CARIDAD. TEOLOGIA MORAL.


Podemos definir la c. como la virtud infundida por Dios por la que le amamos, como sumo bien por sí mismo, y a nosotros y al prójimo por Dios. Esta virtud ocupa un lugar preponderante en el campo de estudio propio de la Teología moral. De sus exigencias dependen las condiciones que han de reunir los actos de las otras virtudes para que encaminen al hombre hacia su último fin sobrenatural. Si, en términos generales, el hombre tiene su centro en el amor, en el orden sobrenatural lo tiene en un amor especialísimo, participación del mismo amor de Dios, que es al que designamos con el nombre de caridad.
      1. Sujeto de la caridad. La c. es una virtud infusa. Es decir, una virtud que sólo Dios puede conceder. Así como la gracia eleva el ser del alma al orden sobrenatural, la c. hace lo mismo con la voluntad. El operar sigue al ser, por tanto, sólo en el alma en gracia la voluntad está realzada con la c. El sujeto Próximo de esta virtud no puede ser más que la voluntad porque el amor es propio de ella. Sujeto remoto de la c. es todo hombre que se halla en estado de gracia santificante: el hombre viador libre de pecado mortal; el hombre expiador en el purgatorio; y el hombre que contempla a Dios en el cielo.
      2. Objeto de la caridad. La c. es una virtud teologal. Mediante ella el hombre puede amar a Dios como sumo bien tal como es en su vida íntima (v. ii). El amor con que Dios se ama a sí mismo, al ser participado por las criaturas mediante la virtud de la c., debe comprender la misma extensión que tiene en Dios. Así, junto a Dios, objeto primario de la c., todas las criaturas son objeto secundario de la c. Por la c. se ama uno a sí mismo en cuanto movido por ella está dispuesto a observar todos los mandamientos y a gozar de Dios por toda la eternidad. El prójimo es también objeto de la c. en cuanto amado por Dios y llamado a participar como uno mismo de la vida íntima de Dios si cumple su voluntad. Las criaturas irracionales están comprendidas en la c. en cuanto son instrumento de santificación y, por tanto, están también referidas a lo sobrenatural (V. MUNDO IV; SANTIDAD IV; TRABAJO HUMANO VII).
      Decimos también que Dios ha de ser amado por sí mismo. Con ello aludimos a la c. como amor de benevolencia. Dios ha de ser amado por encima de todas las cosas. Es el amor supremo, por encima del cual no puede haber ningún otro; más aún, todos los otros amores le están subordinados y se fundan en él. A Dios lo hemos de amar por sí mismo y sin ninguna condición: como a Aquel que es por esencia y fuente de todo el ser y de toda la bondad. A nosotros mismos y a los demás debemos amarnos y amarlos por Dios y para Dios, desde Dios y ordenándolo todo a Él. Quien está en gracia, movido por esa participación en el amor benevolente de Dios que es la c., procura adquirir la visión beatífica, antes que nada, como motivo de su empeño, por la gloria que puede darle a Dios como hijo suyo, más plena que la que podía darle como simple criatura. A las criaturas -objeto secundario de la c.- se las ama por el mismo motivo. El hombre en gracia ama a las criaturas con la intención de que brille a través de ellas la gloria que Dios ha de recibir por la visión beatífica de los hombres. Este motivo principal de la c. es compatible con otros subalternos que tienen, por regla general, la misión de fomentar el acto de perfecta c. El agradecimiento, la justa correspondencia, etc., no son motivos suficientes para la c. Tampoco lo es el amor de concupiscencia hacia los bienes sobrenaturales.
      No quedaría completa esta exposición sobre el objeto de la c. si no habláramos del conocimiento que ha de preceder a la c. por tratarse de un acto de la voluntad. Este conocimiento tiene que ser de la misma naturaleza que el amor que le sigue: ha de ser un conocimiento sobrenatural. La virtud de la fe encuentra aquí el papel que le corresponde en la vida sobrenatural. La fe es la única luz bajo la que la razón puede conocer la intimidad de Dios como sumo bien, al que hay que amar por encima de todo. Aunque aquí, en la tierra, el conocimiento de la Trinidad es imperfecto, el amor a Dios que podemos tener con ese conocimiento 'según la fe puede ser perfecto, porque la intensidad y la perfección del amor no tienen por qué guardar proporción con las de conocimiento (cfr. Sum. Th. 1-2 q27 a2 ad2).
