EDUCACIÓN. ESTUDIO GENERAL.


1. Definición y acepciones. El término e. se utiliza a veces en sentido activo y dinámico (como proceso), a veces en sentido estático (como resultado). Por lo que se refiere al primer sentido, que es el más propio, la e. puede definirse como la ayuda que una persona (o un grupo, o una institución) presta a otra (o a otro grupo) para que se desarrolle y perfeccione en los diversos aspectos (materiales y espirituales, individuales y sociales) de su ser, dirigiéndose así hacia su fin propio. El término deriva del latín e-ducare (ir conduciendo de un lugar a otro), o también de e-ducere (extraer). La primera etimología subraya el progreso producido por la e.; la segunda pone de relieve que los resultados alcanzados se obtienen desarrollando las virtualidades contenidas en la interioridad del sujeto.
     
      En el lenguaje corriente, por e. se entiende a veces cortesía, urbanidad; es una acepción restringida, pero sirve para notar que siempre se hace referencia a una cualidad adquirida, a un valor humano transmitido por la sociedad a las personas de nuevas generaciones o ambientes que se integran a ella. Pero el sentido más pleno del término aparece sólo cuando éste es acompañado, en el lenguaje corriente, por adjetivos que le dan un alcance preciso, como cuando se habla de e. física, moral, cívica, religiosa, artística, etc.; o cuando se habla de e. femenina, e. popular, etc. Estas expresiones hacen referencia a sectores o fases intermedias (momentos) de un proceso que se concibe como integral y unitario, aun teniendo diversos campos de aplicación y varios objetivos parciales. Es decir, se alude a una acción que tiende hacia la realización completa de la persona como tal, mediante el perfeccionamiento gradual de sus diversas facultades, de acuerdo con sus circunstancias individuales. Por otra parte, los términos e., enseñanza (v.) e instrucción se usan frecuentemente como sinónimos, lo cual indica que el concepto de e. hace especial referencia a la comunicación de contenidos intelectuales, siendo evidente la primacía de la inteligencia entre las diversas facultades humanas. Cabe señalar, por último, que el empleo del término e. para indicar procesos colectivos (e. de masas, etc.) connota siempre como elemento constitutivo y primario, el proceso individual. A éste, pues, nos referiremos ordinariamente en adelante.
     
      2. Fenomenología de la educación. La e. es uno de los hechos más constantes y generales de la vida humana, hasta poderse considerar como una característica que distingue al hombre entre los demás seres del universo. En efecto, desde los comienzos de la etapa evolutiva, y hasta en los niveles más primitivos de civilización, el hombre manifiesta tres aptitudes que le sitúan en un plano superior al de los demás vivientes: la aptitud para utilizar símbolos para el pensamiento y su comunicación (lenguaje); la aptitud para servirse de la naturaleza física para crear instrumentos que aumenten sus capacidades de trabajo (técnica); la aptitud para distinguir en el orden objetivo el deber ser del ser de hecho (ética). No existe una fase puramente animal en el desarrollo humano: las funciones inferiores están íntimamente unidas a las superiores, en la unidad de la persona, que se manifiesta también empíricamente. De ahí que el hecho de la e. empiece desde el mismo nacimiento del individuo, antes de que se hagan evidentes las características propiamente humanas, con la aparición de los actos inteligentes y libres. Por lo demás, desde los 18 meses, el niño puede haber adquirido ya la función simbólica, que le coloca muy por encima de las más elevadas funciones psíquicas de los animales. De hecho, desde que existe, el ser humano es persona, y la e. se manifiesta precisaInente como una revelación entre personas. Más aún: la e. realiza eminentemente el concepto de relación interpersonal, porque es esencialmente diálogo, comunicación de amor. En efecto, la acción educativa se presenta como promoción del desarrollo del sujeto, como ayuda para su perfeccionamiento, su mayor bien. Y los que educan demuestran querer siempre, de un modo o de otro, el bien del educando, su plenitud de vida. La alusión a los objetivos de e. sugiere volver ahora a la semejanza que la e. tiene con el desarrollo de los demás vivientes. Conviene notar, en efecto, que el cultivo y la crianza tienden a conseguir unos resultados que corresponden a la naturaleza propia del viviente, y a alcanzarlos poniendo en actividad las propias energías del sujeto. Por eso, toda intervención de agentes externos puede ser sólo una causa adyuvante, nunca la causa principal y directa del desarrollo. Lo mismo pasa con la e.: los términos de plasmar o forjar no se le pueden aplicar más que como simples metáforas. La e. se manifiesta como una labor que favorece el desarrollo del sujeto, pero no lo produce; como una actividad que debe seguir las leyes intrínsecas del desarrollo de la naturaleza del sujeto. También en esto, sin embargo, se observa una peculiaridad de la e.: que el sujeto humano no se desarrolla mecánicamente, por leyes puramente físicas, sino que se rige esencialmente por leyes espirituales, que son la conciencia y la libertad (responsabilidad). Y toda e. se manifiesta como un desarrollo que es siempre, de alguna manera, intencional, es decir, conocido y querido por el sujeto.
     
