CIUDAD. HISTORIA.


El problema de la aparición de la c. en su forma más simple está vinculado al fenómeno de la sedentarización en el desarrollo de algunas de las constantes humanas instintivas: el aislamiento defensivo, la pretensión de dominio sobre un entorno controlado, la tendencia al almacenamiento y el carácter asociativo. Las primeras formas embrionarias de la c. corresponden al planteamiento más primario de la inquietud humana: el temor a la muerte y la aceptación de lo sobrenatural. Las cavernas paleolíticas pueden considerarse, en este sentido, como un complejo cementerio-templo, bajo cuya protección el cazador descubrió las primeras manifestaciones de la vida social y adquirió su primera concepción del espacio arquitectónico. Junto a estas motivaciones espirituales, el apremio de las necesidades inmediatas a la sedentarización (agua permanente, estrategia de las colinas, posibilidad de caza y pesca) influyó notablemente desde el mesolítico. Así, antes que la c. se constituya como un lugar de residencia fija, existen zonas, lugares e incluso meros accidentes geográficos, donde las gentes vuelven, periódicamente, atraídos por significaciones espirituales o ventajas materiales.
     
      La aldea neolítica surge, probablemente, en Mesopotamia y Valle del Nilo entre el 9000 y el 4000 a. C. Su estructura de barro y caña apenas ha permitido el reconocimiento de sus restos. La mayor parte de lo que se sabe de la aldea neolítica procede de los restos conservados en algunas ciénagas de Polonia, fondos de lagos suizos v lodos del delta del Nilo.
     
      1. La ciudad oriental. Se origina ya hacia el tercer milenio a. C. y su aparición no es más que la etapa más avanzada del proceso neolítico, respondiendo a la mayor concentración humana que en estos momentos se impone. Parece que pueden distinguirse dos tipos: la c. creada según una planificación previa y la que surge por simple yuxtaposición de nuevas viviendas a un núcleo urbano originario. Del primer tipo son, p. ej., las aldeas-c. de Kahun (3000 a. C.) y Tell-el-Amarna (s. XV a. C.), ambas en Egipto. La c. egipcia se basaba fundamentalmente en una concepción religiosa, una de cuyas manifestaciones consiste en la orientación de la c. con respecto al sol, según principios matemáticos. La estructura urbanística es claramente cuadrangular y, según la tendencia sociológica, cada barrio albergaba un tipo social homogéneo. Frente a estas auténticas c., el antiguo Egipto presentaba un tipo de organización rural, el nomo, que podía comprender una serie de aldeas en torno a una de mayor importancia, con carácter de capitalidad. Por oposición a la estructura urbana de Egipto, en el Próximo Oriente (Mesopotamia, Asiria, Anatolia) se da la estructura circular amurallada; así, en la meseta anatólica Zengirli, Qadesh, Karkemish (entre los s. XXIV y XX a. C.). Hacia el 2500 a. C. los rasgos esenciales de la c.
     
      habían cobrado su forma estable: el cerco amurallado, la calle, la manzana, el mercado, el recinto sagrado y el taller artesanal.
     
      2. La polis griega. Es el ejemplo más típico de la conexión de los dos conceptos que integran el de c. La polis fue no sólo el centro económico, político y religioso de la Grecia clásica, sino que el carácter de ciudadano llevaba aparejado el disfrute del derecho de utilización de tales estructuras materiales, en tanto que el forastero es tolerado, únicamente, si paga unos tributos que suponen un auténtico precio a los derechos que se aceptaban como connaturales al ciudadano.
     
      El paso de la geografía fluvial, donde surgieron las primeras centralizaciones urbanas de Oriente, a esta otra, montañosa e insular, del marco egeo, acarreó variaciones importantes, incluso desde el punto de vista de la planificación. El desarrollo urbano del Egeo se inició en Creta (v.). La c. cretense utilizaba abundantemente la piedra y parece haber mantenido una independencia política respecto a sus vecinas, que, unida al carácter de ciudadela de la isla misma, permitió el florecimiento de una estructura ciudadana especialmente amable y sensible a la belleza, dotada a la vez de un alto nivel técnico. La polis griega propiamente dicha, es decir, la peninsular, parece que se constituyó entre el S. VIII y el vi a. C., coincidiendo con el periodo de difusión del alfabeto (v.) y la moneda acuñada. Con la polis apareció un fenómeno peculiar: la c. se expandió en fundaciones geográficamente alejadas, las colonias, en las que se duplicaban las instituciones y características de la metrópoli. Las principales c. colonizadoras fueron los grandes centros comerciales (Rodas, Mileto), algunos de los cuales llegaron a instalar hasta 70 colonias.
     
