ENCARNACIÓN DEL VERBO
TEOLOGIA SISTEMÁTICA.
1. Introducción. 2. Concepto. 3.
Motivo. 4. Conveniencia. 5. Necesidad. 6. Unión hipostática. 7. Fe de la
Iglesia en la unión hipostática. 8. Consecuencias de la unión
hipostática. 9. Reflexión teológica. 10. Repercusiones prácticas de la
Encarnación.
1. Introducción. El dogma de la E. no es una afirmación más dentro
del cristianismo. Los dogmas no son afirmaciones en línea recta, sino
que tienen su propia categoría, formando un conjunto orgánico,
escalonado, donde cada uno tiene su propio puesto. A la pregunta sobre
el cristianismo, responde una primera afirmación: Jesucristo (v.), como
centro, donde convergen dogma y moral. Él nos revela al Padre y nos
envía el Espíritu. Por Él fue hecho cuanto existe y a través de Él
volverá todo al Padre. Pero Cristo no es sólo un profeta o un
legislador. «Vivir en Cristo» no es sólo cumplir sus mandamientos, sino
conformarse interiormente de acuerdo con la realidad Cristo, es decir,
ontológica y existencialmente.
Y aquí es donde cobra valor la E. Es cierto que Cristo se hace
hombre en orden a una Redención (v.), a una Pascua (muerte y
resurrección; v.), pero también es verdad que esa Pascua tiene valor
porque la unión del Dios-Hombre es real, verdadera. Un Cristo entregado,
por los hombres hasta la cruz, libre de toda atadura humana, pero sin
ser Dios-Hombre, no pasaría de ser un ejemplo para la humanidad. Lo que
da sentido a la Pascua es el Cristo de la unión hipostática, sólo
accesible en la fe, profundamente humano y Dios en toda su plenitud.
Poner en claro este dogma es colocar el fundamento de nuestra religión
cristiana.
En este artículo vamos a fijarnos primeramente en algunas
cuestiones introductorias: concepto, motivo o finalidad, conveniencia y
necesidad de la E. Después en la unión hipostática que es el núcleo del
tema, y dentro del cuerpo de esta sección, desarrollaremos el concepto
patrístico de unión e hipóstasis, la fe de la Iglesia, consecuencias en
Cristo, y, por último, la reflexión teológica sobre el modo de la unión
y el «Yo» de Cristo. En la conclusión pondremos de manifiesto la
repercusión de este dogma en la concepción católica de la Iglesia (v.),
Sacramentos (v.), ascética personal (v. ASCETISMO II) y valor de las
realidades terrenas.
2. Concepto. Desde la época apostólica la afirmación de S. Juan
«el Verbo se hizo carne», encontró serias dificultades frente a un mundo
en ebullición, donde se daban cita múltiples corrientes de pensamiento:
judaísmo (v.), gnosis (v.), religión y filosofía helenísticas (v.).
Junto a esto las propias deformaciones en el interior de la Iglesia
(herejías; v.). La realidad de la E. corría el riesgo de convertirse en
un mito más: la exaltación de un hombre o la apariencia de un dios. Para
salvaguardar la fe recibida y presentarla al mundo en categorías
comprensibles, la Iglesia tuvo que hacer un esfuerzo de siglos cuyos
resultados serán las claras formulaciones de los Concilios. Sin embargo,
no debemos confundir este esfuerzo con una dialéctica metafísica. El
fondo fue siempre la S. E. y la Tradición; los conceptos filosóficos, el
ropaje. La verdadera línea de argumentación fue la Palabra (v.) de Dios,
leÍDa en la fe (v.) de la Iglesia. Los grandes textos cristológicos del
A. y N. T. son la base, aunque más tarde se vean obligados a recurrir a
fórmulas más técnicas para verter en ellas los conceptos escriturísticos.
No se trata, por tanto, de un problema metafísico, sino de un problema
teológico y dogmático. Es la fe que busca su comprensión.
La divinidad de Cristo es la base misma del cristianismo. Si
Cristo no es Hijo de Dios, el cristiano no lo será tampoco, ya que el
fundamento de nuestra divinización es la divinidad de Jesús. Este será
un argumento fundamental empleado por los Padres que parten de una
economía, como lo será también a la hora de defender la divinidad del
Espíritu Santo (v.). No dudarán tampoco a la hora de afirmar la
humanidad de Cristo, pero será desde la perspectiva anterior.
La doctrina de los Padres y Concilios parte del Jesús concreto, el
nacido de María. Y con relación a Él surgen tres problemas: su
divinidad, su humanidad y la unión de estos dos elementos. Los tres
aspectos son esenciales para la determinación del concepto claro de E. A
esto se reduce todo el misterio: Dios verdadero, hombre auténtico y en
unión perfecta, no como dos elementos sobreañadidos. Se trata, por
tanto, de la comunicación personal del Verbo divino a la naturaleza
humana.
Dios se comunica de diversas maneras: por la Creación (v.), dando
continuamente el ser a cuanto existe; por la Gracia, creando en nosotros
la imagen del Hijo por la acción del Espíritu Santo; pero sobre todo por
la E., donde la comunión con lo humano es total, al darse en ella tina
unión personal. Todas las demás comunicaciones tienden a ella, que es la
expresión máxima de la unión de Dios con el hombre, o la presuponen (V.
EUCARISTÍA). Si la Creación es ya una gracia, que pierde en la
terminología este nombre frente a la donación por la Gracia
santificante, la E. aventaja este régimen en una dimensión insospechada,
pues lo humano es asumido en el «Yo» divino del Verbo. Se trata de un
dogma de fe, al que podemos definir con M. Schmaus: «En Cristo hay una
Persona divina, la persona del Verbo de Dios, y dos naturalezas, una
divina y otra humana. Ambas subsisten sin transformación de la una en la
otra, y sin mezclarse». Es la expresión del Conc. de Calcedonia (Denz.Sch
301-302).
En cuanto al término encarnación parece que fue S. Ireneo (v.) el
primero en usarlo (sarkosis). Podría extrañarnos la selección de este
vocablo, en-carnarse (literalmente: hacerse carne) para designar esta
acción de Dios, en lugar de humanarse, que parece ser una expresión más
clara, y que no necesita explicación. S. Buenaventura (v.) en su
Breviloquium ha buscado unas razones de humildad, pero la razón hemos de
buscarla en una traducción literal del término griego sarkx (carne), que
a su vez lo es del hebreo «basar», empleados en la S. E. a veces para
designar al hombre en su totalidad. La elección de esta palabra en S.
