CRISTIANISMO I.


No es fácil escribir una síntesis sobre tan amplio e importante tema, al que cabe aproximarse desde distintos puntos de vista, y cuyas repercusiones y derivaciones son enormes (religiosidad, espiritualidad, moral, historia, cultura, etc.). Dentro de esta Enciclopedia para los orígenes e historia del c., pueden verse: CRISTIANOS, PRIMEROS; ANTIGUA, EDAD II; MEDIA, EDAD II; MODERNA, EDAD II; CONTEMPORÁNEA, EDAD II; y también IGLESIA, HISTORIA DE LA. En cuanto al contenido salvador del c., véanse REDENCIÓN; SACRAMENTOS; SALVACIÓN IIIII; ESCATOLOGÍA IIIII; SOTERIOLOGIA, etc.; y, para el contenido y desarrollo doctrinal del mensaje cristiano, los artículos relativos a TEOLOGÍA en general, y a TEOLOGÍA DOGMÁTICA; TEOLOGÍA FUNDAMENTAL; TEOLOGÍA MORAL, etc., en particular; así COMO REVELACIÓN; FE; BIBLIA; TRADICIÓN; MAGISTERIO ECLESIÁSTICO; LEY DE CRISTO (LEY VII, 4). Sobre el c. en cuanto sobrenatural y revelado puede verse REVELACIÓN; JESUCRISTO; SOBRENATURAL; MISTERIO, etc. Además de los artículos sobre JESUCRISTO, son también fundamentales para la comprensión del c. los artículos sobre IGLESIA, junto con los demás a los que, desde esa voz, se remite.
      Se presenta aquí un ensayo de síntesis, fenomenológico teórico, sobre lo que puede designarse como esencia del c., y sobre su originalidad respecto. a las demás religiones, en particular respecto al judaísmo y a las religiones helénicas. A lo largo del artículo se han procurado hacer las oportunas remisiones para completar los temas más fundamentales.
      1. Cristianismo y judaísmo. El c. es la religión de Jesús, el Cristo, Hijo de Dios hecho hombre (v. JESUCRISTO). Esta religión se desarrolla dentro de la tradición de la religión hebrea (v. BIBLIA I; HEBREOS I; JUDAÍSMO), de la que quiere ser al mismo tiempo continuación y superación: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5,1718; cfr. Lc 4,21; 16,17; Rom 3,31; 10,4). El nuevo pacto no destruye el antiguo, sino que lo realiza plenamente, mostrando su insuficiencia y parcialidad: v. ALIANZA (Religión) II. No se trata, por tanto, de una eliminación, sino de un cumplimiento. Es natural que la nueva religión haga suyos los conceptos e ideas esenciales de la religión hebrea: la absoluta trascendencia e indecibilidad de Dios, la creación de la nada (ex nihilo), el cuidado de Dios por el mundo, la contraposición antropológica pecadogracia. El kerigma (v.) de Jesús se introduce en la religión hebrea, aunque no acepta el legalismo en que había caído el pueblo hebreo.
      Lo mismo que los profetas (v.), también Cristo rechaza la religiosidad cultual y legalista de los escribas (v.) y fariseos (v.). Propone un tipo de religión más auténtica y radical, capaz de interesar al hombre completo, a toda su sustancia, y no solamente a su forma exterior: « ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas; que purificáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro están llenos de rapiña e intemperancia! ¡Fariseo ciego, limpia primero por dentro la copa, para que también por fuera quede limpia!» (Mt 23,2526; cfr. Lc 11,4252). «El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2,27). Las razones de este repudio tan abierto y vehemente no se fundamentan tan sólo en la necesidad de combatir una práctica religiosa que se había hecho exterior y hasta supersticiosa, sino, sobre todo, están fundadas en la necesidad de proponer una relación de pureza total entre Dios y el hombre. Lo que cuenta es el hombre interior, que honra a Dios, no solamente con los labios, sino también, y en primer lugar, con el corazón, es decir, con su personalidad entera: «Todo lo que de fuera entra en el hombre no puede hacerle impuro, pues no entra en su corazón, sino en el vientre y va a parar al excusado... Lo que sale del hombre, eso es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de, dentro y hacen impuro al hombre» (Mc 7,1823; cfr. Mt 15,128; Lc 11,3744).
