Primer hijo que dio a Felipe V su segunda esposa, Isabel de Farnesio. De
su anterior matrimonio con María Luisa Gabriela de Saboya vivían el
heredero de la corona, Luis, y los infantes Felipe y Fernando, por lo que
para C. no existía la menor esperanza razonable de convertirse en rey de
España. Vino al mundo en Madrid el 20 en. 1716. Recibió el bautismo cinco
días después de manos del Arzobispo de Toledo en el monasterio de S.
jerónimo, siendo sus padrinos. la reina doña Mariana dé Neoburgo, viuda de
Carlos I1, y el duque de Parma. Sus maestros de infancia fueron José
Arnould y el P. Ignacio Laubrusel.
En cuanto a su personalidad, C. fue un tipo flemático, internamente
ponderado, calmoso, frío y firme; poco cuidadoso en su apariencia, aunque
sin perder la pulcritud y el decoro; tenaz y consecuente, le dominaban la
rutina y las costumbres. Su inteligencia era lenta, pero profunda y
refleXIVa, servida de una memoria excelente y una lógica rigurosa, sin
demasiada imaginación. Poco brillante en sociedad, fue orador pausado y
dominaba seis idiomas. Sus aficiones principales eran la caza, los oficios
manuales y las artes. Contrajo matrimonio el 9 mayo 1738 con María Amalia
de Sajonia. La ceremonia se llevó acabo en Dresde, donde le representó por
poderes Federico Augusto de Sajonia. De esta unión nacieron seis hijos y
siete hijas. El 27 sept. 1760, siendo ya rey de España, enviudó C. y no
volvió a casarse.
1. La etapa italiana (1731-1759). Las circunstancias que llevaron a
C. a ser duque de Toscana y Parma y a ocupar el trono de Nápoles se
debieron más a los acontecimientos internacionales y a los deseos de su
madre, Isabel de Farnesio, que a los propios intereses de C. En efecto,
las alianzas diplomáticas entre Felipe V y la corona austriaca culminaron
cuando, el 20 dic. 1726, el embajador Kónigserg se presentó en la corte
anunciando que el emperador Carlos VI había firmado la investidura
eventual del infante don C. como duque soberano de Parma y Toscana, en el
caso de que faltase allí la sucesión masculina, conforme a lo acordado en
la Cuádruple Alianza (1724), acuerdo que se ratificó en el segundo tratado
de Viena (mayo 1731). Pues bien, a principios de 1731 se supo en Madrid
con júbilo poco piadoso, que el duque de Parma, don Antonio Farnesio,
acababa de fallecer, de manera que nada estorbaba el reconocimiento de C.
como señor de Parma. Tras asignarle su padre una pensión de 150.000
ducados anuales y un grupo de consejeros que le acompañasen, embarcó en
Antives (octubre 1731), pasando a Liorna, donde se le recibió con gran
cariño, felices sus habitantes de ser gobernados por un Farnesio. De allí
viajó a Florencia, capital del Gran Ducado de Toscana, para conocer al
último Médici, el gran duque Juan Gastón, a quien 'habría de suceder a su
muerte.
La guerra de Sucesión de Polonia, en la que España intervino junto a
Francia (Primer Pacto de Familia) (v. PACTOS DE FAMILIA), fue el motivo
para que C. atacara Nápoles, a la sazón en poder de Austria. El 10 mayo
1734 entró el príncipe en la ciudad, mandando proclamar como rey a su
padre, Felipe V, en nombre del cual él gobernaría. Sin embargo, poco más
tarde, llegó el documento por el que Felipe le cedía todos sus derechos
sobre Nápoles y Sicilia, coronándose rey el 3 jun. 1735 en-Palermo, con lo
que se convirtió en el señor más poderoso de Italia. No obstante, cuando
se firmó la paz, Toscana le fue entregada al duque de Lorena.