      Las primeras polis helénicas se diferenciaron sustancialmente de las c. orientales por la ausencia de muralla, al menos en los primeros tiempos, ausencia que puede explicar algunas de las cualidades básicas de la polis: la libertad y la falta del prejuicio de violencia. De su origen aldeano la polis conservó, sin embargo, algunos rasgos negativos que, a la larga, resultaron funestos: el aislamiento, los deseos de preponderancia, la suspicacia ante los extraños, y el complejo de autosuficiencia, que constituyen el polo opuesto de la unidad estructural que eXIgía una solución colectiva de problemas primarios (inundaciones periódicas, redistribución de la tierra...), que caracterizó la cultura urbana fluvial. Se ha pretendido basar el éXIto funcional de la polis en la aplicación y desarrollo de los principios democráticos, frente a las abrumadoras capitales del despotismo oriental. Los propios griegos crearon este paralelo, después de su victoria sobre los persas. Sin embargo, la realización práctica de la democracia, incluso en su sede más gloriosa, Atenas (v.), dejó bastante que desear y nunca desaparecieron ciertos elementos de segregacionismo (forasteros y esclavos), junto a serias limitaciones para el acceso a cargos a públicos. El prototipo de c. helénica hay que buscarlo en las que superaron el aislacionismo provinciano y expandieron principios universalistas. A este respecto, Olimpia (v.), Delfos (v.) y Cos pueden considerarse ejemplares. La primera como sede de los juegos olímpicos, cuya significación superó con mucho el mero culto a lo físico; la segunda como centro vital del espíritu religioso encarnado en el oráculo de Apolo y el culto dionisiaco; la tercera como el punto neurálgico de la curación con la escuela hipocrática.
     
      La energía vital que fluía de estas tres c. a través de las corrientes de peregrinos, inyectó en las polis un torrente de espiritualidad trascendente capaz, en muchos aspectos, de contrarrestar el espíritu de autoctonía y la conciencia de autosuficiencia localista. El olimpismo sustituyó al ejercicio físico rural de los orígenes; el culto de Delfos, en su vertiente dionisiaca, dio origen al teatro, que puede considerarse uno de los más altos logros de la cultura urbana; y de Cos surgió el concepto de la higiene como norma urbanística. Estas influencias hallaron su realización en las afueras de las ciudades; la palestra o el gimnasio, el teatro y los centros de asistencia médica (cuando los hubo) eran instituciones al aire libre. En el interior de la polis, sin embargo, permanecieron, como constantes neurálgicas de la vida urbana, los elementos característicos de la antigua ciudadela militar, célula inicial de la aldea rural: el templo y la residencia sacerdotal; el palacio, que evolucionó hacia ayuntamiento, al par que la monarquía hacia la democracia; y el centro de reunión para el intercambio, el ágora, que también evolucionó separándose de ella el mercado propiamente dicho.
     
      3. La ciudad romana. Mientras en la Hélade la muralla fue una idea tardía, en Roma fue previa a la c., y su trazado, rectangular, señalado con el arado por un sacerdote, no se acometía sin realizar ciertos ritos y augurios de origen etrusco. Este trazado se convirtió en el prototipo del campamento legionario romano, origen, a su vez, de muchas c. coloniales. Otro rasgo determinante era la orientación cósmica en base a los dos ejes, cardum y decumanum, de N a S y de E a O respectivamente. El resto de las calles debían cruzarse en el mismo punto que lo hacían ambos ejes, creando así un centro semisacro, donde habitualmente se situaba el foro, síntesis romana de la acrópolis y el ágora griega.
     
      Pero el carácter esencial de la c. romana no reside en su urbanismo, cuyos elementos básicos habían tomado de otras culturas, sino en la estandardización, que realizó, en Oriente y Occidente, del propio sistema urbano. Roma fue una gran máquina de hacer c. engrandeciendo los elementos urbanísticos tomados de las c. helénicas El espíritu previsor y la política de planificación consciente parecen hallarse vinculados a la fundación de c. romanas, muchas de las cuales suponían también una reestructuración del paisaje circundante (red viaria y obras de saneamiento). Por otra parte, la c. romana se proyecta como un elemento más de la ordenación imperial. A lo largo de los S. III y ii a. C. Roma se había expandido por la península italiana con la fundación de unas 400 nuevas c. de trazado moderno y sencillo que actuaron como elementos de consolidación de su dominio político. La capital, Roma, sin embargo, no supo aplicarse a sí misma los principios que utilizó para sus colonias.
     