      3. Propiedades de la caridad. La c. es sobrenatural por su objeto y por su origen. La c. es imprescindible para amar a Dios y, por tanto, es imperecedera. En el cielo (v.) será resultado inmediato de la visión beatífica, aquí, en la tierra, se apoya en la fe y en la esperanza (v.).
      La c. ha de ser eficaz y no meramente afectiva: «Hijitos míos, no amemos de palabra y con la lengua, sino con obras y de veras» (1 lo 3,18). Las obras externas son indispensables para mostrar la sinceridad (v.) de la c. interna. Las obras externas de c. hacia el prójimo son también exponente de la sinceridad de los actos, internos y externos, de amor a Dios: «Pues el que no ama a su hermano a quien ve, ¿a Dios, a quien no ve, cómo podrá amarle?» (1 lo 5,20).
      La c. mueve a amar a Dios por encima de todas las cosas. Este amor basta que sea appretiative summum, aunque no sea intensive summum. Hemos de amar a Dios por encima de todas las cosas, hasta el punto de estar dispuestos a desechar las más. importantes antes de perder a Dios por el pecado. Pero esto no es incompatible con que sintamos a veces que las cosas nos apetecen en un grado que no coincide con el que correspondería según su proximidad a Dios: lo importante es que ese atractivo no tuerza la voluntad, sino que efectivamente obremos de acuerdo con lo que conocemos que es según Dios. Lo mismo cabe decir del amor al prójimo, en el que la conciencia de la jerarquía u orden con que debemos amar y servir puede no coincidir con la sensibilidad y la simpatía, y en el que hemos de guiarnos por lo objetivamente debido sin dejarnos arrastrar de egoísmos o complacencias personales.
      La c. es la más excelente de todas las virtudes y por ello se dice que es forma de las demás virtudes. En la medida en que todas las acciones humanas están informadas de alguna manera por la c. están encaminadas a nuestro último fin sobrenatural (v. II, 8).
      4. Efectos de la caridad. El amor de benevolencia produce como principales efectos: el gozo, el deseo y el celo por el bien del amado. El amor a Dios de perfecta c., por consiguiente, produce: a) satisfacción y complacencia por las cosas de Dios, gusto por la vida espiritual (v. ALEGRÍA); b) deseo de promover la gloria de Dios, manifestado en la oración de petición por que se divulgue su conocimiento y su amor, y en la tristeza sentida a causa de las ofensas cometidas por los hombres contra Dios; c) el celo por el que externamente se manifiesta el deseo de promover la gloria de Dios.
      En cuanto al prójimo, los efectos de la c. son: a) gozo del bien poseído por el prójimo, o de los que se desean para él, especialmente de los sobrenaturales; b) paz como resultado de la unión de voluntades en lo sustancial: en su común orientación hacia el bien infinito perfectamente amado; c) misericordia expresada en el disgusto por el mal del prójimo y en la tendencia a eliminar dicho mal.
      5. Necesidad de la caridad. a. El amor a Dios. La c. habitual (la virtud de la c.) siempre es necesaria con necesidad de medio para salvarse, a todos, tanto niños como adultos. Ello deriva de que es indispensable la gracia santificante, como causa formal de la justificación (cfr. Conc. de Trento, sesS. VI, cap. VII: Denz.Sch. 1528-1529), y el estado de gracia santificante es estado de amistad con Dios y, por tanto, para salvarse es necesaria la c. por lo menos como disposición habitual, si no ha sido posible realizar actos explícitos de perfecto amor de Dios (v. GRACIA SOBRENATURAL). Por tanto, cuando estos actos son posibles, la c. actual es necesaria con necesidad de medio a todos los adultos con uso de razón: a) si estando en estado de pecado mortal no pueden recibir los sacramentos de muertos (Bautismo o Penitencia); b) varias veces en la vida después de haber adquirido la c. habitual. La gracia santificante se adquiere siempre mediante los sacramentos o en relación con ellos. Si no ha sido posible recibirlos, el estado de amistad con Dios se adquiere o se recupera, según los casos, con un acto perfecto de c. unido al deseo implícito de recibir el sacramento del Bautismo o de la Penitencia en cuanto se pueda (Denz. Sch. 1971). Por eso el que está en pecado debe dirigirse hacia Dios y entrar en la amistad con Dios, bien recibiendo los sacramentos necesarios, si le es posible, bien, si no fuera así, haciendo un acto de perfecta c., para lo que Dios no dejará de ofrecerle su gracia. Recibida la amistad con Dios, ésta no debe permanecer inerte sino viva; por eso el cristiano debe ejercitarse en actos de c.: es necesario en efecto realizar actos si se quiere alcanzar el bien al que tienden. Sólo los actos de c., y los de las otras virtudes mientras estén ejercidos bajo el influjo de la c., son meritorios sobrenaturalmente (v. n, 8).
