Dios habla, se dirige a los hombres por medio de palabras sacadas del
lenguaje humano, sólo descubriendo el contenido significativo de estas
palabras es como podemos conocerle, ya que el nombre expresa lo que el
espíritu concibe. Ahora bien, si los nombres divinos están tomados del
orden de la experiencia humana surge inevitable la pregunta: ¿Cómo pueden
aplicarse a D. que no pertenece a este orden? ¿Expresan alguna concepción
verdadera sobre D. o se reducen simplemente a la proyección en El de la
comprensión que el hombre tiene de sí mismo y de su mundo, de tal forma
que, cuando se propone articular su compleja concepción de D., no hace más
que dar figura a un ídolo con las técnicas de la inteligencia humana? Este
es el problema de los atributos divinos que, en última instancia, queda
reducido a determinar el significado y el valor de los nombres que
atribuimos a Dios.
1) Fundamentos bíblicos del problema. La Revelación nos ofrece a
este propósito un dato fundamental: de hecho la S. E. y la Iglesia entera
hablan de D., y hablan con la conciencia de que lo dan realmente a
conocer. Los hagiógrafos usan espontáneamente, bajo el influjo de la
inspiración, todos los resortes del lenguaje, todos los estilos y géneros
literarios, le atribuyen cualidades concretas, con exclusión de sus
contrarias, reservan como exclusivas de Él ciertas acciones como crear,
juzgar, prevenir el futuro, le designan con un nombre, Yahwéh (v. ni, 3),
y si bien no plantean jamás el problema del poder significativo de estos
nombres, es claro que han tenido siempre la preocupación por purificar su
lenguaje. Para comprender la veracidad de esa afirmación será oportuno
recordar que para los autores sagrados el nombre es equivalente de la
persona y no sólo su representación mental. Pronunciar el nombre era
suscitar la presencia o, al menos, el poder de la persona. Una reflexión
sobre el valor de la noción está fuera de las perspectivas bíblicas, pero
el dato que la S. E. y la predicación nos dan debe regir la consideración
del tema.
2) Patrística. A fines del s. iv, se plantea el problema en la
controversia contra Eunomio, que reducía los atributos divinos a palabras
vacías e inútiles para expresar el modo de ser de un D. trascendente. S.
Basilio (Contra Eunomio: PG 29,497 ss.) y S. Gregorio Niseno (Contra
Eunomio: PG 45,243-1122) replicaron que nuestros conceptos acerca de D. no
son plenamente adecuados, pero no falsos ni vacíos de sentido.
En el desarrollo de este interesante problema adquiere particular
importancia. S. Agustín (v.) por ser el primero en preocuparse de lo que
hoy podríamos llamar crítica del lenguaje bíblico relativo a los nombres
de D., haciendo de una manera refleja las siguientes preguntas: ¿Qué valor
significativo tienen los nombres que la S. E. atribuye a Dios? ¿Cómo hay
que interpretarlos? S. Agustín distingue dos clases: en primer lugar están
aquellos que expresan operaciones corporales, como descansar, caminar,
dormir; o representan a D. de una forma sensible con descripciones
antropomórficas. «Es evidente, dice, que estos nombres deben tomarse en
sentido metafórico spiritualiter intelligendum» (Epístola 148,4,13: PL 33,
628; De vera religione, 1,50,99: PL 34,166). Analiza también los nombres
sacados de las criaturas espirituales, de las que se sirve la S. E., no
tanto porque la expresión se adecúe a la realidad, cuanto por la necesidad
de adaptarse al lenguaje corriente (De Trinitate, 1,1: PL 42,820). Según
S. Agustín, muchos de estos nombres deben interpretarse también
metafóricamente: no obstante, afirma que los escritores sagrados emplean,
aunque con menos frecuencia, expresiones que convienen a D. propiamente,
son las que expresan perfecciones puras. Pero, ¿cómo interpretar entonces
las vacilaciones de S. Agustín en atribuir a D. la sabiduría, la bondad y
la justicia? Cuando el obispo de Hipona, refiriéndose a estos nombres que
expresan una perfección puramente espiritual, afirma que no son dignos de
D. o que no le convienen propiamente, el aserto no debe interpretarse como
equivalente a una negación, ya que si se examina atentamente el desarrollo
integral de su pensamiento se advierte que la negación no recae en la
perfección considerada en sí misma, sino en el modo según el cual se
realiza en los seres creados. «¿Por qué el atributo de justicia, dice, ha
de aplicarse con cautela cuando se atribuye a Dios? Porque en El la
justicia sobrepasa la idea que nosotros tenemos derivada de la justicia de
los hombres» (Sermo 341,7: PL 39,1498). Lo mismo afirma de la ciencia (De
diversis guaestionibus ad simpliciarum: PL 40,140). Si a esto se añade que
el término propio puede tener acepciones distintas, según el uso más o
menos riguroso que de él se haga, se habrá alcanzado la clave para
solucionar la aparente antimonia que parece deducirse de algunos textos
agustinianos. En efecto, nombre propio en su acepción más rigurosa es el
que expresa la perfección divina tal como es en sí misma, y se opone a
análogo; pero también se dice propio el nombre que expresa una perfección
que conviene realmente a D. en lo que significa inmediatamente. En esta
acepción menos rigurosa, propio se opone a metafórico. El hombre no
dispone, con relación a D., de nombres propios en el sentido primeramente
señalado, pero sí en el segundo, y en este sentido, podemos hablar de D.