Juan (v.) y en los Padres puede tener relación con la lucha contra el
docetismo (v.), para indicar la auténtica realidad humana del Salvador.
La Iglesia ha consagrado esta fórmula identificando encarnarse con
humanarse (Denz.Sch. 125, 267...).
3. Motivo de la Encarnación. a. Planteamiento. Sería un error que
el título de este apartado sugiriera la idea de que íbamos a penetrar en
los planes de Dios «a priori», o a buscar una motivación en las
criaturas que. «moviera» a Dios. Es independiente, y sólo puede tener un
motivo para su obrar: su libre voluntad (V. DIOS IV, 14). Nuestra tarea
es más modesta. Sólo intenta, partiendo del hecho de la E. y de las
razones que nos aporta la S. E. (la gloria divina que debía manifestar,
lo 17,4; la enseñanza de los hombres, lo 18,37; el ejemplo, lo 3,14; la
salvación de los hombres y su redención, 1 Tim 1,15; lo 3,14 ss.; Gal
4,4; Rom 8,3), analizar cuál sea la fundamental. No se intenta, por
tanto, determinar la finalidad de la E. en un mundo que no se dio, sino
en este concreto donde el hombre cayó en el pecado.
Prescindiendo de un análisis del A. y N. T. (v. I), en resumen,
podemos destacar como razones fundamentales del plan encarnativo de
Dios: la salvación (v.) de los hombres y la señoría de Cristo sobre toda
la creación (Col 1,15-20), como «imagen» del Padre, o manifestación de
la gloria del Creador. Esta segunda idea no es ajena a la primera, como
podemos ver en Eph 1,3-14.
Numerosos testimonios de los Padres orientan la E. en arden a la
salvación los hombres: S. Ireneo (Cont. haereses, 1,5,14: PG 7,1161) nos
dice: «Si no tuviera que ser salvada la carne (el hombre), el Verbo de
Dios no se hubiera hecho carne». S. Atanasio (Adv. arianos orat. II, 54:
PG 26,261) alega esta misma razón: «El Señor, como Verbo, no tiene otra
razón de existir que su generación del Padre, del cual es la Sabiduría
engendrada. Pero para hacerse hombre, hay una nueva causa que justifica
su Encarnación: la necesidad e indigencia del hombre, anteriores a su
venida a este mundo; sin ellas el Verbo no se hubiera encarnado». El
Conc. de Nicea (v.) expresa del mismo modo la finalidad de la E.: «que
por nosotros y por nuestra salvación, se encarnó» (Denz.Sch. 125). Y la
liturgia'la ratifica en la bendición del cirio pascual al llamar «feliz»
al pecado porque nos mereció al Redentor.
También encontramos en los Padres testimonios que favorecen la
visión de la E. en orden al primado de Cristo. Máximo el Confesor (v.),
afirma: «Todos los mundos y cuanto contienen existen en orden al
misterio de Cristo; en Cristo han recibido su principio y su fin. Esta
síntesis estaba prefijada antes que todos los mundos... En la plenitud
del tiempo fue visible esta síntesis en Cristo, dando cumplimiento a los
designios de Dios» (Quaest. ad Thalassium, 60: PG 90,621).
b. Posición de los teólogos. Partiendo de este doble foco que
ilumina la E. aparece una doble línea en la teología, según destaque un
elemento u otro: la posición escotista y la tomista.
Duns Escoto (v.) es el representante de cuantos teólogos afirman
que la E. no está subordinada en el orden presente a la Redención.
Presenta distintos momentos en el querer divino: «1) Dios se ama; 2) Se
ama en los otros...; 3) Quiere ser amado de otro que le pueda amar con
un amor total... 4) Prevé que sólo la Encarnación cumplirá este fin; 5)
Decreta la Encarnación». (Lectura paris, III, d7, q4). Este decreto
encarnativo de Dios es, por tanto, anterior al decreto de la Redención,
y aún anterior al de la Creación. Lo que predomina es la suprema
manifestación del amor de Dios que sólo puede tener acogida en una
respuesta donde el interpelado le responda con amor total. Es cierto que
toda esta ordenación divina, en su querer, sólo se distingue en
nosotros, no en Dios.
Como consecuencias de esta postura tenemos que el Verbo sólo se
encarnó en una naturaleza pasible por el presupuesto del pecado (v.),
pues de otro modo no hubiera sido así. Esta teoría pone el acento en la
primacía de Cristo sobre toda la creación y en la unión de esta primacía
con el amor de Dios. La E. es querida por ella misma y no por la caída
del hombre. Escoto termina por soltar el lazo de unión tan estrecho
entre EncarnaciónRedención, en favor de este otro: Creación-Encarnación.
Antes de redentora, .la E. para él y seguidores, es el culmen de la
Creación donde Dios es amado lo más posible. Sostiene un dato esencial
claramente afirmado en la Biblia y en los Padres: el primado de Cristo
sobre toda la creación. Sin embargo, no es necesario aceptar los
presupuestos escotistas para afirmar ese dato escriturístico. Por otra
parte, la afirmación esencial de Escoto, es decir, una E. querida por sí
misma e independiente de una redención, no tiene fundamento ni en la
revelación ni en los Padres. El Verbo encarnado que recapitula en sí
todas las cosas es el Verbo Redentor.
S. Tomás (v.) responde a esta cuestión en la Sum. Th. 3 ql a3,
subordinando la E. a la Redención. Dice así: «Lo que depende sólo de la
voluntad de Dios y ante lo que la creatura se encuentra sin ningún
derecho, no podemos conocerlo, sino en la medida en que nos lo enseña la
Escritura, a través de la cual conocemos la voluntad divina. Ahora bien,
en toda la Sagrada Escritura se indica la caída del primer hombre como
motivo de la Encarnación. Conviene, por tanto, decir que la obra de la
Encarnación fue ordenada por Dios como remedio del pecado, y que sin el
pecado, la Encarnación no hubiera tenido lugar. No obstante, el poder de
Dios no tiene límites, pues pudo encarnarse, aunque el hombre no hubiera
pecado».
La respuesta de S. Tomás, mesurada y profundamente escriturística,
parece ser la solución más acertada. Tiene en cuenta el carácter
contingente de la E., pone de relieve la ligazón estrecha entre E. y
Redención, y no se cierra a la relación Encarnación-Creación, siempre
que la entendamos en el caso concreto de nuestro mundo.
