CENSURA (Medios de información y comunicación social). SOCIOLOGÍA Y DERECHO.


Se entiende ordinariamente por c. la actividad de la autoridad pública por la cual se controla, limita o suprime la expresión de ciertas ideas y opiniones en los diversos medios de comunicación social. Se justifica dicha actividad por motivos públicos y morales, es decir, porque tales ideas u opiniones podrían amenazar tanto la estabilidad como el bienestar de la comunidad, o también la moralidad pública. Elemento esencial en el concepto civil de c. es que la autoridad que la ejerce dispone también del poder necesario para imponer las restricciones oportunas, ya que la c., como parte del Derecho positivo humano, tiene como fin inmediato reglamentar la conducta externa de los miembros de la comunidad a fin de conseguir el bien común (v.).
      Los actuales medios de comunicación de masas (prensa, radio, cine, televisión) han logrado una amplitud y un influjo tan grandes, que el Estado no podía ignorar su importancia política y social. Con la c. de estos medios los Gobiernos controlan la difusión de las ideas. Esta atribución de la autoridad civil, aceptada pasivamente por los súbditos durante mucho tiempo, se pone ahora en tela de juicio en ciertos sectores, ya que es un acto administrativo que restringe uno de los derechos de la persona reconocido en la sociedad liberal: la libre expresión del pensamiento. Ese derecho es claro, pero también lo es que debe armonizarse con el deber de respeto a la verdad, a la intimidad de las personas, etc. Surge así el problema característico de la conveniencia y límites de la c. De hecho, del carácter político de cada Estado depende el sistema y el rigor de la c., estricta o benévola, previa o posterior al hecho. Incluso en algunos casos prácticamente es inexistente, si las responsabilidades se reglamentan a tenor de la legislación penal ordinaria, y los delitos se someten a los tribunales de justicia. En realidad la c. propiamente dicha es la que se ejerce previamente a la publicación, emisión o exhibición de las ideas, pues la c. posterior o represiva, a no ser que tenga legislación y tribunales especiales, se confunde en la práctica con la actividad judicial ordinaria.
      La c. se justifica como dirigida a la protección del bien común mediante la acción de la autoridad y de la ley, cuyo fin último es la justicia (finis legis justitia), la cual unas veces reclamará mayores libertades en determinadas circunstancias, y otras eXIgirá una razonable restricción de la libertad individual. Sean cualesquiera las circunstancias, sin embargo, la norma directiva de la justicia es el bien común de la sociedad, el cual depende a su vez de la ordenación del vivir social según verdad y justicia, y es eso lo que exige canalizar la actuación de las libertades individuales. Todo lo que si, de una parte, puede justificar un régimen de c., o de responsabilidad penal, para los medios de comunicación social, de otra pone de manifiesto que ese régimen no debe destruir ni hacer imposible la libertad de expresión, sino garantizar su recto ejercicio.
      1. Características. Refiriéndonos a la c. previa o c. propiamente dicha, podríamos definirla diciendo que es la actividad que ejerce la administración pública, mediante algún organismo especializado, y que se realiza por medio del examen previo de las obras empleadas como vehículo de ideas u opiniones (libros, periódicos, películas, obras de teatro, discursos y conferencias, cte.). Cuando se habla de c. se entiende en efecto la ejercida por la administración pública, que es la única que posee los medios coactivos para imponer sus decisiones. Eventuales asesoramientos a los que voluntariamente se someta una publicación, cte., no son c. propiamente dicha, sino parte de su proceso de elaboración (en esta línea se puede situar, en parte, la c. que la autoridad de la Iglesia ejerce sobre publicaciones, cte., de sus fieles, ya que, al menos actualmente, no tiene carácter coactivo). De otra parte, posibles campañas de opinión pública contra determinadas obras, manifestaciones de protesta, boicots, cte., son solamente medios de persuasión que buscan orientar a la opinión pública, pero no son c. aunque de hecho consigan a veces los mismos resultados que obtendría la aplicación de una c. estricta.
      La actividad oficial censora sólo afecta a la publicación de las obras sometidas a ella, limitándose su labor restrictiva a permitirlas o prohibirlas (o incluso modificarlas) sin ninguna otra consecuencia penal o civil. De hecho, la c. se ejerce de modo discrecional por los encargados de aplicarla, ya que el legislador no puede prever cada caso concreto de restricción de la libertad de expresión, y los posibles reglamentos no son más que una orientación general para la labor del organismo competente.
