DIOS-PADRE


La voz padre (latín pater, griego pater, sánscrito pitar, hebreo ab, arameo abba) la tratamos aquí únicamente en su contexto y significación teológicos; y aun esto, refiriéndonos no a Dios en cuanto que, por su acto creador y por su providencia (v.), puede ser llamado padre de los hombres (v. DIOS), sino a Dios en el misterio de la vida trinitaria, es decir, a la primera Persona de la Trinidad (v.).
     
      El concepto de paternidad, tomado rigurosamente, es una relación (v.) real fundada en la generación, por la que se relacionan padre e hijo, como conceptos relativos mutuos. No es de este lugar analizar dicho concepto más íntimamente desde un punto de vista biológico o filosófico, o jurídico. Para una exacta comprensión de la analogía del dogma trinitario, nos basta con la noción vulgar; con tal de que la aceptemos rigurosamente; es decir, con tal de que se trate de una transmisión de la misma naturaleza del padre al hijo, por vía de generación, y en el orden de los seres vivientes. Ciertamente, como todos los términos que se aplican a Dios, se hace en virtud de la analogía, y, por tanto, con una significación eminente con respecto a la que tiene en el orden creado y humano. Más adelante precisaremos ese punto; pol ahora lo dicho es suficiente para entender el dogma cristiano. La fe cristiana nos dice, en efecto, que el Dios Uno es Trino en personas «porque hay tres personas en un solo Dios: la del Padre, que por nadie es engendrado; la del Hijo, que antes de todos los siglos, o sea, desde toda la eternidad, es engendrado por el Padre, y la del Espíritu Santo, que igualmente procede desde toda la eternidad del Padre y del Hijo» (Catecismo romano, p. 1, c. 2, n. 10). Vamos a exponer lo que sobre la persona de D.-P. nos dice la Revelación, para concluir con una breve síntesis final.
     
      1. En el Antiguo Testamento. El vocablo padre es aplicado a Yahwéh numerosas veces a lo largo de todo el A. T. No es por lo demás exclusivo de la religión judia, sino que se encuentra en otras muchas religiones, anteriores o contemporáneas. En ellas tiene, con frecuencia, un sentido físico-ontológico, en cuanto que se afirma que Dios da la vida, hace nacer a los hombres, que están por eso de algún modo emparentados con Dios; idea que en ocasiones se tiñe de panteísmo (v.). Otras, la afirmación de la paternidad divina se vincula a su cuidado amoroso sobre los hombres: Dios en cuanto dador de bienes. Conviene notar que en Israel la idea de paternidad divina reviste una particular pureza, estando libre de todo tinte panteísta, etc. La religión de Israel se centra en el concepto de Alianza (v.), por el que el pueblo elegido contrae y actúa especiales relaciones con Yahwéh, las cuales muchas veces quedan determinadas por la relación de paternidad. En Israel, el contenido del vocablo padre viene determinado en primer lugar por la relación familiar que funda: al padre se le reconocen todos los derechos de autoridad, y, en ocasiones, ciertos derechos exclusivos de culto. Yahwéh se relaciona con Israel como con un hijo, a quien da la vida y el sustento; a quien llena de beneficios, corrige y castiga. Yahwéh es Padre de un modo especial de su pueblo: «¿No es Él, por ventura, tu padre y tú su heredad?» (Dt 32,6). «No desprecies, hijo mío, la corrección de Yahwéh y no lleves a mal su corrección. Porque Yahwéh reprende a quien ama, como un padre a su hijo amado» (Prv 3,11-12). «Con todo, oh Yahwéh, tú eres nuestro padre. Nosotros somos la arcilla y Tú maestro alfarero. Somos la obra de tus manos» (Is 64,7). Israel, por sus profetas, ponía ya toda su confianza en Yahwéh, llamándole Padre: «...porque yo soy un padre para Israel, y Efraim es mi primogénito» (Ier 31,9).
     
