CIELO. TEOLOGIA SISTEMÁTICA.


1. Significado y etimología. 2. Estar con Cristo. 3. El banquete celeste. 4. Dios y los santos del Cielo: A. El Cielo es el Templo o Santuario de Dios. B. La visión beatífica. 5. Condición de los cuerpos resucitados. 6. La felicidad celestial. 7. Vida comunitaria celestial. 8. La vida celestial en relación con la terrena. 9. Duración de la vida celestial. 10. Estado celestial antes del juicio Final.
     
      1. Significado y etimología. En el lenguaje corriente el Cielo es el lugar donde mora Dios y en el que Dios introduce a los que se salvan, en alma sola después de la muerte, y con el cuerpo resucitado después de la Parusía (v.). Más adelante. veremos cómo deben ser teológicamente precisados, e incluso corregidos, estos sencillos conceptos.
     
      Nuestro vocablo Cielo deriva de la palabra latina coelum, la cual a su vez traduce la griega ouranós que en el lenguaje bíblico es la versión de la hebrea sámayim. Ésta y su correspondiente griega tienen diversas significaciones en la S. E.: la atmósfera, el firmamento con sus astros, la vida divina con sus ángeles, a la que se unen Cristo glorificado y los bienaventurados (v. u). Los contextos permiten discernir fácilmente qué sentido tiene la palabra en cada texto. La traducción latina coelum deriva de la palabra griega koilon, y significa el aire, la región del aire, la morada de los dioses, la gloria trascendente de la divinidad, etc., en el lenguaje de los clásicos latinos. De estos conceptos se pasa fácilmente al de morada de los bienaventurados, después de la muerte, como Cicerón, que afirma «certum esse in coelo def initum locum» (Lib. VI de República, 9, «es cierto que hay un lugar definido en el cielo») para los grandes patriotas y que «ea vita vía est in coelum» («es camino para el cielo esta vida», ib. 11), la de los que practican la piedad y la justicia. La palabra estaba, pues, preparada para recibir en el idioma latino y luego en los derivados de éste, el contenido bíblico de la revelación neotestamentaria acerca de la vida futura de los justos.
     
      Es difícil dar una definición o explicación concisa de qué cosa sea el C.: «la cuestión de qué es el Cielo sólo puede responderse, respondiendo a la cuestión de qué es Dios» (M. Schmaus, Teología dogmática, VII, 2 ed. Madrid 1964, 515). Más que a la cuestión de si, y en qué sentido, es un lugar, debemos insistir en que es una determinada forma de existencia, determinada primariamente por la profunda vinculación espiritual con Dios (visión, amor), que da al hombre una felicidad completa, que se vive en comunión con cuantos la alcanzan, que es fruto de la bondad, la justicia y la gracia de Dios y que dura para siempre. Dicha forma celestial de existencia se alcanza plenamente después de la Parusía (v.) del Señor, pero se goza ya esencialmente antes de la resurrección del cuerpo en estado de alma separada (V. t. RESURRECCIóN DE Los MUERTOS). Con esta descripción hemos indicado la línea de la disertación del presente artículo. Sin embargo, antes de tratar de la relación íntima con Dios, característica del estado celestial, hemos de tratar de un concepto paulino del C., que es capital en una explicación cristiana: el C. es un estar con Cristo glorificado.
     
      2. Estar con Cristo. Este concepto, preferido tantas veces por S. Pablo para expresar la deseada vida celestial, se encuentra asimismo subrayado en los documentos del conc. Vaticano II, que hacen referencia a nuestro tema. En el capítulo 7° de la const. Lumen gentium se dice que los que están en el C. están «más íntimamente unidos con Cristo» (n° 49) en Quien empezó ya la restauración prometida (n° 48); la contemplación de la vida de quienes alcanzaron ya el C. nos enseña «un camino segurísimo por el que podremos llegar a la perfecta unión con Cristo» (n° 50) y la comunión nuestra con los bienaventurados «nos une con Cristo, de quien fluye, como de su fuente y cabeza, toda la gracia y la vida del pueblo de Dios» (n° 50).
     
      El mismo Jesucristo en el evangelio subraya que el destino feliz y final del hombre es un estar con Él. Consuela a los Apóstoles en el sermón de despedida del jueves santo, diciéndoles que va a prepararles sitio para que donde esté Él, estén también los suyos (lo 14,2-3); anuncia a los misericordiosos que en el gran día de su segundo advenimiento los llamará hacia sí: «venid los benditos de mi Padre...», en contraposición a los inmisericordes a los que apartará: «Apartaos de mí...» (Mt 25,34.41), al, ladrón arrepentido que muere junto a su cruz, le promete: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Le 23,43).
     
      S. Pablo parece que quedó vivamente impresionado por la idea cristiana de un encuentro con Cristo como destino feliz del hombre después de la muerte, por el testimonio de S. Esteban, moribundo, diciendo: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Act 7,59). Entre los muchos textos en que encontramos esta idea destacamos dos, a modo de ejemplo: el de la carta a los filipenses en que desarrolla el dilema del quedarse en este mundo o ir a Cristo: «estoy apremiado por las dos cosas, teniendo deseo de quedar libre para estar con Cristo, lo cual sería muy preferible, pero el quedarme en la carne es más necesario por vosotros» (Philp 2,23-24) y el que anuncia la Parusía con el anhelado efecto de la reunión de los fieles con Cristo glorioso: «seremos arrebatados a las nubes para salir al encuentro del Señor en los aires; y así estaremos siempre con el Señor» (1 Thes 4,17). Comparando las expresiones paulinas «en Cristo» y «con Cristo», advierte Max Meitnertz: «aquí vemos con especial relieve que la redención sólo se consumará en el futuro escatológico ... la unión mística con Cristo no representa nada definitivo... sino que, a pesar de ser una gracia que perfecciona el ser y lo hace feliz, está orientada hacia la consumación definitiva y permanente. El cristiano vive ya actualmente con Cristo, pero en el sentido de en Cristo. Ahora bien, el estado propio de la eternidad será también un vivir `con' Cristo; pero en la escatología, no eXIstirá ya el vivir `en' Cristo» (Teología del Nuevo Testamento, Madrid 1963, 395). Este «estar con Cristo» incluye tres cosas fundamentales: semejanza en cuanto a la condición de vida (que S. Pablo desarrolla en cuanto al hombre resucitado), proXImidad o participación de los mismos bienes, y comunión de vida que arrancando de Cristo se difunde en los bienaventurados.
     
      También los textos de S. Juan nos prestan elementos valiosos para estudiar esta relación entre Cristo y los bienaventurados. Nosotros somos hijos del Padre en Cristo, «hijos en el Hijo», el cual es el pan, la luz, la vida de nuestra propia vida filial (v. FILIACCóN DIVINA). Ésta a su vez es presentada en los escritos de S. Juan en una intencionada confusión entre su primero y segundo estadios, es decir, entre la vida de la gracia que gozamos ya en este mundo y la vida gloriosa de la consumación celestial. Estos elementos, sumariamente indicados, nos acercan a la realidad escatológica del estar con Cristo, explícitamente subrayado por S. Pablo.
     
