DIOS. OMNIPRESENCIA DE DIOS.


1) Noción. Omnipresencia significa estar en todas partes. Otras veces se usa el término ubicuidad, nacido del adverbio latino ubique, que se traduce en. nuestra lengua por las locuciones: en todas partes, en todo lugar. Omnipresencia y ubicuidad son modos de hablar equivalentes. Con esta palabra afirmamos de D. el hecho real de su estancia en cada una de las cosas existentes. Ni un solo ser está lejos de D., ni hay algo de lo que D. esté ausente. Es la relación de indistancia de las criaturas a D., cuyo acto creador provoca una proximidad inmediata, ineludible, hondamente confortadora; una presencia personal y dinámica ya que su esencia es inmaterial y su operación creadora o conservadora excluye la instrumentalidad. Y al ser infinita, es inmensa; y es omnipresencia por ser existencial y concreta sobre los seres actuales. Este atributo de D. es la inmanencia del actuar divino inmutable y necesario sobre todas las cosas.
     
      2) Omnipresencia e inmensidad. Al expresar un hecho existencial evoca una razón más profunda y absoluta: la inmensidad divina. D. no tiene límites, no tiene medida, es inespecial. D. no tiene lugar porque lo llena todo. El lugar de D. es todo lugar que para Él no es lugar. La inmensidad es, por tanto, una propiedad absoluta del ser divino. La omnipresencia es un atributo relativo (v. iv, 4). Antes de la Creación es inmenso; al existir las cosas es omnipresente. En virtud de la inmensidad tiene capacidad de estar en todas las cosas; por el hecho de la Creación D. está realmente en todas las cosas. La omnipresencia se fundamenta, pues, en la inmensidad.
     
      Pero, a su vez, el apoyo de la inmensidad es la incomprehensibilidad, la perfección infinita, la espiritualidad, la simplicidad. El hombre maneja como categorías usuales el tiempo y el espacio, que traducen estructuras de imperfección radical. La categoría espacio (v.) es inaplicable a D. que es espíritu puro, infinitamente simple y perfecto, inmutable, y, por tanto, incomprehensible e inabarcable por el lugar. Una perfección infinita no se puede medir y es inmensa. D. no puede ser espacial, constreñido a un lugar, ni pequeño, ni grande, sino que es inmenso.
     
      3) Modos de presencia. Tenemos, no obstante, tan embebida en el espíritu esta categoría del espacio que buscamos por todas las maneras hablar de D. de manera que lo sintamos cercano. Este intento no sólo es legítimo, sino necesario; de otra suerte colocaríamos a D. a una distancia no tanto eminente cuanto extraña. Sería un D. lejano que viviría en el cielo indiferente a nuestras preocupaciones.
     
      La razón ha conseguido clasificar la presencia de los seres en el lugar precisando sus modos singulares que responden a la forma específica de su naturaleza, otorgando a D. una presencia propia y exclusiva: la omnipresencia.
     
      El lugar se aplica propiamente al ser material. Aristóteles lo define como «el confín primero inmóvil que envuelve» (Phys. 212-220). El cuerpo material está en el lugar determinado de tal manera que no puede estar en otra parte al mismo tiempo. Su presencia se llama circunscriptiva. El ser creado espiritual, no constituido por partes materiales, no está localizado materialmente sino que su presencia se realiza por la operación (Sum. Th. 1 q8 a2 adl). Está presente donde obra; pero no puede obrar en todas partes ya que su virtualidad es limitada. Esta presencia se denomina definitiva. Por fin, D., como ser espiritual, está presente en las cosas en virtud de su operación (v. iv, 12). Y como su virtud operativa es infinita, está presente en todas las cosas. La omnipresencia no puede considerar., sólo como un factum existencial, sino como una neceadad metafísica. D. el creador y conservador de todos los seres que ontológicamente y con necesidad esencial, dependen de Él. Luego D. tiene que estar actuando permanentemente para sostener las cosas que subsisten en su poder. «Todo fue creado por Él y para Él. Él es antes que todo y todo subsiste en Él» (Col 1,16-17). Es, además, íntimamente penetrante porque alcanza no sólo la superficie del ser o sus operaciones, sino la estructura profunda de su esencia y existencia, hasta el punto que podemos afirmar que es más íntimo D. que el propio ser a sí mismo (cfr. Sum. Th. 1 q8 a l c). Matizando más el pensamiento es obligado decir que las cosas están en D. mejor que D. está en las cosas porque «Dios está en las cosas como quien las contiene» (1 q8 al ad2).
     
