El problema de la aparición de la c. en su forma más simple está vinculado
al fenómeno de la sedentarización en el desarrollo de algunas de las
constantes humanas instintivas: el aislamiento defensivo, la pretensión de
dominio sobre un entorno controlado, la tendencia al almacenamiento y el
carácter asociativo. Las primeras formas embrionarias de la c.
corresponden al planteamiento más primario de la inquietud humana: el
temor a la muerte y la aceptación de lo sobrenatural. Las cavernas
paleolíticas pueden considerarse, en este sentido, como un complejo
cementerio-templo, bajo cuya protección el cazador descubrió las primeras
manifestaciones de la vida social y adquirió su primera concepción del
espacio arquitectónico. Junto a estas motivaciones espirituales, el
apremio de las necesidades inmediatas a la sedentarización (agua
permanente, estrategia de las colinas, posibilidad de caza y pesca)
influyó notablemente desde el mesolítico. Así, antes que la c. se
constituya como un lugar de residencia fija, existen zonas, lugares e
incluso meros accidentes geográficos, donde las gentes vuelven,
periódicamente, atraídos por significaciones espirituales o ventajas
materiales.
La aldea neolítica surge, probablemente, en Mesopotamia y Valle del
Nilo entre el 9000 y el 4000 a. C. Su estructura de barro y caña apenas ha
permitido el reconocimiento de sus restos. La mayor parte de lo que se
sabe de la aldea neolítica procede de los restos conservados en algunas
ciénagas de Polonia, fondos de lagos suizos v lodos del delta del Nilo.
1. La ciudad oriental. Se origina ya hacia el tercer milenio a. C. y
su aparición no es más que la etapa más avanzada del proceso neolítico,
respondiendo a la mayor concentración humana que en estos momentos se
impone. Parece que pueden distinguirse dos tipos: la c. creada según una
planificación previa y la que surge por simple yuxtaposición de nuevas
viviendas a un núcleo urbano originario. Del primer tipo son, p. ej., las
aldeas-c. de Kahun (3000 a. C.) y Tell-el-Amarna (s. XV a. C.), ambas en
Egipto. La c. egipcia se basaba fundamentalmente en una concepción
religiosa, una de cuyas manifestaciones consiste en la orientación de la
c. con respecto al sol, según principios matemáticos. La estructura
urbanística es claramente cuadrangular y, según la tendencia sociológica,
cada barrio albergaba un tipo social homogéneo. Frente a estas auténticas
c., el antiguo Egipto presentaba un tipo de organización rural, el nomo,
que podía comprender una serie de aldeas en torno a una de mayor
importancia, con carácter de capitalidad. Por oposición a la estructura
urbana de Egipto, en el Próximo Oriente (Mesopotamia, Asiria, Anatolia) se
da la estructura circular amurallada; así, en la meseta anatólica Zengirli,
Qadesh, Karkemish (entre los s. XXIV y XX a. C.). Hacia el 2500 a. C. los
rasgos esenciales de la c.
habían cobrado su forma estable: el cerco amurallado, la calle, la
manzana, el mercado, el recinto sagrado y el taller artesanal.
2. La polis griega. Es el ejemplo más típico de la conexión de los
dos conceptos que integran el de c. La polis fue no sólo el centro
económico, político y religioso de la Grecia clásica, sino que el carácter
de ciudadano llevaba aparejado el disfrute del derecho de utilización de
tales estructuras materiales, en tanto que el forastero es tolerado,
únicamente, si paga unos tributos que suponen un auténtico precio a los
derechos que se aceptaban como connaturales al ciudadano.
El paso de la geografía fluvial, donde surgieron las primeras
centralizaciones urbanas de Oriente, a esta otra, montañosa e insular, del
marco egeo, acarreó variaciones importantes, incluso desde el punto de
vista de la planificación. El desarrollo urbano del Egeo se inició en
Creta (v.). La c. cretense utilizaba abundantemente la piedra y parece
haber mantenido una independencia política respecto a sus vecinas, que,
unida al carácter de ciudadela de la isla misma, permitió el florecimiento
de una estructura ciudadana especialmente amable y sensible a la belleza,
dotada a la vez de un alto nivel técnico. La polis griega propiamente
dicha, es decir, la peninsular, parece que se constituyó entre el S. VIII
y el vi a. C., coincidiendo con el periodo de difusión del alfabeto (v.) y
la moneda acuñada. Con la polis apareció un fenómeno peculiar: la c. se
expandió en fundaciones geográficamente alejadas, las colonias, en las que
se duplicaban las instituciones y características de la metrópoli. Las
principales c. colonizadoras fueron los grandes centros comerciales
(Rodas, Mileto), algunos de los cuales llegaron a instalar hasta 70
colonias.