      El análisis teológico del «estar con Cristo» en el estado celestial daría materia para una larga disertación. Nos limitaremos a indicar caminos de mucha perspectiva. El concepto de Cristo cabeza, que puede desglosarse en varios aspectos (capitalidad de orden, de gobierno, de perfección, de influjo, etc.) (v. CUERPO MíSTico), al aplicarse a la relación de Cristo con sus miembros en estado de consumación, nos lleva a la superioridad del Señor en la gloria y a la benéfica dependencia de los bienaventurados respecto de la gloria y el gozo de Cristo, que son por ellos compartidos; en consecuencia la vida celestial se ofrece como una profunda y total imitación de Cristo, derivada de la perfecta «membricidad» de los bienaventurados respecto de quien es Cabeza. El concepto de Cristo revelador del Padre toma también toda su fuerza en la definitiva revelación, aquella en la que no queda ya ningún velo, o sea en la donación de la visión de la divinidad propia de la vida celestial (v. sobre esto el art. de J. Alfaro, Cristo glorioso, revelador del Padre, en «Gregorianum», 1958, 222-270). La alegoría de Cristo-Vid que encontramos en el evangelio de S. Juan (cap. 15) al aplicarla a la vida celestial nos lleva directamente a la unión con Cristo, como causa de la vivificación y plenitud celestial; con este tercer concepto evitamos los peligros de la «cosificación» de la gracia (ya sea aquí, ya en el c.) y de la «intelectualización» de la misma, a que podría conducirnos un análisis poco profundo de los dos anteriores conceptos.
     
      Advertimos, finalmente, que el concepto del «estar con Cristo» tiene ya en las mismas fuentes bíblicas una dimensión comunitaria que completa la individual que aquí hemos desarrollado. La Iglesia celestial se une con Cristo, como. la Esposa con el Esposo; la Iglesia es la
     
      plenitud de Cristo (Lumen gentium, 7), que aquí tiende a la plenitud total que un día logrará en el c. Así Cristo, «de quien fluye, como de su Fuente y Cabeza, toda la gracia y la vida del Pueblo de Dios», en cualquier estadio en que éste se halle, es, en un sentido muy profundo, «corona de todos los santos» (Lumen gentium, 50).
     
      3. El banquete celeste. La imagen del banquete para significar el Reino (v.) de Dios, es usada varias veces por Jesús: «Se parece el Reino de los Cielos a un rey que preparó las bodas de su hijo...» (Mt 22,2), dice iniciando la parábola de los invitados a la boda que rechazan el convite, «Yo os preparo un Reino igual que me lo ha preparado mi Padre, para que comáis y bebáis en mi mesa en mi Reino...» (Le 22,29), promete a sus discípulos en la noche de la santa Cena, y «muchos de oriente y de occidente se sentarán a la mesa con Abraham e Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos; en cambio los hijos del Reino serán echados a las tinieblas de fuera» (Mt 8,11-12), había advertido en el principio de su vida pública. Al mismo concepto hace referencia la cuarta bienaventuranza, que algunos consideran central en la maravillosa serie paradoxal de felicitaciones a los que sufren: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados» (Mt 5,6).
     
      La comparación banquete-c. tiene sus antecedentes en el A. T. No sólo encontramos el sentido fraternal humano que tradicionalmente tiene el banquete en todas las culturas, sino también el sentido de relación con Dios a quien se estima presente y anfitrión en el banquete religioso (v. BANQUETE SAGRADO). En esta línea podemos considerar el banquete pascual (Ex 12 y 13), las escenas narradas en el Deuteronomio (cap. 12 a 16) y el elogio del Templo como lugar de encuentro con Yahwéh: «Se sacian de la abundancia de tu Casa, y los abrevas en el torrente de tus delicias» (Ps 36,9). Esta comunión cultual con Dios, significada en el rito sacrificial por el comer de la víctima inmolada, o alcanzada por la percepción de fe en todo acto de oración y culto, es un presagio de aquella comunión celestial que es su última consumación. En la nueva alianza, el Señor anuncia estas mismas verdades que ahora toman ya una superior plenitud por su propia presencia y su personal sacrificio por nosotros, especialmente en las escenas que se refieren a la Eucaristía (v.), ya sea las de la misma institución, ya sea las de su anuncio, como la multiplicación de los panes (Me 14,19). Varias veces el Señor se expresa con imagen de banquete, para revelar la comunión con los suyos, después de la resurrección (Le 24,30 y lo 21,13). Él desde el c. ya glorificado, «el que vive y ha estado muerto» (Apc 1,18), invita al banquete celestial, que es su mismo banquete: «Mira que estoy a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré a su casa y comeré con él, y él conmigo» (Apc 3,20). 131 está en el banquete tan contento entre los suyos y tan deseoso de mostrarles su amor, que «sirve a uno tras otro» (Le 12,37).
     
      Las ideas teológicas que descubre o subraya esta imagen brillante son: la presidencia de Dios en el C., que generosamente sacia a sus amigos, la comunión con Cristo (idea ya desarrollada), el sentido comunitario o fraternal del C. y la felicidad, expresada en la satisfacción, tan estimada en general, de saciarse y paladear una buena comida. Cuando a la imagen accede el concepto de convite nupcial, se acentúa el ambiente de amor del convite celestial y se insinúan los místicos desposorios de Cristo con la Iglesia, comunidad de invitados al banquete. En fácil síntesis el banquete celestial nos ofrece los tres elementos básicos de todo estudio teológico del C.: su aspecto religioso (relación con Dios en Cristo), su aspecto personal beatificante, y su aspecto comunitario. Veamos los tres sucesivamente.
     
      4. Dios y los santos del Cielo. La plurifacética relación de los bienaventurados con Dios puede estudiarse a través de varias imágenes y conceptos bíblicos del C. El tema es inagotable (v. t. UNIóN CON DIOS).
     