      De las observaciones anteriores se deduce que a la e. interesa primeramente la edad evolutiva del hombre, es decir la infancia (v.) y la adolescencia (v.). La ayuda de otras personas es, en ese tiempo, absolutamente indispensable; en la edad madura, en cambio, esta ayuda no es tan fundamental, y el sujeto está capacitado para una labor autónoma con la que se sigue formando y adaptando a las diversas exigencias de la vida. La e., sin embargo, juega un papel importante en toda la vida, ya que el perfeccionamiento humano puede tener metas siempre nuevas y más arduas. De hecho, en la sociedad moderna se ha abierto camino la convicción de promover una e. permanente, a la altura de las modernas exigencias de la vida social, que requiere una participación activa y responsable de todos los ciudadanos en la vida civil y en el progreso de la convivencia; una actuación práctica de este ideal puede considerarse la e. de adultos (v. VII) en centros especializados.
     
      Justamente porque interesa esencialmente la edad evolutiva, y empieza con la misma procreación, la e. tiene su lugar natural y primero en la familia (v.): padres e hijos forman la relación educativa natural y ejemplar, y la e. familiar está en la base de la e. social (v. VIII) en todas las formas de convivencia humana; y como emanación de la familia, ha nacido la escuela (v.) y las demás instituciones educativas creadas por la sociedad. Por otra parte, se observa también que hacia la madurez de la edad evolutiva el papel más importante en el campo educativo suele desempeñarlo la autoridad religiosa (Iglesia), que desarrolla en su propio ambiente y con sus propios medios la e. religiosa (v. III), iniciada ya en la familia.
     
      3. La práctica y las ciencias de la educación. La necesidad de ayudar a otros hombres a realizarse, dirigiéndoles hacia su fin, ha inducido al hombre a conocer la naturaleza humana en general y la personalidad propia del sujeto, para promover una e. conforme a las exigencias y posibilidades reales. Este conocimiento, obtenido espontáneamente por intuición e inducción, facilitado por la cultura y las tradiciones sociales y religiosas, puede ser perfeccionado por la reflexión filosófica y por los datos de las ciencias humanas.
     
      Esta sistematización y profundización científica, sin embargo, no es indispensable para que de hecho la labor educativa se desarrolle con posibilidades de éxito. La humanidad ha sabido adquirir desde los comienzos los conceptos básicos que pueden regir la e.: una antropología, que reconoce como atributos esenciales del hombre la inteligencia y la voluntad y, por tanto, la conciencia y la libertad; una teleología, que propone como objetivo a los educandos el grado de desarrollo, las cualidades y los ideales de los que son considerados como modelo de perfección humana en aquella cultura; una metodología, que sugiere empezar con lo más accesible a la comprensión y capacidad operativa del educando y pasar luego gradualmente a niveles más elevados.
     
