1) Noción. Hablar de trascendencia e inmanencia de D. equivale a referirse
al ser de Dios como esencialmente distinto y separado del hombre y del
mundo, a la vez que íntimo al hombre y al mundo. Lo que a simple vista
podría parecer una sutil paradoja que jugase con términos que implican en
sí una total oposición, constituye, sin duda alguna, uno de los más
acuciantes problemas con los que se ha tenido que enfrentar el hombre al
intentar esclarecer qué es D. y qué son las criaturas, cuál sea la
relación que existe entre la realidad creada y el ser Creador y cuál sea a
la vez la distancia que media entre criatura y Creador.
La solución y, al mismo tiempo, la dificultad de todas estas
preguntas, estriba en el justo valor que se dé a cada uno de estos
términos al predicarse de D. Si se acentúa la trascendencia divina de tal
forma que se niega toda inmanencia, se habrá concebido un D. en sí
grandioso, pero tan distante del mundo, que al hombre le va a resultar no
sólo inaccesible, sino profundamente extraño e innecesario. La
trascedencia radical, aun cuando se presente con visos de máximo respeto a
la divinidad, implica en sí una ruptura tal entre el hombre y D. que a
duras penas se podrá evitar que el hombre se refiera a sí mismo y al mundo
de una manera a-tea. La radical trascendencia implica psicológicamente una
llamada al ateísmo.
Por otra parte, si se acentúa la inmanencia con pérdida de la
trascendencia se sigue el riesgo de anular el ser inmutable de D.
convirtiéndolo en un todo panteísta o en un mero producto del
subjetivismo. Anulado el ser real y trascendente de D. ha de seguirse,
como deducción necesaria, la imposibilidad de una revelación objetiva
otorgada por Dios al hombre y, por ende, una nueva forma de ateísmo (v.
MODERNISMO TEOLÓGICO; DENMO; PANTENMO II).
La relación trascendencia-inmanencia nos coloca, no frente a una
mera disquisición teológica, sino ante el mismo problema de D. Por ello a
la hora de enjuiciar toda esta cuestión importará distinguir tres
aspectos: la trascendencia e inmanencia de D. como parte de la fe
cristiana; las distintas exposiciones teológicas con las cuales se ha
intentado dar razón de la trascendencia e inmanencia divinas; las
actitudes falsas que han surgido a lo largo de la historia.
2) Exposición bíblica. En la S. E. se describe la naturaleza divina
y sus atributos (v. ni), no en atención a una posible definición
sistemática del ser de D., sino con una intención religiosa en la cual D.
se revela al hombre en un triple aspecto: como libre, creador y
providente.
La libertad en D. implica, por una parte, la independencia en su
propia razón de ser con respecto a cualquier otro, y por otra parte, la
afirmación en sí mismo de la razón de su propia existencia. Esta razón en
D. de autodivinidad, tal y como la denominaban los Padres griegos y que
los teólogos latinos llamaban aseidad, es lo que en la S. E. se significa
con el título de Señor y cuya categoría religiosa equivale a la
trascendencia filosófico-
teológica. D. es libre porque existe por sí mismo.
La consideración bíblica de D. como Señor es el punto de partida
para establecer tanto la distinción como la relación entre D. y su obra.
Cuando en el A. T. se proclama la omnipotencia divina (Gen 17,1; 28,3;
35,11; 48,3;), se predica la cualidad propia del ser de D. Así, cuando en
Ex 15,3 se afirma que el omnipotente es el nombre de D., se hace
referencia al D. que en su propio poder rige los acontecimientos humanos.
Desde la omnipotencia divina se expone en el A. T. la creación, como obra
de D. (Gen 1,1; 2,4) y manifestación de su poder (Ps 134,6). D. se ha
manifestado por la creación como Señor y como Señor de la creación aclama
Jesucristo al Padre (Le 10,21) como continuará haciéndolo la Iglesia (Act
4,24; 17,24).
Según la S. E. D., por ser Señor, es el principio de cuanto existe
y, al mismo tiempo, se distingue con distinción real de todo aquello a lo
que ha dado existencia. En este sentido la misma redacción de los textos
bíblicos se nos ofrece con un claro afán por subrayar la distinción real
entre D. y las criaturas, y que en D. está el principio y la razón de ser
de todo cuanto ha sido creado. El ser de D. y su obrar, según la
formulación bíblica, no se confunde con el ser y el obrar del hombre: «Yo
soy Dios y no hombre» (Os 11,9). Desde la S. E. se llega a la conclusión
de un D. subsistente en sí y que, siendo el principio de cuanto existe, se
distingue de su propia obra. Lo que en términos clásicos se ha denominado
trascendencia divina, se ha descrito en la S. E. con un lenguaje religioso
y con una finalidad también religiosa: establecer la independencia de D.
y, al mismo tiempo, la dependencia y vinculación del hombre y el cosmos a
D.
El D. bíblico que nos ha sido descrito con trazos tan fuertes en su
señorío, en su libertad y en su independencia, no es, sin embargo, un D.
que queda aislado y desvinculado de su propia obra, sino. que, por el
contrario, se nos revela como un D. presente en aquello que de Él ha
recibido la existencia. Y esto, según la S. E., en un doble sentido: en
cuanto el mundo por ser creación de D. proclama la gloria de D., y en
cuanto el mundo, indigente en su propia naturaleza, necesita y recibe la
atención providente de D. (v. PROVIDENCIA III). Ni la radical
trascendencia (D. desvinculado de su obra e inasequible para el hombre),
ni la confusión inmanentista (D. reducido a mera experiencia o fenómeno
cósmico humano) son conocidas por la S. E. Si a lo largo de los escritos
bíblicos, de una manera general, se pueden cimentar estos asertos, existen
textos de referencia clara y precisa en los cuales se formula, como
respuesta profética a los problemas que con el correr del tiempo se le
habían de plantear al hombre, la vinculación existente entre la
trascendencia y la inmanencia divina en relación con la obra de la
creación. Así se canta al Señor, cuya grandeza está sobre los cielos y ha
otorgado el don de la obra de sus manos (Ps 8). El lenguaje a la vez
poético y religioso del salmista ha intentado penetrar en la misma
realidad de D. (el que está sobre los cielos) y escudriñar la relación de
cercanía de este mismo D. trascendente que se revela al hombre a través de
lo creado, don recibido por el hombre desde Dios.
