DESPOTISMO ILUSTRADO


Es la concepción política que caracteriza a las monarquías europeas del s. XVIII, con la excepción de Inglaterra y de Holanda. Se basa en la doctrina del poder absoluto del monarca, bien se apoye en fuentes religiosas, bien en una tesis racionalista; en ambos casos, se impregna de la filosofía de la Ilustración (v.) que señala objetivos precisos y nuevos a la función del poder ejercido por el Príncipe. La política del d.¡. se propone la potenciación del Estado, cuya encarnación es el monarca, según la frase atribuida a Luis XIV, «El Estado soy yo». La potencia del Estado se manifiesta por su riqueza, con la que se logra y se aumenta la felicidad de los súbditos, capaces de disfrutar de mayor suma de bienes de consumo, con la que el Estado puede resolver mayor suma de necesidades de todo orden y con la que se puede disponer de unas fuerzas armadas capaces de defender victoriosamente los intereses y los bienes de la sociedad y del Estado. El d. i. acelera el proceso de robustecimiento del Estado moderno, que tiende a profundizar y ampliar el contenido del Estado de la Edad Media. Su acción se proyecta sobre todos los planos de la actividad humana con una voluntad transformadora; su política es reformista en lo económico, científico, social, administrativo, religioso y político.
     
      1. Necesidad del poder omnímodo. El robustecimiento acentuado del poder real se proclama y se defiende como necesario para llevar a efectos positivos el plan de reformas. El poder omnímodo es el nervio principal de las reformas. La actividad económica de la que se nutre el erario estatal reclamaba una mayor movilidad; libertad para disponer de los bienes, sin trabas jurídicas, para el ejercicio del comercio, para la producción industrial y la organización del mercado nacional, pues internacionalmente se mantiene la tesis proteccionista del mercantilismo (v.). La monarquía absoluta de la Ilustración promovió las reformas en la agricultura con la implantación de nuevos cultivos y métodos para el trabajo de las tierras; la mejora de la ganadería, con la selección de especies; la aplicación de nuevas técnicas para la explotación de las minas y la extensión de la industria; todo ello habría de nutrir un comercio de volumen creciente requerido por el aumento de la población y por el nivel de vida de una sociedad en transformación, la mejora y el trazado de nuevas vías de comunicación y de transporte (carreteras, canales), puertos marítimos, etc., obedecieron a esta política.
     
      2. Ideas de la Ilustración. La voluntad de transformación de la naturaleza para ponerla al servicio del hombre requería un conocimiento más amplio y profundo de la naturaleza, un conocimiento científico, basado en un método racional y empírico, que abrió el cauce a las nuevas técnicas para el ejercicio eficaz de la acción transformadora. La promoción y la extensión del saber, bajo los auspicios de la nueva ciencia, fue patrocinada por los monarcas de la Ilustración, atentos a las indicaciones de los «filósofos» que afirmaban que con las luces de la razón y del saber se disiparían las tinieblas de la ignorancia, y los hombres serían felices, más justos, y más morales por más sabios. El cambio económico y la difusión que lograron alcanzar las ideas ilustradas afectaron al plano social, favoreciendo las tendencias niveladoras en el plano político, seguidas por la monarquía autoritaria desde el s. xvi. En la sociedad ordenada por estamentos, diferenciados por la suma y la calidad de privilegios y de deberes reservados a cada uno, la política centralizadora de la monarquía tiende a que todos los vasallos, al nivel de súbditos, sean iguales ante el poder absoluto del rey; las reformas en el sistema de privilegios afectaron especialmente a los estamentos superiores de la nobleza y del clero y también a territorios y jurisdicciones con autonomía (Felipe V con los reinos de la Corona de Aragón; José II con los Estados de Brabante; la cuestión del regalismo, josefinismo; la desamortización y las desvinculaciones). En las monarquías católicas, el d. i. se encuentra con la resistencia del estamento eclesiástico a someterse administrativamente al poder temporal, por las abundantes zonas de fricción en materias de jurisdicción mixta; igual que con la nobleza, la monarquía absoluta tiende a convertir a la Iglesia en instrumentum regni.
     