de una manera que no sea indigna de El. (De Trinitate, 6,7,8: PL 42,829).
Relieve especial merece, a su vez, el planteamiento que hace del
tema Dionisio Areopagita (v.), no tanto por su originalidad, cuanto por
representar la primera síntesis teológico-filosófica que del problema se
conoce. ¿Cómo conciliar la trascendencia absoluta de D., que rebasa toda
inteligencia humana, con el conocimiento que del ser divino nos da esa
misma -inteligencia? Para Dionisio las criaturas, en las que se reflejan
las ideas divinas, son el punto de partida. A través de ellas, nos
elevamos al ser supremo, negando de El toda imperfección -vía negationis-,
situándole por encima de todo y considerándolo como causa también de todo
-vía afirmationis- (De divinas nominibus y De mystica Theologia: PG 3,988,
997).
Sintetizando el pensamiento de los PP. en torno a la pregunta
central que el problema de los atributos plantea, se puede afirmar que
éstos hallaron la clave para la respuesta en la fuente de los libros
sagrados, a donde acudían continuamente. La S. E. en efecto, decía que D'.
es totalmente diverso de su creación y absolutamente exterior a ella, el
Santo, el Sagrado, «Yo soy Dios y no Hombre» (Os 11,9). Pero la Biblia
afirma también que la creación es de algún modo parecida a D. y que Este
no está totalmente alejado de ella, porque es obra de sus manos (v. tv,
3). Esto era ciertamente tan sólo un punto de partida, pero fundamental,
que bastaba para poner a los PP. en la pista de la doctrina que luego se
conocería como analogía (v.) del ser. También los puso en el rastro de la
técnica espiritual que, luego, se llamó de los tres modos de conocer a
Dios. No elaboraron sistemáticamente la doctrina, ni explotaron su
técnica, pero distinguieron claramente los dos modos de ser radicalmente
diferentes, creado e increado, finito e infinito, ambos reales y ambos,
por tanto, unidos en la noción de ser. Establecieron también la estructura
esencial de los tres momentos en el movimiento dialéctico de la
inteligencia desde el orden creado del ser al increado: el movimiento de
la afirmación (afirmo qué D. es sabio, o que D. es bueno, y así
sucesivamente de todos los atributos), el momento de la negación (niego
que D. sea sabio con el modo que es propio del orden creado, de donde
derivo la noción de sabiduría), y como tercer momento (eminencia),
sistematizando e invadiendo la dialéctica de la afirmación y de la
negación está el sentido de la trascendencia divina (me hago cargo al
afirmar y negar que D. es sabio con un modo de sabiduría, que es infinito
y en cierto modo incomprensible). De esta forma los PP. llevaron la
reflexión sobre el problema desarrollando lo que le habían dejado las S.
E. Sin embargo, como obra de pensamiento sistemático su teología de los
atributos era incoativa. No explicaron cómo y por qué ocurre que la pálida
semejanza entre D. y el mundo puede convertirse en punto de arranque de
una dialéctica de comprensión cuyo término sea un conocimiento verdadero,
aunque imperfecto de Dios. Esta será la tarea de la Escolástica.