Y a tenor de esta consideración continúa la doctrina sobre Dios en
el libro de los Salmos. Así, en el Ps 18 los cielos cantan la gloria de D.
y el firmamento anuncia la obra de sus manos. Y esta gloria es transmitida
por el día al día y por la noche a la noche y se extiende por todo el
ámbito del orbe. (Ps 49,6; 88,643; 96,6). Por medio de las obras de sus
manos se manifiesta D. al hombre, y éste, mientras en la contemplación de
la realidad creada no ciegue su vista y atribuya a falsos dioses lo que
corresponde a D. creador, podrá subir hasta D. recorriendo el mismo camino
que D. le trazó en la creación (Sap. 13,4). Y no sólo en la contemplación
objetiva y externa del mundo creado va el hombre a encontrar a D., sino
que en su propia intimidad podrá alcanzar también la imagen de D., ya que
a su imagen y semejanza ha sido creado (Gen 1,26). La S. E. nos ofrece una
descripción de D., según la cual, ni es el mundo ni está fuera del mundo.
D. está presente en el mundo por lo mismo que el mundo es criatura de las
manos de Dios.
Es cierto que la cercanía de D. tal y como aparece en la S. E. es el
camino para llegar al conocimiento de su existencia (v. Iv, 2), sin
embargo, hay que distinguir en la misma S. E. dos órdenes: el orden
constitutivo, consecuencia de la creación y elevación del hombre a la vida
de la gracia (v.), y el orden histórico en el cual ha mediado el pecado y
la redención. En la realidad histórica del hombre, el reconocimiento de la
inmanencia de D., camino para llegar al D. trascendente, se desdibuja e
incluso de hecho llega a ser del todo desconocida. Esto es lo que dice S.
Pablo en Rom 1,20, donde, junto al hablar del orden constitutivo
creacional, en el que la eterna potencia y divinidad de D. se manifiesta
desde la creación del mundo y es entendida mediante las cosas que han sido
hechas, se hace referencia a la situación del hombre en pecado que trueca
la gloria incorruptible de D. en imágenes de hombres o de animales. Lo que
debiera haber sido un camino para llegar a D. se convirtió, por el pecado,
en un camino para la idolatría, al mudar la verdad de D. por la mentira,
honrando y sirviendo a las criaturas en vez de honrar al Creador.
Una doble consideración hay que deducir de este planteamiento
paulino: en primer lugar que el reconocimiento de la huella de D.
reflejada en la creación y en el interior del hombre se puede convertir,
como consecuencia del pecado original, en un riesgo para el hombre. En
segundo lugar la situación del hombre caído va a necesitar de una manera
especial de la revelación, ya que en la misma proporción en que el hombre
ha quedado debilitado por el pecado, D. ha quedado menos patente. La
consideración ontológica e histórica del hombre, tal y como nos la ofrece
la S. E., es el punto de partida tanto de los grandes teólogos, como S.
Agustín (De Civitate Dei, 19,14: PL 41,642) y S. Tomás (Sum. Th. l ql al),
como también del Magisterio de la Iglesia cuando en el Conc Vaticano I, al
proponer la doctrina sobre la revelación (v.), distingue entre el orden
absoluto y el orden histórico del hombre. La revelación (v.), de hecho y
en la presente condición del género humano, se hace necesaria incluso para
que puedan ser conocidas por todos con certeza y sin error aquellas
verdades que de por sí no son inaccesibles a la razón. (cfr. Denz.Sch.
3005).
En la presente condición del género humano, la revelación en
Jesucristo le devuelve al hombre la cercanía de D. Por la Encarnación del
Verbo (v.), al tomar forma de siervo y hacerse semejante al hombre (Philp
2,7), el D. trascendente se hace inmanente en la Historia. La
trascendencia e inmanencia divinas recobran para el hombre su pleno
sentido en la Encarnación (lo 1,10-14). V. t. 111.
3) Magisterio de la Iglesia. En orden a proponer y defender la
doctrina sobre la trascendencia e inmanencia de D., el Magisterio se ha
ejercido en un doble sentido: a) formulando, de manera positiva, en el
credo su, propia fe en Dios; b) condenando las actitudes de quienes
confunden a D. con sus propias criaturas al negar la trascendencia divina
y la distinción real y sustancial entre D. y el mundo, y reprobando las
doctrinas de quienes, en su afán de subrayar la divinidad, niegan al
hombre la posibilidad de encontrar en el mundo el vestigio de D., desde el
cual pueda el hombre abrirse hacia EI.
Al igual que en la S. E. en el Magisterio de la Iglesia se considera
a D. creador en virtud de su omnipotencia divina. Y es precisamente por la
omnipotencia, por lo que D. es principio de cuanto existe y se distingue
de su propia obra. Este es el sentido del primer artículo de la fe
propuesto por la Iglesia en el Conc. I de Nicea y en el cual se confiesa a
D. Padre como omnipotente y creador de lo visible e invisible (Denz.Sch.
125). Cuando el símbolo niceno confiesa la fe en D. Padre como omnipotente
y creador se opone al gnosticismo (v.) que distinguía entre D.,
radicalmente trascendente e inaccesible, y el demiurgo intermedio que
sería el auténtico creador (cfr. I. Ortiz de Urbina. El Símbolo Niceno,
Madrid 1947, 64-98). La fe de la Iglesia identifica al D. trascendente con
el D. creador.
