Introducción. Actitud ideológico-religiosa, que proliferó en diversos
países de Europa durante el s. XII, y singularmente en Francia. En sentido
amplio, se integran bajo esta denominación todos los intentos de conciliar
el pensamiento católico con las doctrinas liberalistas, tal como éstas
eran entendidas en la pasada centuria. Las ideas centrales de la actitud
c.l. podrían expresarse vagamente en las fórmulas «libertad para los
católicos» y «reconocimiento de la voluntad de la mayoría»; esta última
aplicable dialécticamente al caso de una sociedad en que la mayoría es
católica. Por consiguiente, no es de extrañar que esta actitud histórica
c.l. en sentido amplio haya tomado cuerpo, especialmente, en países de
población mayoritariamente católica gobernados por protestantes, como es
el caso de Irlanda o Bélgica en el s. XII. Aquí, defensa de la libertad y
defensa del catolicismo iban lógicamente emparejadas, y no es de extrañar
que la actitud de los católicos haya tomado en ocasiones rasgos de
militancia política.
A estas dos ideas (catolicismo y libertad) es frecuente que se
asocie una tercera: nacionalismo. Sirva el ejemplo de la propia Irlanda,
de ciertos círculos católicos de la Alemania Occidental, o de la Italia
irredenta bajo el dominio austriaco, o incluso en los Estados Pontificios.
Tal es el caso de Vicenzo Gioberti, que destacó bajo el pontificado de
Gregorio XVI, como teólogo, publicista y defensor de una Italia unida, eso
sí, bajo la suprema dirección del Papado. Típico «católico patriota» fue
el sacerdote Antonio Rosmini, que unió la idea nacionalista a la de una
renovación de la Iglesia capaz de conferirle la primacía en la dirección
intelectual del mundo.
En sentido estricto, sin embargo, suele reservarse la denominación
c. l. para designar un movimiento concreto, consagrado en Francia hacia
1830. Su idea básica encaja también en la fórmula de síntesis entre
libertad pública y catolicismo militante, pero con determinados rasgos
peculiares que la convierten en una «escuela». Su origen ideológico parte,
en gran manera, de la Revolución (como que muchos de sus miembros fueron
antiguos revolucionarios), pero también toma elementos del tradicionalismo
de la Restauración. Así, la idea básica de Bonald (v.) de una tradición
que es patrimonio de la humanidad, y garantizada por la raison universelle,
tendría una importancia fundamental (aunque apareciera sensiblemente
desfigurada) en la doctrina de Lamennais.
La personalidad de Lamennais (v.) y su obra. Félicité Robert de
Lamennais n. en 1782, en la Bretaña francesa. Educado por un tío suyo,
volteriano y poseedor de una inmensa biblioteca, participó de las ínfulas
revolucionarias, hasta que fue convertido por un hermano suyo sacerdote,
que logró su bautismo cuando Lamennais tenía 22 años. Ardiente, enfermizo,
imaginativo, tomó con entusiasmo su nueva vida sin dejar de ser nunca un
individualista romántico y revolucionario. A los 34 años se ordenó
.sacerdote, sin haber pasado por el seminario, y tras haber recibido una
formación, aunque muy amplia, heterogénea y en gran parte autodidacta. La
falta de solidez doctrinal y la obcecación en sus propias ideas le
acompañaron de por vida.
Gran idea de Lamennais, ya desde sus primeros tiempos de católico,
fue la de una Iglesia llena de luz y de fuerza moral, como guía de una
sociedad regenerada. En 1808 publicó sus Reflexiones sobre el Estado de la
Iglesia, alegato antirracionalista, en que denuncia el camino que conduce
de la fe en la razón humana al ateísmo: esta actitud antirracionalista,
típicamente romántica, sería desde entonces otro de los rasgos distintivos
de su pensamiento. En 1810 apareció Sobre la tradición de la Iglesia, obra
emparentada con el pensamiento de Bonald, y decididamente antigalicana, y
en 1818, recién ordenado sacerdote, el Ensayo sobre la indiferencia
religiosa. Lamennais aparecía por entonces como un censor de los errores
de la razón humana, y un defensor, en terreno puramente religioso, se
entiende, de la fuerza de la tradición y la autoridad. Un amigo suyo, L.
E. Bautain, acabaría combatiendo al tomismo por racionalista. Un viaje que
hizo a Roma en 1824, permitió a Lamennais ser recibido por León XII (v.),
y aumentó su fervor hacia el Pontificado. Un año más tarde publicó una
obra que habría de señalar un viraje decisivo en su actitud política: De
la religión considerada en sus relaciones con el poder político y civil.
