Se toma aquí el término ciencia simplemente como conocimiento intelectivo,
aunque considerado en grado eminente, cual conviene a Dios.
1) Doctrina bíblica. a) Dios conoce. La realidad de un D. personal
está íntimamente ligada a la facultad de conocer. Por ello el hombre
bíblico para quien D. es antes que nada una persona que interviene con su
acción (v. III), acepta sin dificultad esta verdad del conocimiento
divino; más aún, la certeza del mismo determina profundamente su
conciencia religiosa. D. lo sabe todo. No ignora nada de lo que pasa sobre
la tierra: he aquí una de las afirmaciones más destacadas del A. T. La
convicción de que la existencia humana se desarrolla enteramente bajo la
mirada de D., da a la desgracia de lob su dimensión dramática (lob 28,24).
D. es aquel a quien nada se le oculta. Su mirada penetra hasta el fondo de
los corazones, sean justos o injustos (Prv 15,11; 16,2; Ps 11,4; 33,15).
Él descubre el pensamiento de los hombres (Ps 94,1-2), sus acciones más
ocultas, sus intenciones (Ps 139,4). El conocimiento del futuro es aducido
por el autor del Libro de la Consolación como prueba de la divinidad de
Yahwéh (ls 42,21-25).
En el N. T. la convicción de que D. ve en lo más íntimo de las
conciencias es tan fuerte que obrar en lo secreto es equivalente a obrar
en presencia de D.; lo propio del Padre es, en efecto, ver en el secreto
de los corazones (Mt 6,18); la oración que se hace, las buenas acciones
que se preparan, las intenciones más secretas, la plegaria, la confianza
en la Providencia y todos los actos de la vida religiosa suponen un
conocimiento divino absolutamente perfecto. «Todo está patente y desnudo a
los ojos de Aquel a quien hemos de dar cuenta» (Heb 4,13). Este
conocimiento de D. no debe concebirse como un conocimiento indiferente, el
del frío espectador que no toma partido, sino como un conocimiento
concreto, solícito e impregnado de amor. D. conoce a su pueblo como el
esposo a la esposa; es más, el conocimiento divino precede a su objeto, lo
crea. Conocer las cosas y crearlas es todo uno (Is 44,24-28; 48,13). La
razón que los autores sagrados aducen para probar la existencia del
conocimiento en D. es muy sencilla: como el obrero conoce su obra, D.
conoce lo que ha creado. Si ha dado a los hombres el conocimiento, es
porque Él no se ha privado de esa perfección (Ps 94,11).
b) Dios posee la sabiduría. Lo afirmado hasta aquí, no excede las
conclusiones de una teología natural. La S. E. nos enseña mucho más: D. no
sólo conoce, sino que posee también la sabiduría. Y es aquí precisamente
donde empieza lo original de la doctrina bíblica acuñada por los autores
sapienciales bajo el influjo de la inspiración sobre la noción misma de
sabiduría (v. SAPIENCIALES, LIBROS). En efecto, esta sabiduría, que
aparece primeramente con una dimensión práctica, se va afirmando
progresivamente como realidad subsistente en D. hasta manifestarse
finalmente en el Evangelio como ser personal. Primeramente como D. es
autor de todo bien, también lo es de ese conocimiento especial de las
cosas y de los hombres, de ese arte de vivir, de esa ciencia del bien y
del mal, que hace del hombre un sabio. Toda sabiduría viene de D.;
propiamente hablando sólo D. es sabio. Junto a la sabiduría humana siempre
precaria y parcial, la sabiduría de D. aparece insondable e inaccesible (lob
28,38-39). El hombre la contempla, sin duda, en la obra de la Creación (Prv
8,22-31; Sap 7,22-27; Eccli 24,3-6). La adquiere en parte por el
conocimiento de la ley (Dt 4,5-6; Ps 19,8), pero es impotente para
escudriñar sus secretos, pues los pensamientos de D. no son nuestros
pensamientos, sus caminos no son nuestros caminos. Y la razón está en que
la sabiduría propiamente dicha es una efusión de la gloria del
Todopoderoso (Sap 7,22-31), una imagen de su excelencia, un soplo salido
de la boca del Altísimo (Eccli 24,3). Más aún, obrando en el mundo,
subsiste en D. y termina por retener los secretos de D. mismo. Mientras
algunos textos la describen primeramente como un bien deseable, pero
exterior a D., otros la presentan con el carácter de realidad interior a
la divinidad hasta convertirse en una cualidad personal de la misma,
llegando al punto de que es D. mismo quien se expresa en ella como en una
imagen.