      Pero el sentido más íntimo y más profundo de esta paternidad se ha derramado en la oración del justo de los Salmos. Dios es, sobre todo, padre del justo y del humilde; los pobres, los anawim (v. POBRES DE YAHWÉH), encuentran en Yahwéh su refugio: «Él me dirá: Tú mi padre, mi Dios y la roca de mi salvación» (Ps 88). Y ya cercanos los tiempos mesiánicos, el hijo de Sirach dirigirá a Yahwéh esta oración conmovida: «Oh Señor, Padre y Maestro de mi vida...» (Eccli 23,1-4). En efecto, esta gloria del Israel de Dios, que los impíos echan en cara al justo («...se gloría de tener a Dios por Padre», Sap 2,16), no le sería quitada. Isaías preludiaba todo ello cuando, exaltando la paternidad de Yahwéh sobre la de Abraham y lacob, exclamaba: «Oh, haznos sentir tu piedad, porque Tú eres nuestro Padre. Que Abraham ya no nos reconoce; e Israel no se acuerda ya de nosotros. Tú Yahwéh eres nuestro Padre y nuestro redentor, tal es tu nombre desde siempre» (Is 63,15-16).
     
      2. En el Nuevo Testamento. En el A. T., en suma, encontramos una amplia revelación de la paternidad divina con respecto a los hombres, que constituye una como preparación de la revelación de la paternidad divina intratrinitaria, pero ésta todavía no es explícitamente anunciada: es privilegio del N. T. la revelación de la Trinidad (v. TRINIDAD I). Cristo ha llamado Padre a Dios; y lo ha hecho de un modo único. Además del término griego ordinario, el N.T. nos ha conservado tres lugares en que se emplea la misma palabra aramea que usó Cristo: «Abba» (Mc 4,36; Rom 8,15; Gal 4,6). Esto quiere decir que en la primitiva tradición quedó bien grabado este recuerdo; y que nos hallamos aquí con un auténtico logion (dicho de Cristo) conservado además en la forma más primitiva que es la de Marcos «Abba, Padre, todo te es posible; aparta de mí este cáliz...» (Mc 14,36). S. Pablo, en los lugares citados, recoge la misma expresión, porque de ese modo ponía en evidencia la relación tierra. En general, si se considera el estilo de las invocaciones de Jesús, se advierte que su forma ordinaria es «Padre...» cuando realiza la resurrección de Lázaro (lo 11,41); en la oración sacerdotal de la última Cena (lo 17); en las ocasiones difíciles (lo 12,27); en los momentos de exaltación («Yo te confieso, oh Padre...», Mt 11,25; Lc 10,21); en la oración del huerto (Mt 26,39 y paralelos); en su primera invocación de la cruz (Lc 23,24); y en sus últimas palabras sobre la tierra: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). A la vez Cristo se refiere a la paternidad divina con respecto a los hombres a los que Dios llama y elige hablando de ella con rasgos y acentos indelebles para sus oyentes, que recogieron aquellos recuerdos cuidadosamente. El Padre es el alto ejemplo que imitar en todo: hay que ser perfectos como Él sólo lo es (Mt 5,48; Lc 6,36); hay que obrar el bien como el Padre (Mt 5,45); perdonar como Él (Mt 6,15). Es del Padre de quien recibimos la única recompensa verdadera (Mt 6,4); aunque al obrar en el secreto de nuestro corazón, no seamos vistos de los hombres (Mt 6,6.17). Este Padre celestial es descrito por Jesús con los rasgos más impresionantes: todo misericordia para con el hijo pródigo (Lc 15,11-32). Pero sobre todo, jesús ha presentado con rasgos únicos su Providencia: hace salir el sol... manda la lluvia... viste los lirios... da de comer a los pájaros... «vuestro Padre sabe que necesitáis de todas estas cosas» (Mt 6,25-34; Lc 12,22-31); por eso basta pedirlas (v. ORACIÓN); y si nosotros, siendo malos, las concedemos a los demás, mucho mejor lo hará el Padre celestial (Mt 7,11; Le 11,13).
     