      El d. i. ha pasado al lenguaje contemporáneo como expresión de un sistema político caracterizado por el abuso del poder, ejercido sin limitación alguna y con capacidad para vulnerar cualquier derecho. Este concepto surge cuando ha triunfado la doctrina de los derechos naturales del hombre, después de las revoluciones de las Trece Colonias inglesas de Norteamérica y de la de Francia. Escritores contemporáneos, que polemizan en defensa de la monarquía absoluta, emplean, sin embargo, estos términos sin reconocerles el contenido negativo que se les atribuye. Ciertamente, las monarquías europeas del s. XVIII, aunque situadas bajo el común renglón de ab-solutas, ofrecen cada una de ellas peculiaridades propias, según el proceso seguido por cada una en su desarrollo histórico con valores culturales comunes.
     
      3. Doctrina del poder real. La doctrina del poder real se va formando a partir del s. xii con la introducción del derecho justinianeo y la doctrina cesarista en las enseñanzas de las universidades medievales; con estas enseñanzas se nutrieron los juristas, los expertos en leyes, los asesores que pasaron a formar parte de los Consejos reales y los organismos de la administración; fueron ampliando el alcance y el contenido del poder real, abriendo el camino para el concepto del Estado moderno (v. ESTADO i). La contienda entre el Pontificado y el Imperio abrió la polémica entre áulicos y juristas de los dos poderes. Cada uno de ellos arguyó, para debilitar al contrario, la plena soberanía del Príncipe y su independencia frente a un poder supraestatal. Federico II de Alemania escribió: «La majestad imperial es libre de todas las leyes, de cualquier clase que sean y no tiene que rendir cuentas más que al juicio de la razón, que es la madre del Derecho»; quedó expresado y definido el pleno poder independiente y absoluto del monarca con la fórmula «Quod placuit principem legis habet vigorem». La idea cesarista, cuya tradición se mantenía viva en el Imperio bizantino, inspiró la tendencia hacia la concentración del poder en la figura política y en la persona del rey, para dar paso a la monarquía autoritaria en el tránsito de los s. xv al xvi. En esta monarquía autoritaria (v. AUTORITARISMO), no obstante, se mantienen y se reconocen las obligaciones pactadas en el juramento mutuo entre el rey y los representantes de los estamentos del reino, pronunciado en el acto de elevación al trono. Desde el s. XIII, se señala el proceso de recuperación del poder soberano en manos del monarca, delegado y disperso en los señores feudales desde la desarticulación del sistema imperial romano, con el apoyo del tercer estado o estado llano contra el poder político de la nobleza feudal. Los cuadros burocráticos de la administración real se nutren de personas formadas en las universidades, donde hallan cabida las doctrinas cesaristas de la tradición del Derecho imperial romano.
     
      La creciente centralización del poder, apoyada en una burocracia proliferante, al servicio del monarca, se manifiesta eficaz con la monarquía autoritaria, base del Estado moderno, que se impone en Europa desde mediados del s. xv, con mayor o menor éxito: los Reyes Católicos, en España; Luis XII, en Francia; Enrique VII, en Inglaterra; Federico 111 y Maximiliano, en Alemania; Alfonso V, en Portugal; Alejandro VI y Julio 11, en Roma; los Medici, en Florencia; Sforza, en Milán; Jorge Podiebrad, en Bohemia y Matías Corvino, en Hungría, manifiestan las mismas tendencias.
     
      El proceso histórico del paso de la monarquía autoritaria al d. i. muestra, según F. Hartung, tres fases evolutivas: absolutismo práctico, en el que el monarca va prescindiendo de las fuerzas políticas infraestatales, como las Dietas, Parlamentos, Cortes, Corporaciones, hasta el punto de que las Cortes ven reducida su función al juramento y proclamación del nuevo rey, o dejan de convocarse, como en Francia desde 1614 hasta 1789; absolutismo doctrinal, desarrollado a consecuencia de la polémica en los s. xv y xvi, y el absolutismo ilustrado. La función carismática del poder real, de donde procede la fuerza que asegura la paz y el bienestar público, el desarrollo de todos los bienes materiales, espirituales y culturales y la salvación del pueblo, se define distintamente en los s. xvi y xvii, según las bases religiosas o meramente racionales que fundamentan el pensamiento político desde Maquiavelo (v.). Lutero (v.), ante las revueltas sociales en Alemania, lanzó su doctrina sobre el poder soberano del Príncipe, de origen divino, poder absoluto ante el que los vasallos deben sumisión completa. Juan Bodin (v. BODINO), en Los Seis Libros de la República (1576), escribió que la soberanía (v.) es perpetua y absoluta. «Es menester que aquellos que son soberanos no estén en algún modo sujetos al mando de otro y que puedan dar leyes a los súbditos y quebrantar o anular las leyes inútiles para hacer otras... Por eso la ley dice que el príncipe está absuelto (absolutus) del poder de las leyes».
     
