1) Introducción. Operación divina en sentido estricto es toda acción
simple y pura común a las tres divinas personas que existe formalmente en
D. y que se sigue, según nuestro modo de hablar, de su ser. Por analogía
con las acciones de las criaturas distingue S. Tomás (Sum. Th. 1 q14, prol.)
dos clases de operaciones en Dios: unas transeúntes, llamadas así porque
producen un efecto exterior a la divinidad, p. ej., la potencia divina;
otras inmanentes cuyo término permanece dentro de D., como entender,
querer, vivir. La vida es una acción inmanente -aunque se manifiesta
también por acciones transeúntes-, constituyendo en cierto modo el
presupuesto previo de todas las demás operaciones divinas.
Una de las convicciones fundamentales de la fe veterotestamentaria
es la de que Yahwéh vive (Ps 18,47). Y así es afirmado constantemente,
refiriéndolo a D. mismo, y percibiendo esa vitalidad divina en la
creación, en la historia de la salvación, en la propia conducta personal y
se convierte en objeto de fe y aclamación. La especulación posterior
teológica ha analizado la naturaleza específica y las propiedades de la
vida divina.
2) Sagrada Escritura. a) Dios es un ser vivo. Yahwéh es, según
expresión frecuente de la Biblia, el D. vivo (v. III, 2). El D. vivo habla
con voz alta y perceptible, en el fuego y en las nubes, que anuncian la
tormenta (Dt 5,23-27). Los asirios y filisteos son castigados por haber
tenido la osadía de ofender al D. vivo (1 Sam 17, 26-36; 2 Reg 19,4-16; Is
37,4-17). Su vitalidad se manifiesta en la fuerza bélica y en las
victorias que reparte (2 Sam 22,47; Ps 16,47) y en la ayuda que presta a
los necesitados. Con confianza debemos dirigir nuestras peticiones al D.
vivo del cual están sedientos nuestros corazones (Ps 44,3; 84,3); S. Pedro
confiesa que Cristo es el Hijo de D. vivo (Mt 16,16). En nombre del D.
vivo se exige de Cristo que diga si es el Hijo de D. (Mt 26,63); Pablo y
Bernabé exhortan a los habitantes de Listra a abandonar los ídolos,
confesando al D. vivo que ha mostrado su vitalidad creando el cielo, la
tierra, el mar y todo lo que hay en ellos, dando testimonio de sí mismo en
la historia al otorgar al hombre lluvia y tiempos fecundos, alimento y
alegría (Act 14,15). De los justificados se dice que serán llamados hijos
de D. vivo (Rom 9,26). Esta vida de D. es concebida en oposición a los
ídolos que no viven y no pueden consiguientemente hablar (Ier 10,8-10; Is
44,9-20; Sap 13,10-14.21; Ps 113; Ps 134, 15-18).
Decir que D. está vivo es afirmar con infinita más fuerza que en el
caso del hombre que Él posee la vida en su unidad, su actividad y su
plenitud. La vida de D. no es únicamente lo que le distingue de los ídolos
muertos (Ps 115), sino lo que permite que esté actuando.
D. no es un ser pasivo en un cielo lejano; crea al mundo y da
existencia al hombre, interviene en la historia, castiga y libera; en una
palabra, D. posee una vida personal.
b) Dios es la vida y origen de toda vida. La vida de D. no es como
la vida humana siempre amenazada de peligros, en riesgo constante de
perderse; D. vive eternamente (Dan 12,7). La vida de D. es eterna e
inmortal (Apc 4,9; 10,6; 15,7; 1 Tim 6,16); no es un instinto oscuro y
ciego; es claridad, luz y amor (1 lo 1,5; 4,15; lo 1,4). La vida en D. es
primordial e indestructible (Dt 8,3; lo 5,26; Lc 12,15) más aún, D. es la
vida subsistente infinitamente perfecta, plenitud y fuente de toda vida
(lo 5,26; Act 14,15; lo 5,20 ss.). Por ser vida subsistente, Yahwéh es el
origen de toda la vida sobre la tierra, D. es el único dueño de la vida y
de la muerte (Dt 32,39 ss.; Lc 12,20; 2 Cor 1,9; Iac 4,15). También el
Hijo de la vida a quien quiere (lo 5,21; Rom 4,17). El Espíritu de D. es
un espíritu dispensador de vida (1 Cor 15,45; lo 6,63). Sin D. no hay vida
alguna (lob 34,14; 1 Tim 6,13). Cuando oculta su semblante el espanto se
apodera del hombre, cuando retira su aliento los hombres sucumben y se
convierten en polvo (Ps 104,29) porque D. es el dispensador de la vida (Ps
36,11). c) Cristo manifestación de la vida divina. La vida de D. se
manifiesta, en la Creación, en la historia de Israel, pero sobre todo en
la Encarnación (v.) de su Hijo por medio del cual D. entra como sujeto
activo y visible de la historia humana (v. JESUCRISTO). Cristo es, por
tanto, la manifestación más perfecta de la vida divina (2 Tim l, 10) tiene
la vida en Sí mismo como el Padre (lo 5,25; 6,27; 1 lo 1,1 ss.; 5,11-20).