En resumen: no podemos separar Encarnación, Redención y
glorificación de Cristo, puesto que son tres momentos esenciales de la
sola realidad Cristo. La E. representa el momento frontal, primero, del
amor de Dios al hombre y del hombre a Dios en la persona de Cristo; la
Redención es la cumbre de la entrega, y la Resurrección es la exaltación
total de Cristo y de la humanidad en Él. Tres momentos distintos, y una
sola finalidad: salvación del hombre histórico caído, y primado de
Cristo sobre toda la Creación. Uno y otro se compenetran de modo que en
la actual economía divina, presupuesto el pecado, separar el uno del
otro es condenarnos a una visión estrecha y partidista.
4. Conveniencia de la Encarnación. Ante el hecho de un Dios que se
hace hombre, Padres y teólogos buscaron unas razones que, aunque no
exigen a priori la E., sin embargo, presupuesta su realización, ayuden a
comprenderla.
La coherencia que busca la teología se encuentra en la bondad de
Dios, porque la E. es precisamente la expresión máxima del amor divino
(v. DIOS IV, 6): «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo
unigénito...» (lo 3,16; 1 lo 4,9,10,19). El bien se difunde por su
propia fuerza interior, y la mejor manera de esa difusión en Dios es la
entrega total, personal, de modo que de esa donación recibamos todos. Es
cierto que Dios es libre de la entrega de su amor y en el modo, pero ese
abajamiento ha hecho más fácil para el hombre el diálogo amoroso con Él.
Caído, Dios pudo rescatarle sin encarnarse, pero la llamada interior a
la conversión, a la vuelta a Él. no hubiera tenido tanta resonancia
humana. Porque sólo un Dios hecho hombre podía conseguir una redención
«de condigno», es decir, sólo un Dios hecho hombre podría merecer en
estricta justicia.
En verdad la E. es la cumbre del gratuito acercamiento de Dios al
hombre iniciado desde el principio. Toda la historia de la salvación es
la búsqueda de este encuentro. Por eso, aunque la unión personal de Dios
con el hombre no esté exigida por esa pedagogía divina, sin embargo,
convenía a ella. El «Emmanuel» (Dios con nosotros) no hubiera llegado a
su total realidad sin el hecho grandioso de la Encarnación. Este hecho
entraña, por tanto, el que Dios, en la donación de su amor, ha querido
tomar en serio al hombre, y aun siendo obra de puro amor, ha querido una
respuesta en la que el hombre se comprometa no como a algo que le viene
totalmente desde fuera, sino ante Cristo que es de su misma raza.
La Iglesia, al luchar durante siglos para defender la idea exacta
de la E., tenía conciencia de que estaba defendiendo no sólo la persona
de Cristo, sino a ella misma, al hombre y al mundo. Ya nos detendremos
en este aspecto, por ahora baste notar que no se trata sólo de una
conveniencia con la naturaleza divina, ni con el hombre, sino además con
la Iglesia y el mundo, porque en definitiva la estructura Iglesia y
mundo (v. IGLESIA IV, 4), dependerá de la estructura interior del Verbo
Encarnado.
Los teólogos se preguntan también sobre la conveniencia de que
haya sido la segunda Persona de la Santísima Trinidad la que se hizo
hombre y no otra. No podemos meternos en la intimidad trinitaria, sino
desde el lado económico, es decir, desde las misiones (v. TRINIDAD,
SANTÍSIMA). Respetando además la trascendencia de Dios debemos evitar
toda referencia a una necesidad y hablar sólo de conveniencia. El Padre
aparece como el Innascible, luego no le «convenía» la E. Tampoco se
compagina con el Espíritu Santo (v.) por ser espíritu. El Hijo que es
«Imagen» es el más indicado para restaurar en nosotros la imagen
perdida; «Palabra» del Padre le conviene tender a su expresión externa;
«Sabiduría» le compete ser Él quien enseñe a los hombres; «Hijo» es el
más apto para concedernos la filiación que posee.
5. Necesidad de la Encarnación. La E. en modo alguno fue
necesaria, ni siquiera con necesidad moral, en cuanto que Dios se viera
obligado por su amor al hombre. De otro modo se hundiría la total
gratuidad del orden sobrenatural. Si la E. es la gran expresión del amor
de Dios, y el amor para ser tal, ha de ser libre, deducimos claramente
que la E. debió ser totalmente libre.
Dios no estaba obligado a reparar el pecado del hombre. Podía
privarle de la bienaventuranza sin hacerle injusticia de ninguna clase.
Tampoco iría contra Dios, puesto que el dejar la obra inacabada no
provendría de su impotencia, sino de la malicia del hombre. Es cierto
que la E. era sumamente conveniente, pero en modo alguno necesaria.
Además Dios pudo salvar al hombre sin necesidad de hacerse Él mismo
hombre. «Dios, en efecto, con su omnímodo poder, podía restaurar la
naturaleza humana de múltiples maneras» (Sum. Th. 3 q1 a2).
6. Unión hipostática. Toda la teología de la E. se reduce a
explicar que Jesús es verdadero Hijo de Dios y hombre perfecto. El
estudio de su filiación divina y de su humanidad pertenece a otros
artículos (v. JESUCRISTO; CRISTOLOGÍA; TRINIDAD, SANTÍSIMA). Aquí nos
toca ver la unión de los dos componentes, cómo la divinidad permanece
sin cambio ni alteración y la humanidad conserva todo lo que le es
propio. Podemos definir la unión hipostática como «la unión sustancial
de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en una sola persona,
la persona de Jesucristo, Hijo de Dios».
Se trata de un misterio cristiano que no podemos penetrar con la
luz de la razón, pero sí conseguir una cierta inteligencia. Es un dogma
de fe. creído en la Iglesia desde el principio, y formulado con términos
detallados sobre todo en el Conc. de Calcedonia (v.). La Iglesia se ha
servido de estas dos palabras: unión e hipóstasis para expresarlo,
palabras cargadas de un fuerte sabor filosófico, pero purificadas a
través de todas las controversias cristológicas.
Unión: Este vocablo, empleado ya por S. Ireneo para expresar el
concurso de las dos naturalezas, tiene en griego (enosis) el sentido de
«reducción a la unidad», aunque a veces significa «unión» en abstracto,
y también «singularidad». Su etimología, por tanto, no implica la idea
de E. (sarkosis), es decir, la asunción de una naturaleza inferior
(humana) por la persona divina, sino sólo la unión.
Para expresar la realidad de la E. los Padres emplearon palabras
que presentarían dificultades de orden doctrinal, y que hoy
rechazaríamos. Es comprensible, pues aunque la fe estaba clara, la
expresión no lo era sin embargo. Como ejemplo, podemos poner el término
sarkoforos (portador de lo humano), Usado por S. Ignacio de Antioquía
(v.).
