DIOS. DIOS COMO VERDAD.


1) Hitos históricos de la reflexión teológica. Fue éste un tema muy querido por los Padres y por la teología clásica, siguiendo el hilo de la Revelación, especialmente las reiteradas expresiones de S. Juan y S. Pablo. Es indudable que la cultura helénica irrumpe con sus categorías intelectuales, no sólo en la reflexión teológica de los primeros doctores cristianos, como S. Justino, S. Ireneo, Tertuliano, Orígenes, Clemente de Alejandría, etc., que utilizan ya estas categorías para la comprensión y exposición de los datos revelados, sino también a nivel de la misma Revelación neotestamentaria, y especialmente en los textos paulinos y joánicos. No es cierto lo que algunos han dicho de que la Revelación (v.) se ha expresado, de punta a cabo, en lenguaje y con módulos mentales exclusivamente semíticos, supuestamente sólo actualistas. Las categorías de verdad, conocimiento, sabiduría (v.) y otras afines, cuando aparecen en el N. T., sin renegar de su contenido fáctico-histórico, es decir, sin dejar de referirse a la acción salvífica de D., tienen resonancias ontológicas, cuya expresión facilitó el lenguaje griego, adecuado al respecto por una larga tradición.
     
      La teología posterior, especialmente en la Edad Media, no hizo más que seguir por estos derroteros, ahondando y profundizando en ellos. Después de S. Agustín y S. H¡]ario, siguen este camino Boecio, S. Anselmo, S. Alberto Magno, S. Tomás de Aquino, Duns Escoto, etc. En la teología del s. xvi sigue todavía abierto el tema. Pero da la impresión que se trata ya con una cierta desgana y más por exigencias del comentario al texto tomista, que por una convicción e interés personal del autor. Basta, para darse cuenta de esto, hojear las grandes obras teológicas de este siglo, al tratar el tema de la verdad de Dios. Y esto es tanto más de extrañar, cuanto que en este tiempo se ponen en primer plano de la actualidad teológica temas colindantes, como son los de la ciencia divina, conocimiento de los futuros libres, providencia, etc.
     
      Así llegamos a los últimos siglos, en que el tema de la verdad de D. ha desaparecido prácticamente de los tratados dogmáticos, así como de los diccionarios, incluso especializados. A lo sumo se hacen leves referencias o se engloba sin más en los problemas referentes a la ciencia y sabiduría divinas (v. iv, 13), o, lo que es más frecuente, se le da un carácter marcadamente apologético: D. es ciertamente la verdad primera, que no puede engañarse, ni engañarnos: «qui nec falli, nec fallere potest», expresión que consagra el Conc. Vaticano I (Const. De fide catholica, c. 3: Denz.Sch. 3008) y, por consiguiente, el fundamento y el motivo formal supremo de nuestra fe. Pero estas mismas afirmaciones, parecen haber quedado sin la debida justificación teológica en la dogmática moderna, al pasar por alto por qué razón D. es la verdad primera y qué significa esta afirmación.
     
      Las secretas raíces de este progresivo desinterés por el tema habría que buscarlas quizá en la teología nominalista de los s. XIV y XV (v. NOMINALISMO), continuando en el s. xvi con el humanismo renacentista, particularmente erasmiano, y la teología de los padres del protestantismo, todos ellos impregnados de un fuerte antiintelectualismo. Posteriormente, el racionalismo filosófico (v.) y especialmente el cristicismo kantiano cambian radicalmente la noción misma de verdad y hacen problemática la relación inteligencia-realidad. Es comprensible que en este clima intelectual naufragara todo interés por el tema. Hoy, sifl embargo, y a vueltas de variadas y opuestas concepciones sobre la verdad se va abriendo camino la idea antigua de la verdad en los mismos seres y de la verdad como relación inteligencia-ser. La vuelta a las fuentes de la teología, de una parte, y el clima objetivista, incluso positivista, creado por la ciencia profana actual, parecen reclamar de nuevo por parte del teólogo un estudio serio sobre el tema de la verdad en Dios.
     