Las primeras polis helénicas se diferenciaron sustancialmente de las
c. orientales por la ausencia de muralla, al menos en los primeros
tiempos, ausencia que puede explicar algunas de las cualidades básicas de
la polis: la libertad y la falta del prejuicio de violencia. De su origen
aldeano la polis conservó, sin embargo, algunos rasgos negativos que, a la
larga, resultaron funestos: el aislamiento, los deseos de preponderancia,
la suspicacia ante los extraños, y el complejo de autosuficiencia, que
constituyen el polo opuesto de la unidad estructural que eXIgía una
solución colectiva de problemas primarios (inundaciones periódicas,
redistribución de la tierra...), que caracterizó la cultura urbana
fluvial. Se ha pretendido basar el éXIto funcional de la polis en la
aplicación y desarrollo de los principios democráticos, frente a las
abrumadoras capitales del despotismo oriental. Los propios griegos crearon
este paralelo, después de su victoria sobre los persas. Sin embargo, la
realización práctica de la democracia, incluso en su sede más gloriosa,
Atenas (v.), dejó bastante que desear y nunca desaparecieron ciertos
elementos de segregacionismo (forasteros y esclavos), junto a serias
limitaciones para el acceso a cargos a públicos. El prototipo de c.
helénica hay que buscarlo en las que superaron el aislacionismo
provinciano y expandieron principios universalistas. A este respecto,
Olimpia (v.), Delfos (v.) y Cos pueden considerarse ejemplares. La primera
como sede de los juegos olímpicos, cuya significación superó con mucho el
mero culto a lo físico; la segunda como centro vital del espíritu
religioso encarnado en el oráculo de Apolo y el culto dionisiaco; la
tercera como el punto neurálgico de la curación con la escuela
hipocrática.
La energía vital que fluía de estas tres c. a través de las
corrientes de peregrinos, inyectó en las polis un torrente de
espiritualidad trascendente capaz, en muchos aspectos, de contrarrestar el
espíritu de autoctonía y la conciencia de autosuficiencia localista. El
olimpismo sustituyó al ejercicio físico rural de los orígenes; el culto de
Delfos, en su vertiente dionisiaca, dio origen al teatro, que puede
considerarse uno de los más altos logros de la cultura urbana; y de Cos
surgió el concepto de la higiene como norma urbanística. Estas influencias
hallaron su realización en las afueras de las ciudades; la palestra o el
gimnasio, el teatro y los centros de asistencia médica (cuando los hubo)
eran instituciones al aire libre. En el interior de la polis, sin embargo,
permanecieron, como constantes neurálgicas de la vida urbana, los
elementos característicos de la antigua ciudadela militar, célula inicial
de la aldea rural: el templo y la residencia sacerdotal; el palacio, que
evolucionó hacia ayuntamiento, al par que la monarquía hacia la
democracia; y el centro de reunión para el intercambio, el ágora, que
también evolucionó separándose de ella el mercado propiamente dicho.
3. La ciudad romana. Mientras en la Hélade la muralla fue una idea
tardía, en Roma fue previa a la c., y su trazado, rectangular, señalado
con el arado por un sacerdote, no se acometía sin realizar ciertos ritos y
augurios de origen etrusco. Este trazado se convirtió en el prototipo del
campamento legionario romano, origen, a su vez, de muchas c. coloniales.
Otro rasgo determinante era la orientación cósmica en base a los dos ejes,
cardum y decumanum, de N a S y de E a O respectivamente. El resto de las
calles debían cruzarse en el mismo punto que lo hacían ambos ejes, creando
así un centro semisacro, donde habitualmente se situaba el foro, síntesis
romana de la acrópolis y el ágora griega.
