DERECHOS DEL HOMBRE. ESTUDIO GENERAL.


Los principios del Derecho natural conocidos como d. del h. son la consecuencia directa e ineludible de una concepción humanista de las instituciones sociales y jurídicas, así como de la cultura en general; y son también los corolarios de la idea de la dignidad de la persona humana (v. PERSONA).
     
      l. Jerarquía de valores. El problema principal para la filosofía política y para la estimativa jurídica es aclarar la jerarquía entre los valores que deban ser tomados en cuenta para la elaboración del Derecho justo. Y, dentro de este problema general, la cuestión más importante es la de cuál sea el valor de la personalidad individual en relación con los demás valores que también deben ser considerados por el Derecho.
     
      Se trata de saber cuál deba ser el supremo principio ideal orientador del Derecho (y, por consiguiente, el supremo fin del Estado). Se trata de saber si el Derecho tiene tan sólo sentido y justificación en la medida en que representa un medio para cumplir los valores que pueden realizarse en la persona individual, que es la única genuina que existe, y que tiene una misión ética trascendente. O si, por el contrario, el Derecho (y el Estado) serían un fin en sí, independientemente de los hombres reales individuales de carne y hueso (y con alma propia y exclusiva cada uno), los cuales funcionarían tan sólo como meros medios o instrumentos para la realización de ese fin transpersonal, que encarnaría en el Estado.
     
      Esta cuestión se inserta en otra de mayor volumen y alcance: la de la valoración de la cultura y de la sociedad en relación con el hombre (se entiende, con el único hombre que conocemos, que es el ser humano individual). Según el personalismo o humanismo, la cultura y las instituciones colectivas deben converger hacia el hombre y tomarle como substrato, pues sólo así tienen sentido y estarán justificadas; deben convertirse en condiciones o medios para que el hombre se eleve a los valores morales; deben estar al servicio del hombre. Según el transpersonalismo o totalismo, por el contrario, el hombre sería un mero instrumento para que se produjesen obras de cultura con substrato objetivo (ciencia, arte, técnica, etc.) o para el engrandecimiento del Estado, de modo que, así, los hombres quedarían degradados a pura masa o pasta al servicio de unas supuestas funciones objetivas que se realizarían en el poder, en la gloria estatal, en la raza, en la cultura, es decir, en magnitudes transpersonales (v. PERSONALISMO; HUMANISMO).
     
      Según el personalismo o humanismo, el Estado (y, por consiguiente, el Derecho) tendrá sentido sólo como un medio puesto al servicio de la persona humana (de las personas humanas individuales, que son las únicas auténticas, las únicas reales), como un instrumento para la realización de los fines de éstas. Lo cual podría expresarse, parafraseando unas palabras bíblicas relativas al Sábado: «el Estado por causa del hombre fue hecho y no viceversa». No es que la tesis personalista niegue que en la cultura, en el Derecho y en las instituciones sociales encarnen valores muy importantes; sino que lo que sostiene sencillamente es que esos valores que plasman en la cultura y las instituciones sociales (incluyendo al Estado), aun siendo muy altos, son inferiores a los que se realizan en la conciencia individual (los valores éticos y religiosos).
     
      Por el contrario, el transpersonalismo o antihumanismo afirma que en el hombre encarnan valores tan sólo en cuanto es parte del Estado o es vehículo de los productos objetivados de la cultura; es decir, el hombre individual como tal carece de una dignidad propia, y tan sólo se considera valorativamente cuando sirve de modo efectivo a unos fines transpersonales del Estado (gloria, poder, conquista, etc.) o de las obras objetivadas de la cultura.
     
      El personalismo ha sido y es la base de la civilización cristiana. Cuando se habla de civilización cristiana no se trata de mezclar la religión con la filosofía, ni de referirse al cristianismo solamente como fe religiosa; antes bien, se apunta sobre todo a las repercusiones profundas que el cristianismo produjo en todos los sectores de la vida.
     
      Según el dominico Ducatillon, y también de acuerdo con Maritain, las notas de una civilización cristiana son: 1) superioridad de la persona individual sobre el grupo; 2) igualdad fundamental de todos los hombres; y 3) fraternidad. El concepto cristiano del bien común (v.) no se refiere al grupo, en tanto tal, sino al bien personal de cada uno y de todos los seres humanos. Claro es que la civilización y la cultura occidentales constan de muchos otros ingredientes, entre los que figuran también otras raíces humanistas o personalistas (V. CIVILIZACIÓN Y CULTURA). Sobre la base y dentro del marco de la civilización cristiana, se han producido variadas floraciones humanistas o personalistas.
     