      Sobre esta base de conocimientos elementales, junto con la observación directa de las aptitudes y de las inclinaciones propias de cada sujeto, se ha ido construyendo, muy pronto todo un sistema de normas prácticas recibidas por la sociedad y manifestadas en costumbres, leyes, ritos, etc., y transmitidas de generación en generación como tesoro de experiencia y sabiduría. Así ha nacido, además de las artes mecánicas, industriales, políticas, etc., el arte de la e. o Pedagogía (v.) empírica. La característica quizá más acusada de este arte es que sus reglas han sido siempre pocas y muy generales, ya que la primera convicción ha consistido en que cada individuo es una personalidad irrepetible, con una vocación única, que hay que respetar, aplicando con elasticidad cualquier norma abstracta. Estos criterios empíricos son los que han guiado la e. durante casi toda la historia de la humanidad, alcanzando resultados evidentemente dignos de consideración; y son los que siguen guiando también hoy la e. más corriente y generalizada, que se caracteriza por una gran sencillez y una absoluta confianza en el instinto y la intuición de los verdaderos educadores. Éstos, efectivamente, han tenido siempre un gran acierto pedagógico: el de considerar al educando siempre como persona, y nunca como objeto que hay que manejar o utilizar para el fin que sea. Es decir, ha sido el amor, la Telación personal de amistad, lo que ha hecho que la e. empírica evitara espontáneamente los errores del naturalismo y del sociologismo, en el que han caído en cambio no pocos autores y no pocas escuelas de Pedagogía científica.
     
      Como objeto de investigación científica, la e. puede ser estudiada desde el punto de vista descriptivo o normativo. Del primer enfoque han surgido una ciencia teórica, la Pedagogía general, y una histórica, la Historia de la e.; del segundo, las varias ramas de la Metodología educativa y de la Didáctica (v.). Al mismo tiempo, la época moderna ha visto un nuevo florecimiento, como ciencias auxiliares de la e., de otras disciplinas, que contribuyen al conocimiento científico del proceso educativo y de sus fines (Teología, Filosofía, Psicología, y Sociología), o que ayudan a una planificación científica de la labor educativa (Arquitectura, Higiene, Medicina, Psiquiatría, Estadística, etc.).
     
      4. Esencia metafísica de la educación. Desde un punto de vista ontológico, la e. es una relación entre personas, de las que una influye intencionalmente sobre la otra y le ayuda a adquirir las cualidades necesarias para alcanzar su fin. Este influjo consiste principalmente en la comunicación de bienes capaces de actualizar las potencias del educando, y en primer lugar las espirituales, intelecto y voluntad; la e., por tanto, se realiza eminentemente en la comunicación de contenidos intelectuales y valores morales, utilizando respectivamente la enseñanza y el testimonio personal con el consejo, el reproche, la invitación. Esta comunicación suscita, orienta y sostiene las energías propias del sujeto, que se va así perfeccionando según su .propia nauraleza y vocación personal. En efecto, «la educación es un perfeccionamiento inmanente, cuyo proceso comienza y concluye en el educando» (Á. González Álvarez, Filosofía de la educación, Madrid 1956, 151). La e. debe ser conforme a la naturaleza, en el sentido que debe conformarse tanto al ser como al deber ser del sujeto, que se exigen mutuamente, porque en el ser del sujeto deben existir las potencialidades que le llevarán a realizar en sí los fines que le hacen verdaderamente hombre, y porque el camino para alcanzar estos fines debe ser comprendido y querido hasta el punto de llegar a ser una exigencia íntima. Por tanto, «para la educación son esenciales tres cosas: un aumento de valores inmanentes (como perfección íntima del sujeto, como adecuación a su deber ser); la conciencia, por parte del sujeto mismo, de la progresiva conquista de estos objetivos; y la cooperación activa a esta conquista, por lo que la educación es siempre, aunque en diferente medida, ejercicio de libertad y, por tanto, también progresiva adquisición de libertad y potencia creadora» (G. Caló, Educazione e scuola, Florencia 1950, 9). Resulta, por consiguiente, que la tarea fundamental del educador es la de proponer y testimoniar los fines de la e. de tal manera que el educando tenga interés hacia ellos, disponiéndose así activamente al trabajo necesario para realizarlos.
     