A tenor de la profesión de fe nicena la Iglesia ha continuado
proponiendo de manera ordinaria, pero no por ello menos firme, la fe en
Dios, principio de la creación y distinto de ella. Sólo cuando han mediado
las proposiciones heréticas ha tenido la Iglesia que dar una sanción
condenatoria a las mismas. Así en el Conc. Lateranense IV (Denz.Sch. 808)
se condena la doctrina del teólogo parisiense Amalrico de Béne, para quien
D. lo es todo sin que se establezca una distinción real entre D. y el
mundo.
La Iglesia ha defendido tenazmente la distinción real entre D. y la
criatura, cerrando toda posibilidad de identificación de la naturaleza
humana con la divina, aun cuando la supuesta identificación se considerase
como consecuencia de la elevación del hombre al orden sobrenatural, o como
resultado de una experiencia mística. Este es el sentido de la condenación
eclesiástica de algunas proposiciones de Eckhart (v.; cfr. Denz.Sch.
960-963) y M. de Molinos (v.; cfr. Denz.Sch. 2205).
La formulación más explícita del Magisterio a este respecto se
encuentra en los decretos y cánones del Conc. Vaticano I. En el capítulo
primero de la Const. dogmática Dei Filius, sobre la fe católica, se
propone la doctrina sobre D. en los términos siguientes: «La santa Iglesia
Católica Apostólica Romana cree y confiesa que existe un solo Dios
verdadero y vivo, creador y Señor del cielo y la tierra, omnipotente,
eterno, inmenso, incomprensible, infinito en entendimiento y voluntad y en
toda perfección; el cual, siendo una sola sustancia espiritual singular,
totalmente simple e inmutable, debe ser predicado como distinto del mundo,
real y esencialmente, felicísimo en sí y de sí, e inefablemente excelso
por encima de todo lo que fuera de El mismo existe o puede ser concebido»
(Denz.Sch. 3001). En términos afines a los del decreto se formulan los
cánones en los cuales se condena a los que dijesen que la sustancia o
esencia divina es una y la misma de todas las cosas (cfr. Denz.Sch. 3023).
La definición magisterial de la Iglesia en el Vaticano I viene a
atajar cualquier forma de panteísmo que, negando la creación como acto
singular y propio de D., conciba la existencia de las realidades finitas,
bien sean corporales o espirituales, como una emanación de la sustancia
divina, o como una concreción del ser divino que, considerado como un algo
indefinido, se fuese determinando en la misma medida en que se
constituyesen las cosas en género, especie e individuo (cfr. Denz.Sch.
3024).
Pero junto a la preocupación por salvar la trascendencia divina, el
Conc. Vaticano I ha enseñado lo que desde la formulación paulina ha
mantenido la Iglesia como una verdad perteneciente al depósito de la
revelación: que por medio de las cosas creadas puede el hombre llegar al
conocimiento cierto de D. (cfr. Denz.Sch. 3004, 3026). Esta definición no
es un compromiso de la Iglesia con escuela alguna filosófica y, por tanto,
no prejuzga ninguna postura de pensamiento, salvo aquellas que, por
negarle al hombre la posibilidad de reconocer la inmanencia de D. en su
propia obra, anulan su posibilidad de remontarse hasta el conocimiento de
D. obligándole a aceptar una postura agnóstica (v. AGNOSTICISMO II).
La definición del Vaticano I, como definición que es de la Iglesia,
se ordena primariamente a proponer una verdad de fe y sólo indirectamente
puede tener repercusión en el ámbito filosófico, en cuanto la filosofía se
oponga al objeto de la fe propuesto por la Iglesia. Importa aclarar este
aspecto del Magisterio de la Iglesia porque sólo así se puede llegar a
conocer el contenido formal de la definición, a precisar el ámbito de la
condenación y a reconocer la opción que la Iglesia concede al hombre a la
hora de expresar en categorías intelectuales la posibilidad de trascender
hasta D., partiendo del mismo D. que, inmanente en su propia obra, se le
trasluce con una posibilidad de reconocimiento. Cuando la Iglesia afirma
que el hombre puede alcanzar un conocimiento cierto de D., no le está
proponiendo un argumento, sino un principio. El argumento tendrá que
elaborarlo cada uno o, por lo menos, si personalmente no puede llegar a
una elaboración propia, tendrá que elegir entre los que encuentre. A este
propósito importa adelantar que en la teología católica se han formulado
intentos diversos para explicar por parte del hombre la posibilidad de
trascender hasta D. Unos y otros (p. ej., S. Agustín y S. Tomás) han
tenido el mismo punto de partida: el texto paulino de Rom 1,20, y han
intentado alcanzar la misma meta: establecer una teoría acerca de las vías
que sigue el hombre para trascender hasta D., sin embargo, el camino
seguido por uno y otro ha sido distinto.
