ENCARNACIÓN DEL VERBO. SAGRADA ESCRITURA.


1. Terminología. 2. Jesucristo, verdadero Dios. 3. Jesucristo, verdadero hombre. 4. Jesucristo, Dios-Hombre Hombre-Dios. 5. Resumen.
     
      1. Terminología. La palabra «encarnación», que tiene su paralelo en las otras lenguas modernas, es la,adaptación de la voz latina incarnatio, la cual, sin embargo, no es traducción exacta de ninguna palabra griega que se encuentre en la S. E. Con todo, se aproximaría al texto de lo 1,14: o Logos sarx egueneto, Verbum caro factum est, el Verbo se hizo carne, en donde, al estilo semítico, carne se predica del cuerpo y por sinécdoque, equivale a hombre, comprendiendo también el alma, y pasa a indicar la naturaleza humana. En hebreo, en efecto, no se utilizaba comúnmente ninguna palabra para distinguir el cuerpo de la carne, y el mismo vocablo (basar), servía para los dos conceptos. El Verbo (v.), pues, según ese texto, se hizo hombre, asumió la naturaleza humana. Con el empleo de la palabra E. se subraya la realidad del cuerpo de Cristo frente a uno de los primeros errores que surgieron, el de los docetas (v.), que consideraban que el cuerpo de Cristo era pura apariencia, y contra los que reaccionó con energía la Iglesia primitiva: «ahora se han levantado en el mundo mucho seductores, que no confiesan que Jesucristo ha venido en carne» (2 lo 7).
     
      En la Biblia hay otras palabras y conceptos que tienen parentesco con la de Encarnación. S. Pablo, para referirse a este misterio, dice de Cristo que se anonadó a sí mismo: ekenosen seauton, exinanivit semetipsum, se anonadó a sí mismo (Philp 2,7,), de donde deriva la palabra kenosis, exinanitio, anonadamiento, que se encuentra, al parecer por primera vez en los escritos del Pseudo -Hipólito y abunda en las obras de S. Juan Damasceno (v.). Esto significa que el Vervo, conservando su divinidad, era la Segunda Persona de la Santísima Trinidad (v.), renunció a la gloria externa a la que tenía derecho y se mostró en todo igual a los hombres, excepto en el pecado. Añade que «tomó forma de siervo», «se hizo semejante a los hombres» (una semejanza que es igualdad). En Tit 2,11 y 3,4 se dice que: «Apareció la benignidad y humanidad de nuestro Salvador», texto que cabe relacionar con 1 Tim 3,16: quod manifestatum est in carne, que se ha manifestado en la carne, en los que se utilizan formas verbales que han podido dar lugar a los sustantivos epifaneia. y theofaneia, de manera que sobre todo en los escritos patrísticos del s. tv se encuentran las palabras derivadas: epifanía, manifestación; teofanía, aparición divina. Otras palabras emparentadas con ese concepto son oeconomia (que pudo basarse en una particular lectura de 1 Tim 1,4); oikonomia en vez de oikodomia; de forma que de la idea de gobierno de la casa por cabeza, se pudo pasar a significar la disposición providencial de Dios relativa a la salvación (v.). Algunos autores hablan de assumptio, susceptio, resultado de asumir, tomar la naturaleza humana. Otras palabas son incorporatio, que lleva en sí la idea de cuerpo, unión. Se originó también, sin llegarse a divulgar mucho, la forma inhumanatio.
     
      En la E., al realizarse los vaticinios del A.T. que tienen relación con la acción salvadora del Mesías (Gen 22,18; 49,10; 2 Sam 7,11-17, etc.), se cumple también el anuncio de Is 7,14: «He aquí que una virgen concebirá y dará a luz a un hijo que será llamado Emmanuel, Dios con nosotros». Así, puede decirse que Emmanuel es el nombre de la E.,_ y Jesús, que significa Salvador, el de la Redención (v.).
     
      La E., es un misterio estrictamente sobrenatural que sólo puede conocerse por Revelación (v; cfr. Eph 3,9), es la admirable unión de las dos naturalezas, divina y humana, en la única persona del Verbo, de la que resulta Jesucristo, el Hijo de Dios y Salvador de los hombres. Jesucristo, pues, es Dios, es hombre, y es Dios-Hombre u Hombre-Dios.
     