      La comprensión metafísica de la e. se hace más precisa analizando las causas (en sentido clásico) de su ser. La causa material es la potencialidad del sujeto. El hombre, en efecto, tiene una naturaleza que es determinada (no modificable) en cuanto a la sustancia, e indeterminada (susceptible de nuevas modalidades perfectivas) en cuanto a los accidentes, que tienen en sí mismo la capacidad y la exigencia de llegar a su perfección relativa. Está claro que no se puede perfeccionar ni la pura potencia ni el puro acto; es perfeccionable el sujeto que esté en potencia activa, es decir, el ser dotado de perfecciones en acto que hacen posible la actualización de las perfecciones en potencia. Y en el hombre existen cualidades activas y perfeccionables tanto en lo corporal como en lo espiritual: «existen factores endógenos del desarrollo, biológicos y psicológicos, tanto innatos (constitución, temperamento) como adquiridos (madurez, experiencia), y factores exógenos de la formación, naturales y sociales, tanto conscientes como inconscientes. Cada uno de estos factores tiene de por sí una forma, pero se dispone también a recibir otra nueva forma, que es la del proceso educativo en el que entra y al que se subordina, comportándose en relación con él como elemento material» (M. Laeng, Problemi di struttura della pedagogía, Brescia 1960, 264). Hay que tener en cuenta, además, que esta indeterminación de las facultades del hombre significa también que no todas están determinadas a actualizarse según su perfección correspondiente: las espirituales, en las que interviene la libertad, pueden desviarse de su bien propio (posibilidad del error y del pecado), y por eso no sólo admiten sino que necesitan de la e. Ésta, sin embargo, requiere que el sujeto esté dispuesto, porque el hombre no es educable sólo porque es perfectible, sino sobre todo porque es consciente de serlo.
     
      La causa formal de la e. puede considerarse el acto que realiza la potencialidad de todos los aspectos educables de la persona; acto que no se tiene como definitivo y perfecto, porque siempre exige una ulterior actualización, hasta el mismo ideal educativo. Este acto, en sentido físico, es el hábito o nueva cualidad estable que reciben las facultades educadas, por medio de la repetición o ejercicio gradual y constante; en sentido moral, es la intención educativa, que da forma al proceso de la e. (causa ejemplar).
     
      Causa final de la e. es la perfección misma de la persona, conseguida mediante la actualización de todas sus virtualidades, en la medida y en el orden en que éstas pueden y deben desarrollarse, y en la medida en que lo requiere y lo permite la situación existencial del sujeto (lugar en el mundo, momento histórico, ámbito de actividad, responsabilidades familiares y sociales). En definitiva, el fin de la obra educativa coincide con el propio fin del sujeto, tanto en el terreno natural como en el sobrenatural, y se concreta en dotar al educando de la virtud de la prudencia, es decir, de la madurez que le hace capaz de administrar rectamente su libertad, descubriendo su vocación y realizándola plenamente.
     
      Por causa eficiente de la e. suele entenderse la persona (física o moral) que impulsa intencionalmente el perfeccionamiento del sujeto, es decir, el educador (v.), o, en sentido más limitado, el maestro (v.). Está claro, por lo que ya se ha visto, que el educador no es la causa de la e. en sentido absoluto, porque también el educando juega un papel activo y principal. Se trata por tanto de una causa parcial, aunque tampoco puede reducirse su influjo a una simple ayuda ocasional o instrumental. La e. no puede definirse, en términos metafísicos, ni como absoluta auto-formación ni como absoluta hetero-formación. Muchos filósofos han tratado de precisar la tarea del educador; entre ellos sobresale S. Tomás, según el cual (cfr. Sum. Th. 1 g117 al) el educador opera no al modo de una causa eficiente perfecta y total, sino subordinándose a la virtualidad del educando; es decir, como agente externo que pone en movimiento las facultades actualizables del sujeto, orienta su desarrollo, ordena los medios exteriores, elimina los obstáculos y corrige los defectos. El educador es una causa eficiente pero no perfectiva, ya que no está en condiciones de producir por sí mismo la e. Como justamente concluye un tomista contemporáneo, «lo que educa es la naturaleza, y el principio extrínseco debe favorecerla y no contrariarla» (Á. González Álvarez, o. c., 17). Es en este sentido como hay que entender el valor «ministerial» de los educadores, que están para servir al educando y a su naturaleza, y, por tanto, a Dios, autor de la naturaleza y del destino de cada persona.
     
