Filósofo francés, representante del pensamiento racionalista. N. el 31
mar. 1596 en La Haya de Turena. Estudia en el Colegio de La Fléche, de los
jesuitas (1604-12). Posteriormente hace una crítica de su educación
escolástica en el Discurso. Conserva, sin embargo, afecto a sus maestros,
especialmente al P. Mersenne, con el que se sigue carteando muchos años.
En 1618 se alista en las tropas del príncipe Mauricio de Nassau que,
aliado con Francia, combate en la guerra de los Treinta Años. Más tarde,
sirve en el ejército del católico Maximiliano de Baviera. Durante esta
campaña, el 10 nov. 1619, en una pequeña aldea alemana cerca de Ulm, tiene
el célebre sueño que ha de cambiar, en su opinión, al mundo de la
filosofía. En acción de gracias decide peregrinar a Loreto. Vuelve a
Francia en 1622. Con el propósito de encontrar mayor tranquilidad se
traslada a Holanda en 1628.
La idea del método la desarrolla por primera vez en las Regulae ad
directionem ingenii (1628), que no se publicarán hasta 1710, bastantes
años después de su muerte. Cuando está a punto de dar a la imprenta el
Traité dtt monde (1633), se entera de la condenación de Galileo y retrasa
su aparición, pues él también comparte la tesis copernicana del movimiento
de la Tierra alrededor del Sol. Pocos años después (1637), son conocidas
por el público algunas partes fundamentales de su pretendido Tratado del
mundo: Dioptrique, Météores y Géométrie, a las que prologa con el Discours
de la méthode. Escribe en latín las Meditationes de prima philosophia
(1641) que constituyen un tratado de metafísica. Antes de su publicación
las remite al P. Mersenne para que las envíe a los doctos, y añade al
texto las objeciones de éstos y sus propias respuestas. Ante la oposición
que su doctrina encuentra en los ambientes académicos holandeses piensa
regresar a Francia; pero, convencido por su amigo Chanut, cambia de
propósito y marcha a Suecia, donde la reina Cristina estaba muy interesada
por su filosofía. No había abandonado aún Holanda cuando entregó para su
publicación Les passions de l'átrte (1649). Al poco tiempo de su llegada a
Suecia, m. en Estocolmo el 11 feb. 1650.
1. Sentido del pensamiento cartesiano. D., al igual que Montaigne,
quiere filosofar a partir de una reflexión autobiográfica. Al analizar su
ejercicio personal de la razón desea llevar a cabo una extensión universal
de los principios que encuentre. D., sin embargo, llega a conclusiones
distintas a las de Montaigne, lejos del escepticismo sustentado por éste.
De una vez para siempre quiere fundar el método que garantice la certeza
del conocimiento. Personalmente desea ser un innovador. Cualquier alusión
que ponga en tela de juicio la novedad del hallazgo le molesta
profundamente. La filosofía -piensa- no ha seguido un continuo camino de
avance por carecer del método adecuado: su obra le permite enderezarse
definitivamente. E. Gilson ha mostrado en Le róle de la pensée médiévale
dans la formation du systéme cartésien que, pese a esta actitud de
independencia, en D. hay una abundancia de temas, argumentos y soluciones
filosóficas extractadas de la filosofía medieval. La idea tan extendida de
que desde los griegos hasta el sistema cartesiano existía un vacío en el
pensamiento occidental se ha venido abajo con los recientes estudios de la
crítica histórica. Para muchos investigadores, lo que lleva a cabo D. es
el cambio de método para mejor defender la religión. Queda, por tanto, una
temática cristiana sin el andamiaje de la filosofía griega. En todo caso,
D. significa el comienzo de un racionalismo en época moderna, por la
acentuación del carácter personal de su pensamiento y por la motivación
científica y no teológica que le lleva a filosofar.