      Pero nos quedaríamos en la superficie de esos textos si los refiriéramos sólo a la paternidad divina propia de la creación y la providencia, o si viéramos en ellos una simple prolongación de los textos proféticos: Cristo nos inicia y revela misterios sobrenaturales. La relación en que Él se encuentra con D. P. es radicalmente nueva y trascendente con respecto a cualquier otra relación. Él es el Hijo unigénito (lo 1,18; 3,18; 1 lo 4,9), que conoce perfectamente al Padre (Mt 11,27; lo 10,15) y forma una sola cosa con Él (lo 10,22 ss.). Se nos introduce así en el misterio de la vida íntima de Dios, que se completa con la revelación y anuncio del Espíritu Santo (V. t. TRINIDAD I; JESUCRISTO 111, 1; ESPÍRITU SANTO). Y esa revelación de la vida misma de Dios revierte sobre nosotros. Porque el Hijo unigénito de D.-P. se ha hecho hombre, y nos hace participar de su filiación. El Padre envía al Hijo y al Espíritu Santo (lo 5,37; 14,16.26; 15, 26), y viene con Ellos para hacer su morada en nosotros (lo 14,23). Lazos nuevos nos ligan con el Padre celestial, con quien, en Cristo, adquirimos una nueva realidad de familia, superior a la de la tierra (Mt 12,50; Me 3,35; Le 8,21). No basta con gloriarse con tener por padre carnal a Abraham (Mt 3,9; Le 3,8; lo 8,39), sino que Dios, al enviar a su Hijo al mundo, extiende a todos los hombres la llamada a una nueva filiación, y «nadie viene al Hijo si no es atraído por el Padre» (lo 6,44).
     
      S. Pablo vuelve repetidas veces sobre el misterio de la paternidad divina. En sus escritos, con gran frecuencia -aunque no siempre: V. DIOS I11, 3- el apelativo Dios (o Theos) es usado para referirse a la primera Persona; otras veces utiliza el nombre de Padre o los de Dios y Padre a la vez. Así, en la forma ordinaria de saludar, al comienzo de sus epístolas: «Gracia y paz para vosotros, de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo» (Rom 1,7; 1 Cor 1,3; 2 Cor 1,2; Gal 1,3; Eph 1,2; Philp 1,2; Col 1,2; Philm 3). Así, muchas veces en relación con Cristo, a quien le proclama Hijo del Padre: «... para que unánimes honréis al Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo...» (Rom 15,6). «Bendito sea el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación...» (2 Cor 1,3; 11,31; Eph 1,3; Col 1,3). Esta antigua costumbre cristiana de unir el nombre de Padre al de Dios aparece también en fórmulas primitivas usadas por las epístolas petrinas (1 Pet 1,3) y joáneas (1 lo 1,3; 2 lo 3,9); y hasta en la Epístola de Santiago: «. .. ante el Dios y Padre, ésta es la religión limpia e inmaculada...» (lac 1,27).
     
      De Dios-Padre se afirman naturalmente todos los atributos divinos (v.), así, p. ej., la unidad (v. DIOS IV, 7): «...no hay sino un solo Dios; porque, aunque sean muchos los que, ya en el cielo, ya en la tierra, se llamen dioses, ya que son muchos los dioses y muchos los señores, pero, para nosotros, Dios es único: el Padre, de quien todo procede y por quien fuimos hechos, y un Señor, Jesucristo, por quien todo, y nosotros mismos, fuimos hechos» (1 Cor 8,6). «Un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos...» (Eph 4,6). De este Dios, que es Padre, se predican todos aquellos actos que están al origen del orden natural y sobrenatural. Así, la Creación, al modo expresivo como lo hace Santiago: «...toda donación perfecta y todo don excelente viene de lo alto y desciende del Padre luminoso; quien, no sufre cambio alguno, ni siquiera la sombra de una variación. Él ha querido darnos el ser por su Palabra realizadora, para que seamos las primeras entre sus criaturas» (Iac 1,17). «Por ello doblo las rodillas ante el Padre, de quien procede toda familia en el cielo y en la tierra» (Eph 3,15). Los principales actos y atributos de este Dios-Padre los expresa así S. Pablo: «Sabemos que, con aquellos que le aman, Dios colabora en todo para el bien de ellos; con aquellos, decimos, que Él ha llamado según su designio. Porque a los que antes ha discernido, también los ha predestinado a reproducir la imagen de su Hijo, para que sea el primogénito entre una multitud de hermanos; y a los que ha predestinado, también los ha llamado, y a los que ha llamado, también los ha justificado; y a los que ha justificado, también los ha glorificado» (Rom 8,28-30).
     