      Desde el punto de vista ético, la e. es una relación fundada en el derecho de cada hombre de ser ayudado, en la medida en que lo necesita, para la realización de su fin. Y, junto con esta base de justicia estricta, existe un deber aún más exigente, el de la caridad, que hace responsables a los hombres unos de otros y lleva a comunicar generosamente los bienes que se poseen. El Conc. Vaticano II ha puesto de relieve el alcance social del derecho a la e., exigiendo que sea reconocido como derecho primario de la persona: «Todos los hombres, de cualquier raza, condición y edad, en cuanto participantes de la dignidad de la persona, tienen el derecho inalienable a una educación que responda al propio fin, al propio carácter, al diferente sexo, y que sea conforme a la cultura y a las tradiciones patrias, estando abierta al mismo tiempo a las relaciones fraternas con otros pueblos» (Declaración Gravissimum educationis momentum, 1).
     
      5. Lo natural y lo sobrenatural en la educación. De lo expuesto sobre la esencia de la e., se deduce claramente la absoluta necesidad que tiene la obra educativa de valerse del elemento sobrenatural. No sólo la persona que promueve intencionalmente el perfeccionamiento de otra persona, sino también el propio sujeto de la e. ofrecen una seria resistencia a la realización de los valores educa-' tivos si no se cuenta con lo sobrenatural. Es decir, no se trata sólo de un problema especulativo (conocer la verdadera naturaleza del hombre, creado por Dios, caído por su culpa y redimido en Cristo), sino también de un problema práctico: porque el pecado original dificulta no sólo el conocimiento de la verdadera situación del hombre y del fin último hacia el cual debe orientarse toda la dinámica de su perfeccionamiento, sino que dificulta también la realización práctica de ese crecimiento armónicamente dirigido hacia el fin último, con el recto uso de la libertad. En efecto, la herida del pecado original ha introducido en el hombre un principio de desorden, de anarquía. La persona tiene tendencias centrífugas, que ponen continuamente en peligro la integridad de su vida moral, el orden de sus intenciones, el equilibrio de sus afectos y hasta su recto juicio sobre el ser y el deber ser de las cosas. De ahí que, sin los auxilios de la gracia, ninguno es capaz de reconocer y buscar eficazmente los bienes que realmente llevan a la consecución del fin último, y ninguna e. alcanza por tanto su efecto. Es una verdad que la historia de la e. demuestra muy claramente. Baste pensar en las insanables aporías de la e. clásica, que osciló perennemente entre ideales humanos distintos y aun contradictorios (el valor y la sabiduría, la razón crítica y la piedad, el individualismo y el culto del Estado, la participación afectiva en el dolor humano y la indiferencia filosófica...), hasta provocar fenómenos de decadencia moral, de injusticia social y de anarquía doctrinal que sólo el cristianismo, después de haberse defendido de los ataques que esta e. desorientada desencadenó contra él, pudo superar, dando origen a las síntesis culturales de S. Clemente de Alejandría y S. Agustín. Otro ejemplo pueden ofrecerlo los fracasos de la moderna e. activa (v. ESCUELA ACTIVA), en la medida en que sus fautores han pretendido lograr resultados educativos, confiando en la positividad de las tendencias naturales, tal y como se manifiestan en el hombre visto con criterios puramente humanos.
     
      La e. no puede prescindir, en ninguno de sus momentos y de sus niveles, de la presencia activa del elemento sobrenatural: datos proporcionados por la Revelación sobre la condición y el destino del hombre, uniformidad de la intención educativa con el plan divino, utilización de los medios de la gracia en la obra educativa. En otros términos, la e. necesita la integración cristiana tanto en el nivel teórico, el conocimiento del sujeto y de los fines de la e., como en el nivel práctico, para lograr el recto uso de la libertad humana, ayudada por la gracia, en el desarrollo de las virtudes que hacen alcanzar el fin último (v. III). Por eso la Iglesia ha enseñado siempre que «como no puede haber educación verdadera que no se dirija enteramente al fin último, así, en el presente orden de las cosas, establecido por la providencia de Dios... no puede darse educación plena y verdadera si no es cristiana» (Pío XI, enc. Divini illius Magistri).
     