      La obligación de hacer actos de c., hacia Dios con necesidad de medio para salvarse queda reforzada con la obligación de hacer dichos actos por precepto. Jesucristo mismo dice que el mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas es «el máximo y principal mandamiento» (Mt 22,38). No es la mera suma de todos los mandamientos, sino que es un mandamiento especial. La proposición condenada por Alejandro VII (Denz.Sch. 2021), según la cual no es obligatorio hacer actos de fe, esperanza y caridad, en virtud de algún precepto divino, confirma la existencia de este precepto especial de practicar la caridad. Otras proposiciones condenadas posteriormente nos hablan también a sensu contrario de la existencia del precepto de la caridad (Denz.Sch. 2105-2107 y 2290). En la doctrina tradicional se justifica la conveniencia de este precepto por la necesidad de cumplir todos los demás. Aunque todos los preceptos de la Ley de Dios y los actos de todas las virtudes estén encaminados a quitar obstáculos a la c., necesitan, sin embargo, el influjo de la c. para ser cumplidos con perfección. En este sentido se llama a la c. y a sus actos a la vez preámbulo y plenitud de la ley (v. LEY VII, 3).
      En cuanto a la frecuencia del acto de c. exigido por precepto, per se o sin excepciones, es necesario en la vida de todo hombre en gracia: 1° Al comienzo de la vida moral; cuando el hombre llega a discernir claramente que Dios es amable y ha de ser amado por encima de todas las cosas; de lo contrario despreciaría a Dios y pecaría mortalmente. 2° En peligro de muerte, la opinión más probable es que hay obligación por precepto de hacer un acto de c. hacia Dios. Nada mejor que desear la perfecta unión con Dios en ese momento. 3° Varias veces en la vida. No es posible establecer reglas fijas. A los fieles de conciencia delicada basta recordarles que cumplen este precepto cuantas veces, con intención de honrar a Dios, hacen algún acto de piedad. Está condenada la proposición que afirma que no hace falta, por precepto, hacer un acto de c. cada cinco años (Denz.Sch. 2106). S. Alfonso Ma de Ligorio (v.) entendía que obligaba una vez al mes, por la mucha falta que hace la c. para obrar virtuosamente. No parece que esta razón sea suficiente por sí misma para tal determinación: sólo cabe entenderla como orientadora de las conciencias. El mismo valor tiene la opinión de Duns Escoto (v.) en favor de una obligación semanal de este precepto junto con el dominical. Los salmanticenses (v.) consideran que debe cumplirse una vez al año, junto con los preceptos de comulgar y confesar. Pero todo ello, como decíamos, tiene un sentido indicativo. De lo que se trata es de amar a Dios, lo que lógicamente lleva a explicitar ese amor en actos de oración, de adoración, de afecto, etc. Teología moral (v.) y Teología espiritual (v.) no deben nunca separarse, y menos en este punto.
      Además de estos casos, el acto de c. es necesario, per accidens, cuando alguien se encuentre en determinadas circunstancias: siempre que se haga necesario para cumplir otros mandamientos; cuantas veces, estando en pecado mortal, se hace inaplazable la recuperación del estado de gracia santificante; cuando uno se encuentra en grave peligro de pecado mortal que no puede ser removido de otra manera. No obliga el precepto después de cometido un pecado mortal, como algunos autores entendieron, ya que eso implicaría que cada instante que pasa sin arrepentirse se estaría cometiendo un pecado nuevo, lo que es falso. Lo que es cierto es que hay que procurar abandonar cuanto antes el estado de enemistad con Dios en el que se haya reincidido por el pecado mortal.
      En cuanto a la extensión del acto de caridad hacia Dios, ha de ser de perfecta c., aunque no hace falta que sea de la máxima perfección. Se dan grados diversos de menor a mayor perfección según el progreso espiritual de las almas (V. VÍAS DE LA VIDA INTERIOR). El acto que podríamos llamar mínimo comprende, como elemento negativo, la renuncia efectiva de todo lo que se opone a la amistad divina, y como elemento afirmativo: una positiva unión con Dios, amado por Él mismo y por encima de todo; por eso la c. abre al hombre hacia una vida que aspira a crecer continuamente, sin fijarse un término. Incluye también implícitamente el acto interno de c. hacia el prójimo. Para cumplir con el precepto de amar a Dios no hace falta amar al prójimo explícitamente, aunque sí habrá que hacerlo si coincide el cumplimiento de ambos preceptos. En tal caso sería inconsistente el acto de amor a Dios si no se cumpliera a la vez el de amar al prójimo. Por la misma razón que acabamos de dar, el precepto de amar al prójimo obliga implícitamente a amar a Dios.