      2. El Sermón de la Montaña y las Bienaventuranzas. El Sermón de la Montaña. De esta doble actitud (contemporánea aceptación, y superación de la religión hebrea) es un claro testimonio el Sermón de la Montaña (v. BIENAVENTURANZAS). Allí se contiene el mensaje de Cristo en su forma más densa y radical, sobre todo en cuanto al contenido éticoreligioso. El discurso, explícitamente, se pone en continuidad con la ley antigua, pero al mismo tiempo expresa, con un perentorio «pues yo os digo», el repudio del legalismo exterior y la llamada a la ley interior y a la pureza del corazón, que no abandona los mandamientos de la tradición, sino que los hace presentes y actualiza en el sentido de la total conformidad con el querer de Dios. «No todo el que diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7,21).
      Lo que importa no es ya solamente qué se hace, sinó también y en primer lugar cómo se hace: «Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; y el que llame a su hermano `imbécil', será reo ante el Sanedrín; y el que le llame `renegado' será reo de la gehena de fuego. Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo que reprocharte, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda... Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón. Si, pues, tu ojo derecho te es ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo de ti; más te conviene que se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado a la gehena. Y si tu mano derecha te es ocasión de pecado, córtatela y arrójala de ti; más te conviene que se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo vaya a la gehena... Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os digo que no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha preséntale también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla vete con él dos... Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,2124.2729.3840.4348).
      El árbol y sus frutos. Jesús exige la plena conformidad entre el alma y la acción. El árbol se conoce por sus frutos: si el fruto es malo, el árbol es malo; porque un buen árbol solamente puede dar frutos buenos (Lc 6,4344; Mt 12,33). No se puede meter el vino nuevo en pellejos viejos (Mt 9,17; Mc 2,22; Lc 5,37). La parábola del fariseo y el publicano hay que colocarla dentro de esta exigencia y reivindicación: no basta ayunar dos veces por semana y pagar el diezmo; hace falta, en cambio, reconocer la propia culpabilidad y hacer penitencia, invocando el perdón de Dios (Lc 18,914).
      Es el conocimiento de la plena coincidencia entre el corazón y el gesto exterior lo que da seguridad al discípulo de Cristo y lo deja insensible a las murmuraciones de los fariseos, formalistas e hipócritas, ciegos que guían a otros ciegos (Mt 15,14; Lc 6,39): «¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: Hermano deja que saque la brizna que hay en tu ojo, no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita; saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano. Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian uvas. El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo. Porque de la abundancia del corazón habla la boca» (Lc 6,4145).
      Las Bienaventuranzas y la «Metanoía». El Sermón de la Montaña se abre con el anuncio de las Bienaventuranzas (v.): «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos, que de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros» (Mt 5,312; cfr. Lc 6,2030). Está claro en este anuncio un cambio radical (metanoia) de los valores que el mundo hace suyos y exalta. TodoCRISTIANISMOlo que para el mundo es sabio e importante, es necio y sin valor a los ojos de Dios, y viceversa (cfr. 1 Cor 1,2729). Lo que hace feliz al cristiano es la negación total de todo lo que hace feliz al mundano (V. CONVERSIÓN; MUNDO III, 1).
      La decisión de seguir a Cristo impone la renuncia de cualquier otro valor, de cualquier otro compromiso: discípulo (v.) de Cristo es solamente el que abandona el padre y la madre, los hijos y los hermanos (Lc 14,26) para cargar con la cruz. Aun la misma observancia completa de los preceptos no es suficiente, si el hombre no renuncia a sí mismo (Mc 8,34), si no renuncia a todo lo que posee para escoger una pobreza (v.) voluntaria (Mt 19,21; Mc 10,21; Lc 18,22). «Pues, de igual manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,33). El Reino de los cielos no es para los «ricos», sino para los «pobres de espíritu» (Mt 19,24; cfr. Lc 16,1931). El primer puesto en el Reino de los cielos no será para los «soberbios», que serán humillados, sino para los «humildes», que serán enaltecidos (Lc 14,811); no será para los «mayores», sino para los niños (Mt 18,14; Mc 10,15; Lc 9,48; 18,17, etc.). El mismo Jesucristo tuvo pleno conocimiento de su función como siervo de Dios que sufre (v. SIERVO DE YAHWÉH): «Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las gobiernan como señores absolutos y los grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros; sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar la vida como rescate por muchos» (Mc 10,4245).