3) Los escolásticos. Las aportaciones de los PP., aunque valiosas,
no dejan definitivamente zanjado el problema de los atributos por las
razones antes apuntadas. Por eso, la cuestión vuelve a plantearse más
profundamente al comienzo de la Escolástica (v.) a raíz de la discusión
entre nominalistas y realistas sobre el valor de los universales (v.) y,
sobre todo, cuando el filósofo judío Maimónides (v.) en su obra Guía de
extraviados exalta de tal forma la incomprensibilidad e inefabilidad de
D., que su teología presenta un claro talante nominalista y agnóstico.
Para él todo atributo divino indica solamente una cualidad causada por D.;
afirmar que Este es bueno equivale en su teología a decir que D. es causa
de la bondad, pero no sabemos si la bondad existe en Dios. S. Tomás
intuyendo toda la gravedad del problema y recogiendo todos los elementos
esparcidos que habían elaborado los siglos precedentes abrió la vía de
solución con un estudio profundizado de la analogía (Sum. Th. 1 q12 y
q13). Entre la causa y el efecto existe naturalmente un nexo de semejanza,
que en las criaturas sigue la línea de la univocidad con su carácter
genérico y específico, pero como D. trasciende infinitamente todo lo
creado con sus géneros y especies, entre Él y la criatura, la semejanza no
puede ser perfecta y unívoca, sino aproximativa y análoga.
La perfección infinita de D., única y simplicísima, se refleja en la
gama indefinida de los seres creados por su omnipotencia (v. iv, 11). En
consecuencia, el entendimiento humano puede elevarse legítimamente desde
la consideración de estos seres creados a la afirmación, no sólo de la
existencia, sino también de la esencia divina. De este modo, se forman los
conceptos, que constituyen los atributos divinos (sabiduría, bondad,
justicia), con los que expresamos imperfectamente la naturaleza de Dios.
Estos atributos, aunque inadecuados, tienen valor real, (De Potentia,
7.5).
El lenguaje teológico, según la ley de la analogía, debe seguir la
triple vía: de negación, afirmación y eminencia, consideradas no como
disociadas ni independientes entre sí, sino solidarias las unas de las
otras, ya que en realidad se trata de una única operación, que presenta un
triple aspecto: todo modo finito debe ser eliminado (vía negativa), la
perfección de lo finito debe ser afirmada de D. como de su causa (vía
afirmativa) y esta perfección debe ser puesta en D. de una manera infinita
(vía de eminencia). Estos tres aspectos son inseparables, puesto que la
vía negativa supone la positiva, como la negación se apoya en la
afirmación, la vía positiva está ligada a la negativa, pues siempre es en
las criaturas donde aprendemos las diversas perfecciones, la combinación
de estas dos implica la tercera, pues una perfección de la que se niega
todo límite, es infinitamente eminente. Esta doctrina no es nueva. Las
fuentes de la misma se hallan en la Biblia y en la Patrística como hemos
visto. El logro ulterior de S. Tomás fue que aprovechó todos los recursos
racionales de una ontología sistematizada, y una elaborada teología del
conocimiento, para dar fuerza a sus conclusiones. Donde la Biblia y los
PP. habían afirmado simplemente que es así, S. Tomás demostró por qué debe
serlo. Profundizó en la problemática bíblica, parafraseada por la
Patrística para llegar a un estado de comprensión sistematizada. La
doctrina bíblica de que la creación de D. es semejante de algún modo a su
creador se traspone a la técnica gnoseológica de la primera de las tres
vías de conocimiento de D.: la vía de afirmación; la de que es totalmente
desemejante a su creación, a la segunda vía: la negación; y, por fin, que
D. sea D. y no hombre, a la tercera vía de trascendencia.
Resuelto así y sistematizado el problema central de los atributos
por S. Tomás, los escolásticos posteriores se ocuparon preferentemente en
conciliar la existencia formal de éstos con la simplicidad divina,
estudiando la distinción que cabe establecer entre ellos, así como su
relación con la esencia (Ockham, Biel, Escoto, Cayetano).
4) Filosofía moderna. Del mismo modo que el uso equilibrado de la
analogía había llevado a un doctrina coherente y positiva sobre los
atributos, su eliminación gradual en la filosofía moderna da lugar a un
agnosticismo (v.) esencial que, o disuelve lo absoluto en los ritmos
internos del pensamiento humano con un resultado monístico e
inmanentístico, o bien la inteligencia se considera incapaz para conocer
lo absoluto, refugiándose, para establecer la relación con D., en bases
irracionales, sentimentales o fideístas, o en la contradicción y el
absurdo. Es la corriente que partiendo de Ockham (v.) a través de la
teología alemana, el luteranismo y las varias doctrinas empiristas de la
creencia, llega al postulado de la razón práctica de Kant y se prolonga en
el sentimentalismo de Schleiermacher, en la doctrina de los valores, en el
irracionalismo (Hartmann), llegando a nosotros en la forma de
existencialismo teísta, que apoyándose en un Kierkegaard establece la
relación humana con D. en la base de la contradicción y del absurdo. En
efecto, la creencia que suplía el vacío metafísico dejado por el empirismo
inglés prekantiano, renace después de Kant con idéntica finalidad en W.