En el interior, C. supo acometer la tarea de reformar su reino
italiano con energía y prudencia, apoyándose en tropas mercenarias y en el
elemento burgués. Sus primeras medidas estuvieron destinadas a limitar el
poder de la nobleza, a la que dominó y puso bajo sus órdenes directas,
acabando con el origen de los males políticos; su reforma de la justicia
fue completada con la ley recopiladora de 1734 y el Código Carolino
(1752); procuró liberalizar el comercio interno y fomentar la exportación.
Las relaciones con la Iglesia las reguló por un Concordato (1741), en el
que los bienes eclesiásticos pagaban la mitad del tributo normal y quedaba
reducido el derecho de asilo. En el aspecto cultural patrocinó, entre
otras facetas, las excavaciones de Herculano y Pompeya, halladas
recientemente. En política exterior, los hechos más trascendentes fueron
los acaecidos durante la guerra de Sucesión de Austria (v. SUCESIóN DE
AUSTRIA, GUERRA DE), en la que participó junto a España y Francia, aunque
su actuación no resultó demasiado brillante, ya que se vio siempre bajo la
amenaza de la flota británica; en la paz de Aquisgrán (v.) (1748), su
hermano Felipe obtuvo los ducados de Parma y Plasencia.
Esta etapa italiana, además de la experiencia, tuvo para C. dos
consecuencias educadoras: conocer un mundo desenvuelto y lujoso,
completamente contrario a la austeridad de la corte española, y
proporcionarle la amistad del jurisconsulto Bernardo Tanucci, el hombre de
más profunda y prolongada influencia en la vida del monarca. De cualquier
forma, el juicio que ha merecido la obra de C. en este periodo es
unánimemente elogioso y favorable.
2. El déspota ilustrado. Al morir el 10 ag. 1759 el rey de España
Fernando VI, le heredó C., que hubo de abandonar su reino italiano. Abdicó
sus derechos sobre Nápoles en su tercer hijo, Fernando, puesto que el
heredero, Felipe, enfermo, no reunía condiciones y su segundo hijo, Carlos
Antonio, iría con él a España como Príncipe de Asturias. Ambos pisaron
tierra española en Barcelona el 17 de octubre. Sus primeras medidas, entre
ellas la restitución de algunos privilegios suprimidos por su padre a
Cataluña, Aragón y Castilla, y condonación de deudas al catastro, le
abrieron todas las puertas del país. Hizo su entrada en Madrid el 13 jul.
1760, en medio de grandes fiestas. Reunió Cortes cuatro días después, a
fin de jurar las leyes y que fuera reconocido como futuro rey su hijo
Carlos, disolviéndolas el 22. Con C. llegó a España un espíritu nuevo,
cimentado en su experiencia napolitana. Allí se había mostrado como un
perfecto monarca del Despotismo Ilustrado (v.) y, en este sentido, luchará
toda su vida para cambiar la forma de ser de España con transformaciones
de todo tipo: ideológicas, institucionales, sociales, económicas, etc.,
que resultarán decisivas. Y para llevar a cabo su propósito, el rey se
apoyará en dos sectores fundamentales: la burguesía y los intelectuales
reformistas.
El advenimiento de la dinastía borbónica supuso la reconstrucción
material de España, centrada sobre aquellos aspectos que más habían
descuidado lqs monarcas de la casa de Austria; particularmente fomentó la
producción y la circulación de bienes, es decir, el movimiento de la
riqueza. La nobleza, anclada en su conservadurismo estático dentro de sus
privilegios, no era la apropiada para esta revolución. Por el contrario,
las clases medias, carentes de privilegios que limitasen el poder real,
gozaron de las simpatías de los monarcas del s. XVIII. Los reyes
extendieron su protección hacia los estamentos burgueses en dos vertientes
distintas, por un lado, elevaron su responsabilidad política, designando
para puestos de altura a sus personajes; por otra, fomentaron el
proteccionismo económica, favoreciendo así las formas de riqueza que, por
lo general, dominaba esta clase burguesa. En esta línea, el reinado de C.