c) Jesucristo, sabiduría de Dios. Pero la manifestación perfecta se
logrará de manera definitiva por la Revelación de la sabiduría de D. en
Jesucristo (v.). Por una parte, el carácter personal de la sabiduría nos
es revelado, enseñándosenos que es una persona distinta del Padre; por
otra, esta sabiduría trascendente y creadora (lo 1,3; Col 1,15-20) se
introduce en la corriente de la historia al tomar carne humana de la
descendencia de David. Precisamente porque Jesucristo es la Sabiduría
encarnada, es en Él donde se revela a la vez el misterio íntimo de D. y el
sentido de su amor por el mundo. Los Apóstoles llaman a Jesús sabiduría de
Dios (1 Cor 1,24-30), no sólo porque comunica la sabiduría a los hombres,
sino porque Él mismo es sabiduría. De igual manera, para hablar de su
preexistencia junto al Padre usan los mismos términos que en otro tiempo
definían la sabiduría. De esta forma el carácter específicamente cristiano
del conocimiento existente en D. se manifiesta a los hombres. D. conoce
equivale a decir D. se expresa en el Verbo (sabiduría), distinto de Él y
subsistente eternamente en Él: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie
conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien quiera revelárselo» (Mi
11,27). Esto quiere decir que hay una Revelación por parte de D. del
conocimiento que tiene de sí mismo. El Hijo que ha visto a D. y el
Espíritu Santo, que surge de las profundidades de D., nos lo revelan. Esto
significa, también, que D. tiene sobre la humanidad un designio de
sabiduría que se manifiesta en Jesucristo, el cual está más allá de toda
sabiduría humana, pues es la sabiduría de D., y al mismo tiempo se ha
hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención (1 Cor
1,30; Eph 1,16).
2) Patrística. Tres fueron los factores principales que
contribuyeron al desarrollo de la doctrina patrística en general y en este
caso al desarrollo del problema sobre la ciencia divina: la meditación y
la reflexión sobre la S. E., la controversia con los adversarios de la fe
y el encuentro con la filosofía griega. Del influjo de estas tres causas
surge una evolución doctrinal en la que se pueden señalar las siguientes
etapas.
a) Padres apostólicos. No son las especulaciones profundas las que
caracterizan el pensamiento de los PP. apostólicos (v.) sobre el tema.
Estos se limitan más bien a hacer afirmaciones sencillas sobre el
conocimiento salvífico de D., tal como lo presenta la Biblia,
considerándolo como un estímulo para vivir moral y religiosamente (v.
SALVACIÓN II). «Puesto que ve todo y entiende todo, guardémonos de
ofenderle y de ser impuros» (S. Clemento Romano, Epístola a los Corintios
18,1). «Nadie escapa a la mirada del Señor, ni siquiera los secretos más
íntimos; recordemos, pues, en todas nuestras acciones que Él habita en
nosotros» (S. Ignacio de Antioquía, Carta a la Iglesia de Éfeso, 15,3; S.
Policarpo, Carta a los Filipenses, 4,3).
b) Apologistas y controversistas antenicenos: Las polémicas
entabladas con los gnósticos y paganos, confieren a este periodo unas
características peculiares, que le diferencian notablemente del anterior.
En efecto, es en el terreno de la razón, donde se colocan los adversarios,
obligando a los PP. a echar mano del mismo instrumento al abordar el
problema de la ciencia o de Dios. Al mismo tiempo, las dificultades
llevadas sobre la universalidad de la providencia (v.) o la
incompatibilidad del conocimiento del futuro por parte de D. con la
libertad humana, orientan la especulación patrística hacia puntos
determinados y ofrecen la ocasión de profundizar en la naturaleza y
universalidad del conocimiento divino y 'de decidirse sobre problemas tan
complejos como el de la presciencia divina y la libertad humana (v.