Pero el carácter esencial de la c. romana no reside en su urbanismo,
cuyos elementos básicos habían tomado de otras culturas, sino en la
estandardización, que realizó, en Oriente y Occidente, del propio sistema
urbano. Roma fue una gran máquina de hacer c. engrandeciendo los elementos
urbanísticos tomados de las c. helénicas El espíritu previsor y la
política de planificación consciente parecen hallarse vinculados a la
fundación de c. romanas, muchas de las cuales suponían también una
reestructuración del paisaje circundante (red viaria y obras de
saneamiento). Por otra parte, la c. romana se proyecta como un elemento
más de la ordenación imperial. A lo largo de los S. III y ii a. C. Roma se
había expandido por la península italiana con la fundación de unas 400
nuevas c. de trazado moderno y sencillo que actuaron como elementos de
consolidación de su dominio político. La capital, Roma, sin embargo, no
supo aplicarse a sí misma los principios que utilizó para sus colonias.
A pesar de ello, es en la propia Roma donde la cultura urbanística
imperial halló sus logros más originales: la cloaca, el acueducto, los
baños y el circo. La red de cloacas, iniciada con la MáXIma (S. VI a. C.),
de dimensiones tan colosales que aún sigue en servicio, falló, sin
embargo, en su conexión con los domicilios, constituyendo una espléndida
infraestructura de muy dudosa utilidad higiénica. El baño público, terma,
y la costumbre de hacer de él un ritual social, parece haberse iniciado en
Roma en el s. ii a. C.; pero su hipertrofia, comenzada con la creación por
Agripa (33 a. C.) de baños gratuitos, alcanzó su cenit en el Imperio. El
circo era una auténtica nueva forma urbana, que desplazaba al teatro
griego y constituía como la válvula de escape de una masa parásita,
alimentada, casi gratuitamente, por el erario público. En el circo la
tendencia romana a movilizar grandes masas creó una forma arquitectónica
imponente. Las instituciones urbanas que llegaron a ser el sello
específico y memorable de la ciudad helénica, el gimnasio y el teatro,
derivaban de un origen religioso: los juegos fúnebres y los rituales
festivos que exaltaban la renovación de la naturaleza primaveral y la
fertilidad de la tierra. También tenían el mismo origen los juegos
romanos; pero el pensamiento en la muerte trágica que tanto influía en la
actitud con que el griego se situaba ante los juegos decrece o no se da
entre los romanos; de ahí que éstos evolucionen hacia mero espectáculo y,
en ocasiones, hacia matanza de hombres y animales, que provocaban en los
espectadores sentimientos de sadismo, con todas sus negativas
implicaciones y consecuencias. Una importante institución tuvo su origen
en la ciudad de Roma: el collegium, precursor de los gremios artesanales.
Los collegia, collegai, a los que incluso pudieron adherirse los esclavos,
fueron auténticas asociaciones religioso-cívico-profesionales legalmente
autorizadas, a partir del s. ii d. C., cuyas metas inmediatas fueron
proporcionar a sus miembros trabajo en vida, honras fúnebres a su muerte y
la posibilidad de la celebración conjunta del culto familiar desplazado de
la vivienda.
4. La ciudad medieval. El retroceso de la c., a la caída del Imperio
romano (S. V d. C.) fue relativamente rápido. La población que albergaba
disminuyó en proporciones graves; la actividad típicamente urbana
desapareció; y, en general, la vida de la c. estuvo a merced de continuas
catástrofes militares y una anarquía política, frente a las que, falta de
murallas (que la paz romana había paulatinamente eliminado), se hallaron
inermes. El punto más bajo de este proceso se alcanzó hacia el S. VIII.
Pero la c., como organismo, no había muerto, ni siquiera la urbs,
específicamente romana. Entre los s. X y xti comenzó y cundió un renacer
urbanístico en todo el Occidente que culminó hacia los s. XIII-XIV.
El primer elemento generador de la nueva célula urbana fue el
monasterio. De sentido comunitario e igualitario, su disciplina, espíritu
de trabajo y aislamiento fluyeron después a las formas más complejas de
las nuevas villas, muchas de las cuales, incluso físicamente, surgieron en
torno a un claustro. Los grandes monasterios de Westminster, Claraval, S.
Denis, Montecassino o Fulda ejercieron una influencia sobre la vida urbana
de sus áreas que cristalizó además en formas arquitectónicas. El sentido
de vida en común era una traslación del monacato. El problema respecto a
sus posibilidades surgió al aparecer la complejidad, incentivo y dinamismo
del otro gran motor de las c. medievales: el mercado. Respecto al papel de
la Iglesia en la nueva c. podemos considerarlo igualmente esencial. La c.
medieval puede describirse como una estructura colectiva muy centrada en
torno a edificios religiosos. Sus manifestaciones más típicamente urbanas
y que suponen una novedad respecto al urbanismo antiguo fueron: la
creación de hospitales; el precedente hotelero de los conventos, que
ofrecían gratuitamente alojamiento y comida al viajero; los hospicios
municipales y, fundamentalmente, la propia arquitectura de la
iglesia-cobijo, ya fueran enormes catedrales o pequeñas capillas rurales.