      En todo el N. T. se pone de manifiesto que en Cristo los hombres hemos sido puestos en una nueva relación con Dios, a través de un nuevo nacimiento que tiene que realizar el Espíritu (Io 1,12; 3,5). Pero es S. Pablo quien mejor ha puesto de manifiesto la filiación adoptiva, en la que se alcanza maravillosamente la actuación unitaria de las tres divinas Personas. Dos textos paralelos a Rom 8,28-30 dicen igualmente de una forma sumamente expresiva: «... habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace gritar: Abba! ¡Padre! El Espíritu en persona se une a nuestro espíritu para atestiguar que nosotros somos hijos de Dios...» (Rom 8,16-17). «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió su Hijo nacido de una mujer, y sujeto a la ley, para conferirnos la adopción filial. Y la prueba de que vosotros sois hijos está en que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que grita: Abba, Padre! » (Gal 4,4-6).
     
      Las conclusiones que podemos sacar de lo expuesto son: 1) Cristo ha introducido un modo nuevo y absolutamente original de llamar Padre a Dios, que determina fundamental y necesariamente nuestras relaciones religiosas con Él; 2) La paternidad divina, tanto en relación con Cristo, como en relación con los hombres, no queda reducida a vagos contenidos ético-morales, según la conocida interpretación de Harnack (v.); sino que penetra, tanto el ser crístico, como el cristiano, aunque de modo diferente; dando, según Guardini (v.), una in-existencia nueva, que en Cristo es una filiación única y natural y, en los hombres, es una filiación de adopción en el Espíritu Santo; 3) En Cristo, en suma, se dan tres misterios fundamentales, que Él nos revela con su palabra: el de la vida trinitaria, ya que Él es el Hijo eterno de D.-P.; el de la encarnación, ya que ese Hijo se ha hecho hombre; Jesús de Nazaret es realmente el Cristo, el Hijo de Dios Padre; el de nuestra filiación adoptiva, ya que el Hijo de Dios Padre se ha hecho hombre para hacernos participar de la filiación (v. FILIACIÓN DIVINA).
     
      3. La Tradición y el Magisterio. La tradición cristiana se alimenta del testimonio transmitido por los testigos que fueron ministros de la Palabra (Le 1,3). Las formas más antiguas de los Símbolos y fórmulas litúrgicas (v.) unen siempre el nombre de Dios al de Padre: «Creo en Dios Padre Omnipotente» (Denz.Sch. 1-12). La fórmula bautismal apostólica (Mt 28,19) inducía ya a ese modo de hablar. La primitiva literatura cristiana sigue ese uso; por ej., la Didajé (v.), ordenando la liturgia eucarística: «... te damos gracias, Padre nuestro...» (F. X. Funk, Patres Apostolici, 1,20). S. Ignacio de Antioquía (v.) llamaba a Cristo «expresión del Padre» (ib. 1,216) y a los cristianos «piedras del templo del Padre» (ib. 1,282). Este uso pasa luego a la tradición posterior.
     
      Al intentar expresar la verdad cristiana y explicarla de manera que se mantuviera fielmente, los primeros escritores cristianos van acuñando una terminología que la exprese adecuadamente. En ello tropiezan con dificultades, lógicas dada la excelsitud del misterio. Dos obstáculos sobre todo amenazaban con deformar la verdad recibida: por una parte, el monoteísmo estricto de todo el judaísmo hubiera tendido a una interpretación cualquiera de tipo subordinaciano (v.); por otra, el paganismo politeísta, a través de un gnosticismo incurable, hubiera propendido hacia cualquier forma velada de triteísmo. El problema se presentó muy difícil ya a los primeros apologistas (v.), y, desde luego, aparece sensiblemente en Orígenes (v.). No es difícil encontrar expresiones que hoy reconocemos como imperfectas. Así S. Justino (v.), después de defenderse de la nota de ateísmo, dice que los cristianos adoramos, en primer lugar, a Dios, y en segundo lugar, al Hijo del verdadero Dios (Apología, 1,13: PG 6,345). Del Hijo dirá que ha sido engendrado voluntariamente (Diálogo con Trifón, 61: PG 6,613). Taciano y otros hablan de modo que el Logos parece no existir sino cuando es prophorikos; es decir, cuando el Padre lo pronuncia en orden a la creación de las cosas (Discurso a los griegos, 5: PG 6,813). Tertuliano (v.), hablando de la generación del Hijo, empleará expresiones raras como «derivación de un todo» y «portio» (Adversus Praxeans, 9: PL 2,164). Estas y otras expresiones parecidas, sin embargo, no deben ser interpretadas como erróneas, y desde luego, no como heréticas, sino simplemente como imperfectas: no era fácil explicar el dogma trinitario en medio de las dos tendencias que respectivamente destruían cada extremo polar del misterio. Lo cierto es que Tertuliano combate a Praxeas y S. Hipólito (v.) a Noeto, y los restantes apologetas ven pronto el veneno que se escondía en Sabelio (v.) y en Pablo de Samosata (v.). Esas expresiones, pues, deben ser explicadas en el contexto general ortodoxo en que esos Padres fundamentalmente se movían.
     