supuso una honda transformación en la constitución íntima de la sociedad
española. La burguesía se hizo cada vez más numerosa y adquirió mayor
poder económico, percibió su fuerza y encontró inadecuada la estructura
imperante. Al mismo tiempo, la aristocracia, que hasta entonces usufructuó
los puestos importantes del Estado, se cerró frente a este nuevo y
poderoso grupo social y se opuso a cualquier variación que considerara
lesiva para sus prerrogativas. El atentado más grave contra la nobleza se
produciría en 1771, con la hábil creación de la Orden de Carlos I11, que
venía a igualarse con las grandes órdenes Militares del reino, capacitando
a sus miembros para gobernar, pero que se concede Pro virtute et merito,
es decir, no como distinción de nobleza de sangre, sino de valía personal.
El efecto de todo esto fue lo que se ha denominado revolución burguesa,
que representa uno de los cambios más activos y trascendentes de la
historia moderna.
Al mismo tiempo, el rey vuelve la mirada hacia los intelectuales
reformistas de mediados de siglo, que se titulan a sí mismos filósofos.
Están llenos de proyectos y quieren reconstruir el mundo sobre bases
nuevas y racionales. Pero, para la realización de todos sus planes,
necesitan de un poder tutelar, un organismo poderoso que haga suyas estas
ideas y las lleve a la práctica. Ese poder no puede ser otro que el
Estado. Los proyectistas ilustrados recurren al mismo como medio para la
consecución de sus objetivos y éste, convencido de tan sugestiva
ideología, en cuyo camino ve la grandeza del país, patrocina además su
difusión por medio de las Sociedades Económicas de Amigos del País.
Sobre estas dos premisas, burguesía e intelectuales, se alza el
Despotismo Ilustrado con C. Sin embargo, no puede hablarse de un
Despotismo Ilustrado clásico, al estilo de los de Francia, Austria o
Prusia, aunque también se den en España muchas de sus formas típicas. Pero
resulta más moderado, ya que la tradición ejerce una fuerza singular, está
de tal modo arraigada, que el rey y sus ministros han de actuar
lentamente, contando sólo con el tiempo para hacer sentir, primero, la
necesidad de efectuar un cambio y, luego, poco a poco, infiltrar en el
alma nacional los proyectos y medidas que lo van a hacer posible a través
de un robustecimiento de la autoridad real y de una sistemática
centralización.
3. La primera etapa del Gobierno real. Cuando C. subió al trono
mantuvo en principio una continuidad en política interior, formaron su
primer Gobierno Ricardo Wall, como secretario de Despacho de Estado y
Guerra; Alfonso Muñiz, marqués del Campo del. Villar, de Gracia y
Justicia; el bailío Julián de Arriaga, de Marina e Indias y Leopoldo de
Gregorio, siciliano, de origen modesto, a quien en 1753 había premiado con
el título de marqués de Esquilache (v.), de Hacienda. Menos el último, los
demás habían pertenecido al gabinete de Fernando VI. Se trataba de
personas de alguna edad y de índole conservadora, razón, quizá, por la
cual se valió el soberano del Consejo de Castilla para promover las
reformas que creyó oportunas y que deseaba implantar, ante la pobre
impresión que le causó el país. Lo presidía el obispo de Cartagena, Diego
de Rojas. Pronto se produjeron algunos cambios; en 1763 dimitió Wall y fue
sustituido por Esquilache en la Secretaría de Guerra y por el marqués de
Grimaldi en la de Estado; en 1765 murió Alfonso Muñiz y se nombró para su
puesto a Manuel de Roda.
