CARNE (Religión)


Grecia. En el mundo griego, c. es la materia de la cual está hecho el cuerpo o designa a éste mismo en su totalidad. Se opone a psyjé (alma), que representa lo imperecedero del hombre. En Epicuro, c. es la sede de los placeres sensuales y la fuente de todos los bienes. En cambio, en la línea de la interpretación y evolución de la doctrina platónica, c. llega a ser la designación de lo normalmente malo y de los placeres carnales groseros. La comprensión de la c. como sede de las pasiones es específicamente helénica.
      Sagradas Escrituras. En el A. T., basar (carne) representa las partes blandas del cuerpo vivo de un hombre (Gen 2,21; Ex 4,7, etc.). Sólo en Lev 15,2s; 7,19 y Ez 16,26 y 23,20 parece ser un eufemismo para indicar las partes sexuales. C. puede también designar el cuerpo mismo (Num 8,7); el parentesco (Gen 37,27; 29;14), e incluso a todos los seres corpóreos vivientes, hombres y animales (Gen 6,17); a todos los hombres, la raza humana (Gen 6,12s). Sirve también como designación de la persona humana, sin oponer (salvo en el libro de la Sabiduría) cuerpo a espíritu. Con c. se expresa especialmente la caducidad e impotencia de la criatura (Is 40,6). En general nunca se concibe la c. como fuente de pecado. En el judaísmo posterior se mantiene la visión fundamental del A. T., aunque se va abriendo paso a nuevas significaciones. En los escritos del Qumran (v.), c. puede designar tanto el cuerpo como a todo el hombre, especialmente sus debilidades (incluso éticas) y su transitoriedad. «Carne de pecado» designa a los opositores de la secta y también a los hombres en general, no excluidos los miembros de su secta. Pero el dualismo helénico carne-espíritu y el pensamiento de que la pecabilidad del hombre tiene su base en la materialidad del cuerpo son extraños a la secta. La teología rabínica mantiene todavía su terminología en la línea del A. T., pero también se hace eco de la partición del hombre en alma y cuerpo; mas para designar a éste emplea el término gúf (desconocido aún para el N. T.). Según ella, el cuerpo, a diferencia del alma, pertenece al mundo terreno, pero mantiene la enseñanza del A. T. de que el cuerpo ha sido creado por Dios y por eso no puede ser causa del pecado. En contraste, el judaísmo helenístico acentúa el dualismo característico de Platón.
      En el N. T., sarx mantiene las significaciones de basar en el (A. T. Le 24,39; Act 2,26,31; lo 1,14), incluida la de caducidad e impotencia (lo 3,6), de donde se deriva en Pablo un concepto ético, peyorativo, pero peculiar y no propiamente helenístico, pues no acepta un dualismo ontológico ni la antropología que de él se deriva. La lucha entre espíritu y c. se desarrolla en dos etapas marcadas por las Epístolas a los Gálatas y a los Romanos. En Gal (5,17ss.) y Rom (6,6) la c. (hombre viejo) aparece como residuo del pecado que la ley contribuyó a multiplicar y el espíritu designa todo lo que era bueno en el provecho de la ley y que fue realizado por el don del Espíritu (criatura nueva). En Rom (8,lss.) c. y espíritu aparecen como las fuentes de la muerte y la vida. En la vida terrena, la c. puede llegar a enseñorearse del hombre. El entendimiento se hace «carnal» (Col 2,18) y el cuerpo, neutral en principio, deviene el «cuerpo de la carne» (Col 2,11). Pero desde ahora el cristiano tiene crucificada su c. en Cristo (Gal 5,24) y se encuentra en espera de la resurrección gloriosa de su cuerpo (1 Cor 15,44).
      Tradición cristiana. En la tradición cristiana el sentido bíblico general de c. se sobrepone, o al menos se yuxtapone, a una consideración meramente física o sexual de la misma.