Es un himno, insólito en la literatura religiosa francesa, al Papado y a
su autoridad. Atacando al galicanismo, se ganó por fuerza la animadversión
de los elementos del Antiguo Régimen, borbónico y regalista, simbolizados
entonces por Carlos X y los ultras. Tradicionalista revolucionario,
Lamennais aparecía así, casi sin proponérselo, al lado de los liberales y
de los autores de la Revolución de 1830.
Consagró este nuevo camino otro alegato, Los progresos de la
Revolución (1829), obra que puede considerarse como «la partida de
nacimiento del liberalismo católico» (J. Roger, v. bibl.). Lamennais
censura el liberalismo incrédulo, pero aún más el absolutismo galicano, e
invita al clero a alejarse de los reyes y acercarse a Roma. Al antiguo
lema «el Papa y el rey» sucede ahora el de «el Papa y el pueblo». La idea
de la autoridad pontificia, libre de toda interferencia por parte del
Estado, se compagina aquí con un populismo cuasi democrático. Así surge la
versión lamennaisiana de la doctrina del «sentido común», es decir, del
común sentimiento de los creyentes, que legitima las verdades de la fe y
el depósito de la doctrina auténtica, en una especie de «sufragio
universal espiritual». El c. 1. se hacía aquí, no ya una actitud
político-religiosa, sino una doctrina religiosa, que la Iglesia habría de
condenar en 1834.
La escuela de «L'Avenir». En 1830, coincidiendo con el movimiento
general de repulsa al régimen de Carlos X, proclamó Lamennais su programa
bajo el lema «Dios, Iglesia y libertad», en el que preconizaba la radical
separación entre Iglesia y Estado, y la libertad de prensa y enseñanza (en
contra de la política restrictiva de la monarquía borbónica, que había
controlado los periódicos y estatalizado la instrucción). El triunfo de la
revolución de 1830 permitió a Lamennais y sus amigos figurar entre los
vencedores, aunque su propósito nunca fue el de colaborar con el nuevo
Estado.
Por entonces, el c. l. era ya una «escuela», por más que nunca
eXIstiese una estricta unidad doctrinal entre sus miembros. órgano de
aquella escuela fue L'Avenir, el primer periódico específicamente católico
que se fundó en el s. XII. En sus páginas colaboraron, además de Lamennais,
Philipe Gerbert (más tarde obispo de Perpiñán) y los dos más famosos
publicistas del c. L, Lacordaire (v.) y Montalembert (v.). Hombre de vida
paralela a Lamennais, roussoniano en 1810, converso en 1824, sacerdote en
1827, Lacordaire, aunque menos agudo y original en sus concepciones que su
compañero, le superaba en preparación teológica y en profundidad de
pensamiento. Gran orador y famoso predicador, utilizó la tribuna, el
púlpito y la pluma con igual acierto en la difusión de las ideas. Su
preocupación fundamental, la educación, le llevaría a militar al lado de
Lamennais en la lucha por la libertad de enseñanza. En cuanto al conde de
Montalembert, gran tribuno y fogoso publicista romántico, erudito,
historiador y político, gozó de un notable prestigio en su tiempo, y fue,
en tanto estuvo unido ideológicamente a Lamennais, uno de los principales
puntales del c. L, y hasta en cierto modo su mecenas. É1 fue quien tuvo
que enfrentarse con las autoridades en la lucha por la enseñanza católica,
y como responsable de la fundación de una escuela libre fue condenado por
los tribunales, y hubo de pagar una fuerte multa, en 1831.
Los principios proclamados en L'Avenir, y que tuvieron una mayor
repercusión histórica, pueden quedar éxpresados en el siguiente esquema:
a) Separación absoluta entre Iglesia y Estado. «La Iglesia* perece
por los apoyos ilegítimos que se ha procurado», escribía Lamennais.
Prescindir de esos falsos apoyos significa recuperar la plena libertad de
acción. Fue Montalembert quien acuñó el lema «Iglesia libre dentro del
Estado libre», luego tan utilizado, aunque con intención tan diversa, por
el estatalismo laicista, y que habría de hacer suya, p. ej., un Cavour.