      A pesar de ello, es en la propia Roma donde la cultura urbanística imperial halló sus logros más originales: la cloaca, el acueducto, los baños y el circo. La red de cloacas, iniciada con la MáXIma (S. VI a. C.), de dimensiones tan colosales que aún sigue en servicio, falló, sin embargo, en su conexión con los domicilios, constituyendo una espléndida infraestructura de muy dudosa utilidad higiénica. El baño público, terma, y la costumbre de hacer de él un ritual social, parece haberse iniciado en Roma en el s. ii a. C.; pero su hipertrofia, comenzada con la creación por Agripa (33 a. C.) de baños gratuitos, alcanzó su cenit en el Imperio. El circo era una auténtica nueva forma urbana, que desplazaba al teatro griego y constituía como la válvula de escape de una masa parásita, alimentada, casi gratuitamente, por el erario público. En el circo la tendencia romana a movilizar grandes masas creó una forma arquitectónica imponente. Las instituciones urbanas que llegaron a ser el sello específico y memorable de la ciudad helénica, el gimnasio y el teatro, derivaban de un origen religioso: los juegos fúnebres y los rituales festivos que exaltaban la renovación de la naturaleza primaveral y la fertilidad de la tierra. También tenían el mismo origen los juegos romanos; pero el pensamiento en la muerte trágica que tanto influía en la actitud con que el griego se situaba ante los juegos decrece o no se da entre los romanos; de ahí que éstos evolucionen hacia mero espectáculo y, en ocasiones, hacia matanza de hombres y animales, que provocaban en los espectadores sentimientos de sadismo, con todas sus negativas implicaciones y consecuencias. Una importante institución tuvo su origen en la ciudad de Roma: el collegium, precursor de los gremios artesanales. Los collegia, collegai, a los que incluso pudieron adherirse los esclavos, fueron auténticas asociaciones religioso-cívico-profesionales legalmente autorizadas, a partir del s. ii d. C., cuyas metas inmediatas fueron proporcionar a sus miembros trabajo en vida, honras fúnebres a su muerte y la posibilidad de la celebración conjunta del culto familiar desplazado de la vivienda.
     
      4. La ciudad medieval. El retroceso de la c., a la caída del Imperio romano (S. V d. C.) fue relativamente rápido. La población que albergaba disminuyó en proporciones graves; la actividad típicamente urbana desapareció; y, en general, la vida de la c. estuvo a merced de continuas catástrofes militares y una anarquía política, frente a las que, falta de murallas (que la paz romana había paulatinamente eliminado), se hallaron inermes. El punto más bajo de este proceso se alcanzó hacia el S. VIII. Pero la c., como organismo, no había muerto, ni siquiera la urbs, específicamente romana. Entre los s. X y xti comenzó y cundió un renacer urbanístico en todo el Occidente que culminó hacia los s. XIII-XIV.
     
      El primer elemento generador de la nueva célula urbana fue el monasterio. De sentido comunitario e igualitario, su disciplina, espíritu de trabajo y aislamiento fluyeron después a las formas más complejas de las nuevas villas, muchas de las cuales, incluso físicamente, surgieron en torno a un claustro. Los grandes monasterios de Westminster, Claraval, S. Denis, Montecassino o Fulda ejercieron una influencia sobre la vida urbana de sus áreas que cristalizó además en formas arquitectónicas. El sentido de vida en común era una traslación del monacato. El problema respecto a sus posibilidades surgió al aparecer la complejidad, incentivo y dinamismo del otro gran motor de las c. medievales: el mercado. Respecto al papel de la Iglesia en la nueva c. podemos considerarlo igualmente esencial. La c. medieval puede describirse como una estructura colectiva muy centrada en torno a edificios religiosos. Sus manifestaciones más típicamente urbanas y que suponen una novedad respecto al urbanismo antiguo fueron: la creación de hospitales; el precedente hotelero de los conventos, que ofrecían gratuitamente alojamiento y comida al viajero; los hospicios municipales y, fundamentalmente, la propia arquitectura de la iglesia-cobijo, ya fueran enormes catedrales o pequeñas capillas rurales.
     