Uno de los puntos más debatidos en torno a la figura del pensador
francés es su religiosidad. La expresión «larvatus prodeo» (que, para
nuestro uso, traduciremos «avanzo ocultándome») que usa en una carta, ha
suscitado la teoría de que no quiso manifestar claramente su modo de
pensar para no ser condenado por la Iglesia. Si aceptamos este enfoque,
hay en la filosofía cartesiana como dos planos: el pensamiento explicitado
y el escondido. Impresión parecida la tuvieron personajes próximos a su
tiempo. Bossuet, en una carta, decía que «Descartes siempre ha temido la
represión de la Iglesia y, para evitarla, ha sabido tomar precauciones
excesivas». En nuestro siglo, Le Roy, Cassirer, Gouhier, Blanchet, Gilson
y otros han intervenido sosteniendo diversas tesis. Le Rey cree que se
trata de una filosofía enmascarada; Cassirer distingue entre D. como
filósofo y en cuanto hombre que busca la pax fi dei; Gouhier, Blanchet y
Gilson coinciden en que el pensamiento de nuestro autor está fielmente
reflejado en sus escritos. Debe reconocerse, empero, que son en algún modo
fundadas las sospechas de sinceridad. En primer lugar, el poco valor que
otorga a la especulación teológica, que, según él, nada añade para
esclarecer el contenido de la fe. Cree que con su método racional va a
conseguir más en pro de la religión que todos los escolásticos juntos con
sus inútiles disputas. También la prudente retirada del Tratado del mundo
al ser condenado Galileo, la búsqueda constante del apoyo de teólogos,
amigos suyos, pueden provocar la sospecha de una conducta doble. No es
éste el sentido correcto. D. afirma que su método permite demostrar mejor
que otro la existencia de Dios con plena convicción. Ahora bien, su
demostración es, en el mejor de los casos, meramente racional. Desde el
punto de vista de la religión cristiana es conformista, como le ocurre a
Montaigne. En una oportunidad le contestó al pastor protestante Revius
diciéndole que tenía la religión de su rey, la religión de su nodriza.
2. El problema del método. Cuando estudiaba en La Fléche dedicó
especial atención a las matemáticas. En todos los colegios de jesuitas era
gran autoridad en esta materia el P. Clavius. En Obras matemáticas dejó
escrito que «las disciplinas matemáticas demuestran y justifican con las
más sólidas razones todo lo que traen a discusión, de forma que
verdaderamente engendran ciencia y expulsan por completo todas las dudas
de la mente del estudiante». Añadía a continuación una serie de
reflexiones sobre la inseguridad del saber filosófico, para concluir:
«están las disciplinas matemáticas dedicadas con tal exclusividad al amor
y al cultivo de la verdad, que nada es admitido en ellas de falso o de
meramente probable siquiera... No hay duda de que a las matemáticas
corresponde el primer lugar entre las ciencias». Precisamente, en el rigor
deductivo de los razonamientos geométricos encuentra D. el primer
principio de su método: la evidencia. Evidencia que es claridad (decir lo
que una cosa es) y distinción (señalar lo que no es). Se llega al
conocimiento de algo que es evidente mediante la intuición, entendida como
enfrentamiento directo de la razón con su objeto. La segunda regla es el
análisis, o división de cada dificultad en tantas partes como sean
precisas para alcanzar la plena inteligibilidad. La tercera es la síntesis
que consiste en ir de lo más fácil a lo más difícil, es decir, que se
imponga un orden en los pensamientos. La cuarta y última es la enumeración
de los aspectos de un problema, de forma que se adquiera la seguridad de
no omitir nada.
Cuando busca la ciencia que le sirva para guiar a la razón,
considera que ni la lógica tradicional, ni el análisis geométrico de los
griegos, ni el álgebra de los modernos le sirven. Las matemáticas no se
han aplicado a la realidad. Él intentará conseguir una «mathesis
universalis», apta para todas aquellas ciencias que tengan que ver con el
orden y la extensión, o, al menos, con el orden. Todas las ciencias se
regirán por los principios de la matemática. Este es el fin de la
independencia del saber filosófico, que se convierte en la primera
explicación, más amplia y general, del ser que acaba de someterse a una
cuantificación. Es el enfrentarse con la metodología general del saber.
3. El «cogito» y la duda metódica. De acuerdo con la primera regla
de la evidencia, no se puede aceptar nada sin que se imponga con claridad.
Debo realizar una abstención de los contenidos objetivos. En efecto, éstos
muestran una doble dimensión en cuanto representaciones y en cuanto
objetos representados. Las representaciones son manifiestas, pero su
realidad ya no lo es. Es preciso indagar una primera evidencia que sea
indudable, a partir de la cual se pueda deducir la existencia de otras
cosas. Puedo dudar de la existencia de mi cuerpo, del mundo, de otros
seres, pero no puedo dudar de que pienso de que en mi pensar dudo.