4) Patrística. La doctrina sobre la trascendencia e inmanencia de
Dios formulada por la Iglesia en su Magisterio ha estado precedida por una
elaboración intelectual, que ha corrido a lo largo de la historia del
pensamiento cristiano, desde la patrística hasta nuestros días. En este
laborioso recorrido los pensadores cristianos han buscado las razones, con
las cuales dar un testimonio de su fe en D. trascendente en su naturaleza,
a la par que inmanente y cercano por su obra. En este sentido hay que
intentar reconstruir en sus momentos más importantes el itinerario seguido
por quienes se han afanado en buscar la razón de la trascendencia e
inmanencia divina. Este recorrido conduce a momentos cruciales en los que
el pensamiento cristiano ha tenido que enfrentarse con maneras de pensar
incompatibles con la fe cristiana. A lo largo de esta peregrinación de
siglos se llega al momento actual en que la trascendencia divina ha sido
atacada en términos de extrema gravedad y la inmanencia ha sido confundida
con un pragmatismo de proyección social.
a) San Justino. La Patrística, siguiendo la enseñanza expuesta en la
S. E. ha afirmado en términos inequívocos la trascendencia divina. Según
el pensamiento teológico de S. Justino (v.), D. es inefable y no le cuadra
nombre alguno que le pueda ser predicado por el hombre. Por lo mismo que
la naturaleza divina es inefable para el hombre, las denominaciones con
que le pueda nombrar no son nombres deducidos de una visión de D., sino
denominaciones sacadas del obrar de D. Junto a la doctrina sobre D. señor
e inaccesible para el hombre (Diálogo con Trifón, 127: PG 6,771), expone
S. Justino la doctrina sobre el Logos (v. VERSO), en función de la cual
entra en la exposición del pensamiento cristiano la teoría platónica de la
participación. Esta teoría le sirve de armadura para montar su exposición
sobre la participación del Logos por las cosas sensibles. Según la teoría
de la participación, la realidad sensible y concreta tiene su razón de ser
por la participación del ser absoluto (V. PLATÓN; Locos); de la misma
forma, por el acto creacional los seres humanos poseen en su razón una
semilla (spérma) del Logos divino, semilla por la cual la bondad divina se
hace patente a través de la obra de los hombres. Así se explica cómo, para
S. Justino, todo lo que de bueno ha sido dicho por los filósofos paganos
corresponde a los cristianos, ya que lo dijeron según la parte del Logos
que les correspondió (cfr. Apología 11, 10: PG 6,459). La inefable
trascendencia de D. ha encontrado en la exposición justiniana del Logos
seminal la vertiente de intimidad y cercanía. La doctrina bíblica ha sido
recogida y expuesta con la ayuda del pensamiento platónico sobre el ser y
la participación. El D. lejano e inefable es a la vez un D. íntimo al
hombre por cuya obra intelectual hablará a los otros hombres. Con la
exposición de S. Justino se inicia en la teología cristiana una reflexión
sobre el hombre al que no se le considera autónomo, sino desde el Logos,
cuya semilla posee en su misma naturaleza racional.
b) Orígenes. La escuela teológica de Alejandría (v. ALEJANDRÍA vi)
y, de una manera muy particular, Orígenes (v.), va a recoger y ampliar el
pensamiento del apologista S. Justino. Orígenes toma como punto de partida
para su exposición teológica el misterio de D. en el cual subraya dos
aspectos: el ser naturaleza espiritual y simple que no admite mutación, y
el ser fuente y origen para cuanto existe (cfr. De principiis, 1,1: PG
11,121-130).
En su obra Contra Celso acusa Orígenes a los estoicos por no admitir
en D. una naturaleza divina, incorruptible, simple e indivisible (cfr.
4,14: PG 11,144-145), notas todas con las que se describe a D.
trascendente y distinto de la realidad sensible. Pero D., que en su
naturaleza trasciende al hombre, se le hace patente por la doble vía de la
creación y la encarnación, sin que la exposición del teólogo alejandrino
deje ningún resquicio para una concepción panteísta, ya que subraya la
diferencia esencial entre D. y las criaturas, entre la naturaleza divina y
la capacidad limitada del hombre para conocerla directamente. Tan sólo
indirectamente puede el hombre llegar al conocimiento de D. y esta
posibilidad la alcanza por el reflejo de los atributos divinos en las
cosas. Un resumen de su propio pensamiento sobre la trascendencia e
inmanencia de Dios nos lo ofrece el propio Orígenes en su obra De
principiis cuando escribe: «Siendo nuestro entendimiento, de suyo, incapaz
de contemplar a Dios en sí mismo tal como es, conoce al Padre del mundo a
través de la belleza de la obra y de la gracia de sus criaturas» (1,1,6:
PG 11,124).
c) San Agustín. El planteamiento de la escuela alejandrina encuentra
en S. Agustín (v.) al gran artífice que estructura lo que hasta entonces
tan sólo había sido esbozado. La máxima preocupación en la reflexión
agustiniana es la que se plantea con la pregunta sobre D. Pero hay que
hacer notar que el planteamiento sobre D. está enraizado en el mismo ser
del hombre, desde cuya inquietud y por un proceso de interioridad se
remonta hasta D., hacia quien tiende y en cuya posesión se realiza su
apetencia. En este proceso de interioridad y trascendencia encuentra el
hombre a D., pero encuentra también la radical distancia que media entre
ambos. A simple vista, el planteamiento agustiniano sobre el D. íntimo y a
la vez radicalmente distinto podría parecer como un juego de palabras más
propio de un retórico que de un pensador con ansias de precisión y
exactitud. Sin embargo, hay que afirmar que la paradoja agustiniana nos
coloca ante unos postulados de valor, tanto metafísico como religioso, y
con los cuales ofrece una consideración sobre el hombre que, por ser
criatura, depende en su ser radicalmente de D., y que se realiza a sí
mismo en apertura hacia D. En el planteamiento agustiniano el hombre cobra
el máximo realce, ya que desde su interior puede lanzarse a la máxima
aventura de su propio conocimiento y trascenderse hasta llegar al
conocimiento de D. Pero nada más lejos de S. Agustín que pensar en un
hombre desligado e independiente de D., hacia quien tiende por propia
naturaleza y en cuya posesión se realiza plenamente (cfr. De libero
arbitrio, 11,16,41: PL 32,1263).