      2. Jesucristo, verdadero Dios. La constante fe de la Iglesia, expresada en los Símbolos (Niceno-Constantinopolitano, Atanasiano, etc.; v. FE It), se apoya en numerosísimos textos de la S. E. y en todo el conjunto de ella.
     
      a. Testimonio de Dios Padre. Los Evangelios sinópticos nos cuentan dos testimonios dados por Dios Padre: en el Bautismo de Jesucristo (Mt 3,16.17) y en la Transfiguración (Mt 17,5) se oyen las palabras o uios mou o agapetos, f ilius meus dilectus, en las que agapetos, como en la época clásica y en la versión griega de los Setenta, tiene el sentido de hijo unigénito y equivale en el N. T. a monogenes, unigénito,b. Testimonio personal de Jesucristo. Se explicita en Mt 16.13-20, cuando aprueba las palabras de Pedro -«tú eres el Cristo, el hijo de Dios vivo»-, que no le ha revelado «la carne ni la sangre, sino el Padre que, está en los cielos». También en la parábola de los pérfidos viñadores (Mt 21,33-44) se recuerda que Yahwéh había enviado profetas a su pueblo y fueron maltratados o matados, y que finalmente mandó a su Hijo, al que las autoridades del pueblo hicieron matar; y ante los jueces (Mt 26,63-66), confirma que Él es el Mesías anunciado por los profetas, y a la pregunta de si es el Hijo de Dios, contesta que, tal como lo dicen, lo es; y así lo interpretan, porque consideran esas palabras como una blasfemia Enseña que tiene naturaleza divina: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, y quién es el Padre sino el Hijo» (Le 10, 22). Señala que David, que habla inspirado por Dios, llama al Mesías, Señor, Kyrios, palabra por la que en la versión de los Setenta se traduce el nombre de Yahwéh, aludiendo al Salmo 110. Tiene poder de realizar milagros (v.) por su propia virtud (Mt 9,28; Me 8,3) y con su propio imperio (Me 4,39; 9,24). Reivindica para sí una absoluta autoridad y se presenta como objeto de un culto divino: invita a abandonarlo todo por Él (Mt 10,37), a tomar la cruz y seguirle (Me 8,34); pone como condición para la salvación la de dar testimonio público de Él (Mt 10,32). A estas declaraciones recogidas en los Sinópticos se unen las testimoniadas en. S. Juan (10,2239, etc.; v. luego).
     
      c. Otros testimonios neotestamentarios: En los Hechos de los Apóstoles. Dice S. Pedro que Dios hizo a Jesús, Señor y Cristo, es decir, que con su glorificación demostró lo que ya Jesús había afirmado (Act 2,36). S. Pablo habla (Act 20,28) de que los obispos están puestos para regir la Iglesia de Dios, que adquirió con su sangre (es, por tanto. Dios el que derramó su sangre).
     
      En las Epístolas de S. Pablo. Además de un texto en que se presenta a Jesucristo como creador, función que es propia de Dios (1 Cor 8,6), y de otros muchos que implícitamente demuestran la divinidad de Cristo, son característicos varios importantes pasajes: Rom 9,5: después de haber recordado las glorias del pueblo elegido, habla de Jesucristo que procede de los patriarcas (v.), kata sarka, según la carne, y «que es Dios bendito sobre todas las cosas», qui est super omnia Deus benedictus in saecula; Col 1,15: Se muestra a Cristo «imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura», porque «en Él han sido creadas todas las cosas», engendrado desde toda la eternidad y asociado al acto creador de Dios; Tit 2,13-14: Habla de la «venida del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo», con un solo artículo al principio de la frase, en el texto griego, que indica que es la misma persona, Jesucristo, la que es calificada como gran Dios y como Salvador; Heb 1,1-14: En el A. T., Dios habló por los profetas «muchas veces y de muchas maneras», pero «últimamente, en estos días» nos ha hablado definitivamente por su Hijo, «heredero de todo» (dominio universal y herencia son consecuencia de su condición de Hijo), «por quien también hizo el mundo» (asociado al acto creador de Dios), «imagen de su sustancia» (reproducción perfecta del Padre, igual a Él y eterno) y «el que con su poderosa palabra sustenta todas las cosas».
     