      Recordemos la luminosa afirmación en el Evangelio de que el negocio más importante que tiene el hombre en su vida es el de su propia salvación. Ahora bien, la salvación es siempre individual, aunque la misma pueda ser favorecida y ayudada por instituciones colectivas, primordialmente por la Iglesia. En todo caso, la concepción humanista o personalista implica el reconocimiento de que en la jerarquía de los valores, que pueden y deben ser realizados por el hombre, los valores individuales, esto es, los que se realizan en la persona y por la persona, tienen siempre un rango más alto que los que fincan en las instituciones sociales. Esto no significa de ninguna manera desconocer la gran importancia que tienen los valores realizados en las instituciones sociales. Significa tan sólo, que aun rindiendo el debido homenaje a los bienes que encarnan en las instituciones, tales bienes tienen una función instrumental de servicios o de condición para el cumplimiento de los valores más altos, que son aquellos que se realizan en el individuo. O con otras palabras: en la jerarquía de los valores que pueden ser realizados por el hombre, los más altos son los religiosos y los estrictamente morales. En apoyo del humanismo o personalismo, además de argumentos religiosos decisivos, tal y como se ha señalado ya, cabe aportar una estricta fundamentación filosófica de esta tesis.
     
      Se debe tener siempre presente que la vida humana auténtica o genuina, propiamente tal, es siempre la del individuo. La sociedad no es un ente con realidad substante, con existencia independiente de los individuos que la componen. Las únicas realidades substantes son los hombres que integran la sociedad. El gran error cometido por el transpersonalismo es que no se da cuenta de que la colectividad no tiene una realidad substante, de que no tiene un ser por sí y para sí, independiente del ser de los individuos que la componen. Por eso, la colectividad debe respetar al individuo, en el modo de ser peculiar de éste, en los valores propios que le están destinados, y reconocer su autonomía. El individuo no es pura y simplemente una parte del todo. Aunque sea, desde luego, necesariamente miembro de la sociedad, es al mismo tiempo superior a ella; porque es persona en el plenario y auténtico sentido de esta idea, lo que jamás podrá ser la sociedad. La colectividad carecería de sentido, si no se afirmase como un medio para los individuos.
     
      La cultura, como intención de acercarse a los valores de bondad, justicia, verdad, belleza, utilidad, poder, etc., tiene sentido tan sólo para aquel que no los posee de modo plenario- y que, sin embargo, siente la urgencia de esforzarse por su conquista. Por eso, la cultura no tiene sentido para la naturaleza inconsciente; ni para los animales, que no saben, pero no tienen conciencia de su ignorancia; ni lo tiene tampoco para Dios, que es por esencia Sabiduría y Verdad absolutas, Bien total, justicia suprema, Belleza íntegra, Poder infinito. ¿Para qué necesitaría Dios de la ciencia, si lo sabe todo en perenne actualidad; y de la moral, si Él es Bien puro; y del arte, si es Hermosura perfecta; 'y de la técnica, si es Omnipotente? Pero, en cambio, la cultura nos parece henchida de sentido, en tanto en cuanto la miramos como obra y función humana. Porque el hombre no sabe, pero necesita conocer; por eso construye la ciencia. Porque el hombre, que no alberga en sí la belleza pura, desea, sin embargo, emparentar con ella; por eso crea el arte. Porque la sociedad requiere ser organizada según la justicia; por eso elabora el Derecho. Porque el hombre es desvalido, pero experimenta la urgencia de aprovechar y dominar los elementos que le circundan; por eso produce la técnica; etc. Así, pues, el hombre es el centro nato de la cultura y su punto de gravitación final. Y como los valores supremos que a él pueden referirse con los religiosos y los éticos, de aquí que la idea de la dignidad personal debe reinar siempre sobre todas sus demás tareas.
     
      La sociedad humana está constituida por personas conscientes y libres. Por tanto, ningún todo puede superar a esas partes, que conservan cada una su autonomía. La sociedad humana no es un ser por encima de las personas, sino las personas mismas amándose, luchando, conviviendo entre sí. ¡Nada hay más encumbrado que la persona humana! ¡Sólo Dios, que también es personal! La afirmación vigorosa del sentido humanista no implica de ninguna manera un individualismo desenfrenado. El reconocer que los valores realizados en el individuo son siempre de rango superior a aquellos que se cumplen en las instituciones sociales, y en los bienes cristalizados de la cultura objetivada, no implica en modo alguno la imposibilidad de reconocer, al mismo tiempo, que los intereses egoístas del individuo deben ceder el paso a los del bienestar general. Adviértase que una cosa son los valores y otra los intereses. Así, p. ej., no puede haber ningún supuesto requerimiento del bien común que, justifique el atropello de la libertad de conciencia de un individuo; porque no hay, ni habrá jamás, ningún valor colectivo superior, ni siquiera igual en rango, al valor que tiene la libertad de conciencia de un individuo, pues esa libertad es la condición para que pueda realizarse la más noble esencia de lo humano, su sentido religioso. Por tanto, ninguna necesidad del bien común puede servir de base para infringir ni siquiera en un solo caso la libertad de conciencia de una persona individual. Pero, en cambio, cuando se trata de intereses, entonces entre éstos, los que pertenecen al bien común (o bienestar general) deben prevalecer sobre los meramente particulares; p. ej., para remediar necesidades colectivas es lícito aumentar los impuestos o cargas fiscales.
     