Cuando se intenta analizar el pensamiento metafísico agustiniano hay
que partir del concepto de naturaleza, tal y como se predica de D. y de
las criaturas, ya que en estos conceptos se encierra la razón metafísica
de la trascendencia e inmanencia divinas y la razón de la gnoseología
agustiniana. La naturaleza es, para S. Agustín, o naturaleza divina y
absoluta, o creada y contingente. El análisis de estos términos supone
llegar a la raíz del pensamiento agustiniano. En su intento por dar una
noción sobre el ser de D. recurre a la inmutabilidad (v. tv, 10) como
expresión de la perfección máxima.D. en el bien máximo, superior al cual
no hay otro, y, por tanto, inmutable. Todo lo demás, lo que ha sido creado
por D., es mudable (cfr. De natura boni, 1: PL 42,551). El ser inmutable
contiene en sí la razón de su propia existencia y de su propia perfección,
en cambio el ser mudable no tiene en sí la razón de su existencia sino en
D. Creador, del cual la ha recibido. Ahora bien, como quiera que, para S.
Agustín, D., como ser absoluto, no está desligado del Dios de la fe, su
planteamiento de la contingencia se amplía a todo el ser del hombre, para
el cual D. es el principio de la existencia, la razón del conocer y la ley
del amor (cfr. Contra Faustum manichaeum, 20,7: PL 42, 372). La distinción
metafísica de la naturaleza predicada de D. o de las criaturas es la razón
de la trascendencia de D. con respecto a lo creado. Esta trascendencia no
es sólo de grado, sino de radical diferencia. La distancia que media entre
D. y las criaturas es la misma que media entre el ser inmutable y el ser
mudable. Mientras D. es principio de sí mismo, la criatura tiene en D. el
principio que da razón a su existencia. Para S. Agustín, porque el hombre
tiene en D. la razón de su existir, tiene en Él la razón final de su vida:
«nuestro principio, nuestra luz, nuestra bondad, ...causa de todo lo
creado, luz que hace percibir la verdad y fuente donde se bebe la
felicidad» (De Civitate Dei, VII1,10,1-2: PL 41,234-235).
La naturaleza divina, por lo mismo que trasciende al hombre en el
orden metafísico, lo trasciende también en el orden del conocer. En
términos de formulación categórica propone S. Agustín la trascendencia
divina sobre la capacidad de comprensión del hombre: «Si hablamos de Dios
¿qué tiene de extraño que no comprendas? Si comprendieses no sería Dios» (Sermo
117: PL 38,663). S. Agustín nos enfrenta con un aspecto nuevo en la
reflexión sobre la trascendencia divina: el lenguaje. Seacual fuere lo que
sobre D. sea dicho por el hombre, nunca será una denominación digna del
mismo, ya que el hombre no tiene otra posibilidad de expresión que el
lenguaje humano, y D. está siempre sobre aquell9 que pueda expresarse con
palabras humanas. La trascendencia de D. imposibilita al hombre para
nombrar a D. idóneamente. Esta reflexión agustiniana se abre hacia una
doble vertiente, la que va de D. al hombre y la que se proyecta desde el
hombre hacia D. Los nombres y , calificativos que da la S. E. de D. tienen
una función con respecto al hombre, pues por ellos tiene un conocimiento
verdadero, aun cuando no exhaustivo, de la realidad divina y es conducido
hacia aquello que, por no ser plenamente conocido, no puede ser plenamente
expresado (cfr. Sermo 341,7,9: PL 39,1498). Por otra parte, el hombre,
consciente de su propia indigencia, para nombrar a D., reconoce que el
silencio es más honroso que las palabras (cfr. Contra Adimantum, 40: PL
42,142).
Hay que notar, sin embargo, que la reflexión agustiniana no permite
ser confundida con una actitud agnóstica frente a D. La ignorancia
agustiniana es, como afirma el mismo S. Agustín, una docta ignorancia, ya
que se produce en el hombre al reconocer éste la imposibilidad de agotar a
D. que le trasciende. La conciencia en el hombre de la propia ignorancia
frente a D. es el más radical reconocimiento de la grandeza de D.; y es
por ello, por lo que S. Agustín considera a la docta ignorancia, docta en
el Espíritu de Dios que ayuda nuestra propia debilidad (Epístola 30: PL
33,505).
Cuando S. Agustín propone la trascendencia divina en términos de
radical distinción entre D. y las criaturas, no abre un abismo entre D. y
el hombre que le permita a éste considerarse autónomo en su ser y en su
vivir. Antes, al contrario, para S. Agustín D. está tan presente, tan
inmanente en el hombre que, sólo desde D. y en esencial ordenación hacia
D., cobra sentido su existencia. La presencia de D. en la realidad creada
la deduce S. Agustín de la S. E., si bien la expone, sirviéndose del
montaje que le proporciona la filosofía platónica. La fe cristiana le
otorga la noticia de la creación, y la filosofía platónica le proporciona
el medio para profundizar en ella. De esta forma la creación es definida
como una participación de la realidad creada en las ideas inmutables de D.
La creación es una manera de hacerse presente D., de ahí que las criaturas
sean un vestigio de D. y el hombre una imagen, sin que el vestigio ni la
imagen se confundan con el Creador. La distancia que media entre el hombre
imagen de D., y el ser mismo de D. es tan absoluta que no sólo no se
confunden, sino que incluso no es posible compararlos (cfr. Sermo 24,3: PL
33,164).
