En la triple jerarquía que constituye el sacramento del Orden (v.), el d.
ocupa el grado inferior, y su oficio se remonta a los orígenes de la
Iglesia.
1. Indicaciones bíblicas. Los Hechos de los Apóstoles relatan la
institución de los siete primeros auxiliares helenistas, justificando este
ministerio en la necesidad de una asistencia caritativa a los pobres
mediante unos cuadros eficientes y organizados, sin detrimento de la
función de los Apóstoles (v.), primordialmente orientada a la «oración y a
la palabra de Dios» (Act 6). La Tradición considera comúnmente a ese
desdoblamiento de la plenitud apostólica como la institución del
diaconado, siendo mencionados por primera vez los d. junto a los episcopos
en la salutación de la epístola a los filipenses (1,1). En la primera
epístola a Timoteo (3,8-14) se enumeran las cualidades exigidas a los d.;
se desprende de ese texto que los d. ejercen una función de
responsabilidad, de orientación en las comunidades cristianas, guardando
un lugar subalterno con respecto a los jefes, a los episcopos.
Los datos del N. T., aunque sumarios, tendrán la mayor importancia
en la historia de la Iglesia (v. IGLESIA I, 2); realzan un ideal de
servicio, inspirado en el ejemplo de Jesucristo (cfr. Le 22,24-27); el
ejercicio de la autoridad en la Iglesia es presentado como un servicio,
una diaconía (2 Cor 3,3; Rom 11,13; cfr. Mt 20,25-27 y paralelos). El
diaconado se presenta en la Iglesia apostólica como una manifestación de
la caridad que debe distinguir a la Jerarquía eclesiástica. Por otro lado,
la «fuerza del Espíritu» que obra en los primeros d., especialmente en S.
Esteban (v.), marcará siempre en la Liturgia y en la Tradición la figura
del d., apuntando las fuentes de su vida espiritual. Se deja una total
amplitud a la institución diaconal. Ésta asumirá, a través de los tiempos
y según las necesidades, formas apropiadas para la vitalidad del culto, el
anuncio de la palabra de Dios, la administración de los bienes
eclesiásticos y la atención material de los necesitados.
2. Tradición patrística. El servicio de la Iglesia y su
disponibilidad a las órdenes del obispo son el ideal evangélico que los d.
son llamados a ejercer, exaltado con insistencia en la Iglesia
posapostólica. Así se expresan, p. ej., Hipólito Romano, S. Ignacio de
Antioquía, los Statuta Ecclesiae antiqua (v.) y el Concilio de Nicea
(325). S. Ignacio de Antioquía afirma: «es preciso que los diáconos den
gusto en todo a todos. Los diáconos son, en efecto, ministros de la
Iglesia de Dios, y no distribuidores de comidas y bebidas» (Ad Tallianos,
II, 3). El ministerio de los d. conserva el carácter de universalidad y
maleabilidad, siempre en dependencia de los obispos (v.) y, al menos eri
principio, de los presbíteros (v.) Los d. orientan las preces de los
fieles, celan por el buen orden de la comunidad litúrgica, ocupando como
un lugar intermedio entre el que celebra la Santa Misa y los fieles,
sirviendo junto al altar y actuando según las necesidades de la
asistencia. Semejante oficio comprenderá desde la proclamación del
Evangelio, el ofrecimiento del Sacrificio al lado del obispo y el
presbiterio, la distribución del pan y del vino eucarísticos, hasta una
actitud de vigilancia y todas las iniciativas necesarias para que cada
cristiano comprenda las enseñanzas y participe en los misterios
litúrgicos. Esta actividad cultual se prolonga en una irradiación de
carácter pastoral. Inicialmente el d. aparece como el brazo derecho de los
obispos. En los s. tii y iv, con la multiplicación de las comunidades
rurales, los d. asumen a veces como la dirección de lo que hoy podría
llamarse una parroquia (v.), según el testimonio del Conc. de Elvira (can.
77).
Esta época patrística señala la edad de oro del diaconado,
institución permanente y función en perfecta armonía con la vitalidad de
las comunidades cristianas. Es difícil precisar la fisonomía del d. en
este momento de florecimiento, por su extraordinaria variedad de
funciones. Se mueve en el plano de la evangelización, de la catequesis, de
la organización del culto, en la formación de los catecúmenos y neófitos.
Se manifiesta igualmente una función caritativa, haciendo del d. mediador
de la caridad entre los ricos y los pobres, y personificación de la
generosidad cristiana, eficaz e institucionalizada. Según el prototipo de
S. Esteban, el primer d. de Jerusalén, la tradición cristiana exaltará las
figuras ejemplares de S. Lorenzo (v.), d. romano; de S. Efrén (v.), que
ejerce la misma función con un brillo singular en Siria, y de S. Vicente
Mártir (v.), que ilustra la iglesia de Zaragoza.