      4. Influencias en el despotismo ilustrado. En Inglaterra, Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra sostuvo la doctrina de la monarquía absoluta de derecho divino, en su obra Basilicon Doron (1598); luego, fue Hobbes (v.), en su Leviathan, quien sobre una plataforma racional-naturalista y partiendo de la doctrina del contrato social (v.), sostuvo igualmente la tesis del poder absoluto del monarca, figura viva del Estado capaz de garantizar y mantener la paz necesaria para la vida ordenada de los hombres en sociedad política. En Francia, fue el obispo de Meaux 1.-B. Bossuet (v.) el que cargó de contenido doctrinal la tesis absolutista de la monarquía de Luis XIV. En La Politique tirée de 1'Écriture Sainte, oponía a la tesis contractualista de Hobbes su tesis providencialista y el origen divino del poder, conferido directamente por Dios al Príncipe; aunque dedicó el libro quinto a demostrar que la monarquía (v.) está sometida a la razón («El gobierno es una obra de razón y de inteligencia»), declaró que «la monarquía es sagrada, absoluta, paternal, inviolable e inapelable»; el Príncipe no debe dar cuenta de lo que ordena sino directamente a Dios; no hay fuerza coactiva contra el Príncipe; aun cuando ordena contra Dios, Bossuet debilita el alcance de la resistencia que debe oponer el cristiano: «el carácter real es sagrado aun en los Príncipes infieles»; «la impiedad declarada y hasta la persecución no eximen a los súbditos de este deber de obediencia; los súbditos no deben oponer a la violencia de los príncipes más que exhortaciones respetuosas sin sedición, ni murmullos, y oraciones para su conversión»; en lo que se muestra un contraste radical con la doctrina española sobre el derecho de resistencia y de oposición al tirano expuesta por el P. J. de Mariana (v.) en su obra De rege et regis institutione.
     
      A la fórmula del d.¡. se llega, sin embargo, por la influencia del iluminismo (v.), la tesis naturalista de la felicidad del hombre, vinculada a la teoría del progreso científico y económico y la tesis cuantitativa e individualista de la sociedad, que iguala a todos los vasallos a un mismo nivel de súbditos ante el Estado o ante el monarca que lo personifica; cuando se desarrolla el concepto nuevo de nación (v.) o comunidad política de ciudadanos y la nueva visión del Estado misional, cuyo programa se enuncia con la fórmula: «todo para el pueblo, pero sin el pueblo», porque las altas funciones del gobierno y de la administración reclaman un nivel de conocimientos y una ilustración de los que el pueblo comúnmente carece. «La Ilustración, para Kant -escribe Palacio Atard, que sigue también a P. Hazard- era la adolescencia mental de la Humanidad, el hacerse adultos los hombres intelectualmente. El hombre había descubierto el camino de su liberación, arrojando de sí a los tiranos que le impedían pensar libremente, razonar por su cuenta. Pero si la meta estriba en lograr la libertad ilimitada para todos los hombres, Kant reconoce que esto no es posible en un instante. Cierta limitación es necesaria, al menos por el momento, limitación concretada para las clases menos cultivadas. Sólo los hombres cultos pueden y deben pensar ahora libremente. Pero no con ánimo de imponer su dictadura intelectual a los otros, sino para facilitar el crecimiento cultural de ellos como ciertos hombres se convierten en padrinos del despotismo ilustrado».
     
