Con esta proclamación solemne: «He aquí el Cordero de Dios...» saluda a
Jesús su precursor S. Juan Bautista, la primera vez que aparece en el
Evangelio de Juan (1,29). Esta frase es de gran importancia mesiánica; es
una definición del misterio y de la misión de Jesús. Tiene un sentido
bíblico profundo y trascendental; está cargada de imágenes, de
pensamientos y de aspiraciones de Israel. Será, pues, interesante tratar
de conocer su elaboración en el A. T. y auscultar su sentido más profundo
en la primitiva tradición cristiana, desde S. Juan Bautista hasta S. Juan
Evangelista, a finales del s. I. El cometido es delicado y nada fácil; por
una parte se mezclan y entrecruzan en esta frase bíblica diversas
corrientes y resonancias, que no siempre es fácil discernir; y por otra,
«se puede decir con razón que hoy la exégesis católica no conviene en el
sentido fundamental de este bello texto del cuarto evangelio, que tantas
veces repite la Iglesia en su Liturgia» (J. Leal, o. c. en bibl.).
La imagen del cordero en Israel. La imagen del c. es muy corriente
en los pueblos de origen y vida pastoril. En Israel se empleaba con
significados diversos. En la Biblia sale unas 150 veces, y de ellas, en
127 el c. va unido al sacrificio profano o sagrado, que es su papel
primario en la vida del pueblo judío. El c. era el animal más
frecuentemente sacrificado para el alimento de todos; y no faltaba nunca
en los sacrificios ordinarios y solemnes; según cálculos de Flavio Josefo
en la Pascua se inmolaban unos 250.000.
La historia religiosa del pueblo judío y su práctica litúrgica
habían hecho del c. el tipo de la víctima pura y acepta a la divinidad.
Así, el profeta jeremías, perseguido por sus enemigos, se comparaba con
«un cordero al que se lleva al matadero» (Ier 11,19). La misma imagen se
aplicó al Siervo de Yahwéh (v.) que, muriendo para expiar los pecados de
su pueblo, aparece «como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante
los trasquiladores» f s 53,7). Este texto, que subraya la humildad y
resignación del Siervo, anunciaba de la mejor manera el destino de Cristo,
como lo explica Felipe al eunuco de la reina de Etiopía (Act 8,3035). Y es
posible que también Juan Bautista se refiera a él con las palabras citadas
(lo 1,29).
Para Israel el c. era la víctima ordinaria de los diversos
sacrificios. Cada mañana y cada tarde se ofrecía un c. sobre el altar del
Templo de Jerusalén; este rito cotidiano constituía el «holocausto
perpetuo» que leemos en Ex 29, 3842 y en Num 28,38 (y en estadios
anteriores en 2 Reg 16,15 y Ez 46,1315). Expresaba esto la continuidad no
interrumpida del culto del Pueblo de Dios (v.). Al evangelista S. Juan,
que veía en Jesús el Templo definitivo (lo 2,1922; Apc 21,22) y el
adorador por excelencia (lo 4,2224), este c. del culto perpetuo le pudo
proporcionar una figura sugestiva.
Hay otra significación del c., presente con probabilidad en el
pensamiento de S. Juan: la del c. pascual; varios son los detalles que lo
indican en el cuarto Evangelio, con esa sobriedad luminosa que es su
característica. Uno de los más claros es la cita de Ex 12,46 que S. Juan
aplica a Jesús en la Cruz: «No le será quebrantado ninguno de sus huesos»
(lo 19,36); con este detalle, sacado del ritual del c. pascual, S. Juan
designa claramente a Jesús como el c. «verdadero». También S. Pablo
escribe a propósito: «Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado» (1 Cor
5,78); y S. Pedro es tal vez más explícito al respecto, en 1 Pet 1,1819. Y
el mismo Jesús, ¿no vio y quiso esta relación con el c. pascual, en Mc
10,3234?El cordero pascual. La historia religiosa del pueblo hebreo, su
culto y práctica litúrgica hicieron del c. el tipo de la víctima en
general. Y en ella, el tema del c. pascual está tan íntimamente unido al
de la Pascua (v.) que es imposible hablar del uno sin tratar al mismo
tiempo del otro.
Para Israel, ya desde el principio, la Pascua es ante todo la
conmemoración de un acontecimiento histórico. Está. ligada a la salida de
Egipto del pueblo que guiaba y dirigía Moisés. Para su celebración los
hebreos utilizaron tal vez las costumbres y los ritos de una antigua
fiesta de primavera de los pastores del desierto, o pudieron haber
incorporado más tarde, al entrar en Canaán, diversos ritos y costumbres
agrícolas, como la ofrenda de las primicias de la cosecha (Lev 23,914).