      El caso de Orígenes (v.), aun siendo parecido, es más complicado y no puede ser tratado aquí por extenso. Llamar al Padre «Auto-Dios», «Proto-Dios», y al Hijo «Deutero-Dios», puede ser interpretado en un sentido subordinacionista y, en ese caso, Orígenes hubiera preparado los caminos a Arrio (v.). Pero no se puede excluir a priori que Orígenes hable así precisamente para expresar con precisión la taxis, el orden divino de las Personas, y entonces es perfectamente ortodoxo. Por eso una interpretación de Orígenes, siempre difícil, debe tener en cuenta sus intenciones profundas. El Símbolo de Nicea (v.), al proclamar el homousios (=consustancial), resuelve dogmática y solemnemente la cuestión: «Creemos en un Dios Padre Todopoderoso... y en un Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, nacido del Padre, como unigénito, es decir, de la sustancia del Padre; Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero; nacido, no hecho, consustancial al Padre...» (Denz.Sch. 54). De este modo, la relación analógica de paternidad había quedado determinada en una misma polaridad misteriosa. Arrio había jugado con una dialéctica de univocidad que negaba el dogma y lo vaciaba de su exquisito misterio: «si es hijo, decía, y engendrado, no fue siempre con el Dios Padre; no puede tener la misma naturaleza del Padre...». Esta argumentación sólo vale cuando el antropomorfismo analógico se convierte en unívoco, y no se respeta el núcleo del misterio que los datos escriturarios ofrecían con toda claridad.
     
      La definición de Nicea -completada en Constantinopla- precisa los términos del dogma trinitario. Desde entonces la tradición y, basándose en ella, la Teología la van a poder expresar con mayor facilidad. En el desarrollo de la teología trinitaria va a tener, por lo demás, especial influjo S. Agustín (v.). Terminemos nuestra exposición recogiendo dos fórmulas sintéticas: una del símbolo Quicumque y otra del Conc. XI de Toledo (año 675): «Esta es la fe católica, que veneremos un Dios en la Trinidad, y una Trinidad en la Unidad; sin confundir las personas y sin separar la sustancia. Porque una es la Persona del Padre, otra la del Hijo y otra la del Espíritu Santo; sin embargo, el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo tienen una sola divinidad, una igual gloria y una majestad coeterna» (Denz.Sch. 75). «Confbsamos y creemos la Santa e Inefable Trinidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, un solo Dios que, por naturaleza, es de una sola sustancia, de una sola naturaleza, también de una sola majestad y virtud» (Denz.Sch. 525).
     
      4. Síntesis de la Teología dogmática. Del Padre decía S. Ireneo (v.), empleando una terminología gnóstica, que era el «abismo» y el «silencio», que ni se abrió ni se dio a conocer sino en el Hijo. La dogmática, para penetrar en el conocimiento del Padre, emplea el procedimiento doble de los nombres propios y apropiados.
     