Hipostática: En el lenguaje teológico actual hipóstasis equivale a
persona (v.). Pero esta identificación no ha sido reconocida desde el
principio por los Padres sino después de largas controversias
trinitarias y cristológicas.
La etimología de este término, desconocido de Aristóteles como
término filosófico, es ambigua. Puede indicar una cosa o una acción. En
la primera acepción indicará una realidad sustancial y equivale a ousía
(sustancia); como acción indica el acto concreto de subsistir, y
equivaldría a persona. Esta ambigüedad se refleja en el Conc. de Nicea (Denz.Sch.
125), y será uno de los pretextos de la herejía arriana (v.). S. Basilio
de Cesarea (v.), militante en el campo donde se decía «tres hipóstasis»
clarificará este término en el sentido de acto concreto de subsistir,
distinguiéndolo de ousía e identificándolo con prosopon (persona).
Las discusiones trinitarias no agotaron la cuestión de la
hipóstasis, porque el problema no se planteaba en el mismo plano. La
naturaleza divina no tenía existencia sino en la Persona. No así en
Cristo, en el que la naturaleza humana existía realmente, concreta en
Cristo. De aquí que se vuelva a someter el concepto de persona a un
nuevo análisis, a fin de distinguir la naturaleza concreta e
individualizada de la hipóstasis o persona.
S. Basilio marcó como elemento esencial de la hipóstasis «lo
propio», y los dos Gregorio lo completaron añadiendo la idea de
totalidad, inteligencia y libertad. Apolinar de Laodicea (V.
APOLINARISMO) apoyándose en este concepto opuso a la escuela de
Alejandría una visión que le llevaría a la herejía, identificando
hipóstasis con ousía. Luego para que en Cristo no se den dos personas,
habrá de suprimir en la naturaleza humana lo característico personal, el
alma inteligente.
Como reacción a esta postura y como el término hipóstasis sigue
identificándose con ousía y fisis (naturaleza), Teodoro de Mopsuestia
(v.) y Nestorio (v.) acudirán al término prosopon para designar un
compuesto moral, nacido de dos componentes concretos y perfectos, las
dos hipóstasis, divina y humana. Prosopon tendría en Nestorio el
concepto abstracto de personalidad.
S. Cirilo de Alejandría (v.), en contraposición a Nestorio, emplea
fisis e hipóstasis en el sentido de sustancia concreta, y prosopon con
significación moral. Así la unión «según la hipóstasis» significa la
unión «según la realidad», es decir, unión física. Sin embargo, su
vocabulario no es fijo. Frecuentemente identifica fisis, hipóstasis y
prosopon. De buena fe admite una fórmula apolinarista «mia physis tou
Theou sesarkomene» (la naturaleza una de Dios encarnada), creyendo que
era de S. Atanasio.
Aunque la postura de S. Cirilo es ortodoxa, la triple equivalencia
hace que Eutiques (v.; V. t. MONOFISISMO) nos hable de una sola
naturaleza en Cristo, haciendo estricta la identificación de S. Cirilo.
La Carta dogmática de S. León Magno (v.) a Flaviano precisará el
lenguaje dogmático: un Cristo, una persona, dos naturalezas (Denz.Sch.
293-294), y el Conc. de Calcedonia definirá la doctrina (Denz.Sch.
301-302).
7. Fe de la Iglesia en la unión hipostática. Desde el principio
tiene su expresión en los Símbolos (V. FE II). En el segundo artículo
dedicado a Jesucristo (Denz.Sch. 1 ss.) se afirma de Él que es a la vez,
en su única realidad, Hijo de Dios y nacido por obra del Espíritu Santo
de María Virgen (v. MARÍA II, 2). Este símbolo es «la regla de fe» que
el bautizado debe profesar.
Entre los numerosos testimonios patrísticos podemos destacar el de
S. Ignacio de Antioquía que subraya la realidad de la «carne» de Cristo
(Ad Trallianos, 9,1) y de su divinidad (Ad Romanos, 3,3) y también la
unión: «Hay un médico, sin embargo, que es carnal y espiritual a la vez,
engendrador y no engendrado, en la carne hecho Dios, hijo de María e
Hijo de Dios, primero pasible y luego impasible, Jesucristo, nuestro
Señor» (Ad Ephesios, 7,2; cfr. Padres Apostólicos, ed. BAC, Madrid 1950,
451-452).
S. Ireneo, esencialmente antiagnóstico, centra su argumentación en
la conveniencia de la E. para la salvación: «¿Cómo podríamos, en efecto,
participar de la adopción filial, si no hubiera entrado en comunión con
nosotros, haciéndose carne?» (Adv. haer. 3,18,7: PG 7,937). Y más
expresamente con relación a la unión, después de analizar el evangelio y
las epístolas de S. Juan, concluye que esos textos condenan «las
creencias blasfemas que dividen al Señor, al afirmar que está hecho de
dos hipóstasis diferentes». Según S. Ireneo no habría salvación, para
nosotros, si Cristo no fuera verdadero Dios y verdadero hombre.
Tertuliano (v.) es el precursor de las fórmulas dogmáticas del s.
v. Enseña que en Jesucristo hay dos sustancias completas unidas en una
persona y que estas sustancias guardan sus propiedades respectivas: «En
el Salvador vemos dos estados no confusos, sino unidos en una persona, a
Dios y al hombre Jesús» (Adv. Prax. 27,11: PL 2, 190). La humanidad de
Cristo es real, compuesta de cuerpo y alma, pues no hay verdadero hombre
sin esta unión.
Igualmente podríamos decir de Orígenes (v.), quien, aunque
inficionado de filosofía platónica, insiste en la E. en toda su
amplitud. Con él y con Clemente de Alejandría comenzaría la llamada
escuela de Alejandría que tanta importancia había de tener en las
controversias cristológicas (V. ALEIANDRÍA VI).
Pasemos por alto a Pablo de Samosata (v.; V. t.: ADOPCIONISMO) y
su refutación por Malquión, de cuya autenticidad se duda, pero que de
ser verdad en pleno s. III se habría planteado el problema de la
constitución ontológica del Verbo y dado a ella una solución neta. Luego
encontramos la gran herejía arriana (v.), trinitaria y cristológica,
aunque sea bajo el primer aspecto como es más conocida. La constitución
ontológica de Cristo, según ellos, es monofisita. En lugar del alma
humana, el Verbo, que no tiene la categoría de Dios verdadero, entra en
composición con el cuerpo formando una sola naturaleza, realmente
humana, ya que el Verbo es pasible como el alma del hombre. El Conc. de
Nicea (Denz.Sch. 125) se limitará a proclamar la divinidad y
preexistencia del Hijo y su identidad con Jesucristo, sin hablar de su
constitución ontológica. S. Atanasio y S. Basilio defenderán en esta
línea la fe ortodoxa, más preocupados del Verbo que de la integridad
humana del Salvador, ya que ésa era entonces la verdad que había que
defender.