      Precisamente la discrecionalidad de la c. y su aplicación individualizada en una sociedad pluralista puede acarrear el riesgo de que su actividad sea caprichosa y voluble, por tanto, inútil o estéril, y por ende injusta. Hay dos principios que intentan garantizar su rectitud. El primero es que la autoridad acudirá a la c. como último remedio, y no como primer medio. Esto significa que debe partir de una actitud de confianza en los medios de comunicación y en su seriedad y no al contrario; debe admitir además recursos jurídicos respecto a sus decisiones.
      El segundo principio es que la c. debe reducirse al mínimo indispensable para la protección del bien común. Una perfecta expresión de este principio se contiene en la declaración de la jerarquía católica de EE.UU. sobre la c. en 1957: «Aunque la autoridad civil tiene el derecho y el deber de ejercer dicho control sobre los distintos medios de comunicación en cuanto sea necesario para salvaguardar la moralidad pública, la ley civil, especialmente en aquellos aspectos que están protegidos constitucionalmente, debe definir lo más concretamente posible las limitaciones impuestas sobre la libertad. El único propósito que guiará a los legisladores al establecer las necesarias restricciones a la libertad será asegurar el bienestar general mediante la prevención de abusos graves y perjudiciales. Nuestro sistema jurídico se ha dedicado desde su nacimiento al principio de la mínima restricción. Aquellos que se impacie'rlten por la aversión del Estado a reprimir y limitar con sus leyes la libertad humana, deben tener en cuenta cuál es el principio que sirve para salvaguardar todas nuestras libertades vitales: reprimir lo menos posible, y favorecer la libertad sobre la restricción».
      En la doctrina de S. Tomás de Aquino encontramos expresados los límites que justifican la coacción de la autoridad: «La ley humana se impone a una multitud de hombres en la que una gran mayoría es de imperfectos en la virtud. Por eso, la ley humana no prohíbe todos los vicios de los cuales se abstienen los virtuosos, sino sólo los más graves, aquellos que la mayor parte de la multitud puede evitar, y sobre todo los que van en perjuicio de los demás, sin cuya prohibición la sociedad humana no podría sostenerse»... «La ley natural es una cierta participación de la ley eterna en nosotros, mientras que la ley humana se distingue mucho de la eterna. Por eso dice S. Agustín: 'Esta ley, que se instituye para regir la comunidad política, permite y deja impunes muchas cosas que la divina providencia castiga; pero no han de ser desaprobadas las disposiciones que establece, porque no establezca todas las disposiciones posibles'. Por tanto, la ley humana no puede prohibir todas las cosas que prohíbe la ley natural» (1-2 q96 a2).
      2. Evolución histórica. Como puede advertirse por la introducción hecha, en el tema de la c. intervienen cuestiones muy variadas: a) una visión del hombre, ya que según se vea al hombre como un ser llamado a perfeccionarse por la búsqueda y consecución de la verdad o se le conciba en cambio de manera individualista, es decir, como un ser cerrado en sí mismo y que se realiza por la vía de su sola autoafirmación, se entenderán o no como benéficos aquellos medios que ayudan a buscar la verdad, entre los que, eventualmente, puede encontrarse la c.; b) una valoración de las fuerzas individuales, ya que, si se adopta una posición pesimista, que desconfía por entero de la capacidad del individuo y exalta en cambio la tradición cultural, la libertad de expresión será fácilmente infravalorada; en el otro extremo, una exaltación absoluta de las fuerzas individuales llevará a ver en toda intervención de la autoridad algo que aherroja la inteligencia; una posición equilibrada reconoce la capacidad de la inteligencia, y, por tanto, afirma el derecho a la libertad de expresión, pero a la vez sus límites, y, por tanto, la legitimidad de una legislación que regule el ejercicio de los derechos; y, en dependencia de todo lo anterior, c) una comprensión de las competencias y límites de la actividad de la autoridad pública.
      Está claro que cuanto acaba de decirse trasciende al tema de la c., ya que se refiere a una cuestión mucho más amplia: la de la libertad de la inteligencia y las leyes que rigen su ordenado funcionamiento. Pero también es verdad que la c. se sitúa en ese contexto, y sólo puede ser comprendida desde él: todo juicio sobre la c. evoca, de manera más o menos clara, ese trasfondo. Yendo ya al tema concreto de la c. tal y como se ha dado en la historia, hay que señalar que, propiamente hablando, la cuestión surge sólo a raíz de la invención de la imprenta y los posteriores inventos técnicos que la siguieron. En los siglos precedentes el tema de la repercusión social de la difusión de ideas y de la necesidad de una intervención de la autoridad pública es sentido y no faltan manifestaciones claras (en Grecia se conocen diversos casos de juicios a quienes con su forma de hablar desprecian las leyes; Platón, en La República y Las leyes, propone que se prohíba la difusión de ideas que dañan a los principios supremos de la convivencia; en Roma eXIstía el cargo de censor que vigilaba por la moralidad pública...). Todo ello, sin embargo, transcurre por la vía penal o a posteriori, sin implicar una c. propiamente dicha.