      6. Los ideales concretos de la educación. La necesidad de lo sobrenatural en la e. resulta aún más evidente si pasamos a considerar los objetivos concretos que se propone la labor educativa, atendiendo a la unidad del sujeto y su situación existencial. Al desarrollar las diversas facultades humanas, hay que observar que ninguna de ellas puede tener un crecimiento que impida o limite el de las otras facultades básicas, porque esto significaría limitar las posibilidades de perfeccionamiento de la persona como tal. Cabe y es necesaria la especialización (y por eso se puede hablar de e. «diferencial», que atiende al variado campo de desarrollo del hombre y de la mujer, a las diversas posibilidades de la persona según la edad, a las distintas inclinaciones profesionales, etc.); pero la especialización no debe polarizar la persona hacia valores parciales o instrumentales, haciéndole perder la orientación a los valores esenciales, es decir, al fin último, Dios. Por consiguiente, la teleología de la e. está regida por el criterio de la integralidad y de la integración, en el sentido de que deben desarrollarse las distintas facetas de la personalidad y las diferentes capacidades en los diversos campos de interés y de trabajo, manteniendo la unidad de la intención alrededor del fin último, que sitúa en la justa jerarquía todos los demás fines y valores. En muchas ocasiones, la e. debe concentrarse casi exclusivamente en este esfuerzo de integración, cuando otros factores han influido negativamente en la personalidad, desarrollando anárquicamente algunos de sus componentes. Esto tiene particular importancia en el momento cultural actual, que se caracteriza precisamente por un crecimiento inorgánico de los elementos educativos (un típico ejemplo es la instrucción basada en el indiferentismo religioso o en el puro tecnicismo), como consecuencia de la desaparición de una clara conciencia del fin de la vida humana como base de la cultura.
     
      El relativismo doctrinal ha llevado la e. a dejar de lado programáticamente el problema del fin último, para dedicarse exclusivamente a trabajar en torno a fines intermedios o inmediatos (sobre los cuales siempre es posible un ocasional y superficial acuérdo entre posturas totalmente inconciliables en el plano metafísico, como son la doctrina de la inmanencia absoluta y la ontología clásica, el materialismo y el espiritualismo, el individualismo y el sociologismo y el personalismo, etc.).
     
      El problema de la integración se plantea también con referencia a los tres sectores en que puede dividirse la vida y las operaciones del hombre: la teoresis (contemplación, interés especulativo), la praxis (acción) y la poiesis (producción). La e. puede desarrollar más directamente uno de estos tres componentes, siendo e. intelectual, práctica (artística, política, etc.) o técnica; pero no es verdadera e. si el predominio de una de las tres provoca la atrofia de las demás, o impide el armónico crecimiento de la personalidad, o la aparta de sus responsabilidades ante la vida, perjudicando en cualquier caso la orientación hacia el fin último. No es verdadera e., por tanto, la que produce fenómenos culturales como el idealismo (racionalismo, intelectualismo abstracto), el pragmatismo (éticas de valores sin fundamento metafísico), el tecnicismo (utilitarismo). Y, en el plano individual, no es verdadera e. la que forma personas incapaces de superar la fase especulativa para actuar y producir; o personas enteramente dominadas por el impulso hacia la acción, y que no saben profundizar en el sentido de su vida; o personas capaces sólo de apreciar los resultados materiales y útiles, los productos evaluables económicamente, sin descubrir el valor de lo que perfecciona interiormente al sujeto y hace la vida humana más digna.
     