      S. Agustín afirma que «están en error los que juzgan que todos los males del alma tienen su origen en el cuerpo» («ex corpore accidisse») y, oponiéndose a Virgilio influido por Platón, declara que «nuestra fe considera las cosas de otra manera. Pues la corrupción del cuerpo que pesa sobre el alma no es la causa del primer pecado, sino su pena; y no es la carne corruptible la que hizo el alma pecadora, sino el alma pecadora quien hizo corruptible a la carne. Por la corrupción de la carne es cierto que existen algunas incitaciones de los vicios y los mismos deseos viciosos; pero, sin embargo, no todos los malos deseos se han de achacar a la carne, para que así no quede excluido el diablo de todos ellos, al no tener cuerpo» (De Civitate Dei L, XIV, cap. III: PL 41, 406). Y, en De continentia, comentando un pasaje de S. Pablo añade: «No es, pues, enemiga nuestra la carne: y cuando se resiste a sus vicios, ella misma resulta amada porque recibe su curación (ipsa amatur, quia ipsa curatur): Nadie jamás tuvo odio a su carne (Eph 5,29), como dice el mismo Apóstol» (PL 40,361-362).
      Y aún más explícitamente, tratando de la c. peregrina, que aún no ha resucitado: «No es, pues, mala la carne si carece de mal, esto es, del vicio con que ha sido viciado el hombre, el cual no ha sido mal hecho, sino que ha hecho el mal. En ambas partes, esto es, en el cuerpo y en el alma, el hombre ha sido hecho bueno, pero' él mismo hizo el mal por el que fue hecho malo, y librado ya de la pena de este mal por indulgencia, para que no estime como leve lo que hizo, todavía lucha contra su vicio por la contingencia» (ib. 362).
      S. Tomás, en la Summa, cuando trata de si el Cuerpo de Cristo resucitó íntegro (3 q54 a2 adl) maneja tres conceptos de c.: el que se refiere a la misma naturaleza humana, el que expresa su vicio, y el que indica su pasibilidad. Respecto al concepto mismo de la c. como tipificador de los placeres carnales, dice: «Especialmente en el pecado de fornicación el alma sirve al cuerpo, tanto que en el momento (del pecado) no es posible al hombre pensar en otra cosa. El placer de la gula, aunque sea un placer tan carnal, no absorbe tanto la razón. Se puede decir también que en este pecado se hace una injuria al cuerpo, en tanto que está desordenadamente contaminado. Y así sólo de este pecado se dice que el hombre peca contra su cuerpo» (o. c. 1-II, q72 a2 ad4). En este punto hay que notar que S. Tomás es uno de los mantenedores de la auténtica antropología cristiana frente al dualismo helénico, al considerar el alma como forma sustancial del cuerpo. Habría, sin embargo, que aclarar, que un acto carnal no es malo por el mero hecho de que toda la personalidad humana (espíritu y materia) quede plenamente integrada en su realización; la calidad moral de este acto queda aquí especificada, como siempre, por el objeto moral. En el hombre el instinto sexual, como todo, debe estar al servicio del amor y situado, por tanto, en un contexto ético. La unión sexual constituye en el matrimonio el lenguaje biológico del amor creador y fecundo. Si en los animales el sexo está perfectamente regulado por las épocas de celo, en el hombre, en cambio, está entregado a su libertad, de modo que él ha de terminar configurándolo e integrándolo según el sentido querido por Dios.
      Principios morales. La unión entre un hombre y una mujer puede realizarse en diversos contextos. En la prostitución, la unión se realiza de un modo infra-animal. Esta unión expresa una degradación moral y psicológica de la personalidad. Otro caso es el que representa la unión sexual entre un hombre y una mujer que sólo se «quieren» (eros) sin llegarse a «amar» (agape). En este caso la unión no representa la entrega mutua, sino la simple complementación de dos egoísmos que se satisfacen mutuamente. El recurso a prácticas sexuales aberrantes, la consideración del otro como mero objeto para la propia satisfacción, el recurso a prácticas anticonceptivas con vistas a buscar en la unión sexual sólo el placer eludiendo la responsabilidad y privando al amor de su fuerza creadora, son algunas de las expresiones típicas de esa actitud egoísta.