      En S. Juan. En el Apocalipsis una vez llama a Jesús Hijo de Dios (2,18). Pero la divinidad de Jesucristo la prueba por otros detalles, como son atributos, funciones y honores de Cristo que son propios de Dios. Así, entre los atributos, destaca el ser «primero y último» (1,18; 2,8; 22,13), viviente por los siglos de los siglos (1,18); Santo y Verdadero (3,7); principio de la creación (3,14); Rey de Reyes y Señor de Señores (17,14; 19,16); entre las funciones, destaca que es el Señor de la vida y de la muerte (1,18); escudriñador de los corazones, que da de acuerdo con ello el premio (2,23), que tiene potestad de abrir el libro y los sellos (5 y 6); que se sienta en el trono de Dios (22); que su potestad se extiende a todo (1,4; 2,26.27; 4,5; 12,5), etc.; y como objeto de adoración y de honor especial, indica que son santos los que custodian los mandatos de Dios y la fe de Cristo (14,12); que los «fieles» son los «siervos de Dios», expresión que equivale a «siervos de Jesucristo» (1,1; 2,20); y que la adoración del cordero equivale a la adoración de Dios (5,8.12.14).
     
      Es en el prólogo de su Evangelio donde S. Juan deja patente la divinidad de Jesucristo, y su distinción y consustancialidad respecto al Padre. Hay muchos textos que hablan de la preexistencia de Cristo; así diversos testimonios de Juan el Bautista: «era antes que yo» (1,29. 30); «el que viene del cielo está sobre todos» (3,31) o palabras del mismo Jesús: «Antes de que Abraham naciese, era yo» (lo 8), y pide al Padre que le glorifique «con la gloria que tuve cerca de Ti antes de que el mundo existiese» (17,5), «porque me amaste antes de la creación del mundo» (17,24).
     
      S. Juan presenta a Cristo como la vida y autor de la vida, como luz y como verdad: «Yo soy la resurrección y la vida» (11,25), «yo soy el camino, la verdad y la vida» (14,6), para que el que tenga fe, posea la vida eterna (3,16). Es capaz de dar la vida, resucitando a los muertos, lo cual era propio de Yahwéh (5,21), y se aplica este poder tanto a los cuerpos (11,33), como a las almas. En muchos textos aparece como la luz (3,17-21; 1,5.9-11); en otros es no sólo dispensador de la verdad sino que es la misma verdad (14,6; 17,3); y su testimonio es verdadero (19,35; 1,18; 6,46). Y éstos son atributos que se predican de Dios (v. Dios IV, 4).
     
      Por otra parte, en cuanto a las operaciones, realiza las que son propias de Dios, con un dominio absoluto de la naturaleza y de las leyes; así en la curación del paralítico en sábado (5,2), sus acusadores señalan con razón que «se ha hecho igual a Dios» (5,18). «Como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo a los que quiere les da la vida» (5,21).
     
      En S. Juan encontramos también textos en que Jesús afirma su unidad de naturaleza con su Padre: en el Templo ante los judíos dice: «Yo y el Padre somos una sola cosa» (10,30), y lo confirma en 10,38: «para que sepáis y conozcáis que el Padre está en mí y yo en el Padre»; y a sus discípulos en la última Cena (14,7-11) les dice: «Si me habéis conocido, conoceréis también a mi Padre» (14,7); «el que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (14,10); y en la oración sacerdotal: «para que todos sean uno, como tú Padre estás en mí y yo en ti, a fin de que sean uno, como nosotros somos uno» (17,20-23).
     
      En las Epístolas S. Juan muestra a Cristo como unigénito (monogenes), que preexiste en el Padre, es eterno, Hijo de Dios, consustancial con Él (1 lo 1,1); tiene operaciones comunes con el Padre y cualidades divinas.
     
      3. Jesucristo, verdadero hombre. Jesucristo aparece en la S. E. no solamente como verdadero Dios, sino también hay multitud de testimonios que nos lo presentan como verdadero hombre, es decir, que tuvo una naturaleza humana y asumió un verdadero cuerpo.
     