      La idea de una c. previa surge cuando, con el desarrollo técnico, los medios de comunicación se convierten en medios de comunicación de masas. Leyes de previa c. de libros o de prohibición de circulación de los ya editados surgen por primera vez en el s. XVI, tanto en países protestantes como católicos. Dada la íntima unión que entonces existe entre religión y ciudadanía, la legislación se refiere sobre todo a materias religiosas, aunque se extiende también a otras, de tipo político, lo que se incrementa en el s. XVII. En el s. XVIII el movimiento ilustrado patrocina una total libertad de imprenta, que se promulga de hecho (aunque de ordinario con limitaciones) a partir de la Revolución francesa. La afirmación del voluntarismo político que la Revolución implicó, sobre todo en su vertiente roussoniana, traía, sin embargo, por paradoja, la posibilidad de una restricción de la libertad de expresión muy superior a la conocida en todas las épocas precedentes: afirmada la voluntad como fuente absoluta de la ley -es decir, negada la sumisión a toda verdad trascendente- se abrían las puertas a una negación de los derechos de las minorías y a un totalitarismo. De otra parte en algunos países la afirmación de la libertad de expresión, privada de su anclaje en su ordenación a la busca de la verdad, degeneraba en escepticismo o en permisivismo ético y, por tanto, en una crisis de valores. Tales son en suma las coordenadas con que el tema de la c. se plantea en el s. XX, requiriendo un amplio estudio de la libertad de expresión y sus condiciones de ejercicio.
      3. La censura en España. En 1502 los Reyes Católicos dictaron una pragmática que imponía la previa c. de todas las publicaciones, cuya impresión podía denegarse sin apelación. De estas funciones se encargó posteriormente el Consejo de Castilla, delegando finalmente en el «juez de imprenta» y su equipo de censores. La c. llevaba también adjunta la atribución de tasar o poner precio a los libros.
      En los reinados sucesivos, aun conservando sus exclusivos derechos de autorización de impresión, los reyes españoles fueron modificando el modo de aplicarlos. En 1762 se autorizó a los editores a fijar libremente los precios, y la apelación ante la corona se instituyó en 1785. Los temores originados por la explosión libertaria de la Revolución francesa provocaron un retroceso en la relajación de la c., y la Ley de imprenta de 1805 amplió la potestad de los censores hasta la comprobación, no sólo de inocuidad política y religiosa, sino también «si la obra será útil al público, o si puede perjudicar con sus errores en materias científicas o por los vicios de su estilo y lenguaje».
      El liberalismo triunfó en las Cortes de Cádiz, que decretaron en 1810 que «todos los cuerpos y personas particulares tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la fabricación». Esta norma legal desapareció con el regreso de Fernando VII en 1814, se reinstauró en el trienio constitucional (1820-23), y fue suspendida de nuevo con la vuelta del absolutismo, que puso la c. en manos de un equipo tan estricto como ignorante. La muerte de Fernando VII inició una nueva etapa, y las sucesivas leyes culminaron en 1836 con la afirmación de la libertad de imprenta. Durante los s. XII y XX las vicisitudes de la c. se correspondieron con las fluctuaciones políticas del país, de modo que hubo afirmaciones de ilimitada libertad de expresión en las revoluciones de 1854 y 1868, y restricción con el triunfo de los moderados en 1844 y con la ley de imprenta de 1857. La restauración borbónica intentó mantener un cierto equilibrio en la libertad de expresión, interrumpido por la Dictadura militar de 1923. Con la segunda República volvió la libertad de imprenta, alterada por las restricciones que imponían las facciones que detentaban el poder y no siempre usada responsablemente. Los excesos de todo tipo en el orden ideológico y moral provocaron una reacción contraria en la zona sublevada durante la guerra de 1936-39. Se implantó una rígida c. previa en todas las publicaciones y se impuso además el doblaje español obligatorio de todas las películas. A partir de 1962 se ordenó la situación y aplicación de la c. en España. La Dirección General de Cinematografía y Teatro (englobada posteriormente en la de Cultura Popular y Espectáculo) suprimió la obligatoriedad del doblaje y publicó en 1963 el reglamento de la c. cinematográfica, fijando las normas de actuación de la junta de Censura en su doble labor examinadora: de los guiones previos, y de las películas antes de su exhibición. En 1966 se promulgó la Ley de Prensa e Imprenta, que sustituye la c. oficial por el procedimiento del «depósito previo» de las publicaciones, aunque subsiste la posibilidad de la consulta previa a la administración.
     
     

BIBL.: UNITED NATIONS, Yearbook on Human Rights, Nueva York 1946; L. GIL FERNÁNDEZ, Censura en el mundo antiguo, Madrid 1961 ; CENTRO ESPAÑOL DE ESTUDIOS CINEMATOGRÁFICOS, La censura de cine en España, Madrid 1963.

 

MARIANO DEL POZO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991