Hamilton, para el que D. es incognoscible e impensable, ya que conocer a
Este sería determinarlo y limitarlo en las condiciones de nuestro
entendimiento; en el pensamiento de H. L. Mansel, según el cual D. escapa
a todo ensayo de representación intelectual, debiendo contentarnos con
conocimientos prácticos, que regulen nuestra conducta. «No estamos aquí
abajo, afirma Mansel, para conocer la naturaleza de Dios, sino para
cumplir su voluntad». Para Leroy y Parodi la imposibilidad de conocer a D.
y de atribuirle propiedades o atributos viene sugerida por la dificultad
de conciliar la infinitud de la perfección divina con la limitación que
parece implicar para ellos la noción de persona. «El Dios Persona y el
Dios principio de unidad se excluyen en toda la línea, escribe Parodi, ya
que el primero implica determinación y singularidad y el segundo infinitud
e indeterminación» (Du Positivisme á I'idéalisme, 111). Lo mismo establece
Leroy al afirmar: «el puro filósofo no puede establecer una demostración
real en lo que se refiere a la personalidad divina» («Bul. de la Soc.
franeaise de Philosophie», 1930). Contraria a estas tesis, sobre todo a la
de Hamilton, es la postura de Stuart Mill (v.), aunque sin ninguna
intención teísta. Para aquéllos, las nociones de absoluto e infinito
serían inconcebibles, pero reales, la inteligencia no podría aceptarlas,
pero la creencia las afirmaría legítimamente. Mill, por el contrario,
estima estas nociones razonables y representables (ya que determinación no
es sinónimo de limitación y cualificar a D. con algunos atributos no es
aprisionarle en la estrechez de nuestra finitud) aunque el objeto que
designan sea irreal y ficticio.
5) El ateísmo contemporáneo y el problema de los atributos. Al
examinar las notas fundamentales del pensamiento actual no se puede pasar
por alto la fuerte impregnación atea que en gran parte le caracteriza. Un
examen superficial de este fenómeno, puede llevar a la convicción de que
la cuestión de los atributos divinos ha perdido importancia, centrándose
el interés en el problema de la existencia misma de Dios. Sin embargo,
conviene recordar que ambas cuestiones están mucho más relacionadas de lo
que a primera vista parece, hasta el punto de ser inseparables. «Poner
sobre el tapete el problema de Dios, afirma Dondeyne, es en definitiva
preguntarnos en qué dirección debemos pensar el absoluto: ¿es una materia
eterna, un logos universal y suprapersonal, un impulso vital (Bergson), o
un retorno universal (Nietzsche), o más bien un Dios bíblico trascendente,
personal y creador?» (o. c. en bibl. 462 ss.). Así, pues, la existencia
del absoluto y de sus atributos son dos cuestiones íntimamente trabadas.
Dondeyne va más allá al afirmar que cuanto más se profundiza en el ateísmo
(v.) filosófico, más se confirma uno, en la impresión de que el centro de
gravedad del problema teístico se ha desplazado. Parece que el
interrogante sobre la naturaleza y los atributos de D., la coexistencia
del necesario y del contingente se haya adelantado al problema de la
existencia de D., es decir, que, según Dondeyne, el problema del principio
metafísico de causalidad ha pasado a segundo plano, cediendo el primer
puesto a un planteamiento bajo la perspectiva crítica de los atributos de
Dios. El ateísmo actual, por tanto, plantea, con mayor agudeza que nunca,
el viejo problema de la compaginación de un ser necesario y de un ser
contingente, del infinito y del finito, de la voluntad divina y la
voluntad humana, de la ciencia de D. y de los futuros libres, obligándonos
a expresar con claridad el valor de nuestros conceptos de Dios.