      A. El Cielo es el Templo o Santuario de Dios, al que entra el justo gracias a Cristo redentor: «Teniendo confianza para entrar en el santuario con la sangre de Jesús...» (Heb 10,19), dice S. Pablo iniciando un canto a la esperanza cristiana y a la misericordia de Dios. A la imagen del Templo se refiere también en 1 Cor 13,12, cuando habla del encontrarse con Dios cara a cara en el C., dado el paralelismo entre los conceptos que expresa y los que hacen referencia al encuentro del justo con Dios en el Templo de la antigua alianza (v. TEMPLO DE JERUSALÉN). El Templo celeste, en el que uno se encuentra ante la majestad de Dios, no es un templo material: hablando de la ciudad celestial dice S. Juan que no vio templo en ella «pues su templo es el Señor Dios, el Dueño de todo, y el Cordero» (Apc 20,22). El lugar de encuentro con Dios es la misma divina intimidad y es Cristo por quien tenemos acceso al Padre. Él mismo se llamó Templo de Dios (lo 2,16; v. t. lo 1,35 y Le 1,35). La idea arranca de la antigua alianza en el paso de templo material a templo espiritual para un culto auténtico, que hace Isaías en su cap. 66. El mismo anhelo ilusionado del Reino de Israel en su grandeza, bajo David y Salomón, por construir el Templo del Señor, son tipo del deseo de C. de los cristianos. Este aspecto de la relación Dios-bienaventurados nos lleva al sublime quehacer celestial de la adoración, que recuerda el Apocalipsis (4,1-11; 6,14 y 7,15).
     
      Conceptos muy parecidos deducimos de la imagen del C. como Casa de Dios, en la que hay muchas moradas, que el Señor ha ido a preparar para sus discípulos (lo 14,2-6). S. Pablo lo explica con claridad meridiana: «Sabemos que si se destruye esta casa terrenal nuestra en que acampamos, tenemos casa que existe por Dios, Morada no hecha por manos, eterna, en los cielos» (2 Cor 5,1). La imagen puede relacionarse con algunas ideas veterotestamentarias (Is 56,5; 57,15 y Prv 8,31) y con la alegoría de la Iglesia-construcción: «sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). Estando en la Casa de Dios, se goza de la situación y los bienes de Dios así como de su vista y amistad.
     
      En la misma línea de C. como compañía con Dios podemos considerar la idea de Paraíso. También aquí hay palabra explícita «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Le 23,43), dice el Señor al ladrón convertido que agoniza en una cruz junto a Él. Y en expresión profética dice también el Señor en el Apocalipsis: «Al que venza, le daré a comer del árbol de la vida, que está en el Paraíso de Dios» (Apc 2,7). Tenemos aquí una referencia al Génesis, con alusión a la superioridad de la condición celestial sobre la del primer hombre, y una plena explicitación de la promesa de restauración mesiánica contenida en Isaías y en Ezequiel (Is 51,3 y Ez 36,35 y 47,12). La imagen del Paraíso (v.), que a veces sólo se considera en relación al estado de felicidad anterior al pecado, es profundamente religiosa antes que humana: el Paraíso es el lugar de Dios, el lugar al que Dios acude para compartir con los hombres. Ésta es la idea que debemos subrayar ahora al relacionar el Paraíso con el C. definitivo.
      La voz C., que ha prevalecido para expresar la situación final bienaventurada de los justos, indica primariamente la participación de los bienes de Dios. Allí se está cabe Dios, y como Dios (salvadas las diferencias esenciales entre Creador y creatura). Éste es el lugar propio de los justos: «Nuestra ciudadanía se encuentra en los cielos, de donde esperamos que venga el Salvador, el Señor Jesucristo» (Philp 3,20); somos como una colonia de ciudadanos celestes que provisoriamente estamos en la tierra: éste es el sentido maravilloso de la palabra griega usada por S. Pablo, politeuma. Allá nos espera la recompensa (Mt 5,12 y 19,21), se nos reserva la herencia filial (1 Pet 1,3), para llegar allá hemos sido creados y salvados (Lc 10,20 y Heb 12,23). Es nuestra casa paterna («padre nuestro...»: Mt 6,9), que alcanzaremos (2 Cor 5,1), que esperamos (Col 1,5): «Mirad la residencia de Dios con los hombres y él habitará con ellos...» (Apc 21,3). Esta compañía íntima con Dios y el compartir su bien y su gozo, se expresa primariamente en este concepto, tan caro al conc. Vaticano II, que en muchos lugares llama «caelites» (palabra de difícil traducción) a los que gozan ya del estado celestial.
     
      También es de uso vulgar el nombre de gloria aplicado al C. Este concepto bíblico considera el valor (el peso podríamos decir analógicamente) del estado celestial. Dios es glorioso (v. GLORIA DE DIOS) y al mismo tiempo quien reparte su gloria entre los hombres. El Señor glorificado (el «Señor de la gloria»: 1 Cor 2,8) o elevado a la gloria (Act 1,9-11) nos glorifica (hace participantes de su gloria divina) progresivamente (2 Cor 3,18), llevándonos hacia el Reino y la gloria de Dios (1 Thes 2,12) por el mismo camino que siguió Él, o sea por el camino del dolor que acaba en gloria (2 Cor 4,17; Rom 8,18). Nuestro destino es alcanzar «con Cristo» el Cielo «para su gloria eterna» (1 Pet 5,10). Esta gloria se manifiesta proféticamente con el esplendor de la nueva Jerusalén (Apc 21,23). Este concepto, al mismo tiempo que insiste en la participación de los bienes valiosísimos de Dios, indica que la situación celeste es fruto de un reflejarse el Dios glorioso sobre el bienaventurado e insinúa que esta situación cede en definitiva en alabanza del mismo Dios.
     
      Los bienaventurados son llamados santos en el lenguaje corriente cristiano. Este concepto es profundo y en la Biblia se aplica analógicamente a Dios y a los hombres justos (v. SANTIDAD II). Dios es santo porque es puro e inaccesible; la creatura por su consagración o plena dedicación al Dios santo. Cristo ofrece un caso singular de santidad ya en su divinidad ya en su humanidad consagrada a ser instrumento de la divinidad en la gran obra de la salvación. En Cristo la Iglesia es santa y santos son sus miembros (v. IGLESIA 11, 3); con mas razón aún es santa la ciudad celeste (Apc 21,2), pues en ella nada hay profano (concepto contrapuesto al de santo). Santos fueron llamados los fieles, en este sentido de consagrados a Dios y miembros del Cristo santo, en la Iglesia primitiva; en cambio este nombre no lo encontramos expresamente referido a los bienaventurados hasta el siglo Iv. El conc. Vaticano II ha confirmado este modo de hablar que se ha hecho ya tradicional en la Iglesia, al usarlo en este sentido junto al de Caelites y de bienaventurados (Lumen gentium, 50 y 51). Este concepto subraya especialmente que en el C. realizamos plenamente la consagración a Dios, que somos para Él, que en Él está nuestro último fin.
     