      En el Nuevo Testamento, aparece a cada página la humanidad de Jesucristo. María (v.) concibió realmente, aunque por obra del Espíritu Santo (Lc 1,35; 1,42; 2,5; Mt 1,19), y dio a luz un hijo (Lc 2,6.7).
     
      S. Lucas cierra la historia de la infancia de Cristo con las siguientes palabras: «Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia, ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52); utilizando palabras que responden a las distintas fases de su evolución física: «recién nacido» (Lc 2,16); párvulo (2,40), niño (2,43); simplemente Jesús (2,52). Esta humanidad de Jesucristo se confirma en la vida pública cuando se le presenta con toda la fenomenología propia de un cuerpo: «cansado del camino» (lo 4,6); «come» (Mt 9, 11); «llora» (lo 11,35); sufre agonía, suda (Lc 22,44); tiene sed en la cruz (lo 19,28); de su costado sale sangre y agua (lo 19,34); y se nos muestra lo que refleja exquisitez de vida afectiva: culto a la amistad, Lc 12; la compasión Lc 7,11, etc., hacia las personas concretas y hacia su pueblo, Lc 19,41, y de sus pasiones (su indignación ante el Templo invadido por mercaderes, lo 2,13) o de los valores humanos (amor a la verdad, fortaleza, valentía, sentido de la justicia, prudencia, desprendimiento, templanza, naturalidad, etc.).
     
      También después de la Resurrección (v.) se pone de relieve que se trata de un verdadero cuerpo: «palpad y ved que el espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo» (Lc 24,39). En la aparición en que está presente Tomás, le muestra sus manos y su costado (lo 20, 27), con las señales de las heridas de su pasión. Se marca el contraste entre el verdadero cuerpo y un fantasma: cuando al ver una figura caminar sobre las aguas, sus discípulos dicen que es un fantasma, Él contesta: «soy yo, no temáis» (Mt 14,26-27).
     
      Algunos textos destacan que Jesús padeció realmente, que fue el varón de dolores, algún otro que Cristo es hermano de todos los hombres: «el que santifica y los que son santificados, de uno vienen» (Heb 2,11), y puede referirse a una persona (Adán, Abraham, Dios), o a una naturaleza. También S. Pablo (Gal 4,4) con la expresión guenomenos ek guinaikos (hecho de una mujer), alude a la generación según la carne, e insiste en que desciende de David, según la carne (Rom 1,3) y de los patriarcas (Rom 9,5).
     
      En Jesucristo se realizan las profecías del A. T. que mostraban al futuro Mesías como un verdadero hombre, de la descendencia de Abraham (Gen 22,18), de la tribu de Judá (Gen 49,10), de la raíz de Jesé, de la casa de David (2 Sam 7,12), que nacerá de una virgen (ls 7,14), que se sentará sobre el trono de David su padre, y que será Siervo de Yahwéh (v.), que sufrirá sometiéndose a la voluntad divina (Is 50; 53; etc.), y en el que se cumplirán detalles muy concretos de las predicciones (Mich 5,1, etc.).
     
      Y Cristo no solamente asumió un verdadero cuerpo, sino que asumió también una verdadera alma (v.) racional e intelectiva. Los Evangelios notan que se predican de Él todas las operaciones de la vida sensitiva e intelectiva propias del alma racional: se admira (Mt 8,10); hace oración, elevación de la mente a Dios (Lc 6,12); obedece a sus padres (Lc 2,51); crece en sabiduría, en lo que se refiere a la ciencia experimental (Lc 2,52), consecuencia, p. ej., de escuchar a los demás y de fijarse en las cosas (Lc 2,46); al morir «entrega su espíritu» (Mt 27,50), y dice «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
     
      4. Jesucristo, Dios-Hombre Hombre-Dios. La unión hipostática (v. II, 6 ss.) o personal es en Dios la unión de las sustancias perfectas (la naturaleza divina y la naturaleza humana) que terminan en la persona divina del Verbo, de manera que las acciones de cada una de ellas se adscriben a un único principio, la misma persona del Verbo. Los datos de la Revelación ofrecen el material para las definiciones de algunos de los primeros Concilios (v. II, 7).
     