PREDESTINACIÓN Y REPROBACIÓN). Tales son en esta etapa las notas
fundamentales de la teología patrística sobre este punto, en cuyo
desarrollo sobresalen S. Ireneo, Orígenes y S. Justino.
c) Padres posnicenos. En este periodo, aunque el debate contra el
paganismo no cesa, pierde, sin embargo, el ardor de la etapa anterior y
pasa a un lugar secundario, como secundaria se hace también la discusión
con el gnosticismo (v.). En estas circunstancias el motivo que determina
el estudio del conocimiento divino, viene a centrarse casi exclusivamente
en la aparente aporía de la presciencia divina con la libertad humana,
problema que se agudiza al relacionarlo con la existencia del pecado y su
previsión por parte de Dios. Esta dificultad da ocasión a un desarrollo
doctrinal más amplio en el que toman parte sobre todo S. Agustín, S. Juan
Crisóstomo, S. Gregorio de Nisa y S. jerónimo (v. voces respectivas).
d) Desde el s. V hasta la escolástica. Salvo algunas excepciones,
los autores de este tiempo están lejos de ofrecer el mismo interés que el
del precedente. Destacan en Oriente, por lo que al tema se refiere,
Dionisio Areopagita (v.) y S. Juan Damasceno (v.). El primero aborda el
problema en el tratado De divinis nominibus, en donde dedica un capítulo
entero al tema de la ciencia divina. El segundo toca el problema de la
ciencia de D. en el De fide orthodoxa, destacando la universalidad de este
conocimiento, que extiende hasta los futuros libres. En Occidente los PP.
no estudian el problema, a no ser incidentalmente y por lo común se
contentan con repetir la doctrina de S. Agustín. S. León Magno (v.)
defiende la ciencia divina del futuro y su compatibilidad con la libertad
humana. Boecio (v.), al final de su obra De consolatione philosophiae,
demuestra la omnisciencia divina, que a pesar de tener todo previsto no
excluye la libertad humana, aunque difícilmente se puede comprender cómo
estas dos categorías se armonizan entre sí. En el capítulo con el que
termina la obra, afirma que como D. ve todo en un eterno presente, su
conocimiento de los futuros libres no impide nuestra libertad, del mismo
modo que la contemplación de las acciones libres actuales no impide a los
que la realizan ejecutarlas libremente (v. LIBERTAD).
e) Líneas fundamentales de la tradición patrística. El análisis de
la doctrina patrística quedaría demasiado pobre si no recogiéramos aquí
las principales aserciones de los PP. relativas a la ciencia infinita de
Dios. La doctrina patrística es resumida en RJ (p. 764) en los apartados
siguientes: con una sola intuición D. conoce todas las cosas, no sólo las
que existen, sino las que existirán; con su presciencia D. no impone
necesidad alguna a las decisiones libres. D. conoce de antemano los actos
futuros de la libre voluntad humana, sin que esta presciencia destruya el
libre albedrío. La presciencia del bien y del mal está incluida en la
ciencia perfecta de Dios. Y, finalmente, D. conoce los futuros
condicionados. La prueba de estos asertos la hace A. Michel en DTC, 14,2,
15991600, aduciendo las obras de los PP. con su referencia bibliográfica
completa. De todo lo cual resulta que la tradición concede a la ciencia
divina una perfección sin límites. Ningún objeto es excluido. El mismo mal
y el pecado, más aún, los sucesos dependientes de la libertad humana, son
objeto, según los PP., de la ciencia de Dios.
3) La Escolástica. Al hacer un análisis comparativo entre los logros
alcanzados por los PP. y las sistematizaciones logradas por S. Tomás (v.)
en la doctrina sobre la ciencia de D., una pregunta se hace ineludible:
¿Qué factores influyeron en el desarrollo que cristaliza en esa
sistematización? A los PP. debe sin duda S. Tomás una porción no pequeña
de verdades sobre la ciencia divina, que alcanzaron en algunos puntos una
profundidad y madurez muy notables. De los escolásticos del s. xi y xii
(S. Anselmo, Pedro Lombardo, Abelardo) aprovechará la técnica metodológica
que le permitirá desarrollar el contenido virtual que las afirmaciones
tradicionales comportaban. Pero estas razones no serían suficientemente
explicativas, si a ellas no se sumara el influjo poderoso que sobre el
Aquinate ejercieron las teorías aristotélicas (v.) relativas al
conocimiento, que llegan a él a través de los árabes (v.). De todos estos
factores, la gran capacidad de síntesis de S. Tomás extrae, en Sum. Th. 1
q14, todo lo referente a la ciencia divina, desde la existencia (al) hasta
las propiedades (a'l5-16) pasando por la naturaleza (a2-14).
En la escolástica posterior la amplia temática de S. Tomás es
interpretada a medida que las circunstancias históricas lo exigen y desde
puntos de vista diferentes, dando lugar a distintas controversias.
4) Elementos dogmáticos. Las afirmaciones del Conc. Vaticano I (Denz.Sch.