6) Síntesis doctrinal. a) Noción de atributos. Esta palabra puede
tomarse en sentido amplio y en su acepción más estricta. En este segundo
caso entendemos por atributo divino toda perfección absoluta y simple que
existe formal y necesariamente en D. y que dimana, según nuestro modo de
conocer, de la esencia divina. Como perfección absoluta excluye del rango
de atributos las relaciones divinas constitutivas de las Personas, pero no
las perfecciones que se atribuyen a D. con respecto a las criaturas, como
la Providencia. Al decir perfección simple se excluye toda otra perfección
esencialmente mezclada de defecto. que en la terminología corriente suelen
llamarse perfección mixta. En este sentido no se puede atribuir a D. la
corporeidad, ya que entraña necesariamente una naturaleza limitada y
sujeta a las imperfecciones de divisibilidad y corrupción. Por el
contrario, las perfecciones simples no incluyen en su concepto formal, ni
límite ni defecto, si se prescinde del modo limitado con que se realizan
en las criaturas; por eso se pueden atribuir a D., según todo el rigor del
término, la ciencia y la voluntad. Como perfección que existe formalmente
en D. excluye aquel repertorio de propiedades que sólo pueden atribuirse
al absoluto en cuanto es capaz de producirlas, y finalmente, como
perfección que dimana necesariamente de la esencia, excluye del grupo de
atributos el constitutivo formal de Dios.
b). División. Los distintos puntos de vista adoptados en la
clasificación de los atributos han dado lugar a diversas divisiones.
Reproducimos aquí la que está más en boga entre los teólogos modernos y
que agrupa los atributos según cuatro ideas -fundamentales: 1° Carácter.
La distinción entre ser y obrar, introducida en D. por una división
puramente mental, clasifica en dos grupos los atributos: los que se
refieren al ser, son llamados entitativos (simplicidad, inmutabilidad,
etc.), mientras que los orientados a la acción, se designan con el nombre
de operativos, p. ej., ciencia, conocimiento; 2° Modo de conocimiento. Los
diversos procedimientos según los cuales nuestro espíritu elabora sus
conocimientos relativos a D.. dan lugar a la división entre atributos
negativos y positivos, según que nuestros enunciados nieguen de D. las
imperfecciones de las criaturas o afirmen de pl una perfección creada. Así
son positivos la bondad, la sabiduría, y negativos, la simplicidad, la
infinitud, la inmensidad. Es preciso tener en cuenta, no obstante, que
todo enunciado negativo contiene a la vez una afirmación, del mismo modo
que todo enunciado afirmativo implica una negación. Así, cuando se dice de
D. que es infinito, afirmamos al mismo tiempo que es infinitamente uno, y
cuando decimos que es bondadoso, queremos expresar que lo es de modo
infinito y no como los seres creados; 3° Relación. Algunas perfecciones
divinas dicen relación real o posible a las criaturas, de donde nace una
nueva división: atributos relativos y absolutos. Los primeros contienen
una relación posible o actual con lo extradivino; los segundos prescinden
de toda relación de este género; 4° Comunicabilidad. Atendida la
comunicabilidad, los atributos se dividen en incomunicables y
comunicables. Los primeros expresan perfecciones que convienen
exclusivamente a D. y ponen de relieve su trascendencia y vienen a
coincidir con los que hemos llamado negativos; los segundos, expresan
cualidades ,cuyo contenido se verifica en D. y en las criaturas con
modalidades distintas, p. ej., el amor, la sabiduría.
c) Origen gnoseológico y valor ontológico de los atributos. Siendo
D. acto puro simplicísimo, negación absoluta de toda multiplicidad, ¿de
dónde surge el cromatismo intelectual, que divide en multitud de conceptos
distintos la más simple perfección de Dios? ¿Qué valor real tendrán estos
conceptos? ¿Serán puros nombres vacíos de contenido o habrá un fundamento
objetivo, que dé sentido y garantice el uso que de ellos hacemos?: he ahí
los problemas gnoseológico y ontológico. El primero de los cuales obtiene
su explicación en dos principios que sirven de base racional a la teoría
de los atributos: uno es la imperfección de la inteligencia humana, sujeta
en todos sus .procesos cognoscitivos al mecanismo de la abstracción,
necesitando de múltiples conceptos para penetrar en el secreto de lo
singular y de lo concreto. El segundo, que explica la necesidad de esta
multitud de expresiones es la inagotable riqueza del ser divino, que no
puede ser captada directamente por nuestra inteligencia, sino a través de
las criaturas, en las que la simplicísima perfección divina se refracta en
la variadísima gama de múltiples perfecciones creadas, dando origen a un
conocimiento imperfecto de Dios. Esta imperfección, sin embargo, no
significa que los nombres atribuidos a D. carezcan de valor real. Entramos
así en el problema ontológico, que se extiende a todo nuestro lenguaje
sobre Dios. La solución del mismo está vinculada al concepto y a la
función de analogía. Como entre el efecto y la causa existe un nexo de
semejanza, supuesta la creación, las perfecciones de las criaturas
sugieren a quienes las contemplan varias ideas de la perfección del
Creador. Pero como la semejanza no es perfecta y unívoca, las ideas
sacadas de esta semejanza, tampoco son adecuadas, aunque responden
analógicamente con mayor o menor aproximación a la infinita realidad
divina. Nuestro pensamiento, y en consecuencia, nuestro lenguaje a través
de la naturaleza creada alcanza verdaderamente a D. y, por tanto, los
atributos divinos tienen un valor real y no son conceptos vacíos y falsos.