3. Vicisitudes históricas. Las profundas transformaciones que tienen
lugar en el s. v (v. MEDIA, EDAD I, A, 1) repercuten en la organización y
actividad de la Iglesia; si a ello se añaden los cambios que se producen
en el interior de la misma (en especial la disminución del catecumenado
-por aumento del bautismo de los niños-, etc.) se entiende que la
importancia del diaconado vaya poco a poco disminuyendo. Éste pierde un
tanto de su función específica y vital pasando a ser, sólo, un puesto de
paso para acceder a las dignidades superiores del presbiterado y del
episcopado. Más aún, son conocidas las invectivas de S. Jerónimo (v.) y
del Ambrosiastro (v.) contra las pretensiones de los d., que compiten con
los presbíteros y parecen aspirar más a la dominación que al servicio
humilde y evangélico de sus orígenes (cfr. S. Jerónimo, Carta 146, n° 2).
Parece que el ideal del diaconado encerraba una cierta ambigüedad, pues
por un lado se trata de un grado jerárquico, de un servicio junto al
altar, y por otro no posee las atribuciones propiamente sacerdotales.
Conforme a la célebre sentencia de Hipólito de Roma, recogida por el
Vaticano II, «el d. es ordenado no en vistas al sacerdocio, sino al
servicio del Obispo» (Disciplina ecclesiastica, 111,1,2; cit. en las
Const. Apost. V111,14,2; cfr. Lumen gentium, 29).
En la Edad Media, esta polivalencia del diaconado se irá
concretando, cada vez más, a las funciones litúrgicas. Desde el s. vit
cristalizan las funciones diaconales en torno a tres elementos: el
servicio solemne del altar, la administración del bautismo y la
predicación, siendo ésta entendida como la proclamación del Evangelio o
como una actividad supletoria si falta el sacerdote. Tal será la
disciplina sustancialmente perpetuada en la Iglesia latina y confirmada
por el CIC. Éste condensa el resultado de la evolución histórica que
venimos esbozando, caracterizando al d., como a las demás órdenes
sagradas, por la intención de recibir la ordenación sacerdotal (can.
973,1). La obligación del celibato (v.) está ya incluida en la recepción
del subdiaconado (can. 132; 949). Anexionado el celibato al ministerio
sacerdotal, la evolución histórica del diaconado hace que este grado
jerárquico sea incluido dentro de la misma ley. Según la enseñanza del
Conc. de Trento, la Jerarquía del Orden, instituida por Cristo, comprende
los obispos, los presbíteros y ministros, término donde van incluidos los
diáconos. La Const. Sacramentum Ordinis de Pío XII (30 nov. 1947: AAS 40,
1948, 5-7) determinó que el rito esencial de la ordenación diaconal (a
semejanza del presbiterado) consiste solamente en la imposición de manos y
en la invocación del Espíritu Santo en un prefacio consacratorio.
Eliminando así ciertas dudas teológicas, el Magisterio de la Iglesia
situaba el diaconado como parte del sacerdocio ministerial, comportando la
gracia y el carácter conferidos por el sacramento del Orden.
4. Situación actual. A lo largo del s. xx se han dado una serie de
intentos para restaurar esta institución. Se pueden distinguir tres
etapas: la primera, desde el pontificado de Pío XII, se señala por un
conjunto de estudios y reflexiones sobre la significación del diaconado y
la oportunidad de su restauración como oficio permanente. La segunda está
representada por la actitud y las enseñanzas conciliares. Y, finalmente,
las determinaciones de Paulo VI. Discretamente insinuaba ya Pío XII en
oct. 1957: «sabemos que se piensa actualmente en introducir una orden del
diaconado como función eclesiástica independiente del presbiterado. La
idea, por lo menos hoy, no está aún madura» (Discurso al II Congr. Int.
del Apostolado de los laicos). El Vaticano 11 marca una etapa de esa
madurez abordando la cuestión del diaconado permanente en tres documentos:
en la Const. Lumen gentium, n° 29, en el Decr. Ad gentes, n° 16, y en el
Decr. Orientalium ecclesiarum, n° 17. En estos dos Decretos el Concilio se
refiere al tema de la restauración del diaconado como estado de vida
permanente, dejando el asunto al juicio de las Conferencias episcopales
(v.).