El segundo tipo de villa medieval aparece con la evolución y
transformación de las viejas c. romanas. Estas c. se replegaron sobre sí
mismas, incluso físicamente, de acuerdo con fórmulas urbanas típicamente
militares. Burdeos, p. ej., fue reduciéndose hasta llegar a ocupar una
tercera parte de su primitivo territorio amurallado. Nimes y Arlés
experimentaron un proceso semejante hasta el punto de que sus circos se
convirtieron en habitables, formando así una ciudad perfectamente
amurallada, incluso con iglesias en su interior. Este retroceso defensivo
está plenamente de acuerdo con las características de un fenómeno que
presenció la agonía y el difícil renacer de las c.: la inseguridad.
Originada, primero con la caída de la organización imperial, se agravó más
tarde en el confuso periodo de creación de los nuevos reinos bárbaros que,
a su vez, sufrieron las invasiones de árabes, eslavos y normandos. La pura
necesidad originó el redescubrimiento de la muralla hasta el punto de que,
en determinadas zonas, el servicio militar era requisito indispensable
para la ciudadanía, y el módulo básico para obtener el privilegio de una
comunidad ciudadana lo constituía la capacidad para proveer un ejército
permanente y reparar las murallas de la c.
Para algunos (Pirenng), el mercado fue la causa directa de la
reconstrucción urbana; para otros fue sólo un factor aglutinante que echó
los cimientos de una corporación económica ciudadana, originando así el
sentido de la corporación. Todo mercado local o feria regional implicaba
una organización acorde con las exigencias que habían permitido la
reconstrucción urbana. Esta seguridad se concretaba en la' denominada paz
de mercado que contaba incluso con tribunales especiales. Así la nueva c.
parece surgir de la integración de las formas de seguridad que aportaban
la común fe, la jurisprudencia y las prácticas económicas comunitarias. La
opinión de Mumford es que «los mercados internacionales tuvieron poco
efecto en la fundación de las c.» En cualquier caso, la polémica sigue
abierta, pues aunque probablemente el comercio no generó c., las impulsó a
su madurez. Así, en el proceso evolutivo de la c. la interacción de lo
económico y lo sociológico parece evidente. La historia de estas
influencias mutuas es la historia de la c. medieval, pues el capitalismo
resultó al final una fuerza disgregadora de la c. que había ayudado a
consolidar.
La c. del s. XI que era un reducto de la economía protectora (basada
en la función y la jerarquía, cuyo objetivo básico parece hallarse en la
seguridad), se convierte en el s. XVI en sede de una economía intensamente
comercial, cuyo fin era el enriquecimiento y que utilizaba como
instrumento para conseguirlo, no el trabajo corporativo, sino la empresa
individual. El hecho más relevante y la novedad fundamental de la c.
medieval es la seguridad jurídica que representa el fuero. En este
aspecto, la evolución desde el poblamiento humano a c. puede sintetizarse
como el paso de la posición jerárquica hacia el contrato. Los fueros, en
efecto, constituyeron auténticos contratos sociales (en la acepción que
Rousseau hizo famosa en el s. XVIII) entre el terrateniente (señor o rey)
y los pobladores. Esta situación desembocaba en una libertad extraña al
ámbito rural. El hecho de vivir en una de estas c. corporativas,
independientes en virtud del fuero, respecto al señorío donde están
enclavadas, liberaba de toda servidumbre. La libre asociación como
elemento básico de la comunidad urbana reemplazaba así a los lazos de
sangre y suelo del vasallaje. Así, a los viejos elementos comunitarios, la
familia y la vecindad, se añadía ahora el grupo profesional,
constituyendo, los tres, la corporación municipal.
El típico corporativismo medieval también caracteriza la c. de la
época. Durante el tiempo medieval fue muy fuerte la tendencia asociativa;
aparte de asociaciones específicamente religiosas, el módulo más extendido
de asociación fue el gremio (v.). Por supuesto, el hallazgo del gremio no
es una originalidad de la c. medieval, dado el claro precedente de los
collegia romanos. Como éstas, tuvo una importante matización religiosa.