      La complejidad de la vida del hombre y la exigencia de la integración aparecen también cuando se considera la e. desde el punto de vista de los valores: la belleza, la bondad y la verdad; la fuerza y la sabiduría; la posesión personal y la entrega a los demás... También en este campo la e. debe lograr un perfeccionamiento homogéneo, una completa jerarquización intencional y efectiva. La e. ha fracasado cuando el individuo o la sociedad se muestran sensibles a unos valores ignorando otros, o cuando absolutizan valores parciales y relativizan valores absolutos: como es el caso, p. ej., de las personas que tienen sensibilidad estética y carecen de sensibilidad moral; o que exaltan los principios de la justicia y se olvidan de la caridad; o que aceptan una doctrina sólo por la novedad o por la sinceridad de la expresión y no por su justificación racional; o que buscan afanosamente los bienes contingentes, sin plantearse el problema de encontrar el unum necessarium. El éxito de la e., en cambio, está en promover la conciencia de la justa jerarquía de los valores y la firme disposición de adecuar la existencia entera a esta jerarquía. Como ha enseñado el Cone. Vaticano 11, «la verdadera educación se propone la formación de la persona humana en orden a su fin último y al bien de las sociedades de la que es miembro» (Declaración citada, 1).
     
      Sobre la posibilidad de conseguir en la práctica una e. integrada e integrante, cabe hacer dos importantes consideraciones:
      a Los educadores que no tienen conciencia de la justa jerarquía de los valores, o que no la viven personalmente. no están en condiciones de realizar la verdadera e. Y cuando es la sociedad entera la que carece de esta conciencia integrada, como es el caso de nuestra sociedad descristianizada, entonces la labor de educadores capacitados encuentra serios obstáculos ambientales, que hay que tener muy en cuenta para evitar que al contacto con formas culturales anárquicas y desorientadoras se pierdan los resultados conseguidos en un medio positivamente educativo.
     
      b Ninguna sociedad y ningún ambiente educativo ha podido lograr nunca, sin la aportación del dato revelado, una clara conciencia, incluso, de los valores puramente naturales y de su jerarquía. Los principios metafísicos sobre el hombre, el mundo y Dios, así como los principios morales sobre la misión del hombre en la tierra, son de por sí asequibles a la razón natural, y efectivamente han sido en parte el patrimonio de la sabiduría precristiana; pero su completo y universal conocimiento y sus justas relaciones jamás han sido logrados, a causa de mil desviaciones teóricas y prácticas que tienen su origen en la debilidad de la razón, en su oscurecimiento o en su falta de pleno dominio de las tendencias irracionales: en una palabra, en las condiciones de la naturaleza humana caída. Solamente los hombres que aceptaron la Revelación cristiana supieron edificar también, a la luz de la fe, una sabiduría natural coherente y vital, una visión homogénea y total del hombre, del mundo y de Dios como principio y fin de todas las cosas. Y cuando la Filosofía ha querido separarse de la Revelación, negando su valor divino y reduciéndola a una expresión de la conciencia religiosa, se ha producido una nueva y más profunda desorientación de las conciencias; y la e., que en la época moderna ha logrado enormes adelantos técnicos, ha tenido un trágico retroceso en sus valores fundamentales.
     
      Resumiendo lo que liemos visto hasta aquí, podemos volver a definir la e. como promoción del hombre al estado perfecto, tanto según la naturaleza como según la gracia. Hay que tener en cuenta, ahora, que cuando hablamos de estado perfecto y de perfección humana, utilizamos términos abstractos, concibiendo la naturaleza humana con todas sus cualidades en el máximo grado de desarrollo, y sin las deficiencias y limitaciones que siempre se encuentran en los individuos. Sin embargo, el ideal de la e. no es una abstracción, sino una realidad histórica, porque el hombre perfecto existe, y es Cristo. El Hijo de Dios ha encarnado el tipo perfecto de la humanidad, y es perfectus Deus, perfectus homo, como enseña el Symbolum Athanasianum; su naturaleza era perfecta, y Él se desarrolló «en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y delante de los hombres» (Le 2,52), haciéndolo todo perfectamente (efr. Me 7,37), como manifestación de la plenitud de todas las virtudes. En Cristo, «nuevo Adán» (1 Cor 15,15), tiene la humanidad su perfección objetiva y su modelo educativo. Como cabeza del Cuerpo místico, Cristo es la cumbre de todo perfeccionamiento humano, y el hombre, cuanto más se perfecciona, tanto más se parece y se identifica con Cristo. Puede decirse por tanto que Cristo es la causa ejemplar concreta de la e.; pero es también su causa formal (en el sentido de que toda perfección que adquieren los miembros del Cuerpo místico viene de la plenitud de la cabeza), y su causa eficiente primera, puesto que Cristo es el verdadero Maestro, y todos los demás lo son en la medida en que sirven como instrumentos de la acción divina (efr. Me 23,8).
     