      El segundo tipo de villa medieval aparece con la evolución y transformación de las viejas c. romanas. Estas c. se replegaron sobre sí mismas, incluso físicamente, de acuerdo con fórmulas urbanas típicamente militares. Burdeos, p. ej., fue reduciéndose hasta llegar a ocupar una tercera parte de su primitivo territorio amurallado. Nimes y Arlés experimentaron un proceso semejante hasta el punto de que sus circos se convirtieron en habitables, formando así una ciudad perfectamente amurallada, incluso con iglesias en su interior. Este retroceso defensivo está plenamente de acuerdo con las características de un fenómeno que presenció la agonía y el difícil renacer de las c.: la inseguridad. Originada, primero con la caída de la organización imperial, se agravó más tarde en el confuso periodo de creación de los nuevos reinos bárbaros que, a su vez, sufrieron las invasiones de árabes, eslavos y normandos. La pura necesidad originó el redescubrimiento de la muralla hasta el punto de que, en determinadas zonas, el servicio militar era requisito indispensable para la ciudadanía, y el módulo básico para obtener el privilegio de una comunidad ciudadana lo constituía la capacidad para proveer un ejército permanente y reparar las murallas de la c.
     
      Para algunos (Pirenng), el mercado fue la causa directa de la reconstrucción urbana; para otros fue sólo un factor aglutinante que echó los cimientos de una corporación económica ciudadana, originando así el sentido de la corporación. Todo mercado local o feria regional implicaba una organización acorde con las exigencias que habían permitido la reconstrucción urbana. Esta seguridad se concretaba en la' denominada paz de mercado que contaba incluso con tribunales especiales. Así la nueva c. parece surgir de la integración de las formas de seguridad que aportaban la común fe, la jurisprudencia y las prácticas económicas comunitarias. La opinión de Mumford es que «los mercados internacionales tuvieron poco efecto en la fundación de las c.» En cualquier caso, la polémica sigue abierta, pues aunque probablemente el comercio no generó c., las impulsó a su madurez. Así, en el proceso evolutivo de la c. la interacción de lo económico y lo sociológico parece evidente. La historia de estas influencias mutuas es la historia de la c. medieval, pues el capitalismo resultó al final una fuerza disgregadora de la c. que había ayudado a consolidar.
     
      La c. del s. XI que era un reducto de la economía protectora (basada en la función y la jerarquía, cuyo objetivo básico parece hallarse en la seguridad), se convierte en el s. XVI en sede de una economía intensamente comercial, cuyo fin era el enriquecimiento y que utilizaba como instrumento para conseguirlo, no el trabajo corporativo, sino la empresa individual. El hecho más relevante y la novedad fundamental de la c. medieval es la seguridad jurídica que representa el fuero. En este aspecto, la evolución desde el poblamiento humano a c. puede sintetizarse como el paso de la posición jerárquica hacia el contrato. Los fueros, en efecto, constituyeron auténticos contratos sociales (en la acepción que Rousseau hizo famosa en el s. XVIII) entre el terrateniente (señor o rey) y los pobladores. Esta situación desembocaba en una libertad extraña al ámbito rural. El hecho de vivir en una de estas c. corporativas, independientes en virtud del fuero, respecto al señorío donde están enclavadas, liberaba de toda servidumbre. La libre asociación como elemento básico de la comunidad urbana reemplazaba así a los lazos de sangre y suelo del vasallaje. Así, a los viejos elementos comunitarios, la familia y la vecindad, se añadía ahora el grupo profesional, constituyendo, los tres, la corporación municipal.
     
      El típico corporativismo medieval también caracteriza la c. de la época. Durante el tiempo medieval fue muy fuerte la tendencia asociativa; aparte de asociaciones específicamente religiosas, el módulo más extendido de asociación fue el gremio (v.). Por supuesto, el hallazgo del gremio no es una originalidad de la c. medieval, dado el claro precedente de los collegia romanos. Como éstas, tuvo una importante matización religiosa. Los hermanos de gremio comían y bebían juntos en ocasiones solemnes; se reglamentaba el ejercicio de su oficio, desde el horario laboral al precio de venta; se organizaban representaciones teatrales, de carácter religioso, para toda la c.; se preocupaba del problema escolar, siendo el primer organismo laico que lo hacía; y embellecía la c. con la construcción de sus propias iglesias o sus centros corporativos. La muestra más antigua de gremios coincide con el rebrote del urbanismo de los s. X y XI. Dentro de la lógica pluralidad de los oficios, los gremios urbanos se dividieron en dos grandes bloques: los artesanales y los comerciales. Cada uno de estos conjuntos halló en la c. su expresión arquitectónica que encerraba su centro de reunión: la corporación de mercaderes en el ayuntamiento y, más tarde, en la bolsa; la corporación de artesanos en el palacio de la corporación, costeado por uno o varios de los oficios representados. El sentido del trabajo, dignificado por las órdenes religiosas y realizado por hombres libres, en un sistema corporativo, era realmente una novedad en el ámbito urbano. El último elemento urbano de aparición tardía, quizá, es la constitución corporativa de más larga supervivencia: la universidad (v.). Bolonia en 1100, París en 1150, Cambridge en 1229, Salamanca en 1243. La universidad estableció la organización y metodización del conocimiento en un ámbito interregional y esta característica la separa de su antecedente inmediato, la escuela catedralicia. La combinación de conocimientos sagrados y científicos no tuvo precedentes en ninguna otra cultura urbana.
     