Los hermanos de gremio comían y bebían juntos en ocasiones solemnes; se
reglamentaba el ejercicio de su oficio, desde el horario laboral al precio
de venta; se organizaban representaciones teatrales, de carácter
religioso, para toda la c.; se preocupaba del problema escolar, siendo el
primer organismo laico que lo hacía; y embellecía la c. con la
construcción de sus propias iglesias o sus centros corporativos. La
muestra más antigua de gremios coincide con el rebrote del urbanismo de
los s. X y XI. Dentro de la lógica pluralidad de los oficios, los gremios
urbanos se dividieron en dos grandes bloques: los artesanales y los
comerciales. Cada uno de estos conjuntos halló en la c. su expresión
arquitectónica que encerraba su centro de reunión: la corporación de
mercaderes en el ayuntamiento y, más tarde, en la bolsa; la corporación de
artesanos en el palacio de la corporación, costeado por uno o varios de
los oficios representados. El sentido del trabajo, dignificado por las
órdenes religiosas y realizado por hombres libres, en un sistema
corporativo, era realmente una novedad en el ámbito urbano. El último
elemento urbano de aparición tardía, quizá, es la constitución corporativa
de más larga supervivencia: la universidad (v.). Bolonia en 1100, París en
1150, Cambridge en 1229, Salamanca en 1243. La universidad estableció la
organización y metodización del conocimiento en un ámbito interregional y
esta característica la separa de su antecedente inmediato, la escuela
catedralicia. La combinación de conocimientos sagrados y científicos no
tuvo precedentes en ninguna otra cultura urbana.
Apoyada en tales pilares, la c. medieval resultó un elemento
fundamental en el proceso de disolución del feudalismo, a partir del s.
XIV. En el orden socio-político, su libertad garantizaba a la monarquía un
apoyo para remover las estructuras del poder señorial; en el orden
económico, porque su sistema mercantil atrajo mano de obra, obligando al
señor feudal a mejorar sus condiciones para retenerla, y también porque
resultó el centro de expansión del nuevo nivel de vida, basado en el
dinero y no en los servicios o el poder rural.
5. La ciudad moderna. Desde los comienzos de la Edad Media, dos
núcleos socio-políticos habían luchado por el poder: la corona y las c. En
las zonas donde la corona presentó debilidad, las c. alcanzaron una
independencia política. Tal es el caso de Italia septentrional y las
grandes c. hanseáticas de Alemania central. Cuando la consolidación de la
seguridad y la complejidad económica requirieron una progresiva
centralización, el problema planteado fue si ésta se realizaría en favor
de una minoría privilegiada o en una estructuración corporativa o federal
de c. Pronto se vio que la fórmula más duradera sería la primera. Las
regiones en las que la c. había alcanzado una madurez institucional y una
eficacia económica poderosa y que, por ello, podía optar a la segunda
alternativa, fueron básicamente Suiza y los Países Bajos. Otras zonas,
como la italiana, se debatieron entre la libertad frente a un poder
político unificado y la tiranía de condottieri o familias privilegiadas.
Lo que podemos llamar c. renacentista, es, en realidad, el preludio de una
entidad posterior, la capital barroca de palacio y corte.
Suele aceptarse que la pólvora acabó definitivamente con la
independencia de las c. En realidad, su influencia fue más compleja, ya
que suscitó toda una nueva teoría de ordenamiento urbano en función del
nuevo sistema de defensa. La antigua muralla desaparece, sustituida por un
complicado esquema geométrico, que relega el contenido urbano,
prácticamente, a un segundo plano. La vida de la c. se supeditaba, en
definitiva, al poder; la necesidad de contratar tropas mercenarias no hace
sino liquidar la vieja estructura de defensa corporativa. El arte de
construir c. pasó de la arquitectura a la ingeniería. Todo el esquema de
lo que era la estructura de la monarquía absoluta barroca se dibuja ya en
el s. XVI. El destino de la c. está decidido.