      a) Los nombres propios del Padre, o como se dice en teología en términos abstractos, las nociones que le dan a conocer, conservan el mismo carácter relativo que constituye a las Personas divinas; de tal modo que no existe nombre propio, ni noción que pueda tener carácter absoluto, ya que necesariamente, en la Trinidad (v.), aquello mismo que distingue a las Personas, las opone en una relación de oposición. Así, el nombre de Padre es relativo de oposición al Hijo y la noción de paternidad es una relación mutua del Engendrante y del Engendrado. Hemos visto cómo en relación con el nombre de Padre eran mucha verdad las palabras de Cristo: «He manifestado Tu nombre a los hombres» (lo 17,6). S. Hilario (v.) dice: «¿Es que acaso el nombre de Dios era ignorado?... Sí, era verdaderamente ignorado porque nadie conoce a Dios, si, a la vez, no confiesa al Padre, padre del Hijo único, y al Hijo que ha nacido de El sin división, ni sección, sin emanación; puesto que ha nacido por un misterio inefable, como Hijo del Padre obteniendo la plenitud de la divinidad de la que nace Dios verdadero, perfecto, infinito» (De Trinitate, 3,17). S. Cirilo (v.) ha visto profundamente que el nombre de Padre designa más propiamente a la primera Persona que el nombre de Dios, porque: «Este último revela simplemente una dignidad, mientras que el primero, el de Padre, significa una propiedad sustancial... es dar una razón más íntima» (In lo, 11,7: PG 74,500). Esta paternidad, es tan eterna como las Personas que pone en relación; porque, como dice S. Juan Damasceno: «ella no acaba ni cesa porque es sin comienzo, fuera del tiempo, en la eternidad donde reina el siempre lo mismo; porque lo que no comienza, no acaba» (De fide, 1,8: PG 94,813). Esa paternidad es tan eminentemente espiritual como el mismo ser divino en quien se realiza y, precisamente por eso, es tan perfectamente inmanente que no altera la perfecta unidad divina. «Por lo mismo, dice S. Tomás, en la generación divina, la forma del engendrante y del engendrado es la misma numéricamente...» (Sum. Th. 1 q33 a2). Esta relación de paternidad de la primera Persona hacia la segunda, el Hijo, es la más perfecta que pueda pensarse; pues el Padre agota toda su perfección comunicativa en el Hijo engendrado, haciendo que «la gloria y la naturaleza del Hijo y del Padre, sea única». Como nos indica el texto de S. Pablo (Eph 3,14), todas las otras relaciones de paternidad que el Padre tiene con las criaturas proceden de ésta y son sus imitaciones lejanas. Esto se realiza en diversos grados. «Porque, dice S. Tomás, en la criatura la filiación, respecto de Dios, no se encuentra según una razón perfecta, ya que no tienen una única naturaleza, sino según una cierta semejanza. La cual, cuanto más perfecta, tanto más se acercará a la verdadera razón de filiación. Dios es llamado Padre de alguna creatura a causa del rastro (vestigium) solamente... así de las criaturas irracionales (lob 38,28). Y de la criatura racional según la semejanza de la imagen... De otras es Padre según la semejanza de la gracia, los cuales son llamados hijos adoptivos... Y de algunos, finalmente, según la semejanza de la gloria...» (Sum. Th. 1 q33 a3).
     
      Otro nombre propio de la primera Persona, es el de Ingénitus (=Ingénito). No siempre fue bien recibido en la tradición patrística este nombre venerable, a causa del mal uso que de él hicieron los arrianos, y a la confusión a que daba lugar la misma semántica del vocablo griego, ya que en griego puede significar agenetos (=no hecho) y agen (n) etos (=no engendrado); el segundo sólo convenía al Padre, mientras que el primero es común a las tres divinas Personas, que no son hechas, que no son criaturas. El término in-genitus era además un vocablo filosófico con el que se designaba un primer principio no-principiado, del cual nacen otros. Pero, utilizado mal por Arrio, no gustaba a S. Atanasio. Fue S. Basilio (v.) quien llegó a advertir que, más que un nombre de naturaleza y común (non-factus, in-fectus), era un nombre de persona, y propio del Padre. Y S. Juan Damasceno (v.) descubrió el equívoco arriano que se agazapaba en una simple reduplicación de la consonante n. Por tanto, hay que ver en el vocablo Ingénito, no sólo un momento negativo (como, p. ej., si lo aplicamos al Espíritu Santo, para decir que no es engendrado), sino una verdadera razón positiva que iba ya implicada en el vocablo filosófico: así el Padre es ingénito porque es el principio fontal trinitario; porque tiene, como característica nacional, el ser el origen del ser divino. Así lo afirma, S. Buenaventura (v.), al decir: «Ingénito está suponiendo que de ningún modo tiene su ser de otro, y que, por tanto, tiene la primacía, y con ella la plenitud fontal» (In Sent. 1 dist. 28 a l q l). S. Tomás, con todo, piensa de otro modo (Sum. Th. 1 q33 a4 adl).
     