      Tampoco el humanismo debe implicar necesariamente solipsismo (radicalización del subjetivismo). El hecho de que degenerase en eso en algún periodo de la filosofía moderna (s. xvttt y comienzos del xtx) fue algo accidental y, además, incorrecto. El rechazar vigorosamente el conformismo animal que es propio de las doctrinas y actitudes transpersonalistas, totalistas (y sobre todo de las totalitarias), no debe forzosamente conducir al aislamiento en soliloquio. Por el contrario, debemos reconocer que estamos ligados inseparablemente a un mundo concreto; cada cual a su propia alma y a su propio cuerpo; a su familia, a su nación, al ambiente socio-cultural de su época; a las disponibilidades que la técnica ofrece; a una herencia cultural. En el mundo existen nuestros prójimos, los cuales no son entidades abstractas, sino seres concretos, con peculiares caracteres y hermanos nuestros como hijos todos de Dios. Toda esa compleja circunstancia y el hecho de habernos hallado un día insertos en ella constituyen para cada ser humano un destino ajeno a su querer. Pero dentro de esa circunstancia y con ella, cada individuo tiene que ir hilando el argumento de su propia vida; debe abrir paso a su vocación individual, construir su existencia, realizar el proyecto que cada uno es potencialmente.
     
      2. Dignidad de la persona humana. El pensamiento de la dignidad consiste en reconocer que el hombre es un ser que tiene fines propios suyos que cumplir por sí mismo, o, lo que es igual, diciéndolo en una expresión negativa, la cual tal vez resulta más clara: el hombre no deber ser un mero medio para fines extraños o ajenos a los suyos propios. Aunque esta formulación evoca unas palabras de Kant, no está de ninguna manera ligada necesariamente a la doctrina de ese filósofo; porque Kant, al definir la dignidad del hombre, no expresó una peculiaridad de un sistema, sino que, al sostener que el hombre es un fin en sí mismo, un autofín, con ello presentó de modo claro y conciso una idea que estaba generalmente aceptada desde muchos siglos atrás, una idea que aparece en el Antiguo Testamento y que adquiere máximo relieve y posición central en el mensaje cristiano del Evangelio. En el Antiguo Testamento leemos que «el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios». Al mismo tiempo, aparece la idea de la igualdad de todos los hombres en cuanto a dignidad. Todos los seres humanos, viejos o jóvenes, varones o hembras, libres o siervos, deben ser tratados igualmente como hijos de Dios, creados a la imagen y semejanza de Éste. Tal doctrina resulta todavía más profundizada y vigorizada en el Nuevo Testamento, donde obtiene su máximo alcance, en virtud de la fe en Jesucristo como Redentor de todos los hombres y de todos los pueblos. En Jesucristo tiene la humanidad su origen común, así como su destino común. Para quien cree en Jesucristo, no hay «ni judíos, ni griegos, ni esclavos, ni libres, ni hombres, ni mujeres», sino que en la fe todos son lo mismo, identificados con Cristo, en el cual se hizo manifiesto el verdadero ser de Dios juntamente con el verdadero ser del hombre.
     
      Esa idea de la dignidad es peculiarmente característica de la cultura cristiana; pero no únicamente exclusiva de ella. Esta idea había aparecido en el antiguo pensamiento chino. También hallamos la idea de la dignidad humana, aunque frustrada en cuanto a sus consecuencias de libertad igual para todos, en el enfoque del hombre por la filosofía de la Grecia clásica. En ésta, sólo los estoicos reconocieron la igualdad de todos los seres humanos. Pero fue con el cristianismo, como se ha indicado ya antes, cuando la idea de la dignidad de la persona individual adquirió su máximo relieve y su posición central. El hombre, todos y cada uno de los hombres, sin excepción, han sido creados por Dios como hijos suyos, para que, después de haber cumplido con el orden moral en esta tierra, puedan obtener la bienaventuranza eterna; y todos los hombres participan en el beneficio de la Redención.
     
      Esta misma idea religiosa tiene su transcripción, o su versión, o su análogon, en el campo filosófico. Por las vías de la pura reflexión filosófica se puede llegar a establecer el mismo principio de la dignidad de la persona individual humana. Esto es lo que hizo Kant. Esto es lo que han llevado a cabo otros filósofos, p. ej., Max Scheler y Nicolai Hartmann, tomando como base su teoría de los valores morales, los más altos, y que se realizan en la persona individual, y sólo por la libre decisión de ésta. Ahora bien, por otra parte, todas esas elaboraciones puramente filosóficas no habrían sido posibles sin haber contado previamente con la idea cristiana de la dignidad del individuo humano. Aunque esas elaboraciones filosóficas hayan sido desarrolladas dentro del ámbito exclusivamente filosófico, en el fondo estuvieron dirigidas por el propósito de hallar argumentos para justificar la verdad proclamada por el cristianismo, la cual rebasó los confines de la religión para convertirse en un postulado básico de la cultura de tipo occidental.
     