En relación con su política interior, el reinado puede dividirse en
dos etapas separadas por el motín de Esquilache. Durante la primera se
publicaron leyes y cédulas en un tono de marcada urgencia. La Hacienda
necesitaba una solución rápida ante el aumento de acreedores, pues su
estado no era tan floreciente como generalmente se ha dicho. La corona
reconoció las deudas de Carlos I, Felipe II, 111, IV y Carlos I1, y
suprimió la Junta de Descargo para evitar gastos. Al mismo tiempo se
sucedieron los decretos tendentes a proteger los bienes nacionales,
fomentar la exportación, delimitar poderes, fijar precios y salarios y
aplicar el régimen de impuestos establecido por iniciativa de Ensenada
(v.) en 1749, con ciertas ligeras modificaciones. La uniformidad
centralista comenzó cuando, en 1760, se atribuyó a la Contaduría General
de Propios y Arbitrios el poder supervisar las haciendas locales, lo que
significó el comienzo de la agonía de las libertades municipales. Pero las
dos reformas de mayor altura fueron la constitución de la junta de
Catastro (1760) para inventariar la propiedad y riqueza de España, punto
de partida para lograr una contribución única y universal, y la
reorganización del Consejo de Castilla (1762), procurando nombrar para los
cargos a elementos idóneos, burgueses, antiguos alumnos de las
universidades.
Estas instituciones docentes se encontraban completamente
divorciadas de los colegios mayores que, si bien fueron creados para
amparar en los estudios superiores a los talentos excepciones carentes de
recursos, se habían convertido en sede exclusiva de la nobleza del país.
Los colegiales despreciaban a los manteístas procedentes de la clase
media, que se educaban en las universidades y que muy difícilmente podían
ocupar puestos importantes en el Estado. Por eso, la medida llevada a cabo
en el Consejo de Castilla causó enorme sensación en todo el ámbito
nacional. Desde ahora los manteístas pudieron aspirar a cualquier cargo
público.
En el aspecto económico se abolió la tasa general de granos (1765),
lo que equivalía a una amplia libertad de compra, venta y transporte,
liberalizando el comercio con la supresión de impuestos a ciertos
artículos, de tal manera que se eximieron de muchos derechos las materias
primas y se cargaron los objetos de lujo. Se creó el oficio de Hipotecas y
se delimitaron las atribuciones y cargos de la Junta de Comercio y Moneda.
En lo social, se actuó contra vagos y mendigos, a los que se envió
al servicio de la Marina; se prohibieron las armas de fuego, así como los
espectáculos en cámaras oscuras; se crearon hospicios para los huérfanos y
asilos para ancianos; y se promulgaron severas órdenes contra el juego,
permitiéndose sólo el billar, ajedrez, damas y chaquete, con duras penas a
los contraventores aunque fuesen personas de abolengo. Además, los
servicios públicos, que se encontraban en un estado lamentable o no
existían, se atacaron de firme, dictándose medidas sobre limpieza,
empedrado de calles, saneamiento, alumbrado y demás aspectos de la
estructura ciudadana.
Por lo que atañe a la Iglesia, las leyes que se adoptaron en esta
primera etapa fueron encaminadas a una limitación de privilegios y a un
orden externo. Así, entre otras disposiciones, se acordó que los
sacerdotes se restituyesen a sus iglesias y domicilios; que los prelados
se cuidaran de las personas eclesiásticas; se delimitó la autoridad de los
jueces diocesanos, estableciendo que sin la ayuda de las autoridades
seculares no detuvieran a los legos ni secuestraran sus bienes; se
refundieron diversas cofradías y se prohibió que los religiosos saliesen
del convento para pedir limosna. Desde el punto de vista fiscal, se puso
en pleno vigor el art. 8 del Concordato de 1737, en virtud del cual todos
aquellos bienes que por cualquier título adquiriera alguna iglesia o
comunidad quedaban perpetuamente sujetos a los impuestos y títulos regios
que los legos abonaban, a excepción de los de primera fundación. Estas
instrucciones afectaron también a las representaciones teatrales que se
hacían en los templos y a las alegorías que salían en las procesiones e,
incluso, se suspendieron los Autos Sacramentales.