      2) Encuadre del tema. Un primer problema, de carácter metodológico, surge a la hora de situar el tema dentro del marco de una teología sistemática. Parece que la verdad puede aplicarse al ser divino en un triple sentido: como verdad ontológica (veritas prima in essendo) en cuanto atributo del ser divino; como verdad del conocimiento (veritas prima in cognoscendo) en cuanto cualidad de la ciencia divina; y en cuanto cualidad de la divina revelación (veritas prima in dicendo) como veracidad de D. al comunicarse a los hombres. Bajo el primer aspecto, el tema debería ser tratado en relación con los divinos atributos; bajo el segundo, corresponde al tratado de la ciencia divina (v. iv, 13), tal como lo hace, p. ej., S. Tomás (cfr. Sum. Th. 1 q16-17); bajo el tercer aspecto tiene un evidente sentido apologético, ya que nuestra fe se apoya en definitiva en D., en cuanto es la verdad que se ha revelado al hombre (V. REVELACIÓN).
     
      Si bien miramos, el tercer aspecto es derivado y supone los dos anteriores, ya que D. es la verdad primera in dicendo, o dicho menos técnicamente: no puede engañarse, ni engañarnos, precisamente porque Él es la verdad primera in essendo e in cognoscendo. Y relacionados estos dos últimos aspectos entre sí, su coordinación depende de la noción misma de verdad según se dé la primacía a la inteligencia o a la realidad. Si la verdad reside principalmente en la inteligencia y secundariamente en la realidad, tal como lo entendió la escolástica, entonces parece claro que el lugar propio del tema, dentro de la dogmática, sea en relación con la ciencia y las ideas divinas.
     
      3) En Dios está la verdad. a) Testimonios de la revelación. La revelación judeo-cristiana pone la verdad entre los atributos más señalados de la divinidad: «Todos sus caminos son misericordia y verdad» (Iob 3,2); Yahwéh es «testigo veraz y leal» (Ier 42,5), que «envía su luz y su verdad» (Ps 43,3) a los hombres. La revelación asigna a la verdad divina principalmente las siguientes cualidades: La verdad va frecuentemente unida con la misericordia y la justicia divinas: «Se han encontrado la sabiduría y la verdad, se han dado el abrazo la justicia y la paz» (Ps 84,11-12); Tiene normalmente el significado de veracidad, lealtad, fidelidad a las promesas, especialmente en el A. T., tal como aparece, p. ej., en el Ps 89; Pero también se emplea para significar el conocimiento divino de las cosas, su sabiduría; esto aparece ya en los libros sapienciales y especialmente en el N. T. «Envía tu luz y tu verdad; ellas me guíen y me conduzcan a tu monte santo» (Ps 43,3; cfr. Prv 8,7; 26,28); «Para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad» (lo 18,37; cfr. 5,33); «... conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (lo 8,32; cfr. 2 Tim 4,4; Iac 5,19); Se aplica a Cristo, Verbo de Dios: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (lo 14,6); «el Verbo de Dios apareció entre nosotros lleno de gracia y de verdad» (lo 1,14; cfr. 1 lo 5,6); Se aplica al Espíritu Santo: «el Espíritu de verdad, que procede del Padre» (lo 15,26; cfr. 14,17), «Él os guiará hasta la verdad completa» (lo 16,13); Se aplica también a la Iglesia «columna y fundamento de la verdad» (1 Tim 3,15).
     
      b) Razonamientos teológicos. Sucede con este atributo divino lo mismo que con los otros, que ya se hallan en germen en esas vías por las cuales asciende la mente al encuentro de la Divinidad. En D. se da perfecta conformidad entre su ser y su entender, pues su ser es su entender y su entender es su ser, sin distinción real alguna. Luego la verdad, que viene definida como conformidad entre inteligencia y ser, se encuentra plenamente en la divinidad.
      La verdad de los seres se dice como una cierta participación e imitación o reflejo de la mente divina. Luego es la divina inteligencia el modelo y la fuente de toda verdad creada.
      Además la ciencia divina es perfecta, sapiencial; sin mezcla de error o de ignorancia. Pero la sabiduría y la ciencia perfecta llevan necesariamente unida la verdad.
      Añádase a esto, que la verdad es el bien supremo de la inteligencia, su perfección o fin a que tiende. Luego la mente divina, omniperfecta, ha de poseer la verdad y tener en ella infinita complacencia.
     