Éste le ha concedido al Hijo que tenga la vida en sí mismo, por eso el
Hijo es vida, verdad y camino (lo 14,16). La muerte corporal no destruye
en Él la vida divina, prueba de ello es su Resurrección (v.), fundamento
de nuestra esperanza en una vida eterna. Cristo ha venido al mundo para
que poseamos la vida con plenitud y el Espíritu Santo la infundirá al
ascender Cristo a los cielos (lo 16,14).
3) Doctrina de los Padres. Los PP., comentando el texto de 1 lo 1,1,
describen las propiedades de la vida divina a la que exaltan como la vida
verdadera, plena, idéntica con el ser de D. y causa de toda vida. Así S.
Justino (v.) contrapone a la vida humana participada la vida de D.
subsistente (Diálogo con Trifón, 6: PG 6,190). S. Cirilo de Alejandría
(v.) afirma que D. posee la vida en virtud de su propia naturaleza (In lo
2,4: PG 73,285). La misma doctrina sostienen Orígenes (In lo 2,11) y S.
Gregorio Niseno (Contra Eunomio, 8: PG 43,397). Dionisio Areopagita
considera la vida divina como fuente de toda vida (De divinis nominibus,
6: PG 3,855). Pero es sobre todo S. Agustín (v.) el que nos ha dejado las
páginas más profundas y al mismo tiempo más bellas sobre la vida de D. (Confessiones,
1,6: PL 32,665; De Trinitate, 15,5).
4) Elaboración sistemática de S. Tomás. Los PP., al comentar los
textos de la S. E. sobre la vida divina, nos han dejado elementos
doctrinales de gran valor, pero la exposición sistematizada de los mismos
no se hará hasta que aparezcan en el s. xill los grandes escolásticos
entre los que destaca S. Tomás, quien en Sum. Th. 1 ql8 nos ofrece el
fruto de su labor sintetizadora. En efecto, al comienzo de la citada
cuestión (al) empieza analizando las características de los seres vivos
para establecer a continuación (a2) la noción de vida. En posesión de los
elementos esenciales de la definición prueba su existencia en D. y su
perfección (a3) así como sus propiedades (a5). Los autores posteriores a
S. Tomás dedican poca atención a esta cuestión, tal vez por creerla
incluida en los tratados correspondientes a la voluntad y entendimiento de
D. así como suficientemente abordada en el tratado sobre la Trinidad (v.).
5) Síntesis doctrinal. a) Concepto y existencia. Después de las
tentativas de los últimos decenios encaminadas a dilucidar el misterio de
la vida (v.) ha sido preciso volver a la descriptiva definición de S.
Tomás: Decimos que viven aquellos seres que se mueven a sí mismos, que
están dotados de movimiento inmanente. Por tanto, habrá vida donde un ser
no obre impulsado por fuerzas exteriores, donde la actividad provenga de
la propia interioridad y vuelva hacia ella; donde la actividad esté al
servicio de la autoafirmación y autoevolución propias. La actividad vital
es, pues, una actividad inmanente y espontánea y, como quiera que es muy
distinta la espontaneidad y la inmanencia de los seres vivos, habrá
distintos grados de autorrealización vital. La vida es tanto más fuerte
cuanto más inmanente es la actividad; la medida de la autoposesión es la
medida de la vida. D. se posee a sí mismo con absoluta autonomía e
intimidad; por eso todas sus acciones se derivan del interior. Nadie ni
nada puede obligarle o seducirle a ejercer una actividad. La autoposesión
y actividad autónoma que tan perfectamente se realizan en D. son
exponentes claros de la vida divina.