La teoría de Apolinar tiene sus raíces en el arrianismo, poniendo
el acento en la negación del alma de Cristo, de modo que la unión entre
el Verbo y la carne sea como el agente y un instrumento, constituyendo
una sola energía. De aquí se sigue que hay en él una sola naturaleza. El
Conc. romano del a. 382 (Denz.Sch. 159) y el ecuménico de Constantinopla
(Denz.Sch. 151) condenan esta postura. Con estas intervenciones de la
Iglesia queda perfectamente clara la integridad de la humanidad de
Cristo, como el Conc. de Nicea proclamó la identidad del Verbo con el
Padre.
Mientras tanto, en Occidente la teología latina llega a su
formulación definitiva con S. Agustín, que explica en profundidad la
unidad de Cristo en sus dos naturalezas: el hombre, alma y cuerpo, forma
una sola persona con el Verbo: «Así como en la unidad de la persona el
alma se une al cuerpo para formar el hombre, en la unidad personal, Dios
se une al hombre para formar a Cristo» (Epist. 137,11, CSEL 44,110,1-3).
La datación del Símbolo Quicumque es demasiado incierta para tenerla en
cuenta aquí, pero ciertamente sus formulaciones particularmente claras (Denz.Sch.
75-76) sobre la perfección de la humanidad de Cristo y la unidad
personal, están en la línea en la que progresó la teología occidental, y
presentan un paralelismo estrecho con las fórmulas agustinianas.
A principios del s. V la doctrina oficial de la Iglesia sobre el
misterio de la E. se definió prácticamente, de una parte, por las
fórmulas fundamentales de los símbolos de Nicea y Constantinopla, y de
otra, por la condenación del apolinarismo negador del alma espiritual de
Cristo. Situación que dejaba gran indeterminación a la hora de precisar
las relaciones de ambas naturalezas. Había acuerdo fundamental sobre la
constitución ontológica de Cristo, pero la antigua formulación
Verbo-carne no desapareció; sólo se le unió la mención del alma humana.
Se desarrolló mucho el estudio de la psicología humana de Cristo,
insistiendo en la consistencia de la naturaleza humana. S. Gregorio
Nacianceno había hablado de la unión como una mezcla. Todas estas
imprecisiones abocarían a las dos grandes herejías: nestorianismo y
monofisismo.
Nestorio, en parte por reacción ante el apolinarismo y arrianismo,
se opone a todo lo que sepa a «mezcla» o «unión íntima» de las dos
naturalezas. Así niega el título de la maternidad divina a María y lo
que más tarde habría de llamarse «la comunicación de idiomas». En
realidad, como se lo reprocha S. Cirilo, se queda en una unión de las
naturalezas más o menos moral o extrínseca. Como aspectos positivos está
el comprender que es imposible establecer la unión en Cristo al nivel de
las naturalezas, contribuyendo a orientar la reflexión de los teólogos
en la línea de la persona. El Conc. de Éfeso (Denz.Sch. 250-251)
ratifica la doctrina de S. Cirilo de Alejandría en su segunda carta a
Nestorio. Tanto la maternidad divina de María como su presupuesto, la
comunicación de idiomas, quedaba clara; pero como antes vimos, la
terminología no era del todo precisa, y dará lugar al monofisismo. La
afirmación de «la unión en una persona» (Denz.Sch. 250-251) no fue
totalmente clarificada.
La doctrina de Eutiques parece explicarse por una fidelidad
estrecha a las fórmulas de S. Cirilo, apoyándose en su autoridad y
usando el material apolinarista sin discriminación. Su tesis esencial:
«Yo confieso que Nuestro Señor procede de dos naturalezas antes de la
unión, pero después de ella, yo confieso una sola naturaleza» es la
clave de su doctrina. Acepta las dos naturalezas completas, la divina y
la humana, pero se resiste a llamar a esta última consustancial a la
nuestra. Flaviano de Constantinopla acusa a Eutiques y propone una
confesión: «Confesamos que Cristo es de dos naturalezas después de la
Encarnación, en una hipóstasis y una persona». Definitivamente se
introduce en el lenguaje de la teología de la E. la palabra
«hipóstasis», aunque la fórmula «de dos naturalezas» no agradó a todos.
El Conc. de Calcedonia encontrará la fórmula definitiva. Los
Padres manifestaron su intención de conformarse a la enseñanza
tradicional, como se expresaba en Nicea, Éfeso y en el «Tomo» de León a
Flaviano (cfr. Denz.Sch. 293). En resumen, Calcedonia presenta una
fórmula nueva y precisa, que será la expresión por excelencia del dogma
cristológico. Implica la equivalencia de persona (prosopon) y de
hipóstasis y una distinción clara entre persona e hipóstasis de una
parte y naturaleza (/isis), de otra. La unidad en Cristo se expresa por
la fórmula: una persona o hipóstasis. En cuanto a la distinción entre la
divinidad y la humanidad, se dice: «en dos naturalezas», en lugar de «de
dos naturalezas» como decía Flaviano.
Los adverbios que conciernen a las relaciones de las dos
naturalezas se complementan. Los dos primeros (inconfusa e
inmutablemente) se refieren a la distinción entre la divinidad y la
humanidad; los otros dos (sin división e inseparablemente) a la unidad
del Verbo Encarnado.
Sin embargo, el Concilio no determinará la diferencia entre
persona y naturaleza. Leoncio de Bizancio lo haría para los griegos.
Según él, lo característico de la persona es el no ser comunicable; en
cambio una mera naturaleza sí lo es, aunque no pueda existir jamás sin
un sujeto personal. Pero este sujeto de la naturaleza humana puede ser
una persona extraña si esa persona es creadora y divina. Así la
naturaleza humana de Cristo existe en el «Yo» del Logos, en cuya
personalidad ha sido asumida.
En Occidente, Boecio (v.) daba también una definición
esclarecedora de la persona: «rationalis naturae individua substantia»
(sustancia individual de naturaleza racional). Cuando el Conc. de
Constantinopla (a. 553) define que la unión de la divinidad y de la
humanidad en Cristo es estrictamente hipostática (Denz.Sch. 429-430),
los conceptos están definitivamente claros.