      El discípulo de Cristo. El sentido de la metanoia evangélica asume expresiones voluntariamente enérgicas y perentorias: Cristo no ha venido a traer la paz, sino la guerra (Mt 10,3437; Lc 12,5153). Es cierto, sin embargo, que el discípulo tendrá la paz, pero es una paz cualitativamente distinta de la del mundo (lo 14,27; v. PAZ III). El que ha comprendido que debe seguir a Cristo no debe perder tiempo en ninguna otra cosa, ni para sepultar a su padre muerto, ni para saludar a los parientes vivos (cfr. Lc 9,5962; Mt 8,2122). Solamente puede ser discípulo de Cristo el que renuncia a cualquier atadura humana: renuncia a los placeres de los sentidos; la pureza absoluta constituye la via regia de la salvación (V. CELIBATO). Pero está también afirmado que este camino no es para todos, y el matrimonio (v.) no solamente es lícito para el cristiano, sino que llega a constituir, mediante la indisolubilidad, una forma de vivir la castidad (v.), desconocida para el mundo antiguo. Esto funda también sustancialmente la dignidad de la mujer (cfr. Mt 19,1 ss.; Mc 10,112). Solamente habría que añadir que la castidad voluntaria es algo más excelso: «Él les respondió: No todos entienden este lenguaje, sino solamente aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los cielos. Quien pueda entender, que entienda» (Mt 19,1112).
      3. Providencia divina y fe. Dios coma Providencia. El fundamento de la alegría (v.) del cristiano, dentro de la renuncia a todo cuanto el mundo exalta y busca, es la fe (v.) como respuesta total a Dios. El que tiene fe puede pedir con la seguridad de que le será concedido (Lc 11,513); al que llama se le abrirá (Mt 7,78). La fe es capaz de mover montañas (Mt 17,1920; 21,2122;Mc 11,2224), de arrancar de raíz un sicómoro y plantarlo en el mar (Lc 17,56). Ahora bien, la fe es el abandono total a la voluntad de Dios (v.) que triunfa, y aceptación completa de su palabra. Dios es la providencia absoluta para todas las creaturas: si El se preocupa de los pájaros del cielo y de los lirios del campo (Mt 6,2628), ¡cuánto más no se preocupará de los hombres, por los que ha mandado a la tierra a su propio Hijo! (Mt 10,2931; Lc 12,67). Así el discípulo fiel de Cristo no se preocupa demasiado del mañana temporal, cada día tiene su afán (Mt 6,3134; V. PROVIDENCIA III). El cristiano está vuelto hacia el futuro Reino de Dios (v.), que es el bien más precioso. Dios es la absoluta Bondad (V. DIOS IV, 6), por encima de toda humana medida de justicia.
      La «escandalosa» parábola de los trabajadores de la viña quiere precisamente proponer la bondad divina como don inconmensurable con todo criterio humano de mérito y de justicia distributiva: «En efecto, el Reino de los cielos es semejante a un propietario, que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña. Habiéndose ajustado con los obreros en un denario al día, los envió a su viña. Salió luego hacia la hora tercia y, al ver a otros que estaban en la plaza parados, les dijo: Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que sea justo. Y ellos fueron. Volvió a salir a la hora sexta y a la nona e hizo lo mismo. Todavía salió a eso de la hora undécima y, al encontrar a otros que estaban allí, íes dice: ¿Por qué estáis aquí todo el día parados? Dícenle: Es que nadie nos ha contratado. Díteles: Id también vosotros a mi viña. Al atardecer, dice el dueño de la viña a su administrador: Llama a los obreros y págales el jornal, empezando por los últimos hasta los primeros. Vinieron, pues, los de la hora undécima y recibieron un denario cada uno. Cuando les tocó a los primeros pensaron que cobrarían más, pero ellos .también recibieron un denario cada uno. Y al tomarlo, murmuraban contra el propietario, diciendo: Estos últimos no han trabajado más que una hora, y les pagas como a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y del calor. Pero él contestó a uno de ellos: Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Por mi parte, quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno? Así, los últimos serán los primeros y los primeros, últimos» (Mt 20,116).