4. La política exterior. La llegada de C. a España supuso la
continuación de las directrices internacionales mantenidas durante
Fernando VI. La guerra de los Siete Años (v.) llegaba entonces a su punto
crítico y en los territorios ultramarinos tomaba cariz favorable a los
británicos. De seguir los acontecimientos el mismo rumbo, los franceses
serían barridos de América, rompiéndose el equilibrio entre Francia,
Inglaterra y España en aquel continente. Además, el neutralismo de años
anteriores había producido un relajamiento en las posesiones hispanas,
encontrándose en estado de abandono las defensas del Imperio. Por esto C.
intentó, en primer lugar, el rearme militar y, luego, fallidos los
contactos diplomáticos para detener el conflicto, España no tuvo más
remedio que apoyar a Francia para mantener el equilibrio, firmando en 1761
el Tercer Pacto de Familia (v. PACTOS DE FAMILIA) por el que tuvo que
intervenir en el mismo (1763), aun antes de haber terminado los
preparativos bélicos, cuando el poderío de Inglaterra era tan grande que
apenas suponía nada la participación española. Los británicos tomaron La
Habana y Manila; España sólo pudo ocupar la colonia de Sacramento, en el
estuario del Plata, arrebatada a los portugueses.
La paz de París en 1763, desastrosa para Francia, dejó en humillante
situación a España que tuvo que acceder a todas las pretensiones inglesas.
Las plazas ocupadas a España fueron restituidas; aunque hubo que entregar
a Inglaterra la Florida y los territorios al E y SE del Mississipi, amén
de ciertas ventajas comerciales, y devolver a Portugal la colonia de
Sacramento, Francia cedió a C. la Luisiana, en compensación por las
pérdidas sufridas. 5. El motín de Esquilache. El hecho crucial que sirve
de punto divisorio en la política interior carolina lo constituye el
llamado motín de Esquilache (23 a 26 de marzo de 1766). Por las
disposiciones antes reseñadas, su afán reformista y su condición de
extranjero, el ministro italiano era blanco de la ira popular, en cuanto
se le consideraba el decisivo consejero del monarca en cuestiones
importantes. Esta circunstancia se agravó con una pertinaz sequía que
asoló los campos españoles desde 1760 y motivó en 1766 que la junta de
Abastos de Madrid se viera obligada a subir el precio del pan,
determinando la exasperación del pueblo. Pero lo que colmó los ánimos fue
la orden de trocar el sombrero de ala ancha y la capa larga por el
sombrero apuntado y la capa corta, medida que no era un mero capricho de
Esquilache, sino el medio de acabar coy los embozamientos nocturnos y sus
trágicas consecuencias. Un pequeño incidente en Madrid se transformó en un
hecho de masas que duró varios días, culminando con un sangriento choque
entre los revoltosos y las tropas valonas. El rey, que ante los
acontecimientos había marchado a Aranjuez, tuvo que atender las peticiones
de los amotinados: Esquilache fue destituido y desterrado a Italia,
ocupando la Secretaría de Hacienda Miguel Múzquiz y, la de Guerra,
Gregorio Muniain; el conde de Aranda fue nombrado para el cargo de capitán
general de Castilla y presidente del Consejo de Castilla, en oposición
abierta al duque de Alba, jefe de la aristocracia.
El motín de Esquilache, sin embargo, tiene unas causas mucho más
profundas y sobrepasa los límites de una simple alteración popular. El
motivo mediato de la sublevación del pueblo de Madrid en 1766 se encuentra
en la lucha entablada por el poder entre burguesía y nobleza, y en el
disgusto producido en las clases altas de la sociedad por las
disposiciones que le perjudicaban, cuya violenta expresión encontró pie en
las medidas antes indicadas. La nobleza y el clero, heridos en su
independencia económica y política, se sintieron inductores a la revuelta.
Hoy se mantiene que hubo plan, organización y objeto y todo fue un
pretexto para manifestarse y luchar contra la obra de gobierno, única
manera de explicar su propagación por numerosas ciudades y villas de
España. Sin embargo, el motín no puso término a la política de C., quien
mantendrá desde entonces el mismo objetivo con distinta táctica y con
colaboradores exclusivamente españoles y perseverará en sus reformas
sociales y económicas de un modo continuado y profundo.