      3. Proclamación de los derechos del hombre. Las revoluciones inglesa, norteamericana y francesa fueron los factores que procedieron en sus respectivos países a la proclamación de los d. del h., pero fueron, además, las fuentes de inspiración de todos los movimientos constitucionalistas en muchos otros pueblos de Europa, Hispanoamérica y otros continentes. Pues bien, todas las concreciones constitucionales de este tipo parten del supuesto de la creencia en unos d. fundamentales del hombre, que están por encima del Estado, los cuales tienen valor más alto que éste, y entienden que uno de los fines principales del Estado consiste en garantizar la efectividad de tales d. Esta doctrina de los «derechos naturales, inalienables, imprescriptibles, superiores al Estado» fue objeto de múltiples y varias críticas en el ámbito académico en la segunda mitad del s. xix y en los primeros decenios del xx. Tal doctrina fue censurada por los positivistas, quienes combatían esta tesis por ser expresión de una concepción iusnaturalista que ellos rechazaban, ya que negaban toda estimativa jurídica. Fue atacada también por los historicistas (ya desde comienzos del s. xix), porque éstos no admitían principios de validez universal y necesaria.
     
      Dicha doctrina fue también criticada dentro del campo de la teoría jurídica. Los positivistas, interpretando la expresión «derechos del hombre» como un conjunto de d. subjetivos, argüían que no puede haber propiamente d. subjetivos ni antes ni fuera del Estado, es decir, ni antes ni fuera de un «orden jurídico positivo». Hay un d. subjetivo cuando una norma de Derecho objetivo positivo lo establece, proveyendo una medida coercitiva contra el otro sujeto, que, con su conducta, desconozca o infrinja el d. subjetivo de una persona. Por tanto, recalcaban esos objetantes positivistas que no puede hablarse de d. subjetivos fuera del Estado ni por encima de éste.
     
      Quienes así argüían habían malinterpretado el sentido que la palabra «derechos» tiene en la expresión «derechos del hombre». Evidentemente, aquí la palabra «derecho» no es empleada en la acepción que tiene como d. subjetivo propiamente dicho, dentro de un orden jurídico positivo, según la explica la Teoría general del Derecho. Obviamente, cuando se habla de los d. del h., con el vocablo «derechos» no se piensa lo mismo que cuando uno se refiere a los d. que tiene el comprador según lo determinado en el Código Civil vigente, o a los d. políticos del ciudadano de acuerdo con la Constitución de un cierto país. Por el contrario, se piensa en otra cosa y, sobre todo, en un plano diferente del Derecho positivo. Se piensa en una exigencia ideal, la cual es formulada verbalmente diciendo «todos los hombres tienen el derecho, p. ej., a la libertad de conciencia», lo cual no expresa un d. subjetivo en el sentido técnico de estos vocablos, es decir, con posibilidad de hacerlo valer mediante el auxilio de los órganos jurisdiccionales y ejecutivos del Estado. Expresa que el Derecho positivo, todo orden jurídico positivo, por exigencia ideal, por imperativo ético, por exigencia del Derecho natural, debe establecer y garantizar en sus normas la libertad de conciencia. No se habla de un d. subjetivo dentro de un orden jurídico constituido, sino de un d. ideal en el campo del Derecho que se debe establecer, esto es, in re de iure condendo.
     
      En realidad, cuando la doctrina habla de d. del h., lo que hace es dirigir requerimientos al legislador, fundados en normas o en principios ideales, en criterios estimativos, en juicios de valor, en el Derecho natural, para que en el orden jurídico positivo emita preceptos que vengan a satisfacer esas exigencias.
     