En la doctrina del alma, como imagen de D., establece S. Agustín el
principio fundamental para el estudio de la relación del hombre con D. La
cualidad en el hombre de ser imagen de D. corresponde a su naturaleza, ya
que la racionalidad del hombre radica en el alma que, por ser imagen de
D., se distingue frente al resto de la creación y tiene la posibilidad de
llegar al conocimiento de D. (sobre la reminiscencia y la teoría del
conocimiento en S. Agustín, v. AGUSTINISMO). Interesa dejar bien sentado
este principio fundamental del pensamiento agustiniano, ya que dentro del
mismo se encuentra la definición del hombre desde D., así como también la
posibilidad del conocimiento de D. por el hombre: hombre imagen de
D.=racional; racional= conocimiento de D. Esta doble relación no puede
romperse sin romper con ello todo el conjunto de la doctrina agustiniana,
en la cual la trascendencia del conocer humano está posibilitada por el
mismo D. trascendente que, por serlo y ser creador, queda inmanente en el
vestigio y en la imagen de sus criaturas. Con la formulación del
pensamiento de S. Agustín sobre el hombre, imagen de D. se formula el
postulado básico para una antropología cristiana. Si desde el pensamiento
agustiniano se tuviese que intentar una definición de naturaleza humana se
podría aventurar la siguiente: La naturaleza humana es naturaleza racional
creada que lleva en sí impresa la imagen de D. creador, por la que tiende
al conocimiento y a la posesión del mismo. De D. y para D. es el doble
camino que recorre el alma creada y sólo dentro de este doble recorrido
tiene sentido para S. Agustín la realidad y la vida del hombre. Para S.
Agustín la naturaleza humana ni se comprende en sí, ni se agota en sí. Es
una naturaleza abierta hacia un fin que no es ella misma y, precisamente
por esta proyección, es ella antológicamente dinámica. Quede bien sentado
este concepto de naturaleza abierta y dinámica porque solamente por el
mismo se comprenderá el proceso de interioridad y trascendencia del
conocimiento humano (cfr. R. Arnau, La doctrina agustiniana de la
ordenación del hombre a la visión beatífica, «Anales del Seminario de
Valencia» 4, 1962).
5) Reflexión medieval. La preocupación por la trascendencia divina
ocupa un lugar preeminente entre los temas que apasionaron al hombre de la
Edad Media; sin embargo, a la hora de dar una respuesta a tan apasionante
pregunta la coincidencia no fue total y las soluciones se quebraron por
caminos diversos. Es cierto que en su intención a unos y a otros les
apremiaba salvar los principios de la fe; no obstante, hay que reconocer
que la unidad cristiana, en la cual había procurado vivir el hombre
medieval, se vio cuarteada precisamente por las consecuencias que el
hombre moderno sacara de los diversos principios que sobre D. se acuñaron
en la misma Edad Media. Resulta muy difícil intentar resumir en unas
líneas lo que fue para la Edad Media el problema de la trascendencia e
inmanencia de D. y entresacar al mismo tiempo las derivaciones que tienen
su origen en este periodo histórico; por ello habrá que centrar la
consideración en dos nombres que, separados tan sólo por un siglo, iban a
quedar como dos imprescindibles puntos de referencia, no sólo para la
evocación histórica del pasado, sino también para la comprensión del
presente. Se trata de S. Tomás de Aquino y de Guillermo de Ockham.
a) Santo Tomás de Aquino. S. Tomás, como cualquier pensador que se
formule la pregunta sobre la trascendencia e inmanencia divinas, se impone
el análisis del ser de D., como simple e inmutable, y el ser de las
criaturas, como compuesto y mudable. Salta de inmediato a la vista que
éste es un planteamiento metafísico que, si en su principio, parte
subalternado a la fe, no por ello deja de ser, en la intención de S.
Tomás, ni menos lógico ni menos concluyente.
El planteamiento tomista impone buscar la perfección ontológica de
D., en virtud de la cual se distingue de las criaturas, no con una mera
distinción lógica, sino real. Para comprender el análisis tomista importa
no olvidar el método seguido por S. Tomás en su planteamiento cuando, al
intentar exponer qué sea el ser de D., empieza afirmando que de D. no
podemos saber tanto lo que es, cuanto más bien lo que no es, de ahí que se
imponga un análial intentar exponer qué sea el ser de D., empieza
afirmando que de D. no podemos saber lo que es, sino únicamente lo que no
es, de ahí que se imponga un análisis indirecto del ser de D., al analizar
el ser de las criaturas y negar en D. lo que de ellas no le convenga (cfr.
Sum. Th. 1 8111, prólogo). En este proceso de remoción hasta llegar al ser
trascendente, S. Tomás analiza la materia y la forma por un lado, y el
acto y la potencia por otro, como elementos constitutivos de los seres
creados. Pero de D. no puede decirse que tenga materia porque no existe
materia alguna que pueda moverse a sí, si a la vez no es movida por otro,
y D. es el motor inmóvil principio del movimiento (cfr. Sum. Th. 1 q3 al).
Y si D. no tiene materia tampoco tiene forma como la tienen las cosas
todas, ya que todo compuesto de materia y forma es perfecto en su forma
por participación, y el ser absolutamente perfecto posee la perfección por
sí y no por participación. Es, pues, imposible que D. sea concebido como
compuesto de materia y forma (cfr. Sum. Th. 1 q3 a2).
Si se sigue el método que inicialmente ha planteado S. Tomás,
cabría, a la vista de lo hasta aquí expuesto, definir a D., en un proceso
negativo, diciendo que es el ser en el cual no se da mutación y que la
perfección no la tiene recibida. Desde esta conclusión y sin alterarla al
volverla a una redacción positiva, se puede afirmar que D. es lo que es
por sí mismo y de manera absoluta. El ser de D., por lo mismo que no es un
compuesto de materia y forma ni tiende a la perfección en un tránsito de
potencia a acto, tiene la razón de existir en sí mismo, sin que quepa una
distinción entre esencia y existencia (v. ¡v, 2). Para S. Tomás la nota
constitutiva del ser de D. es su propia subsistencia, y en la subsistencia
encuentran su fundamento las restantes perfecciones divinas. La
subsistencia, por lo mismo que es la razón del ser de D.. es también la
razón diferencial entre D. y las cosas, ya que éstas, por no tener en sí
la razón de su propia existencia, existen desde aquel en el cual el ser se
da en plenitud. Cuando S. Tomás afirma categóricamente que en las cosas
creadas la esencia y la existencia se distinguen, intenta ofrecer la razón
metafísica por la cual las criaturas se distinguen de Dios (cfr. Sum. Th.
