CIRCULACIÓN. MORAL DEL TRÁFICO.


El transporte de personas y mercancías es uno de los hechos sociales modernos más dignos de ser enfocados a la luz de la moral cristiana, en atención a sus fáciles y múltiples repercusiones en el individuo y en la sociedad. En este artículo se considera únicamente el aspecto ético, en cuanto el tráfico compromete una parte notable de la actividad de muchos hombres, profesionales o simples usuarios de los diversos medios de locomoción.El porqué de la moral del tráfico. Siendo hoy día tantos los negocios que sacan al hombre del hogar, tan grandes las facilidades para economizar un tiempo que cada día se estima más, o para tomarse expansiones legítimas que liberen de las ocupaciones ordinarias, se comprende sin dificultad que, como efecto de ello, nos encontremos envueltos en una carrera para ganar tiempo, que entraña riesgo de perder bienes de fortuna, la integridad de los miembros, la salud o la vida.
     
      Ante lo alarmante de estas cifras, se comprende la exigencia de una iluminación de los problemas que engendra el tráfico por las normas morales destinadas a conferir categoría humana y cristiana a los desplazamientos masivos. Porque hay peligros que no pasan de ser la contingencia que en ellos se da de un mal. Pero hay otros que arrastran de hecho al mal que entrañan. Los hay que se presentan de improviso, sin posibilidad de ser evitados mientras que otros, por el contrario, pueden ser previstos y evitados. Contra lo casual no puede reaccionar el hombre, si no es acatando la ley de la Providencia. Contra lo previsible y evitable puede prepararse, actuando sobre aquello que constituye el peligro. Y ésta es cabalmente la razón de ser del Código de la C.
     
      Como toda ley, ésta viene reclamada por el bien común, por la necesidad de una convivencia digna de personas racionales. Y es, por esto mismo, obligatoria en conciencia para todos los que quieran aprovecharse de las ventajas de la civilización actual, reduciendo al mínimo el riesgo que comporta la imperfección del hombre, incapaz de hacerse dueño plenamente, tanto del secreto de las leyes físicas y mecánicas, como de la fuerza ciega de su egoísmo. «El deber de justicia y de caridad, enseña el conc. Vaticano II, se cumple más y mejor con la cooperación de todos al bien común, según la capacidad propia y la necesidad ajena...». Y por eso, señala en seguida la incongruencia de una ética puramente individualista que, entre otras demostraciones, ofrece la de despreciar «ciertas normas de la vida social, como, p. ej., las que se refieren a la higiene o a la moderación del tráfico, sin advertir que, con semejante incuria, ponen en peligro su vida y la del prójimo» (Gaudium et Spes, 38).
     
      La voluntariedad indirecta reguladora de la moral del tráfico. Sólo un pervertido o un loco busca el mal por el mal: la supresión de la propia vida o la del prójimo, el daño en las personas o en las cosas de su pertenencia o de la ajena. Sin embargo,, no sólo se imputa moralmente el mal buscado de propia intento, como medio o como fin, sino también aquel que no se evitó, cuando pudo haberse evitado y hubo obligación de hacerlo, conforme al principio del voluntario indirecto (v. VOLUNTARIO, ACTO).
     
      En el tráfico por las calles de una ciudad o por las carreteras se oculta la amenaza grave de males considerables. Preverlos y evitarlos es el fin intentado por el legislador al establecer normas precisas ordenadoras de la c. Un primer deber, común al peatón y al usuario de cualquier género de transporte, es el de observar dichas normas. Su infracción voluntaria lleva consigo la imputabilidad moral y la responsabilidad jurídica de los males que ella pueda originar y que se pudieron evitar con haberse atenido estrictamente a las prescripciones del Código.
     
      Por tanto, deber de los responsables oficiales de la c. es hacer cumplir las normas que la regulan, so pena de caer en omisiones delictivas, con la consecuencia de una responsabilidad moral y civil, respecto de los daños a que, tal vez, dio lugar el incumplimiento de este deber. Cualquier conductor tiene el deber grave de procurarse una preparación técnica adecuada y de estar siempre capacitado psíquica y físicamente para dominar, en lo que depende de la humana previsión, cualquier situación o contingencia. Asimismo ha de contar con la virtud necesaria para renunciar a cualquier apetencia puramente egoísta, cuando lo eXIja un servicio que prestar por justicia, por caridad o por compañerismo.
     
      El cumplimiento de estos deberes se traduce en acto de virtud y meritorio. Su incumplimiento voluntario es verdadero pecado, tipificable en la causalidad indirecta: suicidio (v.), homicidio (v.), damnificación injusta, atropellos de derechos naturales o adquiridos. La gravedad del pecado dependerá, como es sabido, de la magnitud de la temeridad y no precisamente de la importancia del daño considerado en sí mismo, aun cuando la responsabilidad jurídica o criminal pueda comportar obligaciones, frente a las personas damnificadas. Conducir habiendo ingerido cantidades excesivas de alcohol, es, sin duda, gravísima temeridad. Igualmente, la velocidad excesiva o el descuido en tener a punto el vehículo son imprudencias más o menos importantes, según las circunstancias; pero, en todo caso, susceptibles de responsabilidad ante Dios y ante los hombres.
     
      Bajo otro aspecto, la carretera y la vía pública son indicadores precisos del grado de educación, de comprensión, de solidaridad humana, de caridad. Por ej., el auXIlio al herido o accidentado, solicitado o no, impone, en ocasiones, obligación indudable de conciencia, y grave, si el caso se presenta con las características de un daño serio, inmediato, cierto o probable, sin más contrapartida que el perjuicio corriente de quien tiene que compartir su coche con un desconocido o el del retraso en el viaje. A estas líneas generales se reduce toda la moral del tráf ico.
     
      V. t.: HOMICIDIO 11.
     
     

BIBL.: A. PEINADOR, Moral profesional, Madrid 1962; G. PERico, El pecado en la carretera, en P. PALAZZINI, Realidad del pecado, Madrid 1962, 242-281; A. TORRES CALVO, Diccionario de textos sociales pontificios, Madrid s. a.; R. DAGUERRE, Moralidad de los delitos de circulación, «Hechos y Dichos», 1958, 165 ss.; L. AZZOLINI, Responsabilitá morale nella circolazione stradale, Bar¡ 1957; H. RENARD, L'automoviliste et la morale chrétienne, París 1967; A. JANSSEN, Le code de la route et la morale, «Ephemerides Theologicae Lovanienses» 1958, 522 ss.; C. Rizzo, Inlortuni stradali, en Dizionario di Teologia Morale, 3 ed. Roma 1960.

 

A. PEINADOR NAVARRO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991