8. Consecuencias de la unión hipostática. Vamos ahora a ocuparnos
de algunas consecuencias que derivan de la realidad del ser Cristo una
persona (divina) en dos naturalezas (divina y humana), y que se refieren
al orden de su operación, etc.:Dualidad de operaciones y de voluntades
en Cristo. Frente, a la postura del monotelismo (v.) para el que en
Cristo se daba una sola operación y voluntad divinas, el Conc. de Letrán
del a. 649 (Denz.Sch. 510-517; v.) afirma la doble operación y voluntad
en Cristo, aunque en perfecta armonía. Esta enseñanza, que recoge la
consistencia total a la humanidad de Cristo, tiene una gran dimensión
soteriológica (v. REDENCiÓN). Si Cristo no pudo cumplir la voluntad del
Padre con actos de voluntad verdaderamente humanos, no pudo obedecer a
su Padre, merecer nuestra salvación: caería por tierra el dogma de
nuestra redención.
Adorabilidad de la humanidad de Cristo. Pertenece esta afirmación
a la fe común vivida y enseñada por la Iglesia. La adoración se dirige a
la persona, y a ella está unida la humanidad hipostáticamente. S. Cirilo
lo explica así: «No diremos que adoramos al hombre al mismo tiempo que
al Verbo, a fin de no introducir la idea de división al decir `al mismo
tiempo'; decimos que adoramos uno solo y mismo ser, porque este cuerpo
no es extraño al Verbo, con el cual Él se sienta ahora a la derecha del
Padre» (Epist. IV ad Nest.: PG 77,48). Igual doctrina encontramos en el
Cone. 11 de Constantinopla (Denz.Sch. 431).
La comunicación de idiomas. Se llama «idioma» lo que pertenece
como propio a una naturaleza y se le puede atribuir al sujeto que posee
esta naturaleza. P. ej., la omnipotencia pertenece a la naturaleza
divina. Es un «idioma» del Verbo.
La unión hipostática es la unión de dos naturalezas en la persona
del Verbo Encarnado, que posee las propiedades de cada una de las
naturalezas, y, por tanto, podemos atribuirle las propiedades de la
naturaleza divina y de la humana, pero siempre que el sujeto de
atribución sea la persona del Verbo y no la naturaleza. Así podemos
decir: el Hijo de Dios ha sufrido, pero no la naturaleza divina ha
sufrido;v. t.:JESUCRISTO III, 2,3.
9. Reflexión teológica. a. El modo de la unión hipostática.
Declarado el dogma, aún quedaba abierta la puerta a la reflexión. Hay
una unión, pero ¿cómo, de qué modo se realiza? Es la cuestión que vamos
a exponer ahora haciendo primero referencia a algunas comparaciones que
a veces se han empleado, pero que deben ser usadas con mucho cuidado,
pues se prestan a unas interpretaciones extrinsecistas.
Comparación con el vestido. Está tomada de un texto de S. Pablo (Philp
2,7), pero dándole un sentido distinto. Dios, se dice, es inmutable. No
puede, por tanto, asumir nada nuevo que cambie su ser. Así el Verbo
posee su humanidad como un hombre su vestido. Por ello el hombre no se
hace «vestido», sino que se viste solamente. De igual manera, Dios se
viste de la humanidad, pero en realidad, no se hace hombre. A esta
teoría se presenta la objeción de extrinsecismo y que, de tomarla como
auténtica explicación, no habría verdadera E., porque no se forma ningún
nuevo ser, sino sólo un revestimiento, y Cristo no se llamaría hombre
por serlo, sino por estar revestido de la humanidad. Esta teoría fue
condenada por Alejandro III en 1177 (Denz.Sch. 750).
Teoría de la inhabitación. Aunque de mucha tradición bíblica, sin
embargo, es insuficiente para dar una explicación completa, el tema de
la inhabitación del Verbo en la naturaleza humana como en su templo.
Tiene una significación profunda, y ha sido utilizada por los Padres.
Expresa la economía de la presencia de Dios en la creatura, pero peca de
extrinsecismo como la anterior.
Comparación con la unión del alma y el cuerpo. Una última
comparación es la del alma y el cuerpo, también utilizada por los Padres
y por el propio símbolo «Quicurnque» (Denz.Sch. 76). Pone ciertamente de
relieve la unidad sustancial de Cristo. Así como el alma y el cuerpo
forman un todo sustancial y permanecen distintos, así el Verbo y la
humanidad en la unión hipostática, permanecen sin confusión de
naturalezas formando una unidad sustancial. Pero, aunque se haya quitado
el extrinsecismo, como toda teoría necesita de correcciones. Porque en
la unión hipostática se trata de un finito con un infinito; además el
Verbo ya existía, no así el alma; y por último, en la unión del Verbo
con la humanidad no se forma una nueva sustancia.
En resumen, puede decirse que para acercarnos a la comprensión del
misterio de Cristo podemos servirnos de comparaciones, pero siempre que
seamos conscientes de que son sólo eso: comparaciones que sólo desde
lejos se acercan a la realidad. Son, pues, legítimas como comparaciones
(y así las usaron los Padres), pero si se las tomara, en cambio, como
explicaciones nos llevarían al error.
b. El constitutivo formal de la persona. Los intentos de
explicación deben venir no por la vía de comparaciones y semejanzas,
sino por la de un análisis de la verdad dogmática. Es lo que hicieron
los Padres, pero sobre todo los escolásticos. Las preguntas son dos:
¿cómo dos naturalezas distintas pueden formar una unidad sustancial?,
¿cómo una naturaleza humana completa puede no ser persona por sí misma
sino subsistir en una Persona divina?Antes de exponer las distintas
soluciones, conviene precisar el concepto de naturaleza y de persona.
Naturaleza (v.) es todo aquello que hace que un ser sea lo que es y se
distinga de cualquier otro. Así, p. ej., por poseer Pedro y Pablo la
misma naturaleza, se dice de ellos que son hombres. Los filósofos
distinguen la naturaleza específica y la individual.
La persona (v.) es un individuo (suppositum), es decir, un ser
dotado de existencia propia e incomunicable, que además tiene
inteligencia. Es, por tanto: el ser que actúa en nombre propio; el
sujeto a quien se atribuyen sus actos, y de los cuales debe responder.
Se comprende perfectamente la diferencia entre naturaleza y persona.
Mientras la naturaleza es la fuerza, la persona es la posesión. El
lenguaje popular la clarifica, cuando dice: «tal hombre es una persona,
y tiene una naturaleza».