Pero es, sobre todo, la Const. Lumen gentium el documento teológico
privilegiado sobre el diaconado, definiéndolo según la expresión
tradicional: los d. «reciben la imposición de las manos no en orden al
sacerdocio, sino al ministerio»; lo que es explicado en estos términos:
«fortificados por la gracia sacramental, ellos sirven al Pueblo de Dios,
en unión con el obispo y su presbiterio, en el ministerio (diaconía) de la
liturgia, de la palabra y de la caridad». Esta diaconía, en el triple
campo del culto, de la predicación y de la caridad, es pormenorizada con
las siguientes funciones: «Es propio del d., según le fuere asignado por
la autoridad competente, administrar solemnemente el Bautismo, conservar y
distribuir la Eucaristía, asistir al matrimonio en nombre de la Iglesia y
bendecirlo, llevar el Viático a los moribundos, leer a los fieles la S.
E., instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y las preces de los
fieles, administrar los sacramentales, presidir el rito de los funerales y
sepultura. Dedicados a los oficios de caridad y de administración,
recuerden los diáconos la exhortación de S. Policarpo: 'misericordiosos,
diligentes, procediendo según la verdad del Señor, que se hizo servidor de
todos' (Ad Philipenses, 5,2)» (Lum. gent. 29). El principio y conclusión
del texto conciliar resaltan la identificación del diaconado con el ideal
evangélico de servicio, distinguiéndolo, sin embargo, del sacerdocio.
Semejante identificación es netamente tradicional, como tuvimos
oportunidad de notar. No obstante, la antítesis servicio-sacerdocio no
debe tomarse en sentido de oposición entre ambas, dado que la visión
conciliar del sacerdocio jerárquico hace de éste un servicio, una misión
en beneficio del Pueblo de Dios, además de una consagración; consagración
y misión van unidas en el sacerdocio: el ministerio, la misión, sacerdotal
se deriva de la consagración que supone el haber recibido el sacramento
del Orden (v. PRESBfTERO; SACERDOCIO V; CONSAGRACIÓN II). Teniendo en
cuenta las vicisitudes históricas del diaconado, se podría proponer la
siguiente paráfrasis del texto conciliar: el d. no se destina al
sacerdocio, es decir, no está dotado de los poderes sagrados de celebrar
el Santo Sacrificio de la Misa y de perdonar los pecados, funciones
propias del presbiterado y del episcopado. Pero participa, no obstante,
del sacerdocio: no es un laico, está al servicio del. Pueblo de Dios en
cuanto ocupa un grado de la jerarquía y desempeña oficios propios del
sacramento del Orden (v.).
Después de haber caracterizado de este modo el diaconado, la Const.
Lumen gentium afirma la posibilidad de restablecerlo «como grado propio y
permanente de la Jerarquía». El fundamento de esa posibilidad es que
«estos oficios (del d.), necesarios en gran manera a la vida de la
Iglesia, difícilmente pueden ser desempeñados en muchas regiones». Se
destacan, pues, las motivaciones pastorales, y se deja «a las distintas
conferencias territoriales de Obispos, de acuerdo con el mismo Sumo
Pontífice, decidir si es oportuno y en dónde el establecer estos diáconos
para el cuidado de las almas», añadiendo a continuación que «con el
consentimiento del Romano Pontífice ese diaconado podrá ser confiado a
varones de edad madura, aun casados, y también a jóvenes idóneos, para
quienes debe mantenerse firme la ley del celibato» (ib., 29). Las
indicaciones conciliares provocaron interés en algunas regiones de la
Iglesia, suscitando varios estudios de carácter doctrinal, así como
iniciativas en vista a la preparación y formación de los futuros diáconos.
En 1967, una comisión de estudios convocada por el propio Papa presentaba
sugerencias y diferentes puntos de vista, susceptibles de esclarecer el
restablecimiento del diaconado permanente. En el mismo año Paulo VI
promulgó, el 18 junio, el Motu proprio Sacrum Diaconatus Ordinem (AAS 59,
1967, 697-704), dónde se determinan las oportunas normas canónicas sobre
el diaconado permanente.
Este documento es el resultado del trabajo de una comisión especial
desde 1965 en contacto con las Conferencias episcopales y los diferentes
grupos interesados en el asunto. El Motu proprio, después de recordar en
su introducción la doctrina tradicional y conciliar sobre el diaconado,
establece los puntos siguientes: competencia de las Asambleas o
Conferencias episcopales para decidir acerca de la oportunidad de tiempo y
lugar para la restauración del diaconado, con la aprobación del Soberano
Pontífice; una vez obtenida semejante aprobación corresponde a cada
Ordinario probar y ordenar los candidatos en los límites de su propia
jurisdicción. La formación de los jóvenes candidatos, que están obligados
a observar la ley del celibato, se hará en institutos especiales, debiendo
durar, por lo menos, tres años, con un programa de estudios sabiamente
adaptados y acompañado de ejercicios prácticos convenientes. La admisión y
formación de los candidatos de edad madura, solteros o casados, constituye
la tercera parte del documento. La edad requerida es 35 años, como mínimo,
y para los candidatos casados se exige que hayan vivido bastantes años en
matrimonio y hayan sabido dirigir su hogar. El consentimiento de la esposa
es requerido, así como sus cualidades cristianas y naturales, a fin de que
no dificulten el ministerio de su marido. Los solteros, al recibir el
diaconado, contraen la obligación del celibato. La subsistencia del d.
debe ser prevista y garantizada según normas precisas, que serán
establecidas por las Conferencias episcopales.