      B. La visión beatifica. El concepto teológicamente más estudiado de la relación entre Dios y los bienaventurados es el de la visión de Dios, que S. Pablo nos dice caraccerístico de la vida celestial en oposición a la vida terrena: «El amor nunca cae: si son las profecías, se acabarán; si son las lenguas, callarán; si es la ciencia, se acabará. Pues conocemos en parte y profetizamos en parte, pero cuando llegue el acabamiento, se acabará lo parcial. Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; cuando me hice mayor, dejé lo del niño. Así, como ahora vemos por espejo, en enigma; entonces, en cambio, veremos cara a cara; por ahora conozco en parte, entonces conoceré tal como yo también soy conocido. Ahora permanecen la fe, la esperanza, el amor, las tres cosas; pero la mayor de las tres es el amor» (1 Cor 13,8-13). La contraposición entre el modo de alcanzar a Dios por el conocimiento (aspecto fundamental de toda auténtica relación humana) en la tierra y el del C. es notorio: es lo imperfecto en contraposición a lo perfecto, es como ver por medio de espejo (¡y cuáles eran los espejos de aquel entonces!) que cambiará en visión facial o inmediata, y es conocimiento parcial y transitorio que pasará a total y permanente. El aspecto intelectual que se considera especialmente aquí, va, sin embargo, junto a la relación en el amor, que, ya empezada en la vida terrena, permanece (y se consolidará y enfervorizará) en la vida celestial. Con este lugar hay que considerar otro de S. Pablo (2 Cor 5,6 ss.), el de S. Juan en su primera carta (3,2) y otros que también confirman la exégesis paulina en su concepto fundamental (Apc 22,4; lo 17,3; Mt 5,8). Asimismo deberíamos comentar aquellos en los que Dios aparece como iluminador del hombre en el estado celestial, puesto que Dios sólo puede ser visto en su propia luz (Apc 21,23 y 22,3-5); la liturgia ha recogido este aspecto cuando reza por los difuntos: «la luz perpetua los ilumine».
     
      Centrando, sin embargo, la explicación en el texto clásico de S. Pablo, debemos buscar una plena inteligencia de su concepto de visión cara a cara. Esta expresión en el libro del Éxodo, significa tratar íntimamente con Dios; este trato se realiza por la fe, en la oscuridad propia del conocimiento de fe (Ex 33,11 y 18-23): otro conocimiento, dice Dios, no es posible. Por figuras, a través de las cuales Dios se revelaba, veían a Dios los profetas (1 Reg 19,11) y por mirada de fe los justos lo «veían» en el Templo du Jerusalén, donde moraba Dios misteriosamente (Ps 42,3). La mirada de fe (v.) lleva siempre por lo menos implícito el deseo de una visión mejor, de una comunión más inmediata con Dios, a la vez que la inicia realmente. Así el mismo Éxodo, que pone en labios de Dios la afirmación de que Moisés no puede ver la faz divina, dice, sin embargo: «Yahwéh hablaba a Moisés cara a cara, como habla un hombre a su amigo» (Ex 33,11).
     
      El hombre Cristo veía a Dios con una muy superior claridad por lo cual puede manifestarlo con seguridad: «A Dios nadie le ha visto nunca; el Hijo único que está en el seno del Padre es quien lo ha manifestado» (lo 1,18; v. i. lo 14,9). De esta visión filial nosotros participaremos en la consumación celestial: «Ahora somos hijos de Dios, y todavía no se ha manifestado qué seremos. Sabemos que cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es» (1 lo 3,2). Prescindiendo de cierta oscuridad que presenta el texto y que ha dado lugar a distintas exégesis, es indiscutible que la gracia de la filiación por Cristo lleva a una semejanza con Dios en Cristo, que tiene en la visión inmediata de Dios uno de sus primeros elementos.
     
      Afirmada esta vinculación-asimilación intelectual con Dios que nos da ciertamente el concepto de visión, debemos recordar que este conocimiento se nos revela en un ambiente vitalmente más amplio: junto al conocimiento está el amor, y ambos elementos juntos realizan la convivencia plena con Dios. Este segundo elemento nos viene expresamente indicado en los textos en que se habla del Dios que es amor (1 lo 4,8 y 16) y de la Iglesia, esposa de Cristo muy amada, máXImamente en su estado perfecto y definitivo (Apc 21,2). El concepto bíblico de la visión, en su aspecto primario intelectual, ha sido profundamente estudiado por la teología medieval, y se encuentran también en documentos magisteriales algunas de sus más importantes conclusiones. La definición dogmática de Benedicto XII (Benedictus Deus, Denz.Sch. 1000) recoge la explicación profunda de la visión de Dios: visión de la divina esencia, intuitiva y facial, sin creatura como medio, en razón de objeto previamente visto; visión de la divina esencia inmediata, que desnuda (es decir, no a través de la humanidad corpórea de Cristo), clara y abiertamente se manifiesta; así en el C. se goza de la divina esencia y con tal goce y visión se es bienaventurado y se tiene la vida y el descanso eternos. Este concepto es recordado brevemente en otros documentos posteriores. Advertimos, sin embargo, una mutación redaccional, en el conc. de Florencia: no se habla de ver la divina esencia sino al Dios Uno y Trino. Con este mismo enfoque más personalista, citando el conc. de Florencia, expresa esta verdad el Vaticano II (Lumen gentium, n° 49).
     
      La refleXIón teológica considera la sobrenaturalidad de este maravilloso entronque intelectual de Dios conocido y bienaventurado que le conoce inmediata y perfectamente (visión beatífica), y reclama un como ensanchamiento de la inteligencia humana para que tanta (infinita) verdad pueda en sí misma y no a través de raciocinio o analogía entrar en la potencia cognoscitiva del hombre. Este fortalecimiento o engrandecimiento misterioso se alcanza con el «lumen gloriae» (luz de la gloria), expresión tomada del Ps 35,10 (aunque no se derive en pura exégesis) y confirmada en algún documento magisterial (Denz.Sch. 895). Según la refleXIón común de los teólogos, hay que distinguir en lo que se ve en esta visión, al mismo Dios (llamado en este sentido, objeto primario de la visión) de las restantes creaturas que son vistas en Dios como en su causa, a modo de un espejo singular que no refleja la creatura sino que la expresa en su causa que es la misma determinación libre de Dios (espejo) que la ha creado según la comparación de S. Agustín. Otras disertaciones teológicas, de tipo más psicológico, se refieren al modo como Dios-idea subsistente, infinitamente lúcido en sí mismo con lucidez desproporcionada para la capacidad cognoscitiva del hombre que es finita como él mismo, toma contacto con la inteligencia humana de todo bienaventurado, no produciendo una idea (que sería finita e insuficiente para el conocimiento de visión) sino supliendo la idea con la que el hombre entiende y casiactuando la inteligencia humana; por tanto, «terminando» su acto vital de entender.
     