      Fe y decisión: la oración. La fe, que es un don de Dios, implica la total y personal decisión del hombre. Esta decisión no se debe confundir con lo que modernamente se llama «libertad» (v.). El hombre, frente a Dios, no posee autonomía o independencia. Es responsable, pero no autónomo: es como el esclavo que debe cumplir su deber (Lc 17,710) y debe responder de todo lo que ha hecho según el orden (cfr. parábola de los talentos, Mt 25,1430; Lc 19,1227). Lo que Dios exige es una radical obediencia (v.) de todo el hombre, la elección perentoria de Dios y el rechazo de las Mammonas, de todo lo que puede alejarle de Pl (cfr. Mt 6,24; Lc 16,13). Quien no está con Cristo está contra Cristo (Mt 12,30). Decidirse por Cristo significa pronunciarse totalmente por Dios y aceptar su enseñanza: «Al que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre...»; (Mt 10,3233; cfr. Mt 13; lo 8,32; 3,11; etc.).
      Un claro ejemplo de esta decisión en la fe es la breve, pero íntima, oración (v.) que enseñó Jesús, en la que el alma reafirma su total adhesión al Padre: «Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas bien plantados para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6,513; cfr. Lc 11,24).
      4. La religión del amor. Los dos Mandamientos. La misma simplicidad de la oración la encontramos en la formulación de la ley, en contraste con las minuciosas prescripciones formales del legalismo hebreo. La ley se resume en los dos grandes preceptos del amor de Dios y del amor del prójimo (v. LEY VII, 34). Como en el Decálogo (v.), los preceptos hacia Dios están seguidos por los que se refieren al prójimo. Lo mismo que en el Padre Nuestro (v.) la primera parte miraba a Dios y la segunda al prójimo, así el amor de Dios (primario) debe explicarse y extenderse (secundaria, pero necesariamente) en el amor al prójimo: «Acercóse uno de los escribas que les había oído discutir y, viendo que les había respondido bien, le preguntó: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Jesús le contestó: El primero es: Escucha Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos» (Mc 12,2831; cfr. Mt 22,3440; Lc 10,2528).
      Dios ha amado el primero: «eros» y «charitas». En realidad no es primario el amor del hombre a Dios, sino el amor de Dios al hombre. El concepto de amor (v.), que otras antropologías entienden como fruto de algo que falta, como aspiración de quien no tiene hacia quien tiene, como tensión del necesitado hacia el que puede colmar su indigencia (cfr. el mito de Eros en El Banquete de Platón), es en el c. don de Aquel que tiene (porque es Él que es) a quien no tiene, don del más al menos. El amor cristiano no es eros, es charitas (v. CARIDAD). Es Dios el que nos ha amado primeramente: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (lo 3,16).
      El hombre es por sí mismo incapaz de amor: la iniciativa del amor es solamente de Dios, que es el «Primer Amor». Primario es el amor de Dios (genitivo subjetivo), que provoca el amor hacia Dios y el amor hacia el prójimo: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 lo 4,1011). El imperativo de amor al prójimo encuentra necesariamente su base y su motivo en el indicativo del amor de Dios; así como el imperativo del amor de Dios encuentra su fundamento en el indicativo de la libertad como presencia de la metanoia espiritual: «Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu» (Gal 5,25; cfr. Rom 5,1223; 1 Cor 5,7; 6,11). Si no fuera así el c. se reduciría a una forma de humanismo (v.) consiguiente, a una filantropía iluminística, es decir, el amor al hombre separado del amor de Dios y sustituyendo al amor de Dios, el amor de Dios únicamente en el hombre y como hombre. Con toda razón diversos autores definen el c., para diferenciarlo tipológicamente de todas las demás religiones, como «la religión del amor».