6. La expulsión de los jesuitas. En esta segunda etapa los decretos
van a ser más determinantes y rigurosos, emitidos por la Secretaría de
Despacho o por el presidente del Consejo de Castilla, el impetuoso y
volteriano conde de Aranda (v.) hasta 1773 y, luego, por Manuel Ventura
Figueroa y Pedro Rodríguez, conde de Campomanes (v.). En política de
abastos, se declararon suspensos todos los beneficios acordados en los
precios de las mercancías a consecuencia de motín y, para evitar
malversaciones en las juntas, se ordenó que el común de los lugares con
más de 2.000 habitantes eligiese a cuatro diputados con pleno derecho a
intervenir en los asuntos y se dispuso la creación del cargo de procurador
síndico para reclamar lo que conviniese al estado llano en los Cabildos
Municipales. En relación con la Iglesia, se ordenó que los clérigos
residentes en la corte sin cargo alguno volvieran a sus domicilios; se
renovó la Ley de Juan I por la que la potestad secular podía prender a
cualquier eclesiástico cuando profiriese palabras o conceptos contra el
rey, familia real o gobierno y se prohibió el uso de imprentas por
clérigos y su instalación en clausura.
Pero quizá la medida de más alcance fue la expulsión de los jesuitas
en noviembre de 1767. Se les acusó de estar relacionados con el movimiento
de agitación contra Esquilache, admitiéndose hoy la participación de
algunos profesos, pero no de la Compañía como tal. Habiendo sido
expulsados ya de otras naciones europeas, el motivo decisivo de la medida
está en el regalismo propio de la política del Despotismo Ilustrado y en
el propósito de lanzar un ataque directo a la aristocracia, casi toda la
cual se instruía en los 112 colegios que la Compañía de Jesús poseía en la
nación. A esto hay que añadir que la repulsa hacia los jesuitas se había
generalizado hasta el punto de que, al ser consultados sobre la expulsión
56 obispos, 42 estuvieron de acuerdo con la medida, seis no opinaron y
sólo ocho se manifestaron en contra. A fines de 1767 se publicó el Decreto
de expulsión, confiscándoseles sus bienes. Se exiliaron 1.660 jesuitas de
la Península y 1.396 de América, entre los que figuraban importantes
hombres de las letras y las artes. La acción estatal no terminó aquí, sino
que se presionó sobre el papa Clemente XIV (v.) para que el 20 ag. 1773
dictara la Bula Dominus ac Redemptor por la que quedó suprimida la
Compañía. Instigador importante de esta decisión fue el embajador de
España José Moñino, a quien se otorgó el título de conde de Floridablanca
(v.).
7. El triunfo del reformismo. En los demás aspectos se aceleraron
las reformas en todos los sentidos. Al amparo del reformismo y como
vehículo difusor de sus ideas, surgieron en España las Sociedades
Económicas de Amigos del País que contribuyeron a las reformas de dos
maneras principales: agrupando legalmente a todas las personas interesadas
en la renovación y constituyendo organismos dirigidos desde Madrid que
sirvieran para estudiar científicamente los problemas relacionados con los
cambios que se considerasen precisos. En 1775 se autorizó la creación de
la Sociedad de Amigos del País de Madrid. La cuestión agraria se acometió
decisivamente, disponiendo el Consejo de Castilla que los municipios de
Extremadura dividiesen entre sus habitantes los baldíos y tierras
concejiles, medida que se hizo extensiva a Andalucía y La Mancha
(1767-68). Se ordenó que todas las localidades cercaran y repartiesen las
tierras comunales no cultivadas (1770). Se permitió cercar olivares y
huertas (1785). Se prohibió a los señores. expulsar a los arrendatarios de
sus tierras (1785). Se fijaron los derechos de la Mesta (1779). Y, en
1788, se restringió el derecho a establecer nuevos mayorazgos. Pero la
medida más ambiciosa, como expresión del deseo de aprovechar la tierra,
fue el intento de repoblación de Sierra Morena, para lo que se permitió el
asiento de 6.000 colonos, católicos flamencos y alemanes, y se nombró
director del proyecto y de su ejecución a Pablo de Olavide, asistente de
Sevilla. La primera población fue bautizada con el nombre de La Carolina;
y, en 1775, se contaba ya con 15 nuevas localidades habitadas por más de
10.000 personas. No obstante, el proyecto se paralizó al caer en desgracia
Olavide.