Para explicar la cuestión que proponíamos se presentan varias
soluciones: Solución escotista. Para esta teoría la persona es algo
negativo: negación de dependencia. La persona es simplemente la no
pertenencia a otro y que además no puede pertenecer. En Dios es distinto
por ser existencia absoluta e independiente. Aplicando a Cristo esta
concepción de la persona, la naturaleza humana pierde su calidad de
persona desde el momento en que pierde su independencia. No se le priva
de algo positivo, sino sólo negativo. Por eso conserva la plenitud de su
ser humano y su existencia. Cristo es una sola persona, pero con doble
existencia, la divina y la humana, puesto que el existir no pertenece a
la persona, sino a la naturaleza. Como conclusión podemos decir que para
Escoto y seguidores lo que constituye la persona de Cristo en la doble
naturaleza es la privación de la independencia de la naturaleza humana
que es sustituida por la independencia del Verbo. Punto a favor de esta
teoría es el deseo de salvaguardar la plenitud de lo humano en Cristo, y
la trascendencia de Dios. No obstante, reducir la persona a un elemento
negativo no parece estar de acuerdo con la visión que de ella tenemos, y
que S. Tomás designa como «lo más perfecto de toda la naturaleza, es
decir, lo subsistente en la naturaleza racional» (Sum. Th. 1 q29 a3).
Además el nuevo resultante, Cristo, sería el término de una negación,
sin inmutación real en lo humano a pesar de ser asumido en una relación
estrechísima con lo divino.
Solución molinista. Representa una profundización de la doctrina
escotista. Entre estos teólogos se cuentan Franzelin (v.), Pesch y
otros. Según ellos el Logos asume la naturaleza humana en el sentido de
que a ésta pertenece no sólo la existencia humana, sino también, al
menos virtualmente, la personalidad humana. Virtualmente lo explican
diciendo que la naturaleza humana, desligada de la unión hipostática,
podría existir y ser persona por su propia virtud creada. La persona no
es algo negativo, sino positivo, y sólo virtualmente se distingue de la
naturaleza. Nada se le quita a la naturaleza humana. No se trata de
aniquilación, sino de sublimación, un caminar hacia la perfección
máxima. Estando abierto el hombre a Dios, en esta unión se cumple su
máximo anhelo. Se trata de la última y suprema posibilidad de la
naturaleza, teniendo en cuenta que esta posibilidad la hemos de entender
en sentido de aptitud negativa.
Solución tomista. Puede resumirse así: Jesucristo es una persona;
la Persona divina del Verbo. Pero a una persona no puede corresponderle
sino un único ser. Por eso en Cristo hay un solo ser, el divino del
Logos. No puede negarse que Cristo posee una auténtica naturaleza
humana, porque de lo contrario renunciaríamos al dogma de las dos
naturalezas reales. Pero en Cristo lo humano no es llevado al acto de
existir por un principio humano, sino, de modo misterioso y
sobrenatural, por la propia existencia del Logos. Así el Verbo se hace
verdaderamente hombre, tomando una naturaleza humana que no llega a
existir sino por la comunicación che su existencia divina.
Maurice de la Taille (v.). Ante la pregunta: ¿cómo es posible que
una existencia increada -sea la existencia de un ser creado, como es el
cuerpo y el alma de Cristo?, responde distinguiendo entre información y
actuación. Indica que toda información es actuación, pero no al
contrario. La actuación significa la actualización de la potencia, sin
que esto implique una modificación del acto. Así, por la E., el Logos de
Dios se comunica como acto divino de ser (acto increado) a la esencia
humana para darle una existencia humana, sin que por esto sea informada
por el Verbo. Así, la naturaleza humana de Cristo es llevada a la
existencia por una actuación creada a un existir no en ella, sino en la
existencia del Logos. Conforme a esta teoría, en Cristo hay un único
acto divino de ser por el que es actuada la humanidad de Cristo en orden
a la existencia humana en la persona del Logos. Esta teoría presenta
dificultades, ya que sus presupuestos metafísicos no están claros.
En resumen, podemos decir que ninguna explicación puede dar plena
razón de la realidad de Cristo, como es lógico, tratándose de algo que
nos trasciende. Lo que podemos es juzgar de las teorías mencionadas
según que respeten mejor o peor los datos del dogma (y en esta línea,
parece preferible la tomista). Por lo demás, debe evitarse toda
tentación racionalista, y advertir que a lo que debemos aspirar no es a
agotar el misterio, sino a comprenderlo un poco más y a purificar
continuamente un lenguaje que se siente inepto. En definitiva, situar el
misterio en su verdadera dimensión procurando no crear uno nuevo para
explicar el verdadero.
c. El «Yo» de Cristo. Algunos filósofos conciben la persona
reduciéndola a la conciencia (v.) que tiene de sí misma. Es un punto de
vista exclusivamente psicológico y moral. Este concepto sirve de base a
muchos ensayos protestantes actuales (el kenotismo en particular). Pero
esta postura no tiene salida, pues o se parte de la humanidad de Cristo
y entonces su divinidad queda reducida a sentirse más unida a Dios que a
otro hombre, y al desaparecer éste, como en el movimiento actual de la
llamada «teología de la muerte de Dios», lo divino en Cristo desaparece,
quedando la conciencia en el plano meramente humano; o, si se acepta la
divinidad, entonces aparece el nestorianismo, pues la unión de
conciencias se queda en la ligazón de tipo moral. Unida a esta postura
está la interpretación de Philp 2,6, como un vaciamiento total (kenosis)
de su ser divino. Es decir, que Cristo no tenía conciencia de ser Dios
desde el principio, y al no tenerlo, no lo era. Sólo progresivamente fue
haciéndose Dios.
Estas teorías ignoran lo que enseñan la S. E. y la Tra dición y
las definiciones de los grandes concilios cristológicos que son la regla
de nuestra fe. Sin embargo, tales posturas han hecho surgir problemas
delicados a la reflexión teológica, p. ej., el «Yo» de Cristo, que los
autores han intentado solucionar.
En la cristología del P. Adeodato de Basly (m. 1937) hay un deseo
de insistir principalmente en la integridad de la humanidad de Cristo,
en la autonomía de la psicología humana. Tomando la expresión patrística
«homo assumptus» pasa a concluir la autonomía de la actividad humana y
de su «yo» humano ante la Trinidad. Ciertamente esta postura es una
puerta abierta al nestorianismo. Pío XII en la Enc. Sempiternus Rex (Denz.Sch.
3905) salió al paso de ella, aunque sin querer rechazar la fórmula «homo
assumptus», usada por los PP. y que es susceptible de una recta
interpretación.