      La religión del amor. Naturalmente el amor de Dios es imposible que no se traduzca y no se extienda en el amor al prójimo: «Si alguno dice: Amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 lo 4,20). En este sentido, como afirmará S. Pablo, autor del gran «Himno al Amor» (1 Cor 13), en el amor al prójimo consiste el cumplimiento de la ley (Gal 5,14; Rom 13,810): «En esto conocerán que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (lo 13,35). Amar al prójimo, ésta es la manifestación encarnada del paso interior de la muerte a la vida (1 lo 3,14). El amor del prójimo se dirige también a su característica negativa, a las culpas, mediante el perdón, que hay que conceder siempre (cfr. Mt 18,2122; Lc 17,34) y a su característica positiva, a la persona, mediante el amor verdadero y propio (v. CORRECCIÓN FRATERNA).
      El amor va dirigido a todo hombre, también al pecador, al publicano, a la meretriz, al samaritano, al enemigo (cfr. Mc 2,1517; Mt 21,2832; Mc 10,3036; Mc 5,3848; lo 8,211): «Por tanto, todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque ésta es la Ley y los Profetas» (Mt 7,12). El perdón de las ofensas, la prohibición de la violencia y el amor a los enemigos son constitutivos esenciales del concepto cristiano de caridad fraterna. El amor al prójimo exige también la limitación del juicio y una cierta indulgencia para el que se equivoca (no para el error), afirmado claramente por Cristo en el episodio de los mercaderes expulsados del templo (cfr. Mt 21,1213; Mc 11,1516; Lc 19,4546; lo 2,1316). Amor, pues, a todos los hombres, y sobre todo para los que más necesitados están de él, p. ej., los pobres y los abandonados, que son invitados a la cena precisamente porque no pueden devolver lo que se les da (cfr. Lc 14,1214). Herederos del Reino serán los que han practicado las obras de misericordia (v.) . hacia el prójimo indigente, en cuyas personas han visto al mismo Dios (cfr. Mt 25,3140).
      El prójimo. Una de las parábolas más bellas nos indica, sin posibilidad a equívocos, quién es el prójimo y qué es el amor al prójimo: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: Cuida de él y si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva. ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores? El dijo: El que tuvo misericordia de él. Díjole Jesús: Vete y haz tú lo mismo» (Lc 10,3037). De esta manera la llamada al amor fraterno llega a ser el reconocimiento de la igualdad de todos los hombres, por encima de toda distinción racial, nacional o social. Jesucristo, en efecto, aun aceptando la idea hebrea de «pueblo elegido», la universaliza hasta hacerla coincidir con la humanidad entera. Palestina (v.) llega a ser y se queda en el lugar de una salvación que afecta a todos los hombres, como entendió profundamente S. Pablo (v.), el Apóstol de las Gentes: «Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,2628; cfr. Rom 10,12; 1,16; 1 Cor 1,24).
      5. La penitencia. Ciertamente el mandamiento del amor no puede ser entendido bajo el aspecto del hedonismo (v.) y utilitarismo (v.) moderno. Es interesante en este sentido el episodio en el cual Cristo no consiente que se vendan los ungüentos preciosos para dar su precio a los pobres (Mt 26,613; Mc 14,39; Lc 7,3739; lo 12,18). El amor cristiano es «gozoso, no para gozar» (Paulo VI). Este amor no excluye la penitencia (v.), sino que la exige. Fue predicada ya por S. Juan Bautista (Mt 3,2; Mc 1,4; Lc 3,3; v.), confirmada por el mismo Cristo (Mt 4,17; Lc 5,32; 13,5) y por los Discípulos (Act 3,38; 8,22; 11,18; 17,30).