También la industria nacional se vigorizó; se crearon fábricas y se
liberalizó el comercio interior con la supresión de impuestos, como el
derecho de alcabala y cientos, en todo lo que se vendiese al pie de
fábrica y la rebaja de un dos por ciento en los géneros vendidos en otras
localidades. En 1778, al mismo tiempo que se concedía la libertad de
comercio de aceite, se permitió también el libre comercio con América,
rompiéndose el monopolio de los puertos de Sevilla y Cáliz. Gran
transcendencia tuvo, para ayudar a estos sectores productivos, la
creación, en 1782, del Banco de San Carlos. Además, en 1784, se
completaron las disposiciones de 1771 que declaraban honrosos y
compatibles con el goce y prerrogativas de la hidalguía, los oficios de
curtidor, herrero, sastre, zapatero, carpintero y otros.
De igual manera, las obras públicas alcanzaron un nivel que jamás se
había conocido antes. Las más importantes fueron la realización de los
canales Imperial de Aragón, del Manzanares, Murcia y Tortosa y el proyecto
del de Urgel y de los pantanos de Lorca y Valdeinfierno, este último el
mayor de Europa, la construcción de 322 puentes en todo el reinado, el
trazado de caminos y carreteras y el establecimiento de un servicio
regular de correos y diligencias.
También el ejército se modernizó con la implantación de la táctica
alemana, la de más prestigio en Europa, y con la apertura de las academias
de Infantería, Caballería y Artillería en El Puerto de Santa María, Ocaña
y Segovia, respectivamente. Se promulgaron las Ordenanzas Militares. Se
fundó el Montepío Militar. Y, en cuanto a la escuadra, llegó a ser la
segunda del mundo, con 67 navíos de línea, 32 fragatas y 62 buques
menores. La última gran disposición de C. en política interna fue la
creación de la junta de Estado (1787), claro precedente del actual Consejo
de Ministros.
8. La defensa del Imperio. A partir de la paz de París (1763), las
directrices generales de la política exterior serán más tradicionales,
tanto en el Atlántico como en el Mediterráneo, y tendrán un carácter
eminentemente defensivo. Con esta finalidad, España se rearma y ocupa un
puesto entre las grandes potencias mundiales. Hasta 1763 el centro de la
atención española en América se había localizado en el seno antillano;
pero, desde entonces, sin olvidar la defensa de la Nueva España, amenazada
no sólo por Inglaterra, sino también por Rusia (incidente de la bahía de
Nootka), la mayor preocupación se desplazó hacia la región del Plata,
donde en 1776 se creó el último virreinato: el de Buenos Aires. Este
interés se había despertado al ocupar los ingleses en 1765 las
estratégicas islas Malvinas, donde un año más tarde una segunda expedición
británica fundaba la ciudad de Port Egmont. Ante el vacío en que caían las
protestas españolas, C. ordenó al gobernador de Buenos Aires, Bucarelli,
la expedición de rescate y, en 1770, el almirante Ruvalcaba las
reconquistó, aunque por temor a las represalias británicas fueron
abandonadas poco tiempo después. Junto a las Malvinas, el otro punto de
tensión rioplatense fue la Colonia de Sacramento, que por la paz de París
había sido preciso devolver a Portugal, pero seguía siendo zona de
conflicto entre los dos países peninsulares, con Inglaterra al acecho. En
1776, sin previa declaración de guerra, una escuadra portuguesa derrotó a
una división española en Buenos Aires. La respuesta fue contundente y
Pedro Ceballos, nombrado virrey del Río de la Plata, por orden del
ministro de la Guerra, que era desde 1772 el conde de Ricla, tomó
Sacramento y la isla de Santa Catalina en 1777. Al morir el rey de
Portugal José I, su hija María se avino a firmar la paz en el mismo año.