1 q3 a4).
En el pensamiento de S. Tomás la trascendencia divina es el
presupuesto desde el cual se da entrada a la consideración de la
inmanencia. Cuando afirma que D. está presente en las cosas por esencia,
presencia y potencia (v. iv, 8), no hace más que llevar a sus últimas
consecuencias la noción de ser, tal y como ha sido predicado de D. y de
las criaturas. Si el ser contingente no tiene en sí la razón de existir,
pero de hecho existe, es porque la existencia le ha sido dada por D. que
continúa presente en todas las cosas como causa primera (cfr. Sum. Th. 1
q8 a4). Por la trascendencia D. se distingue metafísicamente de toda
criatura, pero, por su misma razón de ser trascendente, está presente en
las criaturas. Cuando S. Tomás construya su teoría del conocimiento lo
hará sobre la base metafísica de la distinción entre el ser necesario y el
ser contingente, y la participación del ser contingente en el ser
necesario. De ahí el realismo tomista.
b) Guillermo de Ockham. Hay que hacer referencia a Guillermo de
Ockham, no sólo como un dato histórico, con el que se constate la
oposición más radical frente al tomismo, sino también por la repercusión
que su pensamiento ha tenido en la teología desde el s. xtv hasta hoy.
Téngase en cuenta que el movimiento protestante, con su postulado
fundamental de la sola f ides, es incomprensible sin el respaldo del
nominalismo (v.) ockhamista. Si el protestantismo atacó con violencia a la
Iglesia católica por considerar que había estructurado el dogma sobre una
base metafísica, la acusación protestante está basada a su vez sobre una
base también metafísica, pues en último término el protestantismo maneja
una concepción sobre el ser de D. y el ser de lo creado que le viene
prestada por el ockhamismo.
La crítica de Ockham al tomismo se centra en su oposición a la
doctrina de los universales. Mientras para S. Tomás, y con él toda la
escuela del realismo moderado, los universales (v.) existen en D. como
ideas tipo, en las cosas concretas como esencia y en la mente del hombre
como conceptos abstraídos de la realidad concreta, para Ockham los
universales son meras voces con las cuales se nombran a los individuos de
una misma especie. Este planteamiento que a simple vista pudiera parecer
que pertenece exclusivamente al ámbito de la lógica, encierra en sí un
contenido metafísico y teológico. Las cosas concretas para Ockham no
participan de las ideas divinas y, por tanto, no reflejan el ser de D. Las
criaturas han dejado de ser vestigio de D. y el hombre se ve negado a
encontrar a D. con su razón. La única posibilidad de tener el hombre un
conocimiento de D. es la misma palabra de D.: sólo la fe puede darle al
hombre noticia de la existencia de D. Con Ockham se produce una radical
escisión entre D. y el mundo. D. es radicalmente trascendente y el mundo
en su naturaleza está radicalmente desligado de D. Desde este momento el
mundo, autónomo frente a un D. radicalmente inasequible para el hombre,
empezará a concebirse y a vivir desligado de D. La actitud agnóstica que
Ockham le propone al hombre no va a poder ser sostenida por la sola fe, ya
que, en la medida que el hombre se afiance en su autonomía, recabará para
sí una mayor independencia hasta romper definitivamente con D. Lo que
había empezado por una actitud agnóstica terminará con una actitud atea.
6) Protestantismo. La teología de los reformadores protestantes va a
seguir muy de cerca el planteamiento ockhamista. Para Lutero (v.) D. es
radicalmente trascendente sin que en el mundo se dé su inmanente
presencia. La única posibilidad de la presencia de D. en el mundo es la
encarnación del Verbo. Es cierto que el planteamiento protestante no es un
mero planteamiento filosófico, pero lo implica. Los reformadores
protestantes, al negar la inmanencia de D. en el mundo, se basan en la
propia interpretación del pecado original, por cuyas consecuencias habría
sido borrada en el hombre la imagen de D., y con ello habría perdido la
posibilidad natural de trascender hasta D. En la teología protestante el
hombre y el mundo quedan desligados de D. y, por el pecado, en radical
oposición. Es cierto que el protestantismo subraya la total indigencia del
hombre frente a Dios, pero lo hace de manera que aísla al hombre de D. A
la vista de estos presupuestos, cabe preguntarse: si el hombre no siente
en sí el aguijón de la inquietud primera que le impulse a salir de sí
mismo y buscar a Dios, ¿cómo va a sentir la necesidad de un D. que le
ayude en su propia indigencia? El protestantismo concibe al hombre como
una naturaleza cerrada sin proyección hacia D. y, por ello, aun el orden
de la gracia, en la concepción protestante, se concibe siempre como una
mera yuxtaposición al orden de la naturaleza. En estos principios de
radical escisión entre el hombre y D. encuentra su base remota la doctrina
protestante sobre la justificación forense.
La historia de la teología protestante no ofrece una línea de fiel
continuidad al pensamiento de los reformadores. Si hasta el s. xviti la
doctrina de la radical trascendencia de D. había sido quizá el punto
básico del protestantismo, con la Ilustración (v.) se da un viraje hacia
el inmanentismo. Es cierto que no puede aplicarse a la teología
protestante de los s. xvttt y xtx una concepción deísta tal y como la
proponía la Ilustración, no obstante, en este periodo la teología
protestante incorpora al quehacer teológico los métodos científicos de la
Ilustración y, con ello, da entrada al inmanentismo sobre el
trascendentalismO (v. DEÍSMO). Para la teología liberal (v.) del s. xix y,
de una manera muy particular, para A. von Harnack (v.), los presupuestos
fundamentales del saber teológico son la libertad, como disposición del
teólogo, y la crítica, como método científico. D., para Harnack, es un
objeto a conocer por un proceso crítico-histórico sobre la palabra de
Jesucristo. La teología crítico-liberal hace a D. tan inmanente en la
Historia que para alcanzarlo ya no se necesitará la fe sino la
investigación histórica. Estamos en los comienzos de un cristianismo sin
fe y de una teología, no al servicio de la Iglesia, sino de la
constatación empírica. Harnack escribe: «En nuestro trabajo histórico no
podemos ni debemos pensar en la doctrina o en las necesidades de la
Iglesia; habríamos olvidado nuestro deber si en cada caso particular
tuviésemos algo a la vista que no fuese el puro conocimiento de la cosa» (Die
Aufgabe der theologischen Facultüten, Berlín 1901, 18).