      Apoyada en tales pilares, la c. medieval resultó un elemento fundamental en el proceso de disolución del feudalismo, a partir del s. XIV. En el orden socio-político, su libertad garantizaba a la monarquía un apoyo para remover las estructuras del poder señorial; en el orden económico, porque su sistema mercantil atrajo mano de obra, obligando al señor feudal a mejorar sus condiciones para retenerla, y también porque resultó el centro de expansión del nuevo nivel de vida, basado en el dinero y no en los servicios o el poder rural.
     
      5. La ciudad moderna. Desde los comienzos de la Edad Media, dos núcleos socio-políticos habían luchado por el poder: la corona y las c. En las zonas donde la corona presentó debilidad, las c. alcanzaron una independencia política. Tal es el caso de Italia septentrional y las grandes c. hanseáticas de Alemania central. Cuando la consolidación de la seguridad y la complejidad económica requirieron una progresiva centralización, el problema planteado fue si ésta se realizaría en favor de una minoría privilegiada o en una estructuración corporativa o federal de c. Pronto se vio que la fórmula más duradera sería la primera. Las regiones en las que la c. había alcanzado una madurez institucional y una eficacia económica poderosa y que, por ello, podía optar a la segunda alternativa, fueron básicamente Suiza y los Países Bajos. Otras zonas, como la italiana, se debatieron entre la libertad frente a un poder político unificado y la tiranía de condottieri o familias privilegiadas. Lo que podemos llamar c. renacentista, es, en realidad, el preludio de una entidad posterior, la capital barroca de palacio y corte.
     
      Suele aceptarse que la pólvora acabó definitivamente con la independencia de las c. En realidad, su influencia fue más compleja, ya que suscitó toda una nueva teoría de ordenamiento urbano en función del nuevo sistema de defensa. La antigua muralla desaparece, sustituida por un complicado esquema geométrico, que relega el contenido urbano, prácticamente, a un segundo plano. La vida de la c. se supeditaba, en definitiva, al poder; la necesidad de contratar tropas mercenarias no hace sino liquidar la vieja estructura de defensa corporativa. El arte de construir c. pasó de la arquitectura a la ingeniería. Todo el esquema de lo que era la estructura de la monarquía absoluta barroca se dibuja ya en el s. XVI. El destino de la c. está decidido.
     
      La corte absolutista del barroco ejerció una influencia directa sobre la c. como ni siquiera el castillo feudal lo había hecho: el palacio, el museo, las avenidas y los jardines extraurbanos respiraban el afán de apariencia hermanado con la obsesión geométrica por el orden y la medida. La perspectiva, que había sido un hallazgo renacentista, encontró su aplicación generalizada en el trazado de las partes nobles de la c., concebidas no en función de sus servicios sino al servicio del esplendor del poder. La c. se sacrificó así al tránsito. La avenida, y no el barrio, constituyó la unidad de planeamiento. El costo de los proyectos barrocos fue increíble, por ajustarse al plano con absoluto desprecio de la topografía, la conveniencia de los habitantes o cualquier otra circunstancia modificadora. Los planes barrocos de urbanismo (v.) hacían gala, en lo arquitectónico, de la misma megalomanía que el poder monárquico en lo político. El plan barroco se concibió como un logro perfecto, en bloque, incapaz de adaptación y modificación. Esta tendencia a la unidad exterior, aunque vacía de funcionalidad, puede considerarse como la expresión en volúmenes del esquema cortesano.
     