      La extensión de las actividades del Estado o del monarca que lo personifica a sectores atendidos anteriormente por otros organismos no estatales de la sociedad resultaba de la función y del carácter de Padre, atribuidos al rey, de la gran familia constituida por la nación. «La política descansa, al igual que la geometría más alta, en los más sencillos principios» escribía Mercier (Notions claires sur les gouvernements, Amsterdam 1787); la teoría política práctica quedaba reducida a esta norma: que el Príncipe sea filósofo o que los filósofos sean ministros. De esta manera, escribe Beneyto, se conseguirá «la felicidad de la nación». La vida política se podía estructurar y combinar según los principios de la razón, bajo cuyas luces se ordenarían las reformas. El Estado ilustrado tenía una razón de ser, según la Ilustración, con tal de de que pusiera su fuerza al servicio de la realización de innovaciones conformes con las necesidades de una sociedad como la del s. xviii que iniciaba la aceleración en el ritmo de su transformación. Los ilustrados o «filósofos» estimularon y aplaudieron las reformas económicas, que afectaban a los estamentos privilegiados; las reformas culturales que harían posible la aceleración en el progreso científico y técnico; y apoyaron al Estado absoluto, aunque en el seno mismo del pensamiento ilustrado se abría la nueva vía de la Ilustración política que reclamaría crecientemente la reforma política del Estado invocando la doctrina iusnaturalista (v. IUSNATURALISMO); esta corriente fue cobrando fuerza en la segunda mitad del siglo, en el momento en que se da el gran florecimiento del sistema con Luis XV, en Francia, auxiliado por ministros como d'Argenson y Choiseul, y Luis XVI, con Maurepas, Turgot y Malesherbes; en el Imperio, José II, con Kaunitz; en Prusia, Federico II «el primer servidor del Estado» y encarnación, por sí mismo, de un concepto personal del d.¡. que puede considerarse como «la forma más elevada del gobierno absolutista, aquella forma de gobierno monárquico que podía incorporarse la mayor suma de sustancia de la Ilustración» (Naef).
     
      En sus Essai sur les formes du Gouvernement et sur les devoirs des souverains, escribió Federico II: «11 n'est que le premier serviteur de PEtat, obligé d'agir avec probité, avec sagesse et avec en entier désintéressement, comme si á chaque moment il devait rendre comete de son administration á ses citoyens». Dice Naef al glosar este fragmento: «En realidad no está obligado a ello; para su voluntad no existe ninguna vinculación ni norma jurídica, sino sólo una ley ética». La idea del deber moral, del deber ético, afecta lo mismo al rey que a cualquier ciudadano; junto al reconocimiento de los intereses y derechos individuales, junto a la suficiencia y la virtud, se halla la rígida inclusión del hombre en el Estado con una misión de servicio en el lugar que ocupe en la sociedad como agricultor, como funcionario, como soldado, como industrial o comerciante: Federico II exige la completa sumisión, la entrega y el sacrificio del individuo por aquello que se encuentra sobre todos los seres singulares: el Estado. En la misma línea del d. i., se hallan también Catalina II de Rusia; los reyes daneses Cristián VI y Federico V con su ministro Bernstorff el Viejo y Cristián VII, con Juan Federico Struensee y Bernstorff el joven. En Italia, Carlos VII de Nápoles, después III de España, con su ministro Tanucci; y en Parma, por el ministro de Felipe de Borbón Du Tillot; en Toscana, por el duque Leopoldo, sucesor de su hermano José II en el Imperio; en Saboya, por Carlos Manuel III; en Portugal, por el ministro de José I, Sebastian Carvalho, marqués de Pombal.
     
      5. Despotismo ilustrado español. En España, desde Felipe V se inicia la era de las reformas, señaladas ya durante el reinado de Carlos 11, que fueron continuadas por Fernando VI, Carlos III y Carlos IV, y servidas por eficaces y laboriosos ministros como Patiño, Campillo, Carvajal, el marqués de la Ensenada (Zenón de Somodevilla), el marqués de Esquilache (Leopoldo de Gregorio), Rodríguez Campomanes, el conde de Floridablanca (José Moñino), Jovellanos, Saavedra, Urquijo, y Godoy (el príncipe de la Paz). El pensamiento político español del s. xviil se desvía progresivamente, como ha estudiado Labrouse (La doble herencia política de España), de la doctrina clásica representada por Vitoria, Suárez, Molina, Covarrubias, Mariana y Soto. La instauración de la dinastía francesa trajo consigo la tesis absolutista elaborada por Bossuet. Desde mediados del siglo, cuando se abre camino la doctrina de los derechos naturales del hombre, la tesis bossuetiana fue ganando en el sector ortodoxo católico, al percibir el sentido anticristiano de las nuevas ideas racionalnaturalistas. No se escapa a la penetración de los ilustrados ortodoxos el dogmatismo radical del que parten los nuevos doctrinarios del contrato social: Volney, Hobbes, Rousseau.
     