      El bautismo (v.) que Cristo quiere recibir es el que produce frutos de penitencia y arrepentimiento (Mc 1,5; Mt 3,8; Lc 3,8): «Después que Juan fue preso, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios. El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; arrepentíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,1415). Es cierto que el orgullo (v. SOBERBIA) del hombre hace difícil este acto, y que al orgullo están más predispuestos los pecadores, por los cuales Cristo ha venido a la tierra (Mt 9,13; Mc 2,17; Lc 5,32). .Ésta es la razón por la que hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte, que por 99 justos (cfr. parábola de la oveja perdida, Lc 15, 110; Mt 18,1214); el Padre olvida por un momento al hijo bueno y fiel para alegrarse de la vuelta del hijo perdido (cfr. parábola del hijo pródigo, Lc 15,1132).
      Sólo Dios juzga y puede perdonar, con un perdón que es completamente gratuito, como se manifiesta en el sacramento de la remisión de los pecados que Cristo instituye (lo 20,2123; V. PENITENCIA II-IIII); en él el hombre ha de confesar sus pecados, para que sean juzgados; , ésa resulta la fundamental obra de penitencia personal, y las demás sirven de preparación o de complemento. Hacer penitencia significa reconocer la propia condición de creatura y pecaminosidad, abrirse con humildad a la posibilidad gratuita de la salvación, sin presumir absolutamente de nada, sino aceptando todo corno un don: 'el Dios terrible que manda y juzga, es también el Padre bueno que perdona y salva: «Habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abba, Padre! » (Rom 8,15).
      6. El Reino de Dios y sus características. El Reino de Dios. El c. es una religión escatológica, aunque también con una dimensión temporal. Cristo anuncia una sal ' vación total y definitiva, una renovación completa del mundo mediante la venida del Reino de Dios (v.). La espera del Reino constituye la gran fuerza de la nación hebrea y llena todo el A. T. De una manera especial y particular constituyó el núcleo esencial de la predicación de los profetas y de Juan el Bautista (Mi 11,11). Con Cristo el Reino pasa de un estado de esperanza a un estado de realidad. Dios se ha encarnado en Jesucristo. Por tanto, el Reino de Dios está cerca (Mi 24,33), es más, está dentro y entre nosotros (cfr. Lc 17,21; Mt 13). Sin embargo, este Reino debe todavía realizarse y se realizará definitivamente sólo al final de los tiempos, después de un periodo de graves calamidades y tribulaciones (cfr. el sermón escatológico pronunciado en el Monte de los Olivos, en Mt 24; también Mc 13,137; Lc 21,536; v. ESCATOLOGÍA). De este acontecimiento nadie conoce ni el día ni la hora (Mi 24,36; Mc 13,32); solamente lo conoce el Padre, no el hombre, que debe vigilar para que no le coja desprevenido, sin defensa, como el ladrón nocturno (Mt 24,43; Lc 12,39; 1 Thes 5,2). A ello se refiere Jesús con las enseñanzas de las vírgenes necias que no vigilan y se duermen sin tener aceite suficiente para sus lámparas (Mi 25,113); el invitado que renuncia a la invitación no será ya invitado más veces, antes bien será castigado (Mt 22,114).
      El Reino de Dios, pues, está ya, pero no está todavía: ha comenzado ya, pero todavía no se ha terminado ni completado; el fin está próximo, pero no ha llegado todavía. Después de Cristo y en Cristo el cristiano vive ya en una nueva era, que anuncia y prepara el Reino, pero el Reino definitivo tendrá lugar solamente en el momento de la Parusía (v.), cuando Jesús vuelva y juzgue la figura transitoria de este mundo (1 Cor 7,31; V: JUICIO PARTICULAR Y UNIVERSAL).