      Un tercer nombre, propio del Padre, es el de arche (=principio). Los PP. lo habían encontrado en algunos textos escriturarios, p. ej.: «en el Principio (querían decir en el principio fontal) era el Verbo» (lo 1,1). El texto de Prv 8,28, también lo interpretaban así: «El Señor me poseyó como principio de sus caminos». Y el texto del Apc 22,13: «Yo soy el Alfa y Omega, el principio y el fin». Pero, aparte, el valor exegético dudoso, esos textos ofrecían la dificultad de ser atribuidos al Hijo... y entonces, ¿cómo salvar la imposibilidad de dos verdaderos principios? Los PP. aplicaron al Padre ser «principio sin principio»; mientras que al Hijo le llamaron simplemente «principio». Los griegos expresaron también la misma idea con el nombre de aitia (=causa), lo que no pudo ser aceptado en el occidente latino, porque, como dice S. Tomás: «...este nombre de causa parece significar una diversidad de sustancia y dependencia de una cosa con respecto a otra...» (Sum. Th. 1 q33 al adl). Hay que advertir, pues, que ese nombre de «Principio», aplicado al Padre, aunque signifique, como dice S. Hilario ('De Trinitate, IX: PL 10,325) la autoridad del Donante (que dona la naturaleza, el ser divino), «no puede significar una minoración en el Hijo, a quien se dona el único ser». Es decir, indica una «prioridad» en el orden trinitario, pero únicamente en el sentido de procedencia y de origen. S. Tomás ha empleado el símil del punto matemático y la línea: «...con el nombre de principio usamos también entre aquellas cosas que no tienen ninguna diferencia, sino únicamente en un cierto orden; así, cuando decimos que el punto es el principio de la línea, o también cuando decimos que la primera parte de la línea es el principio de la línea» (Sum. Th. 1 q33 al adl).
     
      Para terminar, haremos algunas consideraciones en torno al nombre de Dios, en relación con la primera Persona. Se afirma que en el N. T. el nombre de Dios con artículo (=o theos) se aplica preferentemente a la primera Persona trinitaria. En la tradición primitiva antenicena, más en contacto con la terminología griega, y sigui~ndo una natural dinámica de este dogma, cuando intentaron mostrar la divinidad de la segunda Persona, no se atrevían sin más a llamarla Dios, y emplearon circunlocuciones que hoy nos chocan, como la expresión origeniana de «segundo-Dios». Más tarde, cuando la especulación nicena se apodera del dogma en expresiones fijas, el nombre Dios pasa a ser un nombre común de las tres divinas Personas.
     
      b) Los nombres apropiados. Nombres apropiados se dicen aquellos que, teniendo un significado común y aplicable a las tres Personas en la unidad de naturaleza y acción, se apropian a alguna de ellas especialmente en virtud de alguna mayor relación con sus propiedades personales. El concepto, pues, de nombre apropiado presenta dos extremos, al parecer irreconciliables: por una parte, se dice que se trata de atributos realmente comunes, pertenecientes a la esencia común de las Personas; por otra sirven curiosamente para definir mejor a esas mismas Personas. Pero esta oposición o dificultad se explica si tenemos en cuenta los límites de nuestro lenguaje, y la necesidad de acomodarlo para hablar de Dios y dárnoslo a conocer. Es claro, decimos, que en el N. T. aparecen las tres divinas Personas, no sólo bien caracterizadas por unos nombres que las definen exactamente en sus propiedades personales, sino que además aparecen obrando ad extra, tanto en el orden natural, como sobrenatural, con unas funciones que les son igualmente características, y que nunca parecen transferidas de una Persona a la otra. Así las funciones que indican principialidad y fontalidad, se atribuyen exclusivamente al Padre (a quo). Las que indican instrumentalidad se atribuyen al Hijo (per quem). Y las que indican virtud tras f ormativa o motiva, al Espíritu Santo (in quo). Es claro que las tres divinas Personas, ni en sus propiedades constitutivas, ni en sus actos nocionales, ni en sus funciones ad extra pueden perder aquella unidad de tipo dinámico-relacionel de oposición que las constituye; porque entonces el ser divino saltaría hecho pedazos. Esto es lo que ha querido expresar el llamado principio aureo trinitario: todo es común en la Trinidad, allí donde no se opone la relación de oposición. Pero el mismo modo escriturario de hablar, está ya indicando que es esta misma relación de oposición la que permite observar mejor el «ser tal» (poiotes), de las Personas, cuando nos las presentan en sus funciones respectivas. La S. E. no parte de un a priori común y esencial que luego apropiaría a cada una de las Personas, sino que las revela a través de sus manifestaciones para darlas a conocer, en cuanto se puede, en su ser íntimo. Durante las luchas arrianas y, finalmente, en la fuerte elaboración agustiniana, hubo necesidad de marcar bien que esas manifestaciones propias de cada Persona no significaban la ruptura del ser único divino. De aquí la teoría de las apropiaciones de la Escolástica, tal y como la encontramos resumida, p. ej. en S. Tomás, y cuyo fin es ayudarnos a penetrar mejor en el conocimiento de lo propio (la propiedad) de cada Persona divina. Dice, en efecto: «Si pues nos servimos de la semejanza que en forma de vestigio o imagen hallamos en las criaturas para dar a conocer las personas divinas, también podemos servirnos de los atributos esenciales; y esta manifestación de las personas por los atributos esenciales es lo que llamamos apropiación» (Sum. Th. 1 q39 a7).
     