      El amor correspondiente a la visión es continuación y sublimación del amor del creyente en este mundo: «el amor nunca fenece» (1 Cor 13,8). No es un amor hacia la «cosa» deseada porque es buena para el sujeto, sino amor de benevolencia, correspondencia del que tiene Dios al bienaventurado (v. t. CARIDAD). Dice Schmaus (o. c.) a este propósito: «No es primariamente una posesión objetiva, sino un encuentro personal, un encuentro de amor perfecto». Es precisamente en este darse a Dios por amor, como el hombre, lejos de vaciarse, se realiza plenamente. Así encontramos la síntesis de los elementos aparentemente contrapuestos: el hombre recibe a Dios por la visión y el hombre se da a Dios por el amor, en correspondencia al amor de amistad que Dios le ofrece viniendo a él. En este amor plenamente consciente que, manteniendo distintas las personalidades de Dios (de las tres Personas divinas) y de cada bienaventurado, las junta maravillosamente, se desarrolla un diálogo íntimo entre las tres Personas divinas y cada uno de los santos: diálogo de adoración, de amor, de culto en espíritu y en verdad, al mismo tiempo que de profunda y total simpatía y colaboración, como participación que es de los mismos diálogos intratrinitarios (v. .TRINIDAD sANTNIMA). En este diálogo está la plenitud del que aquí en la tierra se inicia por la fe (v.), el culto y el servicio de Dios en Cristo Jesús. Pero, en tanto supera la vida celestial a la vida de la fe, que aquí apenas podemos balbucear lo que será el diálogo lúcido y amoroso de la visión celestial.
     
      5. Condición de los cuerpos resucitados. La anterior descripción de la vida celestial en su esencia o aspectos espirituales podría inclinar a una concepción exclusivamente espiritual que, en consecuencia, no entendiera el sentido de la resurrección gloriosa de los cuerpos, que con cierto énfasis nos ha sido anunciada en la S. E. Sin dejar de afirmar la felicidad de las almas en el C., antes de la resurrección, debemos explicar cuál sea la buena y agradable condición corporal de los bienaventurados en la plena consumación que incluye la resurrección gloriosa.
     
      La S. E. nos habla de Cristo resucitado como primicias de nuestra resurrección (1 Cor 15), de una vivificación sobrenatural que alcanza también lo somático (Rom 8,11; v. t. Mt 22,30; 2 Cor 4,14 y lo 6,55) y de un recibir de Cristo la comunicación de esta vivificación, razón de la semejanza de los cuerpos resucitados con el del Señor (Act 4,2; Philp 3,21 y 1 Thes 4,17).
     
      Difícilmente buscaríamos en la Escritura una estricta descripción de la vida de los cuerpos resucitados. Un texto de S. Pablo (1 Cor 15,42 ss.) ha dado lugar a la formulación de los cuatro dones de los cuerpos resucitados: impasibilidad, claridad, agilidad y sutileza. Éstos, a veces, son descritos en formas harto infantiles, por no penetrar en el lenguaje del Apóstol y por no comprender debidamente el carácter de la revelación. S. Pablo nos dice que «se siembra en corrupción y resucita en incorrupción» y en otros lugares nos afirma la inmortalidad de los resucitados celestes y la exclusión del dolor en la vida celestial; sin embargo, no se pase de aquí a pensar que el cuerpo resucitado es como una estatua: se resucita para vivir vida humana, aunque en un nivel de perfección superior. «Se siembra en deshonor y resucita en gloria», es decir, participa todo el hombre, incluido el elemento corporal, de la «doxa» (la gloria, valor reconocido de auténtica grandeza); «se siembra en debilidad y resucita en fuerza», o sea se participa de la «Dynamis» divina, en contraposición a la debilidad de la actual condición. Finalmente, en una expresión, más bien síntesis de las precedentes que indicativa de una nueva característica de los cuerpos resucitados, dice S. Pablo que «se siembra cuerpo natural y resucita un cuerpo espiritual»; la expresión es sorprendente en sí misma, pero aparece su claro sentido si entendemos que en la resurrección también lo somático está penetrado por el Espíritu de Dios, está sobrenaturalizado, elevado a una condición de vida superior, divinizante. No se trata sólo de una perfecta ordenación de lo somático a lo espiritual, aspiración humana, sino además de una sublimación de lo corporal por la operación íntima del Espíritu que, sin embargo, no cambia sustancialmente la condición corporal esencial del cuerpo. Tal vez la curiosidad desearía más y encontraría muchas preguntas que formular a la teología, pero ésta sinceramente nada más puede decir, pues nada más ha dicho Dios (v. RESURRECCIóN DE LOS MUERTOS).
     
      6. La felicidad celestial. El maravilloso bienestar celestial nos viene repetidamente indicado en la S. E. Las bienaventuranzas (v.) tienen indudablemente un sentido escatológico (aunque no único) y el Apocalipsis insiste especialmente: «Felices los muertos que mueren en el Señor. Desde ahora, sí, dice el Espíritu, que reposen de sus fatigas» (Apc 14,13) los que son invitados al banquete de bodas del Cordero (Apc 19,9). Del mismo modo el concepto de gozo, que en la Biblia tiene también siempre un fundamento religioso, se refiere especialmente a la definitiva vinculación con Dios que se da en la consumación celestial; es un gozo que ya se pregunta aquí por la esperanza de su plenitud celestial: «alegraos en la esperanza» (Rom 12,12; v. t. 15,13; 1 Pet 1,3-9 y Le 10,20). A este estado feliz del bienaventurado se refiere también el concepto de paz, con su contenido bíblico: «Su salida de entre nosotros es reputada por aniquilamiento, pero gozan de la paz» (Sap 3,3). Interesante y sugestiva es, finalmente, la idea bíblica del descanso, religioso y beatificante, aplicada a la vida celestial (v. Heb 4,3-11).
     
      Sobre este aspecto de la vida celestial mucho se ha escrito, demostrando que el concepto filosófico de beatitud (v. FELICIDAD) se realiza en la condición de vida celestial. Se sacia la inteligencia de verdad, la voluntad de amor en el sentido más noble y personal del amor, se goza de una óptima condición somática y de circunstancias (la circunstancia del bienaventurado es óptima: ángeles, santos, creación material plenamente sometida, etcétera) y se está radicalmente exento del dolor nobilísimo pero punzante del remordimiento, del riesgo de perder el bien, etc. Todo es enteramente favorable y de todo se goza noblemente. Sin embargo, ya no podemos decir más: también aquí debemos aceptar la sobriedad de la Escritura y confiar en Dios, capaz de darnos todos los bienes convenientes; no tienen sentido las objeciones fundadas en el peligro del fastidio, en la concepción caprichosa del bien humano, o el conocimiento del infierno por parte de los santos, etc.
     
      7. Vida comunitaria celestial. La S. E. nos presenta la consumación de la salvación (v.) no solamente como una situación a la que muchos son llamados y llegarán, sino también con un aspecto formalmente fraternal y comunitario, que en nada pone restricción al valor del acto personal para la salvación ofrecida por el Señor.
     