Las funciones diaconales son enumeradas en armonía con la Const.
Lumen gentium, incluyéndose explicaciones, que manifiestan el papel
dinámico del nuevo d. y su participación en la Jerarquía y en las
comunidades. Así, se dice que el d. debe «ocuparse, en nombre de la
jerarquía; en oficios de caridad y de administración, y en obras de ayuda
social; dirigir legítimamente, en nombre del párroco y del obispo, las
comunidades cristianas dispersas; promover y apoyar las actividades
apostólicas de los laicos» (n° 22,9-11). Es inculcada especialmente la
comunión del d. con el obispo y su presbiterio, y, en cuanto sea posible,
que participe en los Consejos Pastorales (n° 23-24). Son propuestas
directrices de vida espiritual, inspiradas en una asidua lectura y
meditación de la palabra de Dios, frecuencia de los sacramentos (la
Eucaristía, así como la piadosa visita a la misma y el examen de
conciencia, diariamente), dejándose al cuidado de las Conferencias
episcopales el determinar las formas concretas, particularmente en lo
referente a la recitación de al menos una parte del Oficio divino (n°
25-31). La Santa Sede podrá autorizar la institución del diaconado
permanente entre los religiosos (n° 32-35). El Motu proprio indica de este
modo, a grandes rasgos, la fisonomía que debe adquirir el diaconado
permanente en la Iglesia; pero se observa que la responsabilidad del éxito
y de la cualidad de esta renovación eclesiástica recaerá en las
Conferencias episcopales, los obispos, las familias religiosas y en las
iniciativas de las diferentes regiones. El 17 jun. 1968 la Const. ap.
Pontificalis Romani Recognitio (AAS 60, 1968, 369-373) establecía el nuevo
rito para conferir la sagrada orden del diaconado (también la del
presbiterado y episcopado), definiendo a la vez la materia y forma de la
misma ordenación. La Carta apostólica Ministeria quaedam, de 15 sept.
1972, establece, entre otras cosas, que la incorporación al estado
clerical se difiere hasta el diaconado. Con esta misma fecha, Paulo VI ha
promulgado nuevas normas sobre la figura del diaconado, concretamente:
establecimiento de un rito de admisión para los candidatos al diaconado,
ya sea permanente o transitorio, rito litúrgico de administración,
obligación del celibato para los d. no casados, que constituye impedimento
dirimente para contraer matrimonio, obligación de recitar una parte al
menos de la Liturgia de las Horas, etc. (Carta Ad pascendum, 15 sept.
1972).
V. t.: SACERDOCIO VI; ORDEN, SACRAMENTO DEL;JERARQUÍA ECLESIÁSTICA;
OBISPO; PRESBÍTERO; APOSTOLADO.
BIBL.: J. N. SEIDL, Der Diakonat
in der katholischen Kirche, Ratisbona 1884; H. LECLERCQ, Diacres, en DACL
IV,738-746; J. FORGET, Diacres, en DTC V1,703-731; J. VITEAu,
L'institution des diacres et des veuves (Actes 6,1-10; 8,4-40; 21,8),
«Rev. d'Histoire Ecclésiastique» 22 (1926) 513-538; J. COLSON, La lonction
diaconale aux origines de 1'Église, París 1960; M. RIGHETTI, Historia de
la Liturgia, II, Madrid 1956, 947-951; S. SALAVILLE, G. NoWACK, Le róle du
diacre dans la liturgie orientale, Atenas 1962; S. BIHEL, De septem
diaeonis, «Antonianum» 3 (1928) 129-150; J. TIXERONT, L'Ordine e le
ordinazioni, Brescia 1939, 77-85; B. KURTSCHEID, Historia iuris canonici,
I, Roma 1941, 53-56, 159-164, 257-261; A. KERVOORDE, Elementos para una
Teología del Diaconado, en G. BARAÚNA (dir.), La Iglesia del Vaticano II,
II, Barcelona 1968, 917-952; J. M. RISAS, La renovación del diaconado, «Ius
Canonicum» IX (1969) 239-258. Para los aspectos doctrinales y prácticos,
relativos al carácter y funciones del clero y de los laicos en general, es
fundamental: A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia, Pamplona
1969.
B. J. PINTO DE OLIVEIRA
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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