3001 y 3003), que resumen toda la doctrina anterior de la Iglesia sobre la
cuestión, prestan fundamento sólido y suficiente para considerar como
pertenecientes a la fe los siguientes enunciados: a) D. posee una ciencia
infinita; b) se conoce a sí mismo de una manera infinitamente perfecta, y
c) D. conoce todas las cosas posibles y reales hasta las acciones libres
de las criaturas inteligentes, a las que su presciencia no impone ninguna
necesidad.
5) Doctrina común. a) Fundamento racional del conocimiento divino.
Se reconoce un sujeto cognoscente en la capacidad de adquirir otras formas
distintas, sin perder la suya propia. Por el contrario, las
transformaciones que se constatan en el devenir de los seres o sustancias
no cognoscentes entrañan necesariamente con el surgir de una forma nueva,
la desaparición de la antigua. Llamamos material esta posibilidad de
alteración; el espíritu (v.) ignora tal riesgo; cuando afronta la
existencia de otro, es para asumirla en la propia; posee en cierto sentido
el poder de ser intencionalmente otro, pero la puesta en obra de este
poder no entraña la pérdida de su integridad (v. CONOCIMIENTO I). Diremos
que la actividad espiritual coincide con la capacidad de adquirir otras
formas, cosa que excluye la materialidad. Siendo D. el ser espiritual
subsistente, tiene que ser el conocer también subsistente (Sum. Th. 1 q14
al). Como el conocimiento se verifica por la unión del sujeto cognoscente
con el objeto, al existir en D. plena identidad entre ambos, el
conocimiento divino es necesario y permanente.
b) Objeto. El objeto de la ciencia de D. es D. mismo. En el acto
puro, acto cognoscitivo, sujeto y objeto se identifican y, por tanto, £1
es su pensamiento (Sum. Th. 1 q14 a2 ad3) y este autoconocimiento de D.,
idéntico con su esencia, tiene dos términos relativos, es decir, D. como
pensante y D. como pensado (v. TRINIDAD). D. se contempla y se conoce a sí
mismo con absoluta comprensión y perenne autoconciencia, sin experimentar
cansancio y sintiéndose infinitamente bienaventurado. Su capacidad
cognoscitiva, idéntica a su cognoscibilidad, se halla siempre en estado de
suprema actividad y abarca una riqueza suprema. D. se conoce a sí mismo,
sabiendo que es absoluta perfección y valor absoluto. Ni necesita, ni
busca nuevos contenidos noéticos ni nuevos valores. Por su perfección, D.
se basta a sí mismo para conocerse, no necesita de las cosas extradivinas,
mientras que el hombre necesita de un tú con quien pueda confrontarse para
llegar a percibirse distintamente y poder conocer su esencia con todos sus
enigmas y abismos. Las cosas extradivinas no pueden ofrecer estímulo a D.,
que obra con absoluta independencia y exclusiva conformidad con su propia
esencia. Esta esencia es la imagen cognoscitiva en la que se contempla a
sí mismo. D. no pasa, por tanto, del estado de inconsciencia al de
conciencia mediante el desarrollo de antinomias, como afirma Hegel (v.);
ni llega a conocerse con toda plenitud en la esencia y actividad de las
criaturas como dice Günther (v.) D. no sólo no debe a las criaturas su
autoconocimiento, sino que es, sobre todo, a través de su esencia, como
conoce a las criaturas, las cuales constituyen el objeto secundario. Este
objeto está constituido por las cosas consideradas como creables
(posibles) y como creadas (reales, pasadas, presentes y futuras). Esta
verdad de que D. conoce todo lo que existe fuera de Él,. se deduce de los
textos, arriba citados y se confirma con la razón. Supuesto que D. es el
primer ser inteligente, principio supremo de toda realidad, en la línea de
causalidad eficiente, ejemplar y final, es vidente que ninguna criatura
pueda escapar a la ciencia divina. Teniendo una exacta comprensión de sí,
conoce todo lo que procede o puede proceder de Él, es decir, los entes
posibles y reales y todo ello sin safrse de la propia esencia.