      b. El amor al prójimo. Existe también el precepto especial de amar al prójimo sobrenaturalmente ya dispuesto en el A. T. y renovado por Jesucristo al unirlo al amor de Dios como sumo bien. «Un nuevo mandamiento os doy: que os améis unos a otros, y que, del modo que yo os he amado a vosotros, así también os améis recíprocamente» (lo 13,34). Se trata del segundo mandamiento, semejante al primero y, por tanto, un mandamiento especial como el primero. Este amor debe ser efectivo: con obras. Pero debe ser antes que nada interno. Inocencio XI condenó dos proposiciones que negaban la necesidad de la c. interna hacia el prójimo por precepto (Denz.Sch. 2110 y 2111).
      El orden de la caridad. El mandamiento de la c. establece claramente que el hombre debe amarse antes a sí mismo que a los demás. De ahí la siguiente regla moral: Cada uno de ordinario está obligado, en igualdad de condiciones, a amarse más a sí mismo que al prójimo. Pero esa regla debe ser bien entendida, y para ello es necesario atender muy claramente al inciso «en la misma necesidad y en el mismo orden de bienes». En suma sería contrario al querer divino procurar la salvación del prójimo y descuidar la propia o poner en peligro la propia vida por satisfacer un capricho de otra persona. Por lo demás, y teniendo presente esa regla moral, ascéticamente debe recomendarse el olvido de sí para entregarse al amor y servicio de Dios y los demás.
      El amor al prójimo, en cuanto al acto interno, es universal: estamos obligados a amar a todos tal y como Dios los ama, sin poner límites a ese amor. De ahí la obligación de amar a los enemigos como signo distintivo de que se ama fundado en Dios y no en simpatías personales. Es más complejo decir a qué actos concretos nos obliga el precepto de la c. Conviene tener presente ante todo que, siendo la c. la plenitud de la ley, cualquier pecado grave contra otra virtud daña también a la c.; así quien incumple la justicia, viola ciertamente esa virtud, pero a la vez e inseparablemente pierde -si la falta ha sido grave- la c., ya que no se puede amar a Dios sin cumplir su voluntad, ni al prójimo sin respetar su derecho y querer su bien. Una vez dicho esto podemos preguntarnos a qué actos obliga específicamente la c. (es decir, además de lo que resulta exigido por los otros diversos preceptos de la ley divina). Puede decirse que estamos obligados a atender al bien tanto espiritual como material del prójimo, y ello con tanta mayor gravedad cuanta mayor sea la necesidad del prójimo y mayor nuestra facilidad para hacerlo. Así cuando el prójimo se encuentra en una extrema necesidad espiritual puede haber obligación de ayudarle incluso con riesgo de la propia vida corporal. Cuándo se den esas condiciones es difícil de establecer en abstracto. En cualquier caso conviene precaverse frente a un minimismo moral (la actitud de quien sólo hace lo que está mandado bajo pena de pecado mortal). Por eso digamos que todo cristiano tiene el deber de difundir la palabra divina y de acercar a los demás a Dios (V. APOSTOLADO); y que la corrección fraterna (v.) obliga cuando se prevé que hay posibilidades de ser escuchado y no se siguen de ella otros inconvenientes graves. Por lo que respecta no ya a las necesidades espirituales, sino a las materiales, puede decirse que cuando la necesidad del prójimo sea material habrá obligación de socorrerle en proporción a las posibilidades materiales de cada uno y al grado de necesidad del prójimO (V. LIMOSNA II). También la c. obliga hacia el bien común, con los bienes espirituales y materiales y más allá de lo que es de justicia, pero con gravedad, cuando es grave el mal espiritual o material que perjudica al bien común. De esta manera la c. cristiana ha llegado a suplir incluso lo que en justicia debiera haber hecho la sociedad (v. IV), con constancia y generosidad abrumadoras a lo largo de la historia.
      El orden de la c. impone también que ante diversos necesitados se atiende mejor a los que han de ser más amados appretiative summe, y en la imposibilidad de atenderlos a todos se ha de atender primero a éstos.