      Todo esto se expresa en la fórmula, clásica desde S. Gregorio Magno, que dice que D. es omnipresente por esencia, presencia y potencia. Por esencia quiere decir que, siendo una sola cosa naturaleza y operación en la simplicidad divina, como D. está en ellas operando está también con su propia esencia. Por presencia, porque la mirada escrutadora de D. abarca minuciosamente toda la realidad del ser y todos los posibles despliegues de su actividad. Por potencia significa que todo está controlado por su voluntad dominadora (v. Iv, 14).
     
      4) Omnipresencia, trascendencia e inmanencia. El tratamiento teológico de la presencia de D. en las criaturas ofrece una de las perspectivas más ricas de cara al comportamiento humano religioso que empapa toda la existencia, pues resuelve de forma sutil la aparente antinomia de trascendencia e inmanencia de Dios (v. Iv, 3). Es difícil ese equilibrio que articula satisfactoriamente ambos extremos y el pensamiento humano, abandonado a sí mismo, los ha embrollado con relativa alternancia. Porque al entender mal la trascendencia se viene a parar en un deísmo (v.) más o menos rígido que sustrae a D. el cuidado providente de las cosas pequeñas que, con poco acierto, se vienen a considerar como indignas del quehacer soberano de D.; o en un maniqueísmo (v.) con su teoría dualista, según la cual sólo los seres espirituales están sujetos al poder divino, ya que los dotados de materia corporal pertenecerían a un coprincipio fuente del mal (V. DUALISMO); o, como algunos judíos con una interpretación material de la Biblia, se viene a localizar a D. en el Templo de Jerusalén; o los protestantes socinianos (v.) que, manteniendo la omnipresencia de operación, profesaban la existencia de D. únicamente en el cielo. Así queda siempre recortada y falsificada resultando un D. indiferente o lejano. Pero, si se deforma la inmanencia, la solución no es más feliz reduciéndolo al nivel de la criatura y confundiéndolo con ella, según la ya vieja y multiforme recirculación del panteísmo (v. MONISMO II). Solamente la teología del operar divino, reconociendo una omnipresencia personal e inmediata a través de su intervención creadora y conservadora, ha logrado, como una abrazadera perfectamente encajada, explicar cumplidamente la trascendencia de D. afirmándolo al mismo tiempo cercano, íntimo, providente solícito y minucioso de las realidades que El ha puesto en circulación en la historia del mundo (cfr. Sum. Th. 1 q8 al adl).
     
      Esta verdad comprensiva y concorde ha llegado en la fe de la Encarnación (v.) a una cumbre única y admirable cuando en el hombre Jesucristo trascendencia e inmanencia culminan en la orfebrería divina de la unión personal (hipostática) del Verbo con la naturaleza humana, poniendo a Cristo como corona del universo y recapitulando todas las cosas en Cristo por la sangre de su cruz (Eph 1,10; Col 1,13-20). Así como la presencia sobrenatural por la gracia relaciona al justo como hijo de D. confiriéndole, a escala creada, la participación íntima de la propia naturaleza y vida de D. y un trato familiar que le hace experimentar realidades inefables (v. GRACIA SOBRENATURAL; FILIACIÓN DIVINA).
     
      5) Magisterio, Escritura y Tradición. Esta teología de la omnipresencia no es sino una aplicación y desarrollo intensivo y sistematizado de las decisiones solemnes que el Magisterio de la Iglesia ha elaborado acerca de la naturaleza de D. definiéndolo como simple, espiritual, infinitamente perfecto, incomprehensible, inmenso, creador, omnipotente. Puede verse el progresivo enriquecimiento homogéneo en los símbolos de la fe (Denz.Sch. 30,41,44...), en el de S. Atanasio (ib. 75), y particularmente en los Conc. de Letrán de 1215 (ib. 800), y en el Vaticano I (ib. 3001-3003). La omnipresencia es una verdad de fe vivida desde siempre en la Iglesia católica.
     