      En el campo académico, desde mediados del s. xix hasta la II Guerra mundial, la doctrina de los d. naturales o fundamentales del h. era tratada con un cierto desdén por gran número de autores, como una especie de mito político, que desde luego había tenido en otra época una gran importancia práctica, pero que no podía ser tomado en serio doctrinalmente en el campo científico y filosófico. Pero el surgimiento de los Estados totalitarios de varios tipos (comunismo, fascismo y nazismo), los innumerables ultrajes que esos Estados cometieron contra la dignidad humana, los atentados que perpetraron contra los más preciados bienes de la cultura occidental, y la 11 Guerra mundial por ellos desencadenada, con un sin número de experiencias trágicas, abrieron los ojos de nuevo hacia la importancia de los d. naturales o fundamentales del h. Desde 1945 se ha desarrollado con amplitud y vigor crecientes un nuevo renacimiento de doctrinas de Derecho natural con varias orientaciones, pero con denominadores comunes, entre ellos la acentuación de los d. del h. Cierto que la estimativa o axiología jurídica quedó ya restaurada a comienzos del presente siglo por virtud de múltiples y variadas contribuciones, y que al correr de esta centuria la meditación sobre los valores fue conquistando rigor, profundidad y luces, muy superiores a las elaboraciones de otras épocas. Pero, en la segunda mitad del s. xx, se han producido nuevos desenvolvimientos de Derecho natural con extensión e intensidad mayores: nuevas modalidades neo-tomistas (p. ej., de Leclercq, Villey, Messner, Verdross, etc.), teorías con raíz en la filosofía de la existencia (Fechner, Maihofer, Welzel, etc.), contribuciones originales varias (Coing, Bodenheimer, Lon Fuller, Cahn, Legaz y Lacambra, etc.). Y, además, ha acontecido otra cosa: un pujante renacimiento de las meditaciones iusnaturalistas en el dominio de los estudios jurídicos; y, asimismo, en el terreno de las realidades políticas, tanto nacionales como internacionales.
     
      Esa devoción renovada a los principios de Derecho natural aparece en muchas de las nuevas Constituciones elaboradas después de la terminación de la II Guerra mundial, cuyos autores no titubearon en volver a hablar de los d. naturales del h., sin sentirse cohibidos por las críticas desenvueltas en el s. xtx contra esta idea. Y cuando en San Francisco, en 1945, se elabora y aprueba la Carta de las Naciones Unidas, en ésta, la protección internacional de los d. del h. aparece mencionada nada menos que siete veces: «promover el respeto a los derechos del hombre y a las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por causas de raza, sexo, idioma o religión». En cumplimiento de lo estipulado en la Carta, se estableció una Comisión de Derechos del hombre, la cual formuló un proyecto de Declaración universal de d. del h., que fue de nuevo discutido en la Comisión social del Consejo económico y social, y al fin aprobado y proclamado solemnemente por la Asamblea general el 10 dic. 1948.
     
      Lo que importa subrayar aquí es el hecho de que tanto la Carta de San Francisco como el texto de la Declaración universal de d. del h., revela un renacimiento muy vigoroso en el mundo de la tesis de que hay principios ideales, por encima del Derecho positivo y a los que éste debe plegarse, que son la base de lo que se llama d. fundamentales del h.; es decir, que a la luz de la estimativa jurídica, se debe proclamar la exigencia de que tales d. ideales sean convertidos en d. subjetivos dentro del orden jurídico positivo.
     
      A pesar de que la Comisión de Derechos del hombre de las Naciones Unidas tomó el acuerdo de eliminar de la Declaración toda referencia a supuestos doctrinales, resultó que el texto de ésta, tal y como fue finalmente proclamado, y sobre todo su preámbulo, contiene notoriamente vigorosos asertos iusnaturalistas. Seguramente esto era inevitable, a pesar de aquel acuerdo, pues el mero hecho de ponerse a elaborar una Declaración del d. del h. implica que se cree que, por encima de las determinaciones del Derecho positivo, por encima de lo que los Estados decidan, hay normas superiores a las que los poderes legislativos deben obedecer.
     
      Aunque no figura ninguna mención expresa respecto de la originaria raíz que la idea de los d. del h. tiene en el cristianismo, es patente que una gran parte de las sustancias de la Declaración universal está inspirada en los principios de la cultura de tipo occidental cristiano. Además, la idea de los hoy en día llamados d. básicos sociales, económicos y educacionales de la persona humana, entre otros, tiene como importante antecedente la doctrina social de la Iglesia católica expuesta en las encíclicas de los papas León XIII, Pío XI y Pío XII. Esta fecunda doctrina ha sido ampliada e intensificada en las encíclicas de Juan XXIII y Paulo VI.
     
      4. Derechos básicos de la persona humana. Los d. básicos de la persona humana suelen clasificarse en tres grupos: a) d. o garantías individuales (p. ej., libertad de conciencia y de pensamiento, de expresión, de cumplimiento autónomo de la propia misión, de elección de estado civil, de ocupación, profesión, oficio o trabajo, de circulación o movimiento, de domicilio, de propiedad, de inviolabilidad de la vida privada, incluso de la familia, de la morada y de la correspondencia, d. de libre reunión, de asociación para fines lícitos, etc.), b) d. democráticos (de reunión y asociación políticas, de acceso a los cargos públicos y de participación en el gobierno del propio país). c) d. sociales, económicos y culturales (al trabajo, a condiciones justas de trabajo, a un nivel de vida adecuado y decoroso, a la educación, a la participación en los bienes de la cultura, etc.).
     