c) Propiedades. Como el conocimiento de D. es idéntico a su ser, el
acto de entender posee todas las propiedades del ser divino: es perfecto e
inmediato. La inteligencia divina no necesita pasar a través de la maraña
formada por la trama de los hechos, a través del tejido de relaciones, a
través de la multitud de estratos y entrecruces; no necesita encontrar la
solución de un problema para pasar a otro. Ante los ojos de D. se halla
patente toda la realidad en toda su cognoscibilidad, hasta en sus más
profundas complejidades. Es comprensivo e inmutable. El conocimiento
divino no es pasajero ni superficial, no se detiene en los aspectos
exteriores de las cosas. Tampoco puede aumentar o enriquecerse ni se halla
sometido al peligro de disminuir o desaparecer. No existen en D. los
oscuros estratos del subconsciente, sino que conoce todo en un estado de
conciencia despierta y clarísima. Es Universal. El espíritu humano elige
los objetos de su conocimiento verificando la elección consciente o
inconscientemente. La actividad interna de amor o aversión condiciona su
elección y por eso sólo conoce algunos aspectos de un objeto dado, pasando
por alto otros o relegándolos a un segundo plano. El conocimiento divino
ni puede seleccionar ni quedar reducido a una mera vista parcial. El saber
de D. es universal y absoluto lo mismo que su ser. Todo está patente a los
ojos de D., sin perder nada de su modo especial, sin quedar reducido a la
necesidad u objetivado lo que tiene un modo de ser personal.
d) Especies de conocimiento divino. La absoluta simplicidad divina
impide poner en la ciencia de D. la menor distinción. Con un acto único y
absolutamente simple, se conoce D. a sí mismo y a todas las cosas. Sin
embargo, podemos distinguir en él diversas clases en relación a los
objetos conocidos, distinción que contribuye a esclarecer nuestra
comprensión del saber divino. Bajo este aspecto, se distingue en D.:
ciencia especulativa y práctica. La primera recae sobre realidades no
susceptibles de realización, o que siendo tales, no son consideradas bajo
este aspecto. Tal es el conocimiento divino de sí mismo y de los posibles,
y de la realidad creada en cuanto que contemplada por Dios. La segunda
versa sobre, realidades susceptibles de realización y con intención de
realizarlos. Ciencia necesaria y libre. Esta distinción se justifica según
que el objeto dependa o no del libre decreto de la voluntad divina (v. Iv,
14). D. se conoce a sí mismo y a los posibles con ciencia necesaria. Todos
los otros seres que dependen del acto absolutamente libre de D. son objeto
de la ciencia libre.
Ciencia de aprobación y reprobación. Distinción que tiene su
fundamento en la relación al bien o al mal, objetos del conocimiento
divino. La primera recae sobre las cosas buenas que agradan a D., la
segunda, llamada también puramente permisiva, versa sobre las cosas malas
o pecaminosas que D. permite. Ciencia de simple inteligencia o de visión.
La primera, es la que tiene D. de las cosas meramente posibles, que no han
existido, ni existen, ni vendrán jamás a la existencia. Ciencia de visión
es la que tiene D. de las cosas que determinó o permitió que existieran en
el tiempo, es decir, de cuanto ha existido, existe o existirá.
Ciencia media. La conciliación de la presciencia divina con la
libertad humana llevó a Molina (v.) a poner entre la ciencia de simple
inteligencia y la de visión una tercera llamada ciencia media. Esta
ciencia tiene por objeto los futuros condicionados libres, llamados
también futuribles, o sea, los que de hecho vendrían a la existencia, si
se diesen algunas condiciones. Los tomistas rechazan esta ciencia, y
entramos así en el terreno de las cuestiones discutidas.
6) Cuestiones discutidas. Algunos teólogos de tendencia nominalista
(v.) juzgan que D. conoce las criaturas en ellas como medio cognoscitivo;
otros, los tomistas (v.) en general, no admiten que el acto cognoscitivo
de D. termine inmediatamente fuera de fil. La razón que aducen, ya
presentada por S. Tomás, es que repugna a la naturaleza divina que alcance
directamente con su acción un término extrínseco que la determine. Por
tanto, se debe afirmar, según ellos, que D., conociendo a fondo su
esencia, conoce perfectamente las cosas exteriores, que son una imperfecta
imitación de aquélla. Conocimiento por lo mismo mediato, pero perfecto,
porque las cosas son vistas como efectos en la propia causa. Se discute
además la relación entre la ciencia divina y el objeto secundario. En el
hombre, el objeto inteligible causa el conocimiento y por eso se dice que
nuestro conocimiento es medido por las cosas. Pero esto es imposible en
D., ser primero y absoluto, causa suprema de toda la realidad. Por tanto,
el pensamiento de D. ha de concebirse como causa de las cosas, no por
necesidad intrínseca, sino por libre determinación y no causado por ellas.
Los molinistas, por el contrario, sostienen que la ciencia de visión no es
causa de las cosas, sino causada por ellas.