Los redactores de L'Avenir apenas tienen en cuenta la contrapartida de un
«Estado libre» en sentido radical y absoluto: atienden únicamente a la
primera premisa, la libertad, radical y absoluta también, de la Iglesia.
b) Concepción de la Iglesia como una sociedad dentro del Derecho
común, sin renunciar por ello a su derecho propio. Esta integración,
independiente del Estado o de cualquier otra jurisdicción, en el Derecho
común, permitirá a la Iglesia el pleno ejercicio de su vida pública, y la
pública manifestación de su criterio y de su doctrina, así como el
adecuado desempeño de su función docente, educadora e iluminadora de la
sociedad. Los resortes introducidos en la concepción jurídica de los
derechos humanos por la Revolución liberal, deben ser utilizados
íntegramente, en beneficio de los católicos. Sólo en la libertad puede ser
la Iglesia guía del mundo.
c) Preocupación por lo social. La libertad no vale si no va
acompañada de la justicia y la caridad. ¿De qué sirve la libertad a estos
pobres esclavos?, preguntaba Lamennais refiriéndose a los obreros. La
escuela de L'Avenir supo comprender correctamente la nueva situación
social derivada del orden capitalista y del surgimiento del proletariado
industrial. Al tiempo que aceptaba las premisas del liberalismo político,
rechazaba los principios del liberalismo económico, y criticaba las
doctrinas de la libre concurrencia de Adam Smith 'o J. B. Say. Pero creía,
idea muy afín a la actitud liberal-cristiana de todo el s. XII, que el
ejercicio de la virtud, y especialmente el de la caridad, eran suficientes
para remediar el problema, sin tener en cuenta la complejidad del mismo,
ni los condiciona mientos que le imponían las nuevas formas de
organización del capital, el trabajo y la competencia.
El c. l. alcanzó su máXImo auge por los primeros años de la década
1830-40. L'Avenir multiplicaba sus suscriptores en Francia y fuera de
ella. Sus doctrinas se extendían, sobre todo, por Bélgica, Alemania,
Polonia e Irlanda, formando, pese a la vaguedad y diversidad de sus
principios, todo un movimiento internacional. Lamennais llegó a redactar
un Acta de Unión, destinada a federar a los católicos de todos los países,
como una fuerza moral y jurídica inmensa, capaz de levantarse por encima
de todas las fronteras. Corrían rumores de que Lamennais, pese a que su
figura continuaba siendo contradictoria y discutida, iba a ser nombrado
cardenal. El movimiento, sin embargo, seguía suscitando polémicas, y más
parecía dividir que unir a los católicos, particularmente en Francia.
Pronto quedaría abocado a una crisis gravísima.
La desgracia de Lamennais. Los líderes del c. l. extrañaron varias
veces que Roma no apoyase con más énfasis su movimiento regenerador. La
verdad es que el Pontificado (concretamente Gregorio XVI), aunque veía con
buenos ojos la tendencia a recabar para la Iglesia un papel iluminador y
orientador en una sociedad en que el racionalismo y las doctrinas
revolucionarias habían hecho prender el indiferentismo y el
anticlericalismo, mantenía sus reservas acerca de los valores
representados por el c. l. Le molestaba su espíritu polémico, su
radicalismo a ultranza. Y veía singularmente dos peligros: uno, el
principio de la absoluta separación entre Iglesia y Estado, que los
convertía, no ya en entidades recíprocamente autónomas, sino prácticamente
desconocedoras de su mutua existencia. Este mutuo desconocimiento, que
llevó a algunos críticos a pensar que el c.1. prescindía del axioma gratia
supponit naturam, podía ser un arma de dos filos, como pronto demostró la
corriente del laicismo, difundida oficialmente por los Estados liberales
del Occidente de Europa, y predisponía a los miembros de la sociedad,
católicos y ciudadanos a un tiempo, a toda suerte de problemas.
Otro punto que suscitaba la desconfianza de Roma era la inflación
del principio del consentimiento universal, o sentido común, que Lamennais
parecía convertir en paralelo al sufragio roussoniano, en procedimiento de
refrendo dogmático.
Las polémicas suscitadas entre los propios católicos franceses
aconsejaron a Gregorio XVI (v.) a dirigirles la enc. Mirar¡ vos (1832), en
que condenaba algunos puntos defendidos por el c.l., especialmente el
principio de la radical y mutua precisión entre Iglesia y Estado. Los tres
líderes del movimiento (Lamennais, Lacordaire y Montalembert) acudieron a
Roma, donde fueron recibidos por el Pontífice; los dos últimos se
sometieron (sobre todo Lacordaire, que desde aquel día hizo de la
obediencia a Roma el punto capital de su actitud y de su pensamiento),
pero Lamennais, de quien se dice que bajó cabeza «rojo de ira», no
tardaría en reaccionar con rebeldía. Obstinado como siempre fue, no sólo
se negó a dar marcha atrás, sino que radicalizó su programa. Lacordaire le
abandonó pronto, y más tarde haría lo propio Montalembert. Sus otros
amigos, Gerbert, Ozanam, le dejaron solo. Un nuevo documento pontificio
(Singular¡ Nos, 15 jul. 1834) condenaba los principales puntos doctrinales
de Lamennais. El fogoso bretón reaccionó violentamente, y en un alegato,
Negocios de Roma, no sólo explicó su postura, sino que trató de replicar y
de atribuirse la razón. El antaño defensor de la autoridad pontificia,
llamaba ahora a la Ciudad Eterna «la más infame de las cloacas». El nuevo
pontífice, Pío IX (v.), trató de atraérselo bondadosamente, sin resultado.