b) Naturaleza de la vida divina. Se halla más allá de las fronteras
que limitan la vida creada; D. es, con relación al mundo, el Ser
totalmente distinto (v. cv, 3), por eso su vida no es simplemente el grado
más alto posible de la vida espiritual, sino que está más allá de todas
las realidades que decimos que viven. El misterio de que va rodeada
siempre la vida se presenta en Dios bajo una forma de suprema intensidad,
no obstante, las experiencias obtenidas en la esfera de lo terreno nos
permiten formarnos una idea análoga de la vida divina, excluyendo de ella
todo lo que lleva de imperfección la vida creada. Así la vida superior de
D. no comporta movimientos, el movimiento en cuanto lleva consigo
potencialidad y mutación no es más que una imperfección de la vida creada
que no posee de golpe la plenitud que debe tener y que cambia sin cesar. A
la perfección de la vida pertenece tan sólo el que sea actividad
inmanente, de tal forma que cuanto más perfectas sean esta actividad y
esta inmanencia, más perfecta será la vida. Por esto lo que hace
deficiente la vida creada es que su actividad no se realiza sin
movimientos ni sin causalidad y que la inmanencia de su acción no es
plena.
Esto lo demuestra S. Tomás (Sum. Th. 1 q14 al y a3) recorriendo los
seres creados: La piedra no es viviente porque no tiene en sí el principio
de su acción, la planta vive porque se mueve ella misma en cuanto se
alimenta, se desarrolla y reproduce, pero no determina por sí misma ni la
forma ni el fin de sus movimientos que le vienen dados e impuestos. El
animal tiene una vida superior porque percibe con sus sentidos los
diversos objetos hacia los cuales se puede mover y cuanto más perfectos
son los sentidos tanto más viviente es éste, porque puede variar mejor su
acción. El hombre posee una vida superior porque no conoce solamente los
objetos capaces de especificar sus diversos movimientos, sino que conoce
también la razón de fin, que puede proponerse y ver en él la razón de ser
de ciertos medios que él mismo determina. Es así dueño de su acción en
cuanto la determina desde el punto de vista de su forma y de su fin. Sin
embargo, la inteligencia humana necesita ser movida por una verdad
exterior, lo mismo que la voluntad necesita de un fin externo y una y otra
en el orden de la eficiencia necesitan ser movidas por la causa primera.
El ser en sí subsistente es soberanamente viviente, porque posee en sí
todos los principios de su acción, ya que esta acción es Él mismo. Por
consiguiente, D. no sólo es viviente, sino que es la vida. Esta vida
divina se concilia perfectamente 'con su inmutabilidad absoluta que no es
sinónimo de inercia; al contrario, expresa que siendo D. la plenitud del
Ser o el acto puro, es, por esencia, su actividad misma y no necesita
pasar al acto para obrar.
c) Vida personal. Como en D., vida y ser se identifican, D. no sólo
tiene vida, sino que es vida subsistente, infinita, perfecta, inmutable,
la vida considerada como realidad espiritual que goza de intensa
interioridad e intimidad, que se realiza bajo la forma del yo personal (v.
PERSONA). En consecuencia, la vida de D. no brota de un fondo oscuro e
inmaterial, es luminosa y clara, porque se desarrolla baio la forma de
conocimiento y voluntad.
d) Fecundidad de la vida divina. Que la vida espiritual divina no es
un estado de languidez lo pone de manifiesto el misterio trinitario. La
revelación nos ha hecho conocer el secreto de la vida íntima de D.,
manifestándonos la infinita fecundidad de la naturaleza divina: Cuanto más
perfecto es un ser, tanto más íntimamente se da; aquel que es el Soberano
Bien, la plenitud del Ser, se comunica tan plenamente y tan íntimamente
como es posible, es decir, de modo infinito. No puede engendrar
materialmente, puesto que es espíritu puro, pero hay en él una generación
espiritual que más que cualquier otra merece el nombre de tal. D.
engendra, da su naturaleza no por necesidad de sustituir por una vida
nueva otra que debe morir; engendra por la superabundancia de su
fecundidad espiritual. Es la más absoluta difusión de sí mismo, logrando
además una perfecta intimidad. No engendra como el hombre produciendo
fuera de sí mismo un ser separado de Él; no engendra multiplicando su
naturaleza; la comunica toda sin perderla, sin dividirla, sin
multiplicarla, algo así como se comunica una idea, también espiritual. Lo
que ha dado a su Hijo es todo Él mismo, sin reservas, no dejando para sí
otra cosa que su relación de paternidad. Del Padre y del Hijo procede el
Espíritu de amor que los une, formando todos un solo y mismo D., puesto
que la naturaleza divina no está multiplicada. Es la más absoluta difusión
de sí en la más íntima comunión. Cuanto más perfecto es un ser, más
plenamente se comunica y más íntimamente unido queda con aquel que de él
procede. Tal es el misterio de la Trinidad (v.) en el que la vida divina
brilla con todo su esplendor y riqueza infinitas.