      Contra los nuevos ilustrados, los españoles defienden sus tesis apoyando una ilustración más perfecta, oponiendo con mayor fundamento de derecho universal el dogmatismo de la fe. El P. Ceballos, autor de La falsa Filosofía, defendió la excelencia del poder absoluto, que es su pureza, es el poder despótico que no puede ni debe confundirse con el tiránico: «El gobierno despótico es el mejor de todos por su naturaleza y por su principio, y es el peor de todos por el abuso y por las circunstancias accidentales... La forma de este gobierno desacreditada por los frecuentes abusos de los tiranos y por las horribles ideas de los pueblos, de los filósofos, no menos inconsiderados, ni debe, ni puede ser donde uno solo sin ley y sin regla arrastra con todo por su voluntad y por sus caprichos. Tal monstruosidad no era digna del nombre de gobierno político en medio del siglo xviii, si no es un gobierno donde uno solo, con la regla o ley de la razón y para el bien común, lo ordena todo por su juicio soberano». Si el déspota no está obligado a las leyes fundamentales del Estado, le obligan, sin embargo, la ley de la razón, las ideas de la justicia, el derecho de la naturaleza y los principios de equidad y de amor al pueblo. Lo que distingue a un déspota de un tirano, dice el P. Ceballos es que «Un déspota no arrastra con todo como un oso desenfrenado, sino que lo impera todo por los dichos principios..., no tiene por ley su voluntad y mucho menos sus caprichos, sino solamente su juicio formado por las expresadas reglas y por el mismo principio».
     
      Las diferencias que pueden observarse en el gobierno del d. i. vienen dadas por las condiciones personales de los propios gobernantes. Así, dirá Klausen que «la autoridad del soberano en el despotismo ilustrado se basa en sus cualidades como hombre, no en la institución que representa». En los pequeños principados alemanes de Carlos Teodoro de Dalberg, de Carlos Eugenio de Würtemberg, de Carlos Augusto de Weimar y de Carlos Federico de Baden el gobierno era de carácter patriarcal. En el d. i. español, Palacio Atard halla cuatro aspectos bien diferenciados: el político-religioso, con una fuerte acentuación del regalismo anticurialista; el económicosocial, con medidas que abarcaron un vasto campo de reformas; el de la política administrativa centralizadora, y el de la política cultural para la extensión del saber a todas las capas de la población y el fomento de las ciencias nuevas no cultivadas.
     
      La política reformista había de tropezar con la resistencia y la oposición de los estamentos privilegiados y de las instituciones históricas apoyadas en sus libertades tradicionales, fueros o privilegios; necesitaba por ello robustecer el poder real hasta el grado de absoluto. El autor de las Cartas político-económicas al Conde de Lerena, no obstante la tendencia claramente liberal de su pensamiento ilustrado, escribió: «Yo sé bien que el poder omnímodo del monarca expone la monarquía a los males más terribles, pero también conozco que los males envejecidos de la nuestra sólo pueden ser curados por el poder omnímodo». El poder omnímodo habría de ser el nervio principal de las reformas. Con el poder omnímodo, apoyado en la conquista militar, comenzó Felipe V (v.) las reformas en la monarquía anulando la independencia administrativa de todos los reinos de la Corona de Aragón y realizó así, verdadera y cumplidamente, la unificación nacional en su acepción moderna, que se atribuye rutinariamente a los Reyes Católicos; con el poder absoluto se acomete la política de incorporación de señoríos a la Corona, la política económica de liberalización en el comercio, en la implantación de industrias, en la promoción de la agricultura, en la reforma de los estudios en las universidades, en la política eclesiástica acentuadamente regalista, en la promoción de nuevos centros de estudios y de investigación, academias, escuelas técnicas, institutos, sociedades económicas, etc.
     