Lamennais, excomulgado, intentó dedicarse a la política, y hasta fue
elegido diputado en 1848, pero no tardó en desengañarse. Con asombrosa
pertinacia, se negó a toda reconciliación, y vivió voluntariamente pobre,
cada vez más solo, hasta su muerte, en 1854.
Perduración del catolicismo liberal. La condena de Lamennais
disolvió de hecho el movimiento. Sus compañeros no pudieron o no quisieron
darle de nuevo cohesión. L'Avenir dejó de publicarse y el Acta de Unión
quedó en papel mojado. Sin embargo, muchas ideas, las más viables,
perduraron, lo mismo que los hombres. Lacordaire, siempre dentro de la más
estricta ortodoXIa, siguió predicando la auténtica libertad de la Iglesia.
Su ingreso en la orden dominicana, en 1839, no hizo cambiar su vocación
intelectual y publicística, ni su dedicación a la enseñanza. Elegido
académico en 1860, falleció al año siguiente. Le sobrevivió Montalembert,
el más político de los tres, siempre en lucha por la libertad de enseñanza
para la Iglesia; a su insistencia se debe, en gran parte, la promulgación
de la favorable Ley Falloux, en 1850. Estuvo más tarde en Alemania, donde
influyó poderosamente en el pensamiento católico. Gran escritor, erudito y
dotado de alto prestigio en toda Europa, contribuyó en varios países a la
vez al notable renacimiento intelectual del catolicismo en la segunda
mitad del s. XII. Murió el 13 mar. 1871.
Otro entusiasta discípulo de Lamennais en los primeros momentos, A.
F. Ozanam (v.), siguió el camino de la redención social. Convencido, como
toda la escuela a que pertenecía, de la suficiencia del ejercicio de la
caridad para la resolución del problema, fundó en 1833 la Soc. de S.
VIcente de Paúl, de la que derivaron más tarde las célebres Conferencias
(v.). En aquella obra (destinada a perdurar más que ninguna otra de su
grupo) trabajó con verdadero celo, hasta su muerte, en 1853. No logró los
frutos que esperaba, pese al entusiasmo desplegado por él y por sus
colaboradores; pero contribuyó a fomentar, bien que en círculos
generalmente minoritarios, no sólo el espíritu de caridad, sino también
una auténtica conciencia social cristiana.
El c. l. cuajó así en unos cuantos impulsos dispersos, y a veces
tímidos, pero no del todo despreciables. Informó una actitud que
permitiría el despliegue de movimientos católicos, en lo político y en lo
social, a partir del pontificado de León XIII (v.). La obra de apertura de
este Papa, patrocinando la formación de asociaciones públicas católicas, o
la participación libre y activa de los católicos en la vida política de
los Estados liberalistas, mediante la utilización de los recursos legales
y constitucionales, retoma una parte de la dialéctica del c. l., al mismo
tiempo que arrincona definitivamente la actitud radical y cerrada a lo
Lamennais. Algunos de sus puntos doctrinales pasaron incluso a la
democracia cristiana del presente siglo, y es un hecho significativo que
el MRP. el partido más fuerte de la Cuarta República en Francia (1945-58),
dirigido por Georges Bidault, se consideraba heredero directo del espíritu
del c. l. (V. FRANCIA V, VI).
V. t.: LAMENNAIS, FÉLICITÉ ROBERT DE; LACORDAIRE, HENRI;
MONTALEMBERT, CHARLES FORBES DE; CONTEMPORÁNEA, EDAD II.
BIBL.: W. NEUSS, La Iglesia en la
Edad Moderna y en la actualidad, en Historia de la Iglesia de A. ERHARD y
W. NEUSS, IV, Madrid 1962; J. LEFLON, La crise révolutionnaire
(1789-1846), en Fliche-Martín XX; A. LATREILLE, E. DELARUELLE, J. R.
PALANQUE, R. REMOND, Histoire du Catholicisme en France, III, La période
contemporaine, París 1962; J. ROGER, Ideas políticas de los católicos
franceses, Madrid 1951; íD, El liberalismo católico en Francia, Madrid
1952; L. DE VILLEROSSE, Lamennais, París 1945; S. A. GILLEL, Lacordaire,
París 1952; 1. B. DUROSELLE, Les débuts du catholicisme social en France,
París 1951; , J. M. MAYEUR, La separación de la Iglesia y el Estado,
Madrid 1967.
J. L. COMELLAS.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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