«Pienso, luego existo». La formulación de la primera evidencia («luego»
consecutivo) no nos debe engañar. Es una intuición, no un razonamiento. El
«cogito» es el punto de partida de la filosofía cartesiana y de toda la
filosofía moderna. Ya no es el mundo sensible lo primero hallado: la
realidad primeriza, evidente de por sí, es el sujeto.
La duda metódica tiene dos momentos. El primero, teórico, que es el
reconocimiento de la incertidumbre de nuestros pensamientos; el segundo,
práctico, por el que suspendemos el juicio acerca de su realidad. Duda que
es metódica o universal, porque no admite a priori la existencia de ningún
objeto. Pero es una no admisión metódica, lejana a cualquier escepticismo.
Más aún, D. quiere poner fin a toda actividad escéptica con un nuevo
fundamento del saber. Si de alguna manera se quisiera establecer una
crítica a D. sería del lado de la evidencia y de su supuesto teórico que
es la geometría. La evidencia es anterior al «yo pienso»; es la medida de
su realidad, a la vez que se nos muestra como algo que se deduce de la
primera intuición que tiene el hombre. La evidencia y la realidad del «cogito»,
teóricamente, deberían ser la luz y lo iluminado, que se captan como un
todo en ese primer conocimiento. Sin embargo, es muy discutible que sea el
principio de todo saber. Además, la evidencia es concebida more
geométrico. La existencia que se nos impone como realidad, sea de la
conciencia o del mundo exterior, se halla revestida de oscuridad. El
conocimiento claro es el propio de la esencia. Mas éste es posterior y
supone un conjunto de reflexiones que distan mucho de ser lo primero
conocido. Queremos dar a entender con las consideraciones precedentes que
el «yo pienso» es evidente, pero no claro. D. desea mostrar que es lo
primero, en el sentido de que toda realidad se hace evidente desde ésta,
alcanzada en primer lugar.
4. San Agustín y Descartes. Cuando Arnauld leyó la argumentación en
torno al «yo pienso», se apresuró a comunicar a su amigo que hallaba un
precedente en S. Agustín. A D. no le satisfizo esta alusión. No necesitaba
ser avalado por el prestigio del obispo de Hipona; era muy consciente del
papel que le correspondía en la historia del pensamiento. Alegó que S.
Agustín lo utilizaba con propósito distinto para demostrar la presencia de
la Trinidad en el alma. Mientras que para él era un principio metódico. D.
da ciertamente al cogito un alcance que no le atribuye S. Agustín,
haciendo de él un principio total de filosofar y abriendo así la vía al
racionalismo (v.). De todas maneras puede recordarse que S. Agustín se
sirvió de su «dudo, luego existo» para demostrar la existencia del alma,
de Dios y del mundo como lo hizo el mismo D. (cfr. Gilson, o. c.).
5. Las ideas. Pueden ser innatas, adventicias y facticias. Innatas
son las que se poseen sin el recurso de la experiencia. Adventicias las
que tienen su origen precisamente en ella. Las facticias son las
producidas arbitrariamente por el propio espíritu. ¿Cuáles se poseen sin
necesidad de referirse al mundo exterior? Las del «cogito», de Dios y de
la extensión. Visto como se llega al yo inmanente nos quedan por analizar
las ideas de Dios y de extensión. En la captación problemática de mi ser
personal, advierto que sobre éste gravita la duda. La duda reclama para su
definición lo indudable, lo seguro, lo perfecto. Dudar implica lo no
dudoso. Existe en mí esa idea de perfección implícita en la duda. Pues
bien, una idea de dicha naturaleza debe tener una causalidad
proporcionada, es decir, perfecta. Es un argumento que se basa en la
causalidad externa, en un cierto ejemplarismo ontológico. Como una
consecuencia de esta primera prueba, se sigue la segunda, fundada en la
imperfección del yo, que no puede haber producido algo que le exceda en su
naturaleza. El argumento ontológico, tercero, cierra la serie de posibles
demostraciones. Del análisis de la idea del ser perfecto, necesario, se
sigue que constituiría una imperfección, algo contradictorio, su
inexistencia. Se mantiene así en la tradición que inauguró S. Anselmo de
Canterbury (v.). Habla también D., en relación con nuestras
incertidumbres, de un genio maligno que tal vez nos engaña. Dios mismo no
puede engañarnos porque dejaría de ser Dios; ahora bien, es posible la
existencia del mencionado genio maligno. De ahí, precisamente, la
necesidad de las pruebas de la existencia de Dios.