      El C. es la patria, a la que vamos peregrinos y, como rezamos en la Salve, desterrados: «no tenemos aquí una ciudad duradera, sino que buscamos la futura» (Heb 13,14; v. t. Heb 11,14 y 2 Cor 5,6). Ciudadanos del cielo (Philp 3,20; v. t. Eph 2, 12-19 y Gal 4,26), tenemos allí la Casa paterna (Mt 5,16; lo 14,2). El C. se nos presenta como la nueva y definitiva Jerusalén (v.), capítal de la nación consagrada, donde se encontraba el gran bien del Templo del Señor (Gal 4,26; Apc 21,2-10). La denominación de Reino aplicada al C., riquísima de contenido, expresa también claramente los lazos profundos entre los bienaventurados en la gloria, señalando simultáneamente el carácter religioso que caracteriza tal comunidad. El Reino tiene dos etapas en la economía cristiana: la Iglesia peregrina y el C. (v. REINO DE DIOS). A esta segunda etapa se refiere al Señor en las parábolas del Reino, de modo muy claro; también el Apocalipsis aunque sin dejar de referirse a la Iglesia de la tierra como Reino de Dios, subraya su consumación celestial: «¡Aleluya, porque reina el Señor, Dios nuestro, el Dueño de todo!» (Apc 19,6; v. t. Apc 5,10). El conc. Vaticano II después de recordar que la Iglesia constituye el germen y el comienzo del Reino de Dios, añade que «ansía llegar al acabamiento del Reino y con todas sus fuerzas espera y aspira a unirse con su Rey en la gloria» (Lumen gentium, n° 5). La Iglesia bajo la imagen de Esposa de Cristo con todo su sentido de comunidad religiosa, se presenta consumándose en la comunidad celestial: «La ciudad santa, la nueva Jerusalén, la vi que bajaba del Cielo, desde Dios, preparada como una esposa que se ha embellecido para su esposo...» (Apc 21,2). El conc. Vaticano II ha recogido y comentado claramente esta idea: «Cuando Cristo aparezca y llegue la gloriosa resurrección de los muertos, la claridad de Dios iluminará la Ciudad celestial y el Cordero será su lumbrera. Entonces la Iglesia entera de los santos adorará en la felicidad suprema de la caridad a Dios y al Cordero que ha sido degollado, pregonando a una sola voz: Al que está sentado en el trono y al Cordero: bendición y honor y gloria y poder por los siglos de los siglos» (Lumen gentiuin, n° 51).
     
      El carácter comunitario del C., la unidad entre todos los bienaventurados, no es sino la última manifestación del carácter fraternal de la salvación (v.), que a su vez responde a la dimensión social propia de la persona humana y a la unidad del plan de Dios Creador. La tradición litúrgica de la Iglesia ha vivido muy intensamente este aspecto de la vida celestial, al rogar que los difuntos se agreguen al consorcio de los santos: con esta frase no sólo se dice que participan de la misma suerte sino que la viven fraternalmente. Este aspecto debe considerarse asimismo al estudiar el carácter consumativo que para toda la obra de Dios y para cada uno de los salvados, tiene el fin del mundo: sólo entonces se completará definitivamente la comunidad celestial (v. MUNDO, FIN DEL). Es fácil transponer al Reino de Dios en su estado consumado las características que se dan a la Iglesia en este mundo: la capitalidad de Cristo, la dignidad y santa libertad de sus miembros, la ley del amor como norma, el sacerdocio común a todos con cuanto dice de consagración, culto y cooperación a la obra de Dios, cte. Si es verdad que la vida celestial trasciende la de este mundo, también lo es que hay cierta continuidad en el don fundamental de la gracia (v.) y en el estilo de vivir la salvación (v. COMUNIÓN DE LOS SANTOS).
     
      8. La vida celestial en relación con la terrena. La vida del C. se obtiene después de haber vivido aquí en la tierra, pero esta relación de sucesión no basta para considerar todo el nexo entre ambos estadios de vida cristiana. Algunos conceptos bíblicos nos abrirán camino para estudiar más profundamente esta relación.
     
      A. El C. es la verdadera herencia que Dios promete a quienes constituye hijos suyos. Esta idea arranca del mismo principio de la historia de la salvación: la promesa de Abraham (v.) mira en definitiva a la consumación celestial en Cristo. La esperanza de que Dios dará o restituirá la tierra de promisión inicia una actitud que en el correr de los siglos irá revelándose cada vez con mayor claridad en su sentido más propiamente espiritual (V. RETRIBUCIÓN EN LA SAGRADA ESCRITURA), alcanzando esta perfección en la esperanza evangélica del C.: «Si sois de Cristo, entonces sois descendientes de Abraham, herederos según la promesa» (Gal 3,29). Cristo es el gran heredero de las promesas divinas, por derecho de Hijo y de salvador (v. Heb 1,2; Philp 2,9; Mt 21,8 y 38; Heb 9). La Iglesia recibe la promesa en cierto modo (2 Pet 1,4) pero nuestra filiación divina, aquí realmente iniciada, tiene una plenitud en el momento en que como hijos recibimos toda la herencia (Rom 8,14 ss.; junto con Eph 1,18 y 1 lo 3,2). Esta herencia definitiva es la compañía de Cristo (Mt 25,34), el Reino de Dios consumado (1 Cor 6,9), la incorruptibilidad o plena inmortalidad de todo el hombre (1 Cor 15,50), y la vida eterna (Mc 10,17 y Tit 3,4).
     
      El concepto de herencia celestial, con su origen histórico concreto, nos recuerda la gratuidad del don de Dios, es decir, la carencia de un derecho puramente humano al C. no sólo por parte de los que procedemos de los gentiles sino también por los descendientes de Abraham según la carne, pues al gran Patriarca le fueron hechas las promesas por pura elección gratuita de Dios. La actitud espiritual que comporta este aspecto es la esperanza (v.). Este contenido del concepto del C. como herencia gratuita puede asimismo encontrarse en el de C. como salvación (definitiva). También aquí podríamos entroncar con ideas bíblicas fundamentales: la salvación obrada por Dios (porque ama a Israel) en la antigua alianza, figura de la salvación realizada por Cristo (Salvador o Jesús por antonomasia) que culmina en el C.; la redención o liberación, que arrancando de la liberación de la esclavitud de Egipto, pasa a explicar la obra de Cristo dando la libertad de los hijos de Dios (v. IUSTIFICACIóN) y constituyéndonos en Pueblo de Dios. Todo ello tiene su culminación esencial en la situación celestial.
     
      B. Establecido el concepto de gratuidad del don, podemos considerar la proporción entre éste y la vida previa de la tierra, que expresamos teológicamente con la idea de mérito (v.). La composición de gratuidad y premio es uno de los temas más hermosos de la teología, sobre el que S. Agustín disertó maravillosamente compendiando su pensamiento en la consabida frase: «cuando Dios corona nuestros méritos, no corona otra cosa que sus propios dones» (Epístola 194,3,6; PL 33,876).
     