Esto, a fin de cuentas, no es más que la forma exterior, la expresión
material de un hecho. Lo esencial es la fe que les anima. Así, en la
salida de Egipto, que les ha liberado de la esclavitud del faraón y ha
hecho de ellos un pueblo, Israel ve la intervención de su Dios, Yahwéh. El
pueblo judío encuentra en este hecho pasado la esencia de todo su dogma, a
saber: la elección (v.) divina gratuita, que le consagra como el único
Pueblo de Dios; la Alianzaque le une a Él para siempre: el designio
misterioso que se va a cumplir a lo largo de los siglos. La Pascua no es
para él solamente la salvación temporal realizada una vez, en otro tiempo;
la Pascua es el principio de esta historia santa de salvación, en la que
las exigencias y las delicadezas de Dios trascienden siempre los hechos
contingentes que las ponen de manifiesto; V. ALIANZA (RELIGIÓN) II;
SALVACIÓN II.
Así, pues, se comprende por qué los historiadores de la Biblia
señalan la celebración de la Pascua entre las grandes fechas de la vida de
su pueblo. Cuando el pueblo de Israel ha pasado el Jordán conducido y
guiado por Josué y se dispone a emprender la conquista de la Tierra
prometida, celebra en Guilgal una Pascua solemne (los 5,1011); así
reconoce y afirma su fe en el poder y benevolencia de Yahwéh, su Dios, que
volverá a manifestarse en la conquista de Canaán. Muchos siglos después,
las grandes reformas que los reyes de Judá llevan a cabo bajo la
influencia de los profetas son también señaladas por la celebración de la
Pascua; así, tenemos la de Ezequías, poco conocida (2 Par 30,127); la de
tosías (2 Reg 23,2123). Cuando Israel vuelve del destierro de Babilonia,
el libro de Esdras refiere la celebración de la Pascua una vez más (Esd
6,1922); el pueblo, al encontrarse nuevamente en su tierra, celebra su
salvación; los cánticos del DeuteroIsaías describen la vuelta desde
Babilonia a Palestina a través del desierto con todas las imágenes del
Éxodo (Is 40,15; 41,1720; 42,1516; 43,1921; 51,910).
Pero la Pascua no es sólo para Israel una llamada a renovar de
generación en generación su fidelidad a Yahwéh, su Dios y Salvador; es
también, y sobre todo, una promesa de salvación definitiva, que los
profetas anuncian, proyectándola hacia el futuro, como una gran esperanza.
Esta gran perspectiva mesiánica parece haberla ya descubierto el profeta
Isaías en la Pascua tradicional; en su oráculo sobre la destrucción de
Asur (Is 30,2733) no encuentra una imagen mejor para indicar la alegría de
Israel liberado que la de la «Noche pascual». La relación es normal: la
historia santa que comienza con el Éxodo no acaba realmente más que en el
Reino mesiánico (v. REINO DE DIOS); es en él donde únicamente cobra todo
su sentido. La tradición judía a lo largo de los siglos fue enriqueciendo
el tema primitivo y dio un valor redentor y mesiánico a la sangre del c.
El Cordero de Dios. Este sentido mesiánico de la Pascua en Israel
permite captar algunas de las resonancias del título «Cordero de Dios»,
que evoca la salvación del pueblo por la intervención todopoderosa del
Señor en su historia. El mismo título es excepcional, no conocido en el
rito pascual ni en el A. T. Se trata, tal y como suena, del c. por
excelencia, único, que viene de Dios y a Él pertenece. Sugiere entre Jesús
y Dios una relación misteriosa, como los otros títulos análogos en S.
Marcos: el «Santo de Dios» (Mc 1,24) y el «Hijo de Dios» (Mc 3,11).
Pero el final de las palabras del Bautista, «Cordero de Dios, que
quita el pecado del mundo», es la parte más original, propia y concreta, y
la que precisa el sentido de la metáfora del «Cordero». Ciertamente, sólo
Dios puede perdonar los pecados (Mc 2,67); y este perdón era para los
profetas del A. T. la gracia suprema de los tiempos mesiánicos (Ier
31,3134; Ez 36,2428). Hay, sin embargo, en el A. T. un oráculo famoso que
sugiere y prepara la idea del c. «que quita el pecado del mundo»; es el
cántico de Isaías 53,7, en que el Siervo de Yahwéh es comparado al
«cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores». La
identidad de este personaje misterioso, el Siervo, ha sido discutida; pero
sin entrar ahora en este problema, se pueden distinguir algunos datos
ciertos del sentido de este oráculo; el Siervo es un profeta; él es
responsable de su pueblo y, por solidaridad con él, carga con la pena de
sus pecados (Is 55,48); Dios acepta su sufrimiento como un sacrificio
expiatorio (vers. 10); trae a sus hermanos el bien de la justicia y paz.
Ciertamente éste no es aún el pensamiento cristiano sobre la Redención
(v.); sin embargo, hasta este momento ninguno de los profetas había
sentido con tanta profundidad el cometido del profeta en la salvación de
sus hermanos; ninguno había llegado tan cerca del misterio de Jesús.