La fecundidad de la vida divina se manifiesta también en la creación
(v.): D. da origen a unos seres fuera de sí, al universo entero, y dentro
de él a los ángeles y a los hombres, a quienes llama a la unión íntima y
vital con Él. Pero no es esta fecundidad hacia fuera lo más radical. Aun
cuando D. no hubiera creado, hubiera sido verdad decir que su bondad es
infinitamente comunicativa, porque el Soberano Bien se ha dado tan plena y
tan íntimamente en la vida trinitaria que este don parcial y exterior de
sí mismo que es la creación es infinitamente inferior y no puede añadir a
la bondad divina ninguna perfección necesaria, siendo por ello
absolutamente libre.
e) La vida divina como don. Cada una de las personas divinas se
entrega totalmente y sin reservas a las otras, vive para las otras y en
las otras; no obstante, las personas no se confunden, se distinguen las
unas de las otras, pero cada una de ellas es lo que es en tanto que se
refiere a las demás. Así se realiza la forma de la perfecta comunidad: una
sola vida, un solo amor, un solo conocimiento, de tal modo que la esencia
y la vida es una sola e idéntica, distinguiéndose solamente en virtud de
la trasposición del Yo y del Tú. La vida trinitaria es soberanamente
dinámica no en el sentido de cambio, sucesión o excitación, sino en tanto
que significa intimidad y fuerza vital. Las personas no son más que pura
relación, comunicación: la una es acto en el sentido de la entrega y la
otra en el sentido de la recepción, la una es donación, la otra
aceptación, la una es palabra dicha, la otra es respuesta. La oposición
alcanza un grado supremo de tensión; no obstante, la tensión no destruye
la comunidad, ya que sólo mediante esta oposición-tensión las personas
logran su unicidad (v. iv, 7). Las oposiciones se apoyan y condicionan
mutuamente. Si llegasen a disminuir desaparecería la mismidad de las
Personas. Las oposiciones no limitan a las Personas ni son obstáculos para
ellas. Al contrario, sólo en las oposiciones pueden las personas
desarrollar plenamente su mismidad (M. Schmaus, Teología dogmática.
1,452).
f) Participación creada de la vida increada. Es evidente que siendo
D. la plenitud de vida, toda otra cualquiera dimana de ella. En el orden
natural participan de esta plenitud las plantas, los animales y sobre todo
los hombres y los ángeles, donde la vida se hace espiritual, personal e
íntima, asemejándose más a la vida de Dios. Pero el Señor dio también a
participar su vida íntima de modo sobrenatural mediante la gracia (v.) a
los seres racionales. El grado sumo de esta participación se realizó en la
naturaleza humana de Cristo y es el Espíritu Santo quien, difundiendo en
nuestros corazones la caridad, nos va asemejando al hijo natural y
participamos como hijos adoptivos de la vida del Padre (v. FILIACIÓN
DIVINA). Esta participación se verifica bajo la forma de conocimiento
sobrenatural de fe (v.), mediante la cual puede el hombre comprender a D.
y sus planes y comprenderse mejor a sí mismo. Esta luz posibilita y al
mismo tiempo incita al hombre a verse tal como D. le ve y a valorarse
según la medida de Dios Llegamos así a conocer los más secretos y ocultos
motivos de nuestras acciones, llegando hasta el fondo de nosotros mismos.
Participando de esta vida divina, nuestra relación cognoscitiva con los
demás tendrá las mismas notas de comprensión y estímulo que tiene la
mirada de D. sobre los hombres. La participación de la vida divina se
verifica sobre todo bajo la forma de amor.
V. t.: IV, 1, 9); VIDA; TRINIDAD, SANTÍSIMA; GRACIA SOBRENATURAL.
BIBL.: S. TOMÁS, Sum. Th. 1 q18
a3 y a4; fD, Contra Gentes, 1,97-98; IV,2 y 13; R. GARRIGou-LAGRANGE,
Dios, la naturaleza de Dios, Buenos Aires 1950, 138 ss.; M. SCHMAUS,
Teología dogmática, I, 2 ed. Madrid 1962, 543-549; Á. GONZÁLEZ ÁLVAREZ,
Teología natural, Madrid 1963; K. RAHNER, Escritos de Teología, I, Madrid
1959, 93 ss.; F. EGEA, Dios y el hombre contemporáneo. Madrid 1966.
J. GóMEz LóPEZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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