      Los llamados tradicionalmente d. individuales son, en esencia, aunque no de modo exclusivo, d. de libertad, de estar libre de agresiones, restricciones e injerencias indebidas, por parte de otras personas, pero de modo especial por parte de las autoridades públicas. Por eso, principalmente, aunque no de manera exclusiva, consisten en una especie de barrera o cerca que defiende la autonomía del individuo humano frente a los demás y, sobre todo, frente a las posibles injerencias indebidas de los poderes públicos, sus órganos y sus agentes. Los d. individuales tienen predominantemente por contenido un «no hacer» de los otros individuos, y en especial del Estado y de los demás entes públicos. Consisten principalmente en un ser libre, en un estar libre, frente a los demás y frente al Estado, y en la protección que éste, el Estado, suministre a esas libertades.
     
      Los d. democráticos tienen un contenido positivo: una participación en la formación de los órganos del Estado, y en las actividades y decisiones de éstos; y el acceso a las funciones públicas. Por tanto, el objeto de estos d. democráticos es un actuar positivamente en las tareas del Estado, de modo directo o indirecto.
     
      Los llamados d. sociales (y económicos y culturales) tienen por objeto actividades positivas del Estado, del prójimo y de la sociedad, para suministrar al hombre ciertos bienes o condiciones. En contraste con los llamados d. individuales, cuyo contenido es «un no hacer», por parte de las demás personas y sobre todo de las autoridades públicas, resulta que, por el contrario, el contenido de los d. sociales consiste en «un hacer», «un contribuir», «un ayudar», por parte de los demás y especialmente por los órganos estatales.
     
      En términos generales, todos los d. son sociales. Pero cuando se habla de d. sociales como diferenciados de los individuales, entonces las palabras social e individual adquieren cada una de las dos otra significación más concreta y específica. Se llaman d. individuales aquellos que el hombre tiene a que se le reconozca, respete y garantice una esfera de acción propia, independiente o autónoma, e inviolable. Estos d. llamados individuales tienen como objeto predominantemente una conducta propia del individuo, la cual éste puede decidir libremente, p. ej.: la libertad personal; la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; la libertad de opinión y de expresión; la libertad de la vida privada y familiar; la inviolabilidad del domicilio; la libertad de circulación; etc.; o tienen como objeto garantías o defensas para la persona individual, p. ej.: de no ser sometido a esclavitud, a torturas, a desigualdades ante la ley; de no ser arbitrariamente detenido, preso y desterrado; de ser juzgado conforme a la ley con todas las garantías procesales; etc. Se dice que tales d. individuales versan de modo predominante, pero no exclusivo, sobre conductas propias del individuo como tal, porque, en efecto, el objeto de tales d. está constituido principalmente por los libres comportamientos positivos o negativos (acciones u omisiones) del individuo humano. Pero esto no acontece de un modo exclusivo, porque toda relación jurídica implica nexos sociales; y, entonces, resulta que el objeto de tales d. consiste en la omisión por parte de los demás y del Estado de cualquier acción que se interfiera con la esfera libre de la conducta individual. Además, la realización efectiva, la defensa y la garantía de tales d. individuales requiere instituciones públicas, p. ej., leyes, tribunales, ministerio público, autoridades ejecutivas, etc.
     
      En cambio, los d. sociales, que lo son también, desde luego, del individuo, tienen predominantemente como objeto o materia un comportamiento de cooperación positiva por parte de otras personas, y especialmente de la sociedad organizada. Desde cierto punto de vista, claro es que estos d. son también individuales, porque el titular de los mismos es el individuo. Pero se llaman sociales porque versan sobre aportaciones, contribuciones, asistencias, ayudas o condiciones que son suministradas por el Estado u otros entes públicos. El trabajo, la libre elección del trabajo, las condiciones equitativas y satisfactorias del trabajo, la protección contra el desempleo, el d. a igual salario por trabajo igual, la remuneración justa, el complemento de ésta por otros medios de protección social, el descanso y disfrute de tiempo libre, la limitación razonable de la jornada, las vacaciones periódicas pagadas, un nivel de vida adecuado, las condiciones que fomenten y defiendan la salud, los seguros contra accidentes sociales, los cuidados y asistencia especiales a la maternidad y a la infancia, etc., todos esos d. son posibles solamente en virtud de condiciones o de aportaciones suministradas por la organización jurídica de la sociedad. Mientras que, por el contrario, en los d, individuales se expresa predominantemente lo que la organización social debe no hacer.
     
      Adviértase que para caracterizar esta deuda positiva de los d. sociales se ha empleado no sólo la idea de «prestación de servicios», sino también la de «suministro de condiciones». La prestación de servicios por los entes públicos al individuo puede ser una de las formas mediante las cuales se satisfagan los d. sociales, pero no es el único modo posible. Los d. sociales pueden ser satisfechos también mediante otros procedimientos, p, ej., estableciendo condiciones que lleven a la realización de esos d. Pero en ambos casos, como también en los casos mixtos (servicios y condiciones), estos d. tienen como materia unas ciertas formas de organización social, las cuales hacen posible o suministran la realización de los fines inspiradores de tales d.
     