      4) Dios es la verdad. El logos de D. apareció en el mundo «lleno de gracia y de verdad» (lo 1,14), y se presentó
     
      a sí mismo, no sólo como el portavoz de la verdad (lo 18, 37), sino como la verdad misma (lo 14,16). La especulación cristiana ha proclamado siempre que la verdad se dice de D. esencialmente. No solamente en Él está la verdad, sino que Él es la verdad por esencia. De Él participan todas las cosas, que se llaman verdaderas y todas las inteligencias. Y es la razón que en D. no sólo se conforman, sino que se identifican plenamente su ser y su entender. Por lo que, así como es principio de todo ser, lo es también de todo conocimiento y de toda verdad. Es, por tanto, verdad suma y primordial, tanto en el ser, como en el conocimiento, como en la manifestación de sí mismo.
     
      a) Dios, verdad primera «in essendo». La verdad del ser divino es la suma apertura e inteligibilidad de su purísima esencia, por cuanto se halla en el supremo grado de actualidad y de espiritualidad. Es el acto existencial lo que hace radicalmente comprensibles y transparentes las cosas ante la inteligencia, por lo que es el fundamento de toda verdad. Pero el acto existencial del ser divino es la existencia pura y simple, sin limitación ni composición. Por lo que el ser divino, simplicísimo y actualísimo, máximamente espiritual, es, de suyo, luz pura para la inteligencia. Por ello posee en sí la verdad en grado sumo. Pero esta verdad del ser divino aparece rodeada de ciertas cualidades: Unidad (v. tv, 7), ya que es pura y simple, sin multiplicación, ni limitación; Inmutabilidad (v. xv, 10), ya que radica en el ser mismo de D., no sujeto a cambios, ni variaciones, puesto que nada puede perder, ni adquirir de nuevo; Eternidad (v. tv, 9), como plena y simultánea posesión de su verdad en un acto inmutable; Trascendencia (v.. iv, 3), ya que está más allá de toda comprensión por parte de la inteligencia finita. Como fuente de la verdad de todas las cosas está, a la vez, por encima y fuera de ellas, y también en ellas, reflejada parcialmente, dándoles sentido y desbordándolas, al mismo tiempo.
     
      b) Dios verdad primera «in cognoscendo». La verdad del conocimiento es la plenitud del acto cognoscitivo, en cuanto se conforma con el objeto. Cuanto mayor es esa conformidad, mayor es la posesión de la verdad, de modo que si esa consonancia llegase a la total identidad, entonces la verdad sería consumada y perfecta: nada del objeto queda velado al sujeto; está todo patente, revelado. Tratándose del conocer divino, se han de tener en cuenta varias notas peculiares: La mente divina únicamente puede ser actuada por un objeto proporcionado, es decir, por un acto infinito. Por tanto, el objeto adecuado y propio de la mente divina es únicamente el ser divino; D. conoce su propio ser de modo exhaustivo, comprehensivo, en plena identidad de sujeto-objeto; por lo cual el acto de conocer en Él no es transitorio, ni adjetivo, sino sustancial, personificado en el Logos o Verbo divino; D. conoce todas las cosas en sí mismo y desde sí trismo, en cuanto contiene en sí, como en un espejo inabarcable, las ideas y posibilidades de todos los seres y de todos los mundos posibles.
     
      Así es más fácil entrever cómo en el conocer divino está la verdad suma y perfecta. Ante todo, por la plena identidad del entender y del ser divino, en un autocomprenderse omnímodamente, en una patencia y revelación total del ser divino a su divina inteligencia. Es la verdad sustancial del Logos, imagen clarísima de la divina esencia (cfr. Col 1,15; Sap 7,26), revelación primaria y sustantiva de D. a sí mismo, en la unidad del Amor. Es la sabiduría eterna, que se conoce en su propia luz, sin sombra alguna de error o de ignorancia. El error es divergencia, disimilitud, extrañeza. En D. es todo convergencia, unidad, semejanza e identidad consigo mismo.
     
      En un segundo aspecto, la verdad sustancial, de donde toda verdad recibe nombre y participa claridad, contiene en sí misma las ideas-modelo o semejanzas de los seres finitos; siendo en El su misma esencia. Por lo cual las contempla en el mismo acto sustancial, con que se conoce a sí mismo, en total identidad y comprehensión; es decir, con verdad plena y perfecta.
     