Por lo demás, con C. se intensificará el cuidado de América, siendo
elogiosa la tarea del secretario de despacho de Indias José Gálvez, quien
había sustituido en 1775 al bailío Arriaga, que reorganizó
administrativamente las colonias en intendencias. La nueva solidez de las
posesiones españolas se hizo patente cuando, en 1780, hubo un
levantamiento en Perú, encabezado por José Gabriel Condorcanqui, Tupac-Amaru,
quien quiso ser coronado en Cuzco; capturado por el general José del
Valle, fue ajusticiado en aquella ciudad.
América no impidió a C. pensar también en África, con unos objetivos
más económicos que políticos. España se encontraba en constante estado de
guerra con Marruecos por los ataques de los piratas. En 1767 se firmó un
tratado sobre la base de una paz perpetua; pero fue roto al atacar los
marroquíes Ceuta, Melilla y el Peñón de Vélez. Cuando se declaró la
guerra, antes de comenzar las operaciones, los africanos pidieron la paz
(1773). En 1775 se envió a Argel una expedición que fracasó. De este
resultado negativo se culpó al ministro Grimaldi, que se hubo de retirar
en 1776; siendo sustituido en la cartera de Estado por el conde de
Floridablanca. Todo se arregló al llegarse a un acuerdo con Turquía y, en
1786, con Argel y Túnez.
El último conflicto internacional en que se vio envuelta España en
tiempos de C. fue el de la independencia de los Estados Unidos. En un
principio, España se limitó a prestar ayuda económica y facilitar
armamento a los insurgentes, cuyo éxito supondría expulsar a los ingleses
de América. El casus belli se presentó al reconocer Francia, en 1778, la
independencia de las colonias británicas y entrar en juego las
obligaciones del Pacto de Familia. Las operaciones en América fueron
favorables: se expulsó a los ingleses de la Florida y de toda la costa del
Golfo de México. En Europa ocurrió lo contrario: el almirante Grillon
conquistó para los Borbones Menorca; pero fracasaron tanto los intentos de
expugnar Gibraltar como el desembarco hispano-francés en Inglaterra. La
paz de Versalles (1783), que reconocía todas las conquistas efectuadas,
supuso la confirmación del poderío español con un Imperio en su punto
culminante.
C. es el más importante de los monarcas de la historia moderna de
España. Robusteció el poder real y canalizó el progreso interior del país.
Abrió a Europa la mentalidad española y elevó el nivel del reino al rango
de primera potencia mundial. No obstante, su fallecimiento acontece en
Madrid, el 14 dic. 1788, cuando aún no tenía culminada su tarea y sin
dejar un sucesor apropiado para continuarla.
BIBL.: CONDE DE FERNÁN NÚÑEZ,
Vida de Carlos III, Madrid 1898; M. DANVILA, El reinado de Carlos III,
Madrid 1891-96; F. ROUSEAU, Regné de Charles III d'Espagne, París 1907; P.
VOLTES, Carlos III y su tiempo, Barcelona 1964; V. RODRÍGUEZ CASADO,
Política marroquí de Carlos III, Madrid 1946; íD, La Iglesia y el Estado
en el reinado de Carlos III, Sevilla 1947; íD, La política interior de
Carlos III, Valladolid 1950; íD, La política y los políticos en el reinado
de Carlos III, Madrid 1962; C. EGUíA, Los jesuitas y el motín de
Esquilache, Madrid 1947; V. PALACIO ATARD, El tercer Pacto de Familia,
Madrid 1945.
A. BRAOJOS GARRIDO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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