      La vida biológica del hombre, que desde luego es un hecho, constituye algo más que un mero hecho, comparado con los demás hechos de la naturaleza. Es también un d. Esto quiere decir que, socialmente, el hombre tiene el d. a no ser privado injustamente de la vida, a que ésta no sufra ataques injustos del prójimo o del poder público. E, incluso, según las interpretaciones que a este d. se dan en nuestro tiempo, puede llegar a significar algo más: que el individuo tiene el d. a ser ayudado por la sociedad a defenderse de los peligros procedentes de la naturaleza (p. ej., insalubridad), o provenientes de la combinación de factores naturales y sociales (p. ej., del hambre).
     
      Es pertinente mencionar que, entre los postulados de justicia de una sociedad civilizada, no basta con la protección para impedir que uno sea víctima de agresiones intencionales del prójimo; es necesario, además, contar con que los dedicados a determinadas actividades se comportarán de manera que no produzcan un riesgo irrazonable de daño al prójimo, y que quienes usan o manejan cosas cuyo control puede escapárseles, produciendo daño (animales, automóviles, máquinas, explosivos, etc.) ejercitarán todo el cuidado y tomarán todas las precauciones para evitar tales accidentes.
     
      5. Principio de la libertad individual. La idea de la dignidad de la persona individual implica necesariamente el principio de la libertad individual. Si el hombre es un ser que tiene fines suyos propios, si es un ser que constituye un fin en sí mismo, si es una creatura hija de Dios con la perspectiva de su autosalvación, y si esos fines pueden ser cumplidos tan sólo por propia decisión individual, resulta claro que la persona humana necesita una esfera de franquía, de libertad, dentro de la cual pueda operar por sí propia. Porque el hombre tiene fines propios que cumplir por su propia decisión, necesita el respeto y la garantía de su libertad, necesita estar exento de la coacción de otros individuos y de la coacción de los poderes públicos que se interfieran con la realización de tales finalidades, que le son privativamente propias.
     
      Hay, además, otro argumento para justificar la libertad jurídica del hombre. La libertad jurídica es esencialmente necesaria al ser humano, porque la vida del hombre es la utilización y el desarrollo de una serie de energías potenciales, de una serie de posibilidades creadoras, que no pueden ser encajadas dentro de ninguna ruta preestablecida. El desenvolvimiento de la persona sólo puede efectuarse por medio de las fuerzas creadoras latentes en el individuo humano. Aunque la sociedad y la autoridad sean esencialmente necesarias al hombre, ni la sociedad ni las instituciones son creadoras. Sólo la libertad personal hace al hombre desenvolver su propia persona. Cierto que, para este fin, el ser humano necesita ciertamente la ayuda de la sociedad, del Estado y del Derecho; pero únicamente el individuo mismo en su ámbito de libertad puede desenvolver sus fuerzas creadoras.
     
      La libertad, desde el punto de vista social y jurídico, tiene varios aspectos: unos negativos, es decir, de valla, de cerca, que defienden el santuario de la persona individual frente a injerencias de otros individuos y de los poderes públicos; y otros aspectos positivos, entre los cuales figuran los d. democráticos a participar en el gobierno de su propio pueblo; y los llamados d. sociales, económicos y culturales, gracias a los cuales obtenga las condiciones materiales y sociales, así como los servicios colectivos, para el libre desarrollo de sus propias posibilidades. Ahora bien, aquí importa subrayar sobre todo los aspectos negativos, es decir, la libertad jurídica, como una serie de barreras o defensas contra las trabas o los impedimentos, y contra las injerencias injustas de otros individuos o de los poderes públicos. Estos aspectos negativos del d. de libertad jurídica comprenden dos clases de defensa: a) defensa del individuo por el Derecho frente al Estado; y b) defensa del individuo por el Derecho frente a ataques de otros individuos, o frente a presiones sociales abusivas o indebidas, de convencionalismos, costumbres, etc. La libertad jurídica, consistente en hallarse libre de coacciones o injerencias indebidas, públicas o privadas, abarca múltiples aspectos, entre los cuales importa destacar los siguientes: a) libertad, consistente en ser dueño del propio destino, es decir, en no ser esclavo ni siervo de nadie, ni de ningún otro individuo, ni de una colectividad, ni del Estado. b) Seguridad de la persona. Aquí la palabra seguridad no se usa como expresión de la pura idea formal de la seguridad jurídica, sino en otro sentido. Significa seguridad en los d. a la dignidad, a la vida y a la libertad; seguridad en su propia vida, en la integridad física y moral, y en todas las manifestaciones.
      de la libertad jurídica individual. Entre otras, son concreciones de esta idea de la seguridad de la persona, como una especie de proyección de su libertad jurídica, las siguientes: d. a no ser sometido a torturas ni a penas o tratos crueles o inhumanos; d. a no ser sometido a tratos degradantes; d. a no ser objeto de ataques a la honra o a la reputación; d. a no ser arbitrariamente detenido, preso, ni desterrado; d. de ser oído públicamente y con justicia por un tribunal independiente e imparcial para la determinación de sus d. y obligaciones o para el examen de cualquier acusación en materia penal; d. a ser tenido por inocente mientras no se pruebe la culpabilidad, de acuerdo con la ley y en juicio público, en el que se hayan provisto todas las garantías necesarias para la defensa; d. a la propiedad, en la forma que las leyes dispongan; etc." c) Libertad de conciencia de pensamiento y de opinión, y libertad de expresión. d) Libertad para contraer o no contraer matrimonio y para contraerlo libremente con la persona que preste su consentimiento. e) Libertad de circulación o movimiento, tanto nacional como internacional. f) Libertad para elegir ocupación, profesión, oficio, o trabajo. g) Libertad de elección de domicilio. h) Inviolabilidad de la vida privada, de la familia, del domicilio y de la correspondencia. i) Libertad de reunión y de asociación pacífica para fines lícitos. j) Libertad de no ser obligado a participar en una reunión, ni pertenecer a una asociación.
     