      En suma, el nivel plenamente humano y cristiano de la unión sexual se da en la pareja que auténticamente se ama, y que realizan su entrega mutua en el amor. En otras palabras, para que el sexo esté al servicio de un amor maduro y responsable, se requiere que la entrega sexual -signo y causa de la entrega personal- esté situada en el interior de la institución matrimonial, en la que se realiza una entrega mutua perpetua y exclusiva, y que además, puesto que el amor es siempre esencialmente creador, no esté cerrada a la tramitación de la vida (cfr. Pío XI, ene. Casti Connubii, AAS 22 (1930), 560; Paulo VI, ene. Humanae vitae, n° 11). En el auténtico amor matrimonial la unión sexual no es otra cosa sino el lenguaje biológico del amor. La entrega sexual mutua es aquí don de caridad.
      El hondo valor que la moderna psicología asigna a la sexualidad humana confirma la severidad de la moral cristiana al juzgar los pecados de la c. Y es el alto valor humano y cristiano que hay que reconocer sin duda a la unión conyugal (expresión del don de sí) quien emite un juicio severo sobre las uniones sexuales degradadas. Precisamente porque en la unión sexual se da una fuerte integración de todas las facultades físicas y espirituales de la personalidad, puede constituir un acto altamente dignificante, si es expresión de amor, o, por el contrario, puede suponer una fuerte degradación, si expresa únicamente una actitud egoísta o infra-animal. Y hay que subrayar que el sentido auténtico y más hondo de la c. sólo se realiza en la unión expresiva del amor.
      Respecto a otras satisfacciones carnales, hay también que mantener el mismo principio: en el hombre el sexo ha de estar siempre al servicio del amor, y ser vivido de acuerdo con las exigencias éticas que todo eso implica. La satisfacción solitaria del sexo (v. MASTURBACIÓN) es culpable pecado, que implica un egoísmo consciente y un peculiar autoencerramiento. Quien todavía no ha realizado la entrega matrimonial de la c. o quien se advierte llamado a renunciar a constituir una familia para entregarse plenamente al servicio de su prójimo, ha de vivir su vida en castidad (v.), que no es mera continencia sino afirmación de un sentido del vivir. La castidad en el noviazgo supone a su vez una honda y positiva educación para la vida matrimonial. Como todo instinto, el sexo tiende en su primer momento al egoísmo y sólo de una manera libre y consciente se le puede configurar en el amor e integrarle en la propia personalidad. El noviazgo, con el sacrificio que exige de los egoísmos sexuales y con la creciente identificación espiritual de los futuros esposos, ha de servir para configurar al sexo en el amor. dignificándole y personificándole. El amor naciente ayudará a los novios a superar, si los padecían, sus egoísmos solitarios, y el sacrificio de su continencia les enseñará a ser generosos y a saber vivir la entrega mutua de sus vidas hasta en las bases más biológicas de su ser. Así, un noviazgo limpio es la mejor garantía del éxito del matrimonio, pues los futuros esposos aprenden en él a sacrificarse cada uno en aras de la dignidad personal de quien aman y de la suya propia. Sólo mediante la vida espiritual (oración, mortificación) puede purificar el hombre su sexo y ponerlo al servicio del amor, integrándolo en su dignidad personal.
      Los principios que hemos recogido al referirnos a la sexualidad, el instinto carnal más fuerte, son aplicables, haciendo las acomodaciones debidas, a otros campos: el gusto en el comer, la sensibilidad en general, etc.
     
      V. t.: CASTIDAD III; CONCUPISCENCIA; ESPÍRITU III; ESPIRITUALIDAD; FORNICACIÓN II; LUCHA ASCÉTICA; LUJURIA; PASIÓN II; SENSUALIDAD; SEXUALIDAD III; TEMPLANZA II.

     
     

BIBL.: J. SCHMID, Sarx, en LTK 9,335-339; H. HAAG, Carne, en Diccionario de la Biblia, Barcelona 1963, 283-288; X. LÉGNDUFOUR, Carne, en Vocabulario de Teología Bíblica, Barcelona 1966, 128-131; P. PALAZZINI, El Pecado, Madrid 1962, 49 ss.; C. SOLANCE, Amor y castidad conyugal, Madrid 1969; J. B. METZ, Corporalidad, en H. FRIES, Conceptos fundamentales de la Teología, I, Madrid 1966, 317-326; VARIOS, Iniciación teológica, II, 2 ed. Barcelona 1962; L. BOUYER, Introducción a la vida espiritual, Barcelona 1965, 153 ss.

 

 

C. SOLANCE ARROYO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991