La controversia se agudiza cuando de las cosas inanimadas e
irracionales pasamos a considerar las acciones libres del hombre, como
objeto de la ciencia de Dios. Es de fe, como se ha dicho, que D. conoce
con certeza los actos libres futuros y sobre esto no existe discusión.
Pero los teólogos para explicar este privilegio exclusivo de D. han
indagado el medio íntimo de la presciencia divina, llegando a conclusiones
diversas. La discusión se inicia ya en la época de los PP., se acentúa en
el correr de los siglos hasta culminar en la antítesis tomismo-molinismo,
que se enciende en el s. xvi entre Molina por una parte y Báñez por otra.
La controversia es muy complicada, porque implica además de las
cuestiones de la ciencia, otros problemas. como el concurso divino a la
actividad de la criatura, la relación entre la ciencia y voluntad en D.,
la naturaleza de la libertad humana, etc. Ateniéndonos al terreno de la
ciencia, las dos posiciones fundamentales pueden sintetizarse así:
Tomismo: Se pueden distinguir (lógica, no realmente) dos especies de
ciencia en la mente divina, según dos distintos modos de considerar las
criaturas. En efecto, éstas pueden considerarse como simplemente posibles
o como reales. D. conoce las primeras conociendo su esencia como imitable
fuera de sí; las segundas como realizadas, pero como la realización de
aquella imitabilidad depende de su voluntad, D. conoce las cosas reales,
pasadas, presentes y futuras también en su esencia. La ciencia de los
posibles se llama de simple inteligencia; la de los seres existentes, de
visión. Los futuros absolutos o contingentes son objeto de la ciencia de
visión, porque todos se realizan según los decretos absolutos de la
voluntad divina. Los futuros condicionados, aun aquellos que dependen de
una condición que de hecho no se verificará (futuribles), están
subordinados a los decretos de la voluntad divina, que, en este caso,
serán objetivamente condicionados. Tales futuros entran, por tanto, en la
esfera de la ciencia de visión.
Molinismo: Para explicar la previsión de los futuros libres no
bastan, dicen, la ciencia de simple inteligencia y la de visión porque
además del posible y del futuro existe el futurible, que no es objeto de
la ciencia de simple inteligencia ni de la de visión. En efecto, el
futurible es el acto considerado como condicionado, es decir, dependiente
de una serie de causas y de circunstancias que constituyen un orden
creable distinto de los otros innumerables órdenes posibles. La mente
divina contempla en un primer momento la esencia divina como causa
ejemplar de indefinidos entes posibles (conocimiento de simple
inteligencia). En un segundo momento ve estos entes posibles dispuestos en
varios órdenes y ve en cada uno de ellos cómo el libre albedrío se
determina a obrar de una forma o de otra según las varias situaciones; en
un tercer momento D. interviene con su libre voluntad y decide la
realización de uno de estos órdenes creables. Y en virtud de esta decisión
ve de un modo absoluto el acto libre (ciencia de visión). El segundo
momento constituye la ciencia media, que por un lado es natural y
necesaria, ya que precede a toda intervención de la voluntad, y por otro
libre, porque la previsión exacta de un determinado acto futuro está
subordinado a la hipótesis de que la voluntad escoja este y no otro orden
de cosas.
A nadie se le oculta que la distinta preocupación predominante en
las escuelas mencionadas condicionan la solución de estos difíciles
problemas. El tomismo siente notorio interés por el dominio de la causa
primera; por esto, partiendo de la premoción física, explica fácilmente la
previsión del acto futuro aún condicionado sobre la base del decreto de la
voluntad divina; de igual forma explican la infalibilidad absoluta de la
providencia, la predestinación a la gloria y la eficacia de la gracia. El
molinismo, a su vez, preocupado ante todo de la libertad humana, niega la
determinación inmediata de ésta por parte de D. y monta la explicación
tanto de la infalibilidad del conocimiento como de la predestinación y
eficacia de la gracia sobre la base de la ciencia media, en función de la
cual todos estos problemas se estructuran y explican.
V. t.: 111, 4; CIENCIA I; CONOCIMIENTO III; CREACIÓN 111, 2-3;
PREDESTINACIÓN; LIBERTAD; BÁÑEZ, DOMINGO; MOLINA Y MOLINISMO.
BIBL.: S. TOMÁS, Sum. Th. 1 q14;
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Vaticano 1953, 108-111; O. SEMMELROTH, Allwissensheit Gottes, en LTK
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Theologiae Summa, 4 ed. Madrid 1964.
J. GÓMEZ LÓPEZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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