      La autonomía personal. Esta libertad personal suele enunciarse en forma negativa diciendo que nadie debe estar sometido a esclavitud. Evidentemente, la esclavitud constituye la rotunda negación de la dignidad del hombre, de la libertad esencial a éste, de la igualdad básica de todos los seres humanos.
     
      Dentro de la esclavitud, que debe ser negada y prohibida sin ninguna reserva ni limitación, en términos absolutos, están incluidas: a) la esclavitud en la forma de la Antigüedad clásica, p. ej., tal y como la instituía el Derecho romano, que negaba la condición de personas a los siervos, quienes en principio quedaban reducidos a cosas propiedad de sus dueños, y la esclavitud que en América sufrieron los negros importados. b) Cualquier modo de servidumbre que niegue la dignidad de la gleba. c) El trabajo forzado tal y como, p. ej., se produjo en los campos de concentración nazis y existe todavía en los campos de la Unión Soviética. d) Toda otra situación, cualquiera que sea su nombre e independientemente de la apariencia que pueda presentar, que equivalga, o se asemeje, a la esclavitud o a la servidumbre, es decir, que niegue o menoscabe la dignidad y la libertad esencial de la persona individual.
     
      V. t.: IUSNATURALISMO; BIEN COMÚN; DOCTRINA SOCIAL CRISTIANA; JUSTICIA IV; LIBERTAD VI; PERSONA III; PROPIEDAD III; REUNIÓN, DERECHO DE I; SEGURIDAD SOCIAL III; SOCIEDAD III; TRABAJO HUMANO VI.
     
     

BIBL.: L. RECASÉNS SICHES, Tratado general de Filosofía del Derecho, México 1967, cap. 20; UNESCO, Derechos del hombre: estudios y comentarios en torno a la nueva declaración universal, México-Buenos Aires 1949; 1. MARITAIN, Los derechos del hombre y la ley natural, Buenos Aires s. a.; fD, El hombre y el Estado, Buenos Aires 1952; A. OSSORIO V GALLARDO, Los derechos del hombre, del ciudadano y del Estado, Buenos Aires 1946; H. LAuTERPACHT, The Law of Nations, the Law of Nature and the Rights of Man, Londres 1944; íD, International Law and Human Rights, Londres 1950; R. LAUN, Die Menschenrechte, Hamburgo 1948; K. RENNER, Die Menschenrechte, Hamburgo 1948; R. MACIVER, Great Expressions of Human Rights (A Series of Addresses and Discussions), Nueva York 1950; G. DEL VECCH[o, La declaración de los derechos del hombre y del ciudadano en la Revolución francesa, Madrid 1957, 168 ss.; A. BATAGLIA, Classici del Liberalismo e del Socialismo: Le Carte dei Diritti, 1946; F. HARTUNG, Die Entwicklung der Menschen und Bürgerrechte van 1776-1946, Berlín 1948; CATHOLIc AsSOCIATION FOR INTERNATIONAL PEACE, Timeless Rights in Modern Times, Washington 1948; 1. MESSNER, Ética social, política y económica, a la luz del Derecho natural, Madrid 1967; A. VERDROSs, La Filosofía del Derecho del mundo occidental. Visión panorámica de sus fundamentos y principales problemas, México 1962; M. IGLESIAS CUBRíA, El derecho a la intimidad, Oviedo 1970.

 

L. RECASÉNS SICHES.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991