La idea de extensión es también innata. La extensión consta de
partes, tal como lo vemos en las figuras geométricas, que son
independientes de la experiencia. Si bien en la filosofía tradicional se
entendía que las matemáticas pertenecían al segundo grado de abstracción,
en el que se retenía la cantidad extraída de los cuerpos sensibles, D.
convierte todo el saber geométrico en algo a priori. Si es de por sí
independiente de la materia, algo propio del espíritu se adecúa
perfectamente a éste, es decir, es una idea innata.
6. El mundo material. En la idea de extensión hay un adelanto del
mundo material, como el laboratorio de observación es la conciencia,
habremos de hallar en ésta el dato indicador de su existencia. En efecto,
observamos que no todos los objetos de conciencia están dotados de la
claridad propia de las ideas innatas. El mundo exterior no es algo de
naturaleza espiritual, forjado exclusivamente por el yo, sino que debe ser
causado en algún modo desde fuera. ¿Cómo se realiza este influjo causal?
D. no aporta una solución ampliamente satisfactoria. De todos es sabido
que su planteamiento deja abierto, entre otros, el problema de la
comunicación de las sustancias. Consiste el problema en explicar cómo dos
modos de ser, de suyo tan distintos (la realidad pensante y la realidad
extensa), pueden entrar en conexión. Con nuestro conocimiento del mundo
material, ingenuamente aceptado hasta la filosofía moderna con algunas
excepciones, entra en crisis. Sostiene, con cierta timidez, que la
comunicación se efectúa a través de la «glándula pineal», pero con ello
sigue en pie el problema de la comunicación. Malebranche recurrirá después
al ocasionalismo; Leibniz, a la armonía preestablecida; Spinoza, a la
sustancia única con dos modos: extensión y pensamiento.
¿Cuál es la esencia de ese mundo material, exterior? La extensión,
el constar de partes reales. D. divide las sustancias en pensamiento y
extensión (res cogitans, res extensa). Todos los restantes accidentes que
reconocía la metafísica son vacuos (cualidad, hábito, acción, pasión,
etcétera). La misma cantidad o extensión se convierte en un modo
sustancial más que en un accidente. Solamente existe en el mundo físico la
extensión y el movimiento. La teoría, vieja por lo demás, que reduce los
cambios a lo cuantitativo se conoce con el nombre de mecanicismo (v.).
Pero el mecanicismo de D. es geométrico, es decir, deja de lado todas las
cualidades sensibles que no sean pensables geométricamente, o sea, la
extensión y el movimiento. Además, este mecanicismo cartesiano se
diferencia del atomismo (v.) antiguo al estimar que todas las variaciones
del mundo material se realizan de acuerdo con unos límites iniciales de
extensión y movimiento establecidos por Dios. Galileo y algunos
científicos partieron del postulado de la regularidad y simplicidad del
comportamiento de la Naturaleza: el movimiento uniforme, el movimiento
uniformemente acelerado. La Naturaleza es como un libro en el que Dios lo
hubiese escrito todo con la máxima claridad, es decir, un mundo en sumo
grado racional.
7. Psicología. La teoría cartesiana de la vida es también
mecanicista. Lo es de modo total respecto a plantas y animales, que son
puros autómatas, pertenecen a la realidad extensa y carecen de la más
mínima realidad pensante (es decir, no tienen siquiera verdadera
sensación). En cuanto al cuerpo humano, sus movimientos son también
mecánicos, aunque mucho más pequeños y complejos que los de las máquinas
(los elementos corporales que causan los movimientos del cuerpo humano son
llamados «espíritus animales»). Ahora bien, el hombre es para D. más que
cuerpo; en cuanto piensa y habla, es alma, la cual es ya una realidad
irreductible al cuerpo y distinta de él. Esta imagen escondida del hombre
lleva a D. al problema de la comunicación de cuerpo y alma, al que ya nos
hemos referido.
8. Ética provisional. No llegó a presentar una visión ética
completa. La ética es provisional y está contenida en el Discurso del
método, 111, y confirmada por las Cartas a la princesa Isabel y por el
Tratado de las pasiones. En tres principios puede resumirse: 1) atenerse
al uso de cada país, a la observancia de las normas políticas y religiosas
de cada Estado; 2) armarse de resolución para seguir aquellos juicios que
la conciencia propone; 3) vencerse a sí mismo más que confiar en la
fortuna, o en los acontecimientos externos sobre los que no cabe control
alguno.