      Cristo, que inicia el C., es el gran vencedor (Apc 5,5, Le 11,14-22) cuya victoria aparecerá esplendorosa y eficacísimamente en el último día (Apc 17,14 y 1 Cor 15,24). El C. nos es prometido también como premio a la victoria en la lucha de este mundo: los mártires son los grandes triunfadores (Apc 11,7). Por esta razón el C. es como una corona (signo y premio de una victoria alcanzada tras dura lucha): corona de la vida (lac 1,12), de gloria (1 Pet 5,4), de justicia (2 Tim 4,8) e incorruptible (1 Cor 9,25). Asimismo en las cartas a los «ángeles de las Iglesias» se promete a quienes venzan: el árbol de la vida (Apc 2,7) la corona de la vida (Apc 2,10), el maná escondido (Apc 2,17), el poder (Apc 2,26), el vestido blanco (Apc 3,5), ser columna en el Templo de Dios y tener el nombre de Dios en sí mismo como señal de protección (Apc 3,12), y el sentarse en el trono con Cristo (Apc 3,21). El gran libro de la lucha cristiana es también el que más hermosamente trata del gran premio destinado a los vencedores. La vida cristiana que se premia tiene como valores que explican la recompensa, los siguientes: las obras puestas por el justo guardan cierta proporción con el C. por cuanto están realizadas bajo el influjo de la gracia de Cristo (con lo cual queda claro que dependemos totalmente de Cristo, sin que nuestros méritos oscurezcan su salvación, antes bien la ensalcen, pues son su fruto) y son obras realizadas con una intención de servicio filial a Dios (se las «damos» en cuanto podemos analógicamente dar algo a Dios); añádese que el mismo Dios libérrima, pero seriamente, ha prometido aceptar estas obras en razón de obsequio a recompensar por parte suya (v. MÉRITO). Advertimos, sin embargo, que las buenas obras no sólo merecen el C., sino también el aumento de gracia (v.) ya aquí en la tierra, y que esta razón de premio puede faltar en algunos o muchos de los que se salvan, es decir, los niños incorporados a Cristo que mueren antes del uso de razón: en ellos el C. es pura gracia sin nada de premio. La tradición, arrancando de la S. E. y especialmente del Apocalipsis, nos da unas valoraciones concretas de obras dignas de recompensa celestial al honrar a distintos grupos de cristianos que se distinguieron en el servicio de Dios y de la Iglesia: los mártires, los obispos, los ascetas y las vírgenes, los dadivosos y grandes bienhechores de la Iglesia, etc. Capítulo especial merece el premio que la Iglesia proclama que han ya recibido las grandes y singulares figuras de la historia de la salvación: María, S. José, S. Juan Bautista, los grandes Patriarcas de la antigua alianza, etc.
     
      Habiendo en la gloria celestial esta razón de premio, el C. no es igual para todos, pues los méritos son distintos, como hemos visto más arriba. La misma Escritura lo recuerda: «Cada cual recibirá su propio salario, según su propio trabajo» (1 Cor 3,8; v. t.: Mt 5,12; 2 lo 8; 2 Cor 9,6 y 1 Cor 15,41). Todos los bienaventurados verán y amarán a Dios, todos serán felices, pero habrá diversidad en la gloria-premio, «contemplarán claramente al mismo Dios trino y uno, tal como Él es, pero unos más perfectamente que otros según la diversidad de méritos» (conc. de Florencia, Denz.Sch. 1305). Los teólogos buscan y explican de algún modo cómo podemos concebir esta desigualdad celestial sin mengua de la común felicidad. Advertimos que la objeción que a veces se hace a dicha desigualdad, basándose en la parábola de los trabajadores que van al campo a distintas horas (Mt 20,1-16) no tiene peso, pues la parábola tiene un mensaje mucho más sencillo y no entra en este tema (v. JUICIO PARTICULAR Y UNIVERSAL; INFIERNO; PURGATORIO). La actitud espiritual que descubre la idea del C. como premio es la del estímulo en la lucha que aquí sostenemos (v. ASCETISMO II; LUCHA ASCÉTICA).
     
      C. Otra interesante relación entre la gloria celestial y la vida cristiana aquí en la tierra es la que se compendia con el concepto de vida eterna, entendido no sólo como vida sin término, sino como participación de la vida divina (del Eterno) que es el sentido profundo que tiene esta expresión, generalmente, en S. Juan (v. GRACIA). En Cristo está la vida (lo 1,4) y viene al mundo para darla a sus ovejas (lo 10); esta vida puede compararse a un agua que fecunda (el agua es el Espíritu: lo 7,37 y Apc 22,1) o a la savia que mantiene y hace crecer el árbol (lo 15 y Apc 22). Es una vida espiritual: es el conocimiento amoroso de Dios vivido en íntima unión con Él (lo 17,3). Esta vida que sólo se pierde por el pecado (v.), se vive ya aquí, pero se perfecciona en el C.; S. Juan, actualizando la escatología en virtud de esta vivencia sobrenatural que empieza ya en este mundo, nos presenta en cierta sobreposición de conceptos la vida en los dos estadios simultáneamente.
     
      También S. Pablo nos habla de la vida aquí y allá y establece la relación entre ambas realizaciones vitales sobrenaturales: «Habéis muerto y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios; cuando se manifieste Cristo, nuestra vida, entonces también vosotros os manifestaréis gloriosos junto a él» (Col 3, 3-4; v. t.: Rom 6,23; 1 Cor 15,45 y Philp 1,21). El C. aparece como una plenitud de vida sobrenatural, aquí empero tenemos ya esta vivificación por haber empezado el contacto real y vital con Cristo, que en la gloria se perfecciona y consuma.
      A la luz de esta profunda relación entre la vida cristiana y el C., descubrimos que el C. ha de marcar el estilo de nuestro vivir aquí. La expresión medieval «gratia semen gloriae» (la gracia es una semilla de la gloria) no sólo es un anuncio venturoso sino una responsabilidad en el vivir cristiano. Lo que por la fe sabemos que anida en el fondo de nuestro espíritu, podemos valorarlo considerando lo que será en su simple desarrollo vital.
     
      La vida eterna en nosotros, que se desarrolla plenamente en el C. es, ni más ni menos, la participación de la misma vida trinitaria. La vinculación vital del bienaventurado con las tres Personas divinas responde a las procesiones inmanentes y a las relaciones que guardan Ellas entre sí. La vida que arranca del Padre y se refleja en el Hijo y se da en el Espíritu Santo, es la que se tiene en participación por la posesión del Espíritu, dado por Cristo en su comunicación constante y vital con cada uno, que nos hace exclamar: «Padre», al referirnos a la primera Persona, porque así lo es nuestro en Cristo (v. TRINIDAD SANTísimA). A semejanza de las divinas procesiones inmanentes del entender y del querer, la vida sobrenatural, ya sea aquí en la tierra por la fe y la caridad, ya sea en el cielo por la visión y la caridad, se expresa en las dos grandes operaciones espirituales del hombre, íntimamente conectadas: la inteligencia que ve a Dios o cree en Él, y la voluntad que ama. Por otra parte la común participación de la misma vida divina por todos los bienaventurados, explica la profunda vinculación entre ellos y el sentido profundo de la comunidad celestial.
     
