dioses se «encarnan» en piedras (caso apuntado), en árboles (Dioniso: cfr. Plutarco, Ouaestiones Coniugales, 675), en trigo (Ceres: cfr. S. Agustín, Ciudad de Dios, 4, 11) (v. TEOFANÍA I). Pero no puede hablarse de encarnaciones en el sentido etimológico de la palabra. Propiamente los dioses celestes se muestran como hombres, pero en estos casos pronto desaparecen, p. ej., Zeus-Hermes huéspedes de Filemón y Baucis (Ovidio, Metamorfosis, 8). Además, esta presencia-aparición antropomórfica de los dioses les parece muy posible y normal a los antiguos; por eso los habitantes de Listra tienen a Bernabé y a Pablo por Zeus-Hermes (Act 14,8-18). Pero no se da nunca presencia-encarnación; no se da un dios que se haga carne, hombre, y conserve siempre su condición humana. El «encarnacionismo», en su sentido amplio o presencia permanente y operante de una divinidad en algo (mineral, planta, animal) o en alguien (ser humano), se dio preferentemente en las religiones características de los pueblos agrarios, p. ej., la arcaica religiosidad telúrica, que adoraba a una suprema divinidad concebida como madre, inmanente y terrestre (v. DIOS II, 2), y en sus derivaciones mistéricas: culto de Deméter, de Ceres, misterios dionisiacos, etc. (v. MISTERIOS), así como en numerosos casos de dinamismo o magia (v.) y en diversos cultos animistas (v. ANIMISMO).
     
      Encarnacionismo «natural» y mágico. Plotino (Eneadas, 4,3,9) afirma: «Puesto que, según la ley de la simpatía, una cosa cualquiera es atraída por su análoga, también las fuerzas superiores se comunican a lo que les es similar». Entre todos los seres, ninguno podía hallarse tan en armonía con la divinidad telúrica, la Madre Tierra, ni tan conforme con la ley plotiniana de la simpatía, si se considera la tendencia al teriomorfismo de este tipo de religiosidad, como la serpiente hija de la tierra (Artemidoro, Onirocríticon, 2,13 -ed. Hercher-; Alemán, Fragmentos, 60b; Heródoto 1,78; etc.), y por razón de la filiación muy parecida a su madre en su rostro vital, en sus cualidades, en el poder y en el obrar (v. SERPIENTE).
     
      Según la creencia antigua, y también conforme a la superstición moderna, los amuletos podían imbuirse de virtud divina por medio de ceremonias mágicas; también era posible hacer descender la fuerza divina a la imagen de un dios (v. SUPERSTICIÓN). Arnobio (Adversus gentes, 6,17) pone en boca de un pagano que ellos no consideran la piedra, los trozos de metal, etc., como dioses ni como fuerza divina en sí mismos, sino que oran a los dioses que por el acto de la consagración han descendido y tomado asiento en ellos lo mismo que en las imágenes. La serpiente no necesitó de ningún rito mágico para adquirir rango y fuerza divinos; la poesía por su misma naturaleza esencialmente telúrica, que la predisponía para que los antiguos vieran a la Madre Tierra encarnacionada en ella y, por lo mismo, la veneraran. El culto tributado a la serpiente, lo mismo que el del toro, la piedra o del
      árbol, no suponía la veneración de la serpiente en cuanto tal ni terminaba en su naturaleza zoológica, sino por considerarla epifanía de la divinidad «encarnacionada».
     
      Todos estos casos de e. lítico, vegetal, teriomórfico o del tipo que sea presentan un rasgo paradójico que merece ser subrayado: y es que, por referirnos al ejemplo señalado, la serpiente sigue idéntica a sí misma y a los restantes animales de su especie; pero al mismo tiempo se ha convertido en algo totalmente diverso, en algo divino. Coexisten y conviven la doble realidad animaldivina, aunque el poder de ésta eclipse y casi anule la naturaleza inferior de aquélla a juicio de la mente del creyente arcaico fascinado por el poderío superior divino.
     
      Encarnacionismo y Encarnación. Los diversos ejemplos de e. que nos ofrece la historia de las religiones son todos ellos, en última instancia, reflejo de dos rasgos fundamentales: la conciencia que el hombre ha tenido de su dependencia de Dios y el consiguiente anhelo a estar unido con Él; y los límites de su conocimiento de Dios, por no haberse elevado a una comprensión adecuada o haber decaído de ella, dando así origen a tendencias panteístas, naturalistas, etc.
     
      Si comparamos con ellos el dogma cristiano de la Encarnación encontramos diferencias netísimas. En primer lugar, no se trata de un mito (v.) o de una representación simbólica, sino de un hecho históricamente acaecido (la Encarnación propiamente dicha) y de la realidad resultante (Cristo, Dios y hombre verdadero). En segundo lugar, no hay fusión entre dos seres (como dicen los mitos encarnacionistas), sino una sola persona, con dos naturalezas, divina y humana. En tercer lugar, la fe cristiana proclama que no había necesidad alguna de la Encarnación, sino que ésta es el fruto de una libre y gratuita decisión divina. Digamos finalmente que los mitos encarnacionistas no constituyen un atisbo de la Encarnación, sino tan sólo, y eso mezclado con errores, de la posibilidad de relaciones entre Dios y el hombre. La verdad cristiana de la Encarnación trasciende toda experiencia y deseo humanos.
     
     

BIBL.: M. GUERRA GÓMEZ, La serpiente, epifanía y encarnación de la suprema divinidad ctónica: la Madre Telus, «Burgensen 6 (1965) 29-35; M. ELIADE, Das Heilige und das Profane, Vom Wesen des Religiósen, Hamburgo 1957.

 

M. GUERRA GÓMEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991