      6. La ciudad industrial. Los agentes creadores de la nueva c. fueron la mina, la fábrica y el ferrocarril. Entre 1800 y 1900 la destrucción y el desorden dentro de la hipertrofiada c. están en proporción directa con la .potencia industrial. Los banqueros, industriales y técnicos mecánicos remodelaron o construyeron las nuevas c. a su medida. Esta medida es la que Ch. Dickens denominó coketown, c. carbón. La base de convivencia sociopolítica de estos nuevos monstruos urbanos descansaba sobre tres pilares fundamentales: la abolición de las corporaciones laborales y su sustitución por un estado permanente de inseguridad para la clase trabajadora; el establecimiento de un mercado sin límite ni regulación en régimen de libre competencia no sólo para las mercancías sino también para la mano de obra; la necesidad de una fuente constante de materias primas que constituyese, simultáneamente, un mercado para manufacturas y que supuso una de las bases primarias para un colonialismo feroz. Los motores económicos que nutrieron esta c. fueron la explotación de las minas de carbón, la producción siderúrgica y la utilización de una fuente de energía elemental: la máquina de vapor. Junto a estas dos características puramente poblacionales: el portentoso aumento de población y, como consecuencia de ello, un cambio constante de los excedentes rurales atraídos masivamente por las c. que, a su vez, incrementaron su concentración en las regiones carboníferas condicionándola igualmente en función de las vías férreas y sus puntos claves.
     
      Tal vez la contribución más importante de la era industrial a la c. haya sido la reacción contra sus propios errores en materia de higiene y salubridad públicas, entre los que destaca por sus complejas motivaciones, la aparición del suburbio. Con la modificación de la fuente básica de energía, que pasa del vapor a la electricidad y la aparición del motor de explosión como elemento básico del tráfico, las c. actuales son herederas directas de la coketown y responden a la concepción de megalópolis. El aumento espectacular de la superficie, habitantes, y número de las grandes c. es el fenómeno sociológico determinante de la nueva cultura. Esta civilización metropolitana contiene fuerzas explosivas que pueden dislocar lo que ha significado el desarrollo histórico de la c. como elemento de integración y coordinación de la vida. La metrópoli actual parece ser el resultado de dos fuerzas socioeconómicas que se institucionalizaron a partir de la revolución industrial: una economía activa que utiliza energía en una escala ingente y una economía de consumo que plantea exigencias hasta entonces circunscritas a una minoría aristócrata. Ambas se han tornado hiperactivas, generando tensiones poderosas. El poder económico, la velocidad, la cantidad y la novedad, se han convertido en fines, en metas valorables por sí mismas, sin ninguna conexión real con las necesidades humanas, a cuyo servicio surgieron. Los módulos de fábricas y mercado han sido adoptados por todos los estamentos vitales de la c. Reaccionando contra las condiciones primigenias de escasez, la economía metropolitana se halla obsesionada por la cantidad, y tiene el problema de la distribución orgánica. La concentración del poder político elemental ha dado lugar a un centralismo burocrático. El mito, difundido en los inicios de la Revolución industrial (v.), de un industrialismo generador por sí solo de la paz, el orden nacional y un orgánico nivel de vida, encuentra un mentís rotundo en muchas c. modernas, que realizan una expansión que se asemeja más a una reproducción cancerosa que a una normal partenogénesis. Tanto la Sociología como la Arquitectura han advertido el problema y se esfuerzan, con más o menos éXIto, por arbitrar soluciones y leyes de acción.
     
     

BIBL.: L. MUMFORD, La Ciudad en la historia, Buenos Aires 1966; E. A. GUTKIND, International History of City Development, III y IV, Londres 1969; J. JACOBS, Muerte y vida de las grandes ciudades, Madrid 1967; R. D. AMBROSSIO, Alle Origine della Cittá, Nápoles 1956; G. CHILDE, The Urban Revolution, «Town Planning Reviewn, abril 1950; A. H. M. JONES, The Greek City: From Alexander to Justinian, Oxford 1940; J. CARCOPINO, Daily Life in Ancient Rome, New Haven 1940; E. ENNEN, Frühgeschichte der Europáischen Stadt, Bonn 1953; W. BRAUNFELS, Mittelalterliche Stadtbaukunst in der Toskana, Berlín 1953; R. PERNOUD, Les Villes Marchandes aux XIV et XV siécles, París 1948; G. ROUPNEL, La Ville et la Campagne au XVII siécles, París 1922; J. FOURASTIE, Machinisme et BienEtre, París 1951; E. S. RASMUSSEN, Towns and Building, Cambridge (Mass.) 1951; LE CORBUSIER, La ciudad del futuro, Buenos Aires 1963.

 

C. ÁLVARE7 SANTALó. IV. ARQUITECTURA: v. URBANISMO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991