      Es preciso poner de relieve que este ideal educativo concreto es un modelo universal en el sentido más absoluto de la palabra: Cristo es modelo para todos los tiempos, todos los lugares, todos los destinos humanos, sin diferencias de sexo, raza o condición. Cristo es el ideal tanto de la e. del varón como de la e. femenina; tanto de los que trabajan con sus ruanos como de los que tienen profesiones intelectuales; y, en el terreno de la perfección espiritual, Cristo es modelo tanto de los que buscan la santidad en medio de las ocupaciones temporales, como de los que se apartan del mundo.
     
      La simple enunciación de estas verdades reveladas hace ver hasta qué punto la situación sobrenatural del hombre interesa en la e. La escuela activa puso justamente de relieve que la e. debe secundar las exigencias y aspiraciones naturales del educando; pero, precisamente por eso, no hay que olvidar que el actual estado del hombre no es el de la naturaleza íntegra, sino el de la naturaleza caída y redimida; y que la e., si quiere secundar las exigencias verdaderamente humanas, debe necesariamente amoldarse al plan de la creación, que quiso el hombre para la gloria de Dios, trabajando en la tierra y mereciendo el cielo, y al plan de la Redención en Cristo.
     
      V. t.: ALUMNO; DIDÁCTICA; EDUCADOR; ENSEÑAZA; ESCUELA; FORMACIÓN; MAESTRO; PEDAGOGÍA.
     
     

BIBL.: F. SCHNEIDER, Introduzione alla scienza dell' educazione, Brescia 1957; G. FLORES D'ARCAIS, La scuola per la persona, Brescia 1960; A. KRIEKEMANS, Traité de pédagogie générale, Lovaina 1965; V. GARCÍA Hoz, Principios de pedagogía sistemática, Madrid 1968; G. DI NAPOLI, II concetto di educazione, Roma 1952; N. PETRUZZELLIS, I problerni della pedagogía come scienza filosofica, Brescia 1955; F. DE AZEVEDO, Sociología de la educación, México 1969; M. CASOTTI, Pedagogía generale, 5 ed. Brescia 1963; F. FOERSTER, Ternas capitales de la educación, 2 ed. Barcelona 1963; V. GARCÍA Hoz, Cuestiones de filosofía individual y social de la educación, 2 ed. Madrid 1962; ID, La tarea profunda de educar, 2 ed. Madrid 1965; ÍD, Educación personalizada, Madrid 1970; A. MILLÁN PUELLES, La formación de la personalidad humana, Madrid 1963; I`. PLANCHARD, La pedagogía conteniporánea, 3 ed. Madrid 1963; R. NASSIP, Pedagogia general, Buenos Aires 1958; 1. MARITAIN, Philosophie de i'éducation, París 1953; J. MANTOVANI, La educación y sus tres problemas, 6 ed. Buenos Aires 1963; 1. VAIZEY, Economía y educación, Madrid 1962; G. CALO, Corso di pedagogía, Milán 1947; L. STEFANINI, Il rapporto educativo, Padua 1947; A. SAN CRISTÓBAL, Filosofía de la educación, Madrid 1965; H. HENZ, Tratado de pedagogía sistemática, Barcelona 1968; E. STONE, Psicología de la educación, Madrid 1969; J. M. SANABRIA, La educación en la sociedad industrial, Pamplona 1969. Los documentos del Magisterio de la Iglesia sobre la e. se han citado en el texto.

 

ANTONIO LIVI.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991