      5. La piedad hacia el Padre. El conocimiento de Dios Padre debe influir en la vida cristiana, dando lugar a una espiritualidad profunda que podemos tal vez caracterizar por las siguientes notas: a) Teocentrismo: El Padre, así como es el principio y la fuente trinitarias, así también debe ser el fin: «Ésta es la vida eterna, que te conozcan a Ti, Dios vivo y verdadero, y a aquel que Tú enviaste». Este teocentrismo está fundado en todo el N. T., y en el ejemplo de Cristo. La Liturgia, sobre todo la romana, también lo ha comprendido así al dirigir todas las oraciones al Padre; b) Personalismo: al descubrirnos al Padre, Cristo nos ha hecho actuar una religión viva de relaciones personales. Sería muy conveniente que la piedad individual imitase siempre el espíritu de la Liturgia que ha conservado las formas antiguas personales y vivas de comunicarse con Dios-Padre. Ésta es precisamente la nota más destacada de la piedad cristiana: el poderse dirigir a un Dios que se le ofrece cercano en relaciones personales tan íntimas como las expresadas por este nombre de Padre; c) Piedad filial: La piedad cristiana hacia el Padre se hace toda filial: no hemos recibido el espíritu de esclavos, sino de hijos; y es el mismo Espíritu el que nos lleva a exclamar: Abba, Padre. Con ello la verdadera piedad cristiana se tiñe toda ella de santo temor filial, de confianza en el Espíritu del Hijo, y de amor en el Padre que nos adopta.
     
      V. t.: TRINIDAD, SANTÍSIMA; FILIACIÓN DIVINA; PADRE NUESTRO; Dios 111, 3.
     
     

BIBL.: Para la teología bíblica, cfr. los conocidos diccionarios de teología bíblica TWNT, HAAG-AUSEJO, trad. esp., X. LÉON-DuFOUR, etc., y las teologías bíblicas CEUPPENS, MEINERTZ, LEMOINNIER, etc.; cfr. también P. SCHRUERS, La paternité divine en Mt 5,45 et 6,26-32, «Analecta Lovaniensia Biblica et Orientalia», 111,22 (1960) 593-624; J. JEREMIAS, Abba, Brescia 1968.-Para la historia del dogma, véanse, en primer lugar, los grandes léxicos teológicos DTC, LTK, etc.-Como estudios especiales: T. DE RÉGNON, Études de théologie positive sur la Trinité, III, París 1892; M. SCHMAUs, Die psychologische Trintátslehre des HL. Augustinus, Munich 1927; J LEBRETON, Histoire du dogme de la Trinité, París 1928; G. L. PRESTIGE, God in Patristic Thought, Londres 1952; J. RABENECK, Die Konstitution der ersten góulichen Person, SITheologie und Glaube» 47 (1957) 102-112; J. N. KELLY, Early Christian Doctrines, Londres 1960.-Para S. Tomás de Aquino: A. MALET, Persone et amor dans la théologie trinitaire de S. Thomas d'Aquin, París 1956; P. VANIER, Théologie trinitaire chez S. Th. d'Aquin, Montreal 1953.-Para la sistematización teológica: los clásicos Manuales «De Trinitate», especialmente los de A. STOLZ, R. ARNOU y P. GALTIER.-Para la Piedad hacia el Padre: GELLUY, Vers le Pére, París 1941; L. MARTÍNEZ GUERRA, Hacia el Padre, Madrid 1958; J. GALOT, Le Coeur du Pére, Lovaina 1957; M. BARRÉ, Trinité que ¡'adore, París 1965.

 

JOAQUíN MARÍA ALONSO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991