      6. Despotismo ministerial. La penetración de las doctrinas iusnaturalistas se une a la pervivencia de las doctrinas políticas clásicas sobre la limitación del poder soberano, más persistente en los reinos de la Corona- de Aragón. En el último tercio del s. xviii, se desarrolla una corriente crítica en el plano político que, si no ataca directamente al poder del rey, se dirige contra el «poder despótico» concentrado en los ministros, contra el «poder arbitrario» de los ejecutores de la voluntad real. La hostilidad contra ellos provino de los dos sectores en pugna con el poder rígidamente centralizado: los estamentos privilegiados y la nueva burguesía ilustrada. La tensión se hace notoria con la desfallecida personalidad política de Carlos IV (v.), cuyo poder confió al príncipe de la Paz, Manuel Godoy, durante la gran crisis de la Revolución y del Imperio napoleónico.
     
      Al extenderse el campo de la crítica, gracias a la propaganda de los beneficios de la Ilustración que los mismos monarcas favorecieron, y al ampliar sus efectos la ideología liberal en el campo político, la persona y la autoridad del monarca quedaron marginados al principio, pero la autoridad de los ministros y el mismo poder delegado del que hacían uso desataron los ataques contra el «d. ministerial». Siguió el examen del alcance y de los límites del poder real y sobre la constitución de la monarquía bajo la excitación de la propaganda revolucionaria difundida desde Francia y que tuvo su acogida en la nueva generación política de los a. 1790 en adelante. Los escritos de Peñaranda (Sistema político-económico); las Cartas político-económicas al Conde de Lerena, de León de Arroyal; las Cartas sobre los obstáculos, e..., del conde de Cabarrús al príncipe de la Paz; los escritos de Jovellanos, Pérez Villamil, Hermida, Martínez Marina, Joaquín Lorenzo Villanueva, etc., desencadenaron la crítica del d. i. sobre vías distintas: renovadoras, reformadoras o innovadoras y revolucionarias que llevarían a la revolución política de 1808, en la que se impuso la tesis de que no existía una constitución política del reino que regulase el ejercicio de los derechos y de los deberes de los españoles, conculcados por el poder absoluto del monarca. La defensa del poder absoluto tuvo, como definidores más destacados, al P. Aguado, al P. Ceballos, al P. Vélez y a Vinuesa, víctima este último de las turbas liberales, en 1821, y todos ellos mantenedores de la doctrina del origen divino del poder formulada por Bossuet.
     
      V. t.: ABSOLUTISMO; TIRANfA; DESPOTISMO.
     
     

BIBL.: V. PALACIO ATARD, El despotismo ilustrado español, «Arbor» 22, 1947; C. ALCÁZAR MOLINA, El despotismo ilustrado en España, «Bulletin of the International Commitee of Historical Sciences» 1, 1933; L. SÁNCHEz AGESTA, El pensamiento político del despotismo ilustrado, Madrid 1953; C. E. CORONA, La doctrina del poder absoluto en España en la crisis del XVIII al XIX, Oviedo 1962; M. LHÉRITIER, Le róle historique du despotisme éclairé, «Bulletin of the International Commitee of Historical Sciences» 1, 1928; G. BRUNN, The Enlighteened Despots, Nueva York 1929; P. HAZARD, El pensamiento europeo en el siglo XVIII, Madrid 1946; CH. MORAZE, Finance et despotisme, «Annales», julio-septiembre 1948; P. KLASSEN, Die Grundlage des Aufklürten Absolutismus, Jena 1929; P. SAGNAc, La rénovation politique de I'Europe au XVIlle siécle, París 1926; J. BENEYTÓ, Historia de las doctrinas políticas, Madrid 1948; W. NAEF, La idea del Estado en la Edad Moderna, Madrid 1947; F. HARTUNG, Die Epochen der Absoluten Monarchie in der neueren Geschichte, «Historischenzeittschrift» 145, 1931; E. CASSIRER, La filosofía de la Ilustración, México 1950.

 

C. E. CORONA BARATECH.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991