Cuando Juan Bautista saluda así al C. de D. es muy probable que pensara en
el cántico del Siervo de Yahwéh; la frase misma, «que quita el pecado del
mundo», parece propiamente tomada de Isaías 53,12.
La designación de Jesús como «Cordero de Dios que quita el pecado
del mundo» completa, pues, el tema del c. pascual con el del Siervo de
Yahwéh. Es ésta una síntesis acertada, pues entre las dos figuras se
representan los valores fundamentales de la Revelación del A. T. Jesús es
el C. de la nueva Pascua; pero, en su sacrificio salvador, difiere
absolutamente del c. inconsciente y sin valor; para representar su libre
entrega en el sacrificio redentor de la Pasión, la imagen del c. era
insuficiente. La del Siervo, en cambio, la pone a plena luz. Aunque
también el tema del Siervo es superado a su vez, ¿cómo habría podido
concebir el viejo profeta un hombre que realmente quita el pecado del
mundo? (v. SIERVO DE YAHWÉH).
La tradición primitiva bíblicocristiana. La tradición ha visto en
Cristo «al verdadero cordero» pascual y su misión redentora, como se
describe ampliamente en la catequesis bautismal de I Pet, en S. Juan, en
la carta a los Hebreos y en el Apocalipsis.
Jesús es el C. (1 Pet 1,19; lo 1,29; Apc 5,6) sin tacha (Ex 12,5),
es decir, sin pecado (lo 8,46; Heb 9,14), que rescata a los hombres al
precio de su sangre (1 Pet 1,18 ss.; Heb 9,1215). Y gracias a la sangre
del C. (Apc 12,1), han vencido a Satán, cuyo tipo era el Faraón, y pueden
entonar «el cántico de Moisés y del Cordero», que exalta su liberación (Apc
15,3; 7,917; cfr: Ex 15).
Esta tradición bíblicocristiana, que ve en Cristo al verdadero c.
pascual, se remonta a los orígenes del cristianismo. Así, S. Pablo exhorta
a los fieles de Corinto a vivir como ázimos «en la pureza y la verdad»,
puesto que «Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado» (1 Cor 5,7), y se
refiere a las tradiciones litúrgicas de la Pascua cristiana muy
anteriores. Según la cronología del evangelio de S. Juan, Jesús fue
entregado a la muerte la víspera de la fiesta de los ázimos (lo 18,28),
por tanto, el día de la Pascua judía por la tarde (19,14), y a la hora
misma, según la ley mosaica, de la inmolación de los corderos pascuales en
el Templo (v. CENA DEL SEÑOR). La misma idea ve S. Juan en el hecho de no
quebrar las piernas de Jesús crucificado, prescripción ritual en el c.
pascual (lo 19,3336; Ex 12,46).
La liturgia cristiana ha hecho suyas también las palabras de S. Juan
Bautista. Se repite varias veces en la Misa y en la Comunión: «He aquí el
Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo»; se sustituye en latín,
con la Vulgata, el singular por el plural, acentuando así más la afinidad
con Isaías. El hecho de la Cruz, la luz de Pascua, el misterio de Jesús
revelado, dan a estas palabras la plenitud de su sentido.
El Cordero celestial. El Apocalipsis conserva fundamentalmente el
tema del Cristo, C. pascual (5,9 s.), que aparece hasta 29 veces en 12
capítulos. Pero estableceademás un impresionante contraste ante la
debilidad del C. inmolado y el poder que le confiere su exaltación en el
cielo. Cordero en su muerte redentora, Cristo es al mismo tiempo un león,
cuya victoria libertó al pueblo de Dios, cautivo de los poderes del mal (Apc
5,5 ss.; 1211).
Aparece ahora investido de poder divino, compartiendo el trono de
Dios (22,13), recibiendo la adoración de los seres celestiales (5,813;
7,10). Celebrará sus nupcias con la Jerusalén celestial, símbolo de la
Iglesia (Apc 19,79; 21,9). Y será el pastor que conducirá a los fieles a
las fuentes de agua viva de la bienaventuranza celestial (Apc 7,17; 14,4).
Él es quien ejecuta los decretos de Dios contra los impíos (6,116), y su
victoria le ha de consagrar «rey de reyes y señor de señores» (Apc 17,14;
19,16).
V. t.: JESUCRISTO; REDENCIÓN; PASCUA.
BIBL.: F. X. PORPORATO, Ecce
Agnus Dei (lo 1,29), «Verbum Domini» 10 (1930) 329337; 1. LEAL, El sentido
soteriológico del Cordero de Dios , «Estudios Eclesiásticos» 24 (1950) 147
ss.; M. E. BOISMARD, Du Baptéme á Cana, París 1956; E. E. MAY, «Ecce Agnus
Dei», A philological and exegetical approach to Iohn 1:2936, Washington
1947.
D. YUBERO GALINDO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
|