      9. Duración de la vida celestial. La vida del C. no tiene término final. La doctrina de la Iglesia sobre esta duración del C. no ofrece dudas. En la Const. Benedictus Deus leemos: «... y esa visión y ese gozo se da sin la menor fisura o interrupción y continuará hasta el juicio final y, desde entonces, eternamente» (Denz.Sch 1001). Estas palabras de la definición dogmática son el simple desarrollo del artículo de fe contenido en el Credo: «Creo... en la vida eterna». Asimismo la base bíblica es segurísima. En los Evangelios y en S. Pablo especialmente, la expresión vida eterna referida a la vida del C. subraya esta perennidad sin acabamiento de dicha vida; la expresión eterna es traducción de la palabra hebrea olam que significa duración que trasciende la medida humana, que se contrapone a la del tiempo cósmico en que aquí está sumergido el hombre. Aunque al aplicar la eternidad a Dios (v. DIOS iv, 9), la duración significada adquiere unas características singulares, consiguientes a la singularidad del Ser divino, al aplicarla al hombre en su estado definitivo tiene el sentido, por lo menos, de duración sin término (v. ETERNIDAD; TIEMPO).
     
      La Escritura no sólo habla de «vida eterna», en el sentido antes expuesto (Mi 19,19; 25,46; Me 10,17.30; lo 3,15 s.; 4,36; 6,40; 10,28; 17,2; Rom 2,7; 6,22; cte.) sino también de «eternos tabernáculos» (Le 16,9), «casa eterna» (2 Cor 5,1) «herencia eterna» (Heb 9,15) «peso eterno de gloria» (2 Cor 4,17) y de un «vivir para siempre» (Sap 5,16) manifiesta asimismo esta verdad con otras expresiones que excluyen positivamente un término de la vida celestial: «corona incorruptible» (1 Cor 9,25), «estaremos siempre con el Señor» (1 Tess 4,17), «jamás habrá muerte (Apc 21,4), «nadie podrá quitaros el gozo» (lo 16,22), etc. Toda la contraposición entre C. y tierra quedaría desvalorizada si no se afirmara e insistiera en este carácter perpetuo de la vida celestial.
     
      Las razones teológicas que abonan y explican este hecho son fáciles de comprender: No habría felicidad plena si el mismo estado feliz no estuviera asegurado de permanecer ; la amistad espiritual profunda entre Dios el bienabenturado tiende de sí misma a perdurar y ninguna razón podría inducir a Dios a cortarla siendo,como sera siempre, correspondida. Además podría considerarse la incorruptibilidad o inmortalidad del alma (V.) en sí misma, una vez creada, tema también estudiado por los filósofos (v. INMORTALIDAD Ii). Aquí el problema incide en la impecabilidad de los bienaventurados, que la se afirma implícitamente al proclamar la perpetuidad sin término del C., y que teológicamente se prueba como e una consecuencia de la misma visión de Dios (visto directamente como sumo bien que es, ninguna razón puede hacer vacilar el alma en el amor a Dios). Nadie crea,al sin embargo, que con ello el hombre pierde en el C. el ná gran bien de la libertad (v.): afianzado en la verdad y se el bien, la libertad jamás declina, jamás puede declinar a su mal uso, que es lo que en este mundo constituye el pecado; esta tendencia personal, consciente y verdadera- tic mente querida hacia el Sumo Amor, es la perfección de la la opción libre del hombre, que así alcanza aquella libertad con que Cristo nos liberó (Gal 4,31).
      10. Estado celestial antes del juicio Final. Hemos presentado el C. en toda su integridad de elementos, tal la como nos viene revelado y como puede verse con toda su grandeza y armonía. Queda por preguntarse, ¿cuál es el C. antes del segunda advenimiento del Señor? (v. JUICIO UNIVERSAL; MUNDO III; RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS).
      No es éste el lugar de explicar la historia de la re- fra fleXIón teológica acerca del estado de las almas antes sal de la Parusía (v.). Basta recordar que, según la defini- lic ción dogmática de Benedicto XII (Denz.Sch. 1000), una en vez purificadas en el purgatorio (v.) si lo necesitaren, gozan ya de la visión de Dios. Ello se realiza con las potencias espirituales, que están expeditas en el alma separada (v. ALMA). Nos es difícil entender cómo discurre esta vida en alma separada; más aún, la misma duración al (diferente de la nuestra que llamamos «tiempo») se nos escapa, pues no tenemos experiencia directa de vida solamente espiritual. Tampoco la Escritura nos da la descripción de este estado, aunque ciertamente nos da argumentos en favor de dicha entrada en el cielo antes de la Parusía; p. ej., en aquella confidencia de S. Pablo que no sabía si desear quedarse aquí para servir a los hermanos ir a Cristo por la muerte (Philp 1,23 s.). Este texto señala a los creyentes la diferencia entre la valoración de la muerte (necesaria para valorar la vida) en la antigua alianza (cuando no se había revelado ni inaugurado el C.) y en la nuestra. Amando la vida como oportunidad y lugar de amar a Dios y a los hermanos, y de colaborar al gran plan de la creación que preside Cristo, esperamos por la muerte el encuentro pleno con Dios, por lo cual todo cristiano puede y debe hacer suya la exclamación de la «Esposa» de la que es miembro: «Amén. Ven, Señor Jesús» (Apc 22,20).
     
      V. t.: ESCATOLOGÍA; Fin del hombre, en HOMBRE; FELICIDAD; SALVACIÓN 111.

     
     

BIBL.: M. SCHMAUS, Teología dogmática, VII Los Novísimos, 2 ed. Madrid 1964, 508-618; R. GUARDINI, Les fins derniéres, París 1950, 47-72; A. PIOLANTI (en colaboración), El más allá, Barcelona 1959, 211-224; H. LENNERZ, De noviss:mis, 4 ed. Roma 1940, 3-36; R. GARRIGOU-LAGRANGE, La vida eterna y la profundidad del alma, Madrid 1950, 300-395; J. ROSANAS, El Cielo. Tratado dogmático, Buenos Aires-Poblet 1952; J. STAUDINGER, La vida eterna. El misterio del más allá, Barcelona 1959; L. HERTLANG, El Cielo, Santander 1960; P. MOLINARI, índole escatológica de la Iglesia peregrinante y sus relaciones con la Iglesia del cielo, en La Iglesia del Vaticano II, Barcelona 1965, Es 1143-1162; A. BRIVA, La gloria y su relación con la gracia.

 

 

J. CAMPANY CASAMITJANA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991