La teología dialéctica (v.) protestante del s. xx ha supuesto una
reacción contra el pensamiento de la teología crítico-liberal; sin
embargo, los teólogos que integran el grupo, aun cuando tienen un afán
común por revalorizar la trascendencia de D. y la necesidad de la fe para
alcanzarlo, no coinciden en la exposición. Mientras K. Barth (v.), con el
binomio D. escondido-D. revelado, subraya la radical trascendencia de la
fe y niega toda posibilidad de un conocimiento natural de D., E. Brunner
(v.), con su teoría del punto de engarce, busca encontrar en la naturaleza
caída un resto de la imagen de D. que, inoperante para el hombre por el
pecado, despertará por la gracia. Mientras Barth niega toda inmanencia,
Brunner admite un resto.
Un planteamiento especial es el que ofrece R. Bultmann (v.). Para
él, D. es radicalmente trascendente, se hace patente al hombre por la
palabra de Cristo sin que esta palabra le ofrezca al hombre un saber sobre
D., sino la conciencia de una religación existencial. Pero esta religación
existencial obliga a una constante interpretación de la palabra de Cristo
desde la situación histórica de cada hombre, ya que la función salvífica
de la revelación tan sólo se realiza en la medida que es aceptada por el
hombre desde su propia situación histórica. En la teología existencial de
Bultmann ya no existe un saber sobre D., sino un estar viviendo frente a
D. En diálogo con Bultmann ha expuesto K. Jaspers (v.) su teoría sobre el
mito como lenguaje que impulsa al hombre hacia la trascendencia de D. (cfr.
K. Jaspers-R. Bultmann, Die Frage der Entmythologisierung, Munich 1954).
Con mentalidad distinta Barth y Bultmann han propuesto un Dios
desconocido, y esta proposición de la escuela dialéctica, seguida por D.
Bonhoeffer (v.) y P. Tillich (v.), ha sido recogida y llevada a unas
consecuencias extremas por la teología radical (v.). Sobre la base de una
concepción existencialista de D. se han aplicado los principios del
pragmatismo dando por resultado un cristianismo sin D. y sin religión. La
radical trascendencia protestante ha cedido el puesto a una radical
inmanencia de signo humanista.
7) Conclusión. La panorámica histórica realizada manifiesta que
trascendencia e inmanencia de D. han de ser afirmadas contemporáneamente,
so pena de deformar la una y la otra. D. está presente en la creación, y
lo está como Aquel que la trasciende. Lo que a su vez implica que la
creación no es independiente, sino ordenada a Él; y que el hombre, en
cuanto creatura, es nada frente a D., pero a la vez abierto hacia Él. La
doctrina agustiniana, con tanta resonancia en la religación expuesta por
Zubiri (v.), nos ofrece una posibilidad de reflexión sobre el hombre
necesitado de D. Ayudar al hombre a que sepa encontrarse desde dentro de
sí, será ayudarle a reconocer su propia limitación y su propio deseo de
trascendencia en abertura hacia D. El D. trascendente e íntimo es el D.
misterio que se nos revela por Jesucristo. Y si S. Agustín nos habla de un
silencio frente a D., parafraseando el pensamiento agustiniano podría
afirmarse que la doctrina cristiana de la trascendencia e inmanencia de D.
abre al hombre a una actitud de oración en la que adora a D. por ser El
quien es y le suplica como hombre necesitado (V. UNIÓN CON DIOS II).
V. t.: IV, 1, 3); TRASCENDENCIA; INMANENCIA; CREACIÓN 111, 2 y 5;
ALFA Y OMEGA; PANTEÍSMO II.
BIBL.: F. MuÑiz, De la
trascendencia del ser divino sobre el mundo, en Suma Teológica de Sto.
Tomás de Aquino, ed. BAC, t. I, Madrid 1947, 108 ss.; W. FOESTER, Kyrios
im N. T., en TWNT 111,1085-1094; G. M. MANSER, La esencia del tomismo, cap.
III: La doctrina del acto y la potencia como el más profundo fundamento de
la síntesis tomista, 2 ed. Madrid 1953; X. ZUBIRI, En torno al problema de
Dios, en Naturaleza, Historia, Dios, 5 ed. Madrid 1963; F. VAN
STEENBERGHEN, Dios oculto, Pamplona 1964; J. MUGA, El Dios de Jaspers,
Madrid 1966; VARIOS, L'Existence de Dieu, «Cahiers de I'actualité
religieuseu 1963; Dios-ateísmo, III Semana de Teología, Univ. de Deusto,
Bilbao 1968 (en estas dos obras se encuentra un perfecto resumen de este
problema tal y como hoy se encuentra y relacionado con los temas afines).
Para una bibl. más estrictamente filosófica, v. Trascendencia, en J.
FERRATER MORA, Diccionario de Filosofía, Buenos Aires 1965: CH. JOURNET,
Connaissance et inconnaissance de Dieu, Roanne (Loira) 1969; J. L.
ILLANES, Hablar de Dios, Madrid 1969.
R. ARNAU GARCIA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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