La corte absolutista del barroco ejerció una influencia directa
sobre la c. como ni siquiera el castillo feudal lo había hecho: el
palacio, el museo, las avenidas y los jardines extraurbanos respiraban el
afán de apariencia hermanado con la obsesión geométrica por el orden y la
medida. La perspectiva, que había sido un hallazgo renacentista, encontró
su aplicación generalizada en el trazado de las partes nobles de la c.,
concebidas no en función de sus servicios sino al servicio del esplendor
del poder. La c. se sacrificó así al tránsito. La avenida, y no el barrio,
constituyó la unidad de planeamiento. El costo de los proyectos barrocos
fue increíble, por ajustarse al plano con absoluto desprecio de la
topografía, la conveniencia de los habitantes o cualquier otra
circunstancia modificadora. Los planes barrocos de urbanismo (v.) hacían
gala, en lo arquitectónico, de la misma megalomanía que el poder
monárquico en lo político. El plan barroco se concibió como un logro
perfecto, en bloque, incapaz de adaptación y modificación. Esta tendencia
a la unidad exterior, aunque vacía de funcionalidad, puede considerarse
como la expresión en volúmenes del esquema cortesano.
6. La ciudad industrial. Los agentes creadores de la nueva c. fueron
la mina, la fábrica y el ferrocarril. Entre 1800 y 1900 la destrucción y
el desorden dentro de la hipertrofiada c. están en proporción directa con
la .potencia industrial. Los banqueros, industriales y técnicos mecánicos
remodelaron o construyeron las nuevas c. a su medida. Esta medida es la
que Ch. Dickens denominó coketown, c. carbón. La base de convivencia
sociopolítica de estos nuevos monstruos urbanos descansaba sobre tres
pilares fundamentales: la abolición de las corporaciones laborales y su
sustitución por un estado permanente de inseguridad para la clase
trabajadora; el establecimiento de un mercado sin límite ni regulación en
régimen de libre competencia no sólo para las mercancías sino también para
la mano de obra; la necesidad de una fuente constante de materias primas
que constituyese, simultáneamente, un mercado para manufacturas y que
supuso una de las bases primarias para un colonialismo feroz. Los motores
económicos que nutrieron esta c. fueron la explotación de las minas de
carbón, la producción siderúrgica y la utilización de una fuente de
energía elemental: la máquina de vapor. Junto a estas dos características
puramente poblacionales: el portentoso aumento de población y, como
consecuencia de ello, un cambio constante de los excedentes rurales
atraídos masivamente por las c. que, a su vez, incrementaron su
concentración en las regiones carboníferas condicionándola igualmente en
función de las vías férreas y sus puntos claves.
Tal vez la contribución más importante de la era industrial a la c.
haya sido la reacción contra sus propios errores en materia de higiene y
salubridad públicas, entre los que destaca por sus complejas motivaciones,
la aparición del suburbio. Con la modificación de la fuente básica de
energía, que pasa del vapor a la electricidad y la aparición del motor de
explosión como elemento básico del tráfico, las c. actuales son herederas
directas de la coketown y responden a la concepción de megalópolis. El
aumento espectacular de la superficie, habitantes, y número de las grandes
c. es el fenómeno sociológico determinante de la nueva cultura. Esta
civilización metropolitana contiene fuerzas explosivas que pueden dislocar
lo que ha significado el desarrollo histórico de la c. como elemento de
integración y coordinación de la vida. La metrópoli actual parece ser el
resultado de dos fuerzas socioeconómicas que se institucionalizaron a
partir de la revolución industrial: una economía activa que utiliza
energía en una escala ingente y una economía de consumo que plantea
exigencias hasta entonces circunscritas a una minoría aristócrata. Ambas
se han tornado hiperactivas, generando tensiones poderosas. El poder
económico, la velocidad, la cantidad y la novedad, se han convertido en
fines, en metas valorables por sí mismas, sin ninguna conexión real con
las necesidades humanas, a cuyo servicio surgieron. Los módulos de
fábricas y mercado han sido adoptados por todos los estamentos vitales de
la c. Reaccionando contra las condiciones primigenias de escasez, la
economía metropolitana se halla obsesionada por la cantidad, y tiene el
problema de la distribución orgánica. La concentración del poder político
elemental ha dado lugar a un centralismo burocrático. El mito, difundido
en los inicios de la Revolución industrial (v.), de un industrialismo
generador por sí solo de la paz, el orden nacional y un orgánico nivel de
vida, encuentra un mentís rotundo en muchas c. modernas, que realizan una
expansión que se asemeja más a una reproducción cancerosa que a una normal
partenogénesis. Tanto la Sociología como la Arquitectura han advertido el
problema y se esfuerzan, con más o menos éXIto, por arbitrar soluciones y
leyes de acción.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
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