      Saduceos y celotes. A Cristo le urgía mostrar la heterogeneidad entre Reino y mundo terreno. El cristiano no espera un reino terreno, sino ultraterreno. Cristo es Rey, pero de una manera diversa de la realeza mundana. Toda su actividad fue encaminada a evitar este equívoco, aunque los poderosos de aquel tiempo lo mataron atribuyéndole el deseo de ser Rey de los judíos en sentido político. Es conocido que en Palestina se había formado un partido colaboracionista con los ocupantes romanos, los saduceos (v.), al cual se oponían otro partido de «opositores», de resistencia armada, los celotes (v.). Algunos han querido ver en la vida y enseñanza de Jesús características próximas al movimiento celota: fue condenado por la autoridad romana (a instigación de los mismos judíos), con un suplicio romano (la Cruz) y con una motivación política («Rey de los judíos»); anunciaba un reino cercano (Mt 3,2; 4,17; Lc 10,9); menospreciaba al colaboracionista Herodes, la «raposa» (Lc 13,32); se reía de los soberanos «bienhechores» (Lc 22,25); entre los doce Apóstoles uno, Simón cananeo (v.), es llamado «Celotes» (Lc 6,15; aunque ello no demuestra que lo hubiese sido); otros también suponen que Pedro (v.) y judas Iscariote (v.) habían sido celotes; la purificación del templo y la entrada en Jerusalén; el episodio de las espadas (Lc 22,3638) y el hecho de que algunos discípulos realmente las tuvieran en Getsemaní (Lc 22,49). Sin embargo, las enseñanzas y vida de Jesús difieren profundamente de los celotes: la frecuente llamada a la noviolencia; el amor hacia los enemigos; la orden de no empuñar la espada (Mt 26,52); la fidelidad a la ley; las relaciones de amistad con los publicanos; la elección del borrico (y no del caballo real) para entrar en Jerusalén; las continuas llamadas escatológicas, etc.
      Jesús no tiene nada que ver con los celotes, ni con los saduceos; ello es claro si se tiene en cuenta que la esperanza central de Jesús es la de un Reino futuro. No presta directamente atención a las instituciones mundanas, provisorias y caducas, que pertenecen a un mundo cuya figura pasará; no propone una modificación de esas instituciones con otras igualmente provisorias, ni encomienda esa misión a sus Apóstoles (ello queda, en todo caso, a la iniciativa o responsabilidad de los fieles en general; «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios»: Mt 22,21). El Reino del que habla Cristo es el Reino de Dios dirigido al corazón del hombre, a la totalidad del hombre, a lo permanente; no es de ninguna manera un reino político.
      Característica espiritual del Reina. Jesús condena a los ricos, que difícilmente entrarán en el Reino de los Cielos (Mt 19,24; Mc 10,25), pero su deploración no es social, sino religiosa. Ella no mira a hacer pobres a los ricos para enriquecer a los pobres, sino a proponer la pobreza interior que es una premisa de la salvación, de forma que nada está más lejos del espíritu del c. que la excesiva preocupación, en un sentido o en otro, por las necesidades materiales. La misma pobreza material, exigida a los discípulos, era voluntaria y la comunión de ,bienes en alguna comunidad primitiva no era obligatoria. Es natural, sin embargo, que el cambio interior proclamado por Jesús termine por modificar, a través de los hombres, aun su misma acción social, dado que el discípulo de Cristo debe desde ahora actualizar las normas del Reino. Jesús es sensibilísimo frente a los sufrimientos e injusticias humanas, pero la reforma querida por Él no es social, sino interior. Es muy significativo, a este respecto, el episodio de la tentación de Jesús: Satanás le propone un ideal celote del Rey terreno: «todo esto te daré si te postras y me adoras» (Mt 4,9; cfr. Le 4,67). La clave del problema está en el episodio de lo 18,33, cuando a la pregunta de Pilato: «¿Eres Tú el Rey de los Judíos?», Jesús responde: «Mi reino no es de este mundo». Por tanto, el Señor ni acepta la sociedad ni la condena: la aceptación acrítica y la oposición violenta son las dos rechazadas. Cristo no es colaboracionista ni revolucionario. Su mensaje es genuinamente reformador, en cuanto que se trata de una reforma interior e integral. No está destinado, como toda revolución histórica y social, a degenerar en el conservadurismo y en la represión, suscitando nuevas oposiciones y nuevas rebeliones. Todo tiene valor si está encaminado al Reino: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas se os darán por añadidura» (Mt 6,33; cfr. Le 12,31).
     

Ver CRISTIANISMO II.

 

GIANFRANCO MORRA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991