Con el estudio de la analogía, la teología cristiana supera el
agnosticismo moderno y antiguo, sin comprometer la inefable trascendencia
de Dios.
d) Distinción y relación de los atributos entre sí y con la divina
esencia. De la afirmación del valor objetivo de los atributos divinos
surge una dificultad contra la unidad y simplicidad absolutas de Dios. La
antinomia salta a la vista: D. es esencialmente uno, esto es, indiviso y
simplicísimo, pero en Él existen formalmente muchas perfecciones. Si se
insiste en la primera parte, se desvanece el valor de los atributos, si se
acentúa la segunda, se viene a negar o poner en duda la unidad y
simplicidad, que son propiedades imprescindibles del ente infinito. Es
necesario para conciliar ambos extremos, recurrir a una distinción. Los
autores preocupados por tutelar la simplicidad, se contentan con
establecer entre los atributos y la esencia divina, lo mismo que entre
aquéllos, una distinción puramente nominal. Los que están interesados en
salvar el valor real de los atributos establecen una distinción que se
aproxima a la real. Son éstas dos soluciones extremas, la primera de las
cuales se encuentra en el nominalismo antiguo y del s. xiv y en el
agnosticismo de no pocos filósofos próximos a nosotros. Una solución media
ha sido tomada por S. Tomás y los mejores tomistas. Esta tendencia
descarta toda distinción real, que parecía admitir en el s. xii Gilberto
Porreta (v.) y aun la formal actual ex natura re¡ de Escoto, que parece
más real que lógica, y no se contenta como los nominalistas con una
distinción puramente nominal, que reduce todos los atributos a puros
sinónimos. Admite la distinción de razón raciocinada, que formalmente está
en nuestro pensamiento, pero tiene su fundamento en la realidad, que, en
este caso es la infinita riqueza del ser divino, que no puede ser captado
de un solo golpe por una inteligencia limitada. Establecida la distinción
cabe abordar el problema de la relación que media entre los distintos
atributos, como la que éstos guardan entre sí. Para ello conviene fijar
bien el punto de partida. Se puede, en efecto, considerar las perfecciones
divinas desde la perspectiva de su realidad objetiva, o desde el aspecto
de su contenido lógico y formal. Desde el primer punto de vista, existe
perfecta identidad y reciprocidad. Puesto que dos cosas iguales a una
tercera son iguales entre sí, los atributos de D. iguales a la esencia
divina son reales y sustancialmente idénticos entre sí. En este sentido se
puede afirmar con S. Agustín: «En Dios la justicia es la bondad».
Desde el ángulo de su contenido lógico formal, es decir, del reflejo
especial que cada uno de ellos representa a nuestro espíritu, no hay
identidad ni reciprocidad. No es aceptable, por tanto, sustituir
indiferentemente un atributo por otro y afirmar que la misericordia divina
es la justicia, porque hay en nosotros un concepto especial que
corresponde a la misericordia y otro a la justicia, cada uno con su
significación propia. En consecuencia se puede decir que, sin destruirse,
los atributos se identifican en la simplicísima e inefable forma que los
teólogos llaman Deitatis. De este modo el pensamiento y el amor, la bondad
y la justicia, la omnipotencia y la misericordia, por su identidad con
aquella forma superioras ordinis existen de tal manera en D., que cada una
de estas propiedades se puede concebir distinta de las otras, pero
objetivamente cada una de ellas las incluye implícitamente a todas.
V. l.: IV, 1, 4); CREACIÓN 111,
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
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