Se llama provisional porque así como en el saber es preciso superar
la duda, en el obrar no caben dilaciones: se actúa como si fuesen válidos
los postulados. Cuando el hombre yerra se debe a que otorga su
asentimiento a juicios sobre cosas que no son evidentes, claras. En cuanto
se ve con claridad, se asiente necesariamente. La posibilidad de errar se
fundamenta en el libre albedrío: cabe una suspensión del juicio, como ha
hecho D. con la duda metódica, como cabe correr el riesgo de asentir y
equivocarse. Lógicamente, el más alto grado de libertad consiste en
formular positivamente el juicio cuando las ideas son claras y en
abstenerse en el caso de que sean confusas. El problema de la libertad le
lleva a encararse con la debatida cuestión de la «ciencia media», o dicho
de otra manera, cómo actúa Dios en los seres cuando la naturaleza es
racional y libre. Se acerca a la solución de Molina (v.) al apreciar una
voluntad absoluta, por la que quiere que todo suceda como ha sucedido, y
otra relativa, por la que quiere que se alcance mérito o demérito según la
conducta de cada hombre. No deja de ser la solución un describir los
términos del problema más que el solventarlos.
9. Las pasiones. Uno de los problemas que se siguen de la separación
de las sustancias es de carácter psicológico: ¿Cómo puede repercutir el
cuerpo sobre el espíritu, o el espíritu sobre el cuerpo? La respuesta se
llama pasión. Ya vimos anteriormente que se llega al conocimiento del
mundo exterior al observar las perturbaciones que impiden la claridad en
la órbita de la conciencia. Ello nos hacía suponer una causa exterior,
ajena al espíritu, que es luz y diafanidad. En el Tratado de las pasiones,
27, se las define del siguiente modo: «luego de haber considerado en qué
se diferencian las pasiones de todos los demás pensamientos del alma, me
parece que, en general, se las puede definir como aquellas percepciones,
sentimientos o emociones del alma, que se refieren particularmente a ella
y que son causadas, mantenidas y fortificadas por algún movimiento de los
espíritus». Hay varios puntos a desarrollar en esta definición: 1) qué es
eso del movimiento de los espíritus que causan y mantienen las pasiones;
2) por qué son percepciones; 3) qué significa ese carácter de referirse al
alma misma. Las pasiones son ante todo estímulos, entendiendo por tales
los que afectan no sólo al cuerpo sino también al alma. Las pasiones
permiten la comunicación con la materia en ambos sentidos, porque pueden
ser causadas por un acto del alma, por el temperamento corporal o por la
imaginación. La corriente sanguínea, cuyo centro es el corazón, produce
una serie de estímulos que llegan al cerebro y a través de la glándula
pineal transmite los espíritus al alma, espíritus que quieren dar a
entender el germen de intencionalidad que puede contener el cuerpo. Por
tanto, las pasiones fundamentan la percepción u objetivación de lo
corpóreo: son como instrumentos del conocimiento. Aunque, sin duda, no se
presenten exentas de peligro si la voluntad no las controla. Cabría una
objetivación deficiente motivada por un asentimiento precipitado de la
voluntad. Se refieren al alma misma porque, aun siendo algo inicialmente
corpóreo, generan el contacto trascendente con el exterior por parte del
espíritu, que en cierto modo es inmutado. Pueden dividirse en primarias y
derivadas. Las seis primarias son: admiración, que se encuentra a medio
camino entre la inteligencia y las pasiones, pues es una consecuencia de
la pasividad o apertura del entendimiento; amor y odio ante lo útil o lo
nocivo; deseo ante un mal y un bien futuro; alegría y tristeza que son el
resultado de la acción en nosotros de los objetos útiles o nocivos.
V. t.: RACIONALISMO; MODERNA, EDAD III.
BIBL.: Obras: Reglas para la
dirección de la mente, Madrid 1966; Meditaciones metafísicas, Madrid 1960;
Discurso del método, ed. bilingüe de la Univ. de Puerto Rico 1960;
Discurso del Método, Madrid 1965; Las pasiones del alma, Madrid 1965;
Oeuvres Complétes, París 1964-65, ed. ADAM-TANNERY; Discours de la Méthode,
París 1947, ed. comentada por E. GILSON.
J. M. GUASCH BORRAT.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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