      La unidad de sujeto de Cristo en sus distintos momentos se ve especialmente en Philp 2,5-11. En este texto es el mismo el sujeto de la proposición, Cristo; y se encuentra en tres estadios: como preexistente, en su existencia histórica, y en su vida gloriosa. En su E. continúa siendo Dios, pero renuncia a la gloria externa de su divinidad al hacerse hombre en el tiempo y asumir una naturaleza humana dependiente esencialmente de Dios y privada de los privilegios de la impasibilidad y de la inmortalidad; «habítus inventus ut homo» (y haciéndose semejante a los hombres), esto es, no sólo en lo esencial sino también en su apariencia externa, en sus gestos, modo de hablar, de actuar y de vivir, y precisamente en las características de una determinada raza y en unas coordenadas de tiempo y lugar; el mismo que «fue, es y será», se hace obediente; realizada la E. permanecen una y otra naturaleza (conserva-su igualdad con Dios y por otra parte obedece al Padre y muere en la cruz); y después, como pago por su humillación, vuelve a exaltarse la divinidad.
     
      Otros textos que completan las ideas enunciadas en Philp 2,5-11, son: Rom 9,5; Tit 2,13-14; Col 1,13-20; Gal 4,4-5; y, principalmente, el prólogo del Evangelio de San Juan (lo 1,1-18) en donde se indica que el Verbo en el principio era (eternidad; v.), estaba en Dios (con la persona del Padre, que era distinta) y el Verbo era Dios (persona subsistente, distinta del Padre, de naturaleza divina, consustancial con el Padre), y es el mismo que, «caro factum est», que se ha hecho hombre, y ha asumido una naturaleza mortal, y que habitó entre nosotros, y los discípulos del cual vieron su gloria, la de quien es «unigénito del Padre».
     
      Los Apóstoles predicaron al Verbo E., en sus distintas fases y aspectos: «Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos tocando al Verbo de vida... lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros» (1 lo 1-2).
     
      5. Resumen. En los textos de la S. E. se encuentran todos los elementos que definen el misterio y dogma de la E.; la S. E. muestra cómo la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se encarna, se hace hombre, naciendo de María Virgen por obra del Espíritu Santo; cómo Jesucristo es perfecto Dios y perfecto hombre, y cómo poseyendo dos naturalezas, una divina y otra humana, subsisten ambas siri transformación y sin mezcla alguna de la persona del Verbo.
     
      La S. E. da testimonio de esta realidad, como de la más alta manifestación del amor de Dios («porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna»: lo 3,16). Sobre esta realidad sorprendente de la unión de la naturaleza divina con la humana en la persona del Hijo de Dios, del Verbo, que constituye uno de los elementos capitales del cristianismo (v.), han meditado y reflexionado abundantemente los cristianos, teólogos o no, de todas las épocas. De entre los elementos de la revelación cristiana, la E. ha sido uno de los misterios divinos en los que el esfuerzo racional de la teología especulativa ha alcanzado sus más altas cotas. Se puede presentar así una síntesis, un estudio sistemático de la E.: su concepto, su finalidad, su conveniencia y «necesidad», y también de lo que constituye el núcleo y centro del misterio, la unión hipostática; de esa síntesis se ocupará el artículo siguiente.
     
      V. t.: JESUCRISTO I; MARÍA I; VERBO.
     
     

BIBL.: J. LEBRETON, Les origines du dogme de la Trinité, 2 vol., París 1927-28; M. J. LAGRANGE, El Evangelio de N. S. Jesucristo, Barcelona 1933; L. DE GRANDMAISON, Jesucristo: su persona, su mensaje, sus pruebas, 2 ed. Barcelona 1941; J. M. BOVER, El Evangelio de N. S. Jesucristo, Barcelona 1943; In, Teología de S. Pablo, 4 ed. Madrid 1967; J. BONSIRVEN, Les enseignements de Jésus-Christ, París 1946; ID, Teología del Nuevo Testamento, Barcelona 1961; F. PRAT, La Teología de San Pablo, México 1947; F. CEUPPENS, Theologia bíblica, III, Turín-Roma 1950; L. CERFAUX, Jesucristo en San Pablo, Bilbao 1955; M. MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento, Madrid 1963; v. t. la bibl. del art. JESUCRISTO I.

 

F. BLASI BIRBE.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991