      Pero esta sabiduría divina de las cosas no es solamente contemplativa de las mismas, sino fuente originaria de su ser. Por lo cual es imposible que haya divergencia o error alguno entre el ser de las cosas y el conocimiento divino de ellas; antes la falsedad estaría de parte de las cosas mismas, que de parte del divino entender (cfr. Contra Gentes, 1,61). Pero la verdad de las cosas es su mismo ser. Luego es imposible discrepancia alguna entre el ser de las cosas y el conocimiento divino de ellas.
     
      Añádase que el error y la ignorancia son el mal de la inteligencia, lo mismo que la verdad es su perfección. Pero así como en D. no cabe mal alguno o imperfección, tampoco cabe error o falsedad.
     
      Esta verdad divina, sustantiva y personal es, no sólo suma en sí, sino también fuente y principio de toda verdad en la inteligencia creada, que es una imagen del Verbo de D. y recibe de El la iluminación interior para comprender la verdad de los seres. La iluminación que las inteligencias reciben del Verbo divino, «que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo» (lo 1,9), es doble: una pasiva, elevando la mente creada por medio de los dones intelectuales (fe, sabiduría, inteligencia, lumen gloriae), al conocimiento de los misterios divinos y a su gozosa contemplación; otra activa, como germen de luz incrustado en la mente creada, que le permite ilustrar y desentrañar las verdades naturales. Se manifiesta en la intuición para captar la evidencia de ciertas verdades; y en la capacidad raciocinativa, que, aunque sujeta también al mecanismo de las conexiones lógicas, parte siempre de alguna intuición elemental, para llegar a descubrir nuevas verdades.
     
      c) Dios verdad primera «in dicendo». Por la Revelación, el hombre se hace «discípulo de Dios» (Is 54,13; lo 6,45). Yahwéh es el D. fiel y leal (veraz), porque su Palabra es la verdad (Ps 118,160; lo 17,17). Cristo es también el «Testigo fidedigno» (Ier 42,5; Apc 1,5). Pero esta veracidad divina, a diferencia de la nuestra, que consiste simplemente en decir lo que pensamos, incluye también la verdad de lo dicho.
     
      Yahwéh es el «Dios de la verdad» (Ps 30,6), en primer término porque ilumina la mente de los hombres para conocer los misterios sobrenaturales, dando inteligencia y penetración de los mismos. Para ello, no sólo ilumina la mente del profeta, primer testigo de la revelación, sino que asiste a la Iglesia en su Magisterio e ilumina interiormente los corazones de los fieles por la fe (Eph 1,18) purificándolos para asentir a la verdad. El Espíritu de la verdad es el que nos conducirá hacia la verdad completa (lo 16,13).
     
      Por parte del contenido de la revelación, se trata de los misterios ocultos en D. desde la eternidad (cfr. Eph 3,9), es decir, su propia vida íntima y los designios salvíficos sobre los hombres. Por ello, no cabe error o falsedad alguna, ya que el Verbo de D. nos habló de lo que ha visto (lo 1,18), nos descubrió lo que oyó del Padre (lo 15,15).
     
      Si atendemos al fin de la revelación, ésta se orienta a llevar a los hombres a la comunión con Dios. Pero esa comunión implica el conocimiento de la verdad: «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo» (lo 17,3). Así, pues, el acto revelador se orienta esencialmente a comunicar la verdad; y por ello, y no solamente porque D. no puede, siendo bueno, inducirnos a error, es por lo que en la revelación no cabe falsedad o engaño. Esta revelación se consuma en la patria celeste, en donde se descubrirá la verdad completa.
     
      V. t.: IV, 1, 5); BIBLIA V;CREACIÓN III, 3; VERDAD I; REVELACIÓN.
     
     

BIBL.: Fuentes y obras generales: S. AGUSTíN, Contra Académicos, 1,3; 11,3,4,9,14, etc.; íD, De vera Religione, 30,54; 36,66; S. ANSELMD, De Veritate (PL 158); S. TOMÁS DE AQUINO, Contra Gentes, 1,59 ss.; íD, De Veritate, gl,l1 y 15; íD, Sum. Th. I,g16 ss., etcétera; CAYETANO, Commentaria in 1 Partem, q16; D. BÁÑEZ, Scholastica commentaria in 1 Partem, q16, Valencia 1934; F. SUÁREZ, Disputationes Metaphysicae, 8 y 9.

 

L. DE GUZMÁN VICENTE.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991