¿Qué decir sobre el problema en sí? Es el mismo de la unión
hipostática trasladado a otro ámbito. Cristo aparece en el Evangelio
como quien en su psicología humana tiene conciencia de ser el Hijo de
Dios. Y realmente, si la naturaleza humana de Cristo es completa, debe
poseer conciencia. Pero, ¿se sigue de ahí que haya de tener un «yo»
humano? No se puede decir que en la E. la naturaleza humana sea
consciente de sí, porque no es sujeto, ya que el sujeto consciente es
sólo la Persona del Verbo. Sin embargo, tiene conciencia de sí en su
naturaleza humana, que a su vez se siente asumida en el Verbo y no como
independiente (v. t. JESUCRISTO III, 2,3d).
10. Repercusiones prácticas de la Encarnación. Una afirmación
dogmática, sobre todo si se trata de la E. tan central en el
cristianismo, no es una verdad que se quede encerrada en su propio
ámbito, ni tampoco en la comprensión intelectual de los dogmas, sino que
tiene repercusiones prácticas. Cuando la Iglesia ha ido precisando
laboriosamente a lo largo de tantos siglos la verdad exacta sobre la
divinidad real, la humanidad perfecta y la unión en la persona del
Verbo, no era sólo una verdad que repercutía únicamente en el Salvador
lo que estaba buscando. Sabía que estaba poniendo el fundamento de su
propio ser y vida y de cada uno de sus miembros, y aun el valor de las
realidades humanas.
En términos generales podemos decir que ante todo y sobre todo lo
que nos dice la E. es la cercanía e intimidad que Dios ha querido tener
con nosotros. Es la verdad mil veces reafirmada por los Padres como nexo
de unión entre cristología y soteriología. En segundo lugar, pone de
manifiesto el valor de lo humano en cuanto capaz de lo divino.
La herejía arriana lleva como consecuencia una visión naturalista
de la Iglesia y del cristiano. El nestorianismo establecía una
separación profunda entre lo humano y lo divino de la propia Iglesia y
una irreducción en la vida del cristiano; y el monofisismo una confusión
entre lo divino y lo humano que termina o en un espiritualismo (v.)
evasivo o en un materialismo (v.) sin trascendencia.
Cuando Lutero (v.), aceptando el dogma cristológico, explica el
papel de la humanidad de Cristo como una «máscara» que nos hacía más
accesible la terrible divinidad, ponía tal vez el fundamento de su
concepción eclesial y sacramentaria y el extrinsecismo de la
justificación (v.). Esta línea fácilmente llega a Bultmann (v.) y aun a
la teología de la muerte de Dios. Dentro de su concepción cristológica
se explica que Dios no tome en serio lo humano, que desaparezca la
Iglesia visible y que el sacramento se reduzca a la fe. Se ha roto el
equilibrio entre lo divino y lo humano. No en vano Cristo es el centro
del cristianismo y una explicación falsa de su realidad personal tiene
que redundar en el resto de los dogmas, y aun en la moral y vida
cristiana.
El «perfectus Deus, perfectus homo» del símbolo «Quicumque» tiene
como inmediata consecuencia en la Iglesia, su constitución
divino-humana, no como dos aspectos totalmente independientes, sino
compenetrados, de modo que lo visible sea la manifestación de lo divino,
y que sea a través de ella como lleguemos a Cristo. Igualmente se da
esta compenetración en el sacramento: elemento visible y don de gracia
están en estrecha ligazón.
Capítulo aparte por su repercusión en nuestra vida merecen las
consecuencias de la E. para el cristiano. La E. era un momento que
formaba una unidad con la muerte y resurrección. De aquí que la ascesis
cristiana ha de vivir de los tres: valor de lo humano trascendido en
Dios, muerte al pecado y sus consecuencias para llevar una nueva vida en
«carne» resucitada.
La asunción de lo humano por el Verbo nos orienta en una visión
positiva de la ascesis. No se trata de matar al hombre para que
resplandezca lo divino, sino de asumirlo quitando el pecado (aspecto de
crucifixión) pero en orden a que la unión sea más perfecta. No es lo
humano lo que choca con lo divino, sino el aspecto pecaminoso en que
nace el hombre y que acepta por su pecado. Una lucha ascética en claro
sentido de E. desarrolla la personalidad del hombre en todos sus
aspectos. Todas las ascéticas cátaras (v.): valdenses (v.), albigenses
(v.), etc., que comenzaron por una tendencia espiritualista, pero
despreciando lo humano, terminaron con las más tremendas aberraciones,
en un naturalismo (v.) que podríamos denominar pagano.
Tampoco las realidades terrenas se escapan a este enfoque. No en
vano «por É1 fueron creadas todas las cosas... y para Él... Y quiso
también por medio de Él reconciliar todas las cosas» (Col 1,15-20). Hoy
día se habla de la «desacralización de lo sacro», pero más bien de
acuerdo con esta visión paulina, habría que decir «sacralización de lo
profano», o mejor, «cristofinalización» de las cosas creadas. Así como
en Cristo lo humano no deja de serlo por su unión con lo divino, por la
E. tampoco lo terrestre se hizo divino, como si se tratara de una
especie de panteísmo, pero sí es verdad que nada de cuanto hay en la
tierra se escapa a su influencia y es susceptible de una orientación
hacia Él. Autonomía de las realidades terrestres y abertura a lo divino
es la gran lección de la E. a cuantos se encuentran con su trabajo
diario, metido por su ser de hombre en un compromiso con el mundo.
V. t.: JESUCRISTO; CRISTOLOGÍA; REDENCIÓN; MARÍA II.
M. PONCE CUÉLLAR.
BIBL.: A. MICHEL, Incarnation, en DTC VII,1463-1507; ID, Hypostase et Hypostatique, en DTC VII,369-568; S. TOMÁS, Sum. Th. 3 ql-2; M. SCHMAUS, Teología dogmática, III, 2 ed. Madrid 1962, 117-183 y 209-292; K. ADAM, El Cristo de nuestra fe, Barcelona 1958, 78-105, 268-375; C. CHOPIN, Le Verbe Incarné et Rédempteur, Tournai 1963, 37-101; A. M. HENRY, Iniciación teológica, II, Barcelona 1958, 17-102; B. M. XIBERTA, Un conflicto entre dos cristologías, Barcelona 1954; ÍD, Tractatus de Verbo Incarnato, Madrid 1954; J. LIEBAERT, L'Incarnation, I, París 1966; P. GALTIER, L'unité du Christ, París 1939; P. PARENTE, L'Io di Cristo, 2 ed, Brescia 1955; F. MALMBERG, Encarnación, en Conceptos fundamentales de teología, Madrid 1966. 480-489.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991