      Y, a su vez, esas declaraciones del Magisterio de la Iglesia no son sino un eco de lo que reveló D. en su diálogo con Israel y luego en Cristo, y nos queda testimoniado en la S. E. Hay en esa Revelación un desarrollo y progreso, al menos por lo que se refiere a la expresión. La omnipresencia, estando tan ligada al concepto de espiritualidad, que es difícil de expresar, es lógico que los israelistas no siempre supiesen declararla. Pero el testimonio es claro. Así, si bien, de una parte, sitúan la presencia de Yahwéh en lugares memorables donde es honrado porque se ha manifestado con presencia particular por una teofanía (v.): el Sinaí, el Arca, el Templo. Al mismo tiempo, ya desde el principio, existen afirmaciones espiritualistas que liberan a D. de todas las contingencias de lugar, y en la Biblia está abiertamente enseñada la presencia de D. en todas partes, llenándolo todo con su inmensidad. Salomón en la Dedicación del Templo oraba: «Si ni los cielos ni los cielos de los cielos son capaces de contenerte, ¡cuánto menos esta casa que yo he edificado! » (1 Reg 8,27). Y el salmista añade: «¿Dónde podré alejarme de tu espíritu? ¿Adónde huir de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás Tú; si bajare a los abismos, también allí estás Tú. Si tomare las alas de la aurora, y morare en los extremos del mar, allí me asiría tu mano y me apresaría tu diestra» (Ps 139,7-10). En la revelación plena del N. T., los textos se refieren no a la omnipresencia, dato básico y primitivo, sino al término de esa revelación salvadora que culmina en la presencia de Jesús, Señor y Cristo, entre los hombres (lo 1,14; Col 2,9), o, más abundantemente, a la presencia en el justo, templo vivo por la fe y el amor (lo 14,23; Rom 8,9.11.14; 1 Cor 3,16-17). No obstante, recogemos un texto: «El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que hay en él, ése, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por mano del hombre, ni por manos humanas es servido, como si necesitase de algo, siendo Él mismo quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas... para que busquen a Dios y siquiera a tientas le hallen, que no está lejos de cada uno de nosotros, porque en El vivimos y nos movemos y existimos» (Act 17,24-28).
     
      El pensamiento patrístico es de gran firmeza y con frecuente exhortación a la responsabilidad humana. «Es propio del Dios altísimo y omnipotente y verdadero no sólo estar en todas partes, sino conocer todas las cosas, oírlas y no estar contenido por algún lugar... Dios no está circunscrito por un lugar, sino que Él es el lugar de todas las cosas» (S. Teófilo Antioqueno, Ad Autolycum: PG 6,1049). S. Agustín (v.) comenta: «A Dios no se le aleja ni se le trae... ¡Oh fugitivo! , ¿dónde huirás de Dios? ¿Adónde huirás huyendo de quien ningún espacio circunscribe y de ninguna parte se halla ausente?» (Sermo 142: PL 38,780). Sus Confesiones son un poema apasionado de ese atributo divino.
     
      6. Conclusión. La omnipresencia ya considerada en la trascendencia de su inmensidad, ya vista en la inmanencia de su artesanía creadora, es una imponente verdad que, aun velada y misteriosa, acompaña al hombre inevitablemente, comprometiéndole a una fiel colaboración, humilde y agradecida, convirtiéndolo amorosamente en socio de un proyecto divino que comienza al poner en rodaje las cosas todas para llegar, por un privilegio de intimidad y solidaridad con Cristo y en Cristo, al desarrollo del mundo y a la realización de la inalienable Gloria de Dios (v.). Al hombre le corresponde este empeño: educarse en su descubrimiento (v. UNIÓN CON DIOS II).
     
      V. t.: IV, 1, 6); IV, 3; CREACIÓN III, 7; PROVIDENCIA III.
     

BIBL.: S. TOMÁS, Sum. Th. 1 q8; H. HAAG, Presencia de Dios, Cielo, en Diccionario de la Biblia, Barcelona 1966; M. SCHMAUS, Teología dogmática, I, 2 ed. Madrid 1963, 551-558; R. GARRIGOULAGRANGE, De Deo uno, Turín 1950, 203-214; VARIOS, Dieu, en DTC IV,756-1300; J. GREDT, Elementa philosophiae, II, 11 ed., Barcelona 1956, 273.

 

J. SANCHO BIELSA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991