      El amor a los enemigos. Internamente el acto de amor al prójimo comprende las disposiciones hacia el prójimo necesarias para mantener la c. efectiva hacia Dios y hacia el prójimo mismo y para evitar eficazmente la envidia y la venganza y toda clase de resistencia interna hacia el prójimo. Es decir, obliga a reunir todas las condiciones requeridas para poner por obra, llegado el caso, la c. externa. La universalidad del precepto de la c. hacia el prójimo obliga a tratar el problema que plantea el amor a los enemigos. El nuevo precepto del amor establecido por Jesucristo comprende claramente el amor a los enemigos: «habéis oído que fue dicho: Amarás a tu prójimo y tendrás odio a tu enemigo. Yo os digo más: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os persiguen y calumnian...» (Mt 5,43-44).
      Bajo el nombre de enemigos están comprendidos todos los que nos han injuriado y no nos han desagraviado; los que nos tienen odio y aquellos a los que nos oponemos por una antipatía justa o por cualquier otro motivo justo. Un principio fundamental regula el amor a los enemigos: hay que amar a los enemigos por la c., pero no en cuanto enemigos, sino en cuanto hombres. No hay que amar sus vicios y defectos, lo cual sería aprobar lo malo, sino, como es propio de la c., hay que amar su bondad y santidad, posible o real. Hay además que recordar lo que antes se decía sobre que la c. está en la voluntad y no en los sentimientos: no se nos manda que tengamos simpatía (lo que no siempre está en nuestras manos), sino que amemos sin dejarnos llevar de simpatías, etc. Es, pues, intrínsecamente mala la llamada voluntad contraria: actitud de la voluntad de aversión al enemigo. El odio, como pecado opuesto radicalmente a la c., debe ser depuesto con un acto de positiva c. En segundo lugar tenemos obligación de prestarles los signos comunes de sociabilidad: saludar al que saluda, responder al que pregunta, no excluir a nadie de las muestras comunes o generalizadas de obsequiosidad, etc. Debe procurarse también el perdón al enemigo. A veces puede exigirse como acto de c. imprescindible. En todo caso lo cristiano es no esperar demasiado a que el ofensor inicie la reconciliación. Con frecuencia, además, no es fácil distinguir bien quién es el ofensor y quién el ofendido. Un retraso en la concesión del perdón puede ser justo en algunas ocasiones, pero sin excederse. En otras puede ser obligatorio facilitar el perdón al ofensor cuando es el único modo de salvar su alma o de evitar el escándalo, etc.
      6. Medios para adquirir, conservar y aumentar la caridad. La c. como virtud teologal sólo puede ser concedida por Dios. Por la misma razón su aumento sólo puede tener como causa eficiente a Dios mismo. Sin embargo, unas determinadas condiciones son necesarias para adquirir de Dios un aumento de c. En primer lugar, los sacramentos que causan la gracia santificante y la aumentan: un aumento de gracia santificante supone también un aumento de c. Podemos decir, por tanto, que los sacramentos son causa de la c., como lo son de la gracia y que, mediante ellos, alcanzamos siempre de Dios un aumento de c. En segundo lugar, los actos de c. en relación con su aumento y conservación. La c. no aumenta por repeticicón de actos del nlisnw nludu que las virtudes naturales, pero sí hay relación con ello. Según Escoto, Suárez y sus seguidores, la caridad aumenta cuando Dios quiere, sin relación con ningún proceso natural en la concesión de ese aumento. Según los tomistas, Báñez fundamentalmente, el aumento de la c. es concedido por Dios siguiendo la misma ley que rige el aumento de las virtudes naturales. Cada acto de c. es ocasión para que Dios conceda un aumento de esta virtud. En este caso, cuanto mayor sea la c. que se tenga y que se ejercite, mayor será el aumento concedido por Dios.
      Sólo Dios, que la concede y aumenta, puede disminuir y quitar la c. Por su misericordia infinita nunca disminuirá la c. que permanece intacta, mientras no se pierda por el pecado mortal. Éste, en efecto, quita la c., por ser de suyo incompatible con la amistad divina. El pecado venial, si bien no determina la pérdida de la c., la pone en peligro, pues al aumentar las inclinaciones al mal por la repet: Sión del pecado venial se crea un hábito que dificulta la práctica de la c. (V. PECADO IV).
      7. Pecados contra la caridad. Pecados contra el amor de Dios. El principal pecado contra la c. es el odio (v.). La capacidad de repulsión es una inclinación dispuesta por la naturaleza para que nos opongamos al mal. Cuando la utilizamos desordenadamente para oponernos al bien se produce el pecado de odio. Hay que distinguir un odio de abominación, por el que repudiamos un defecto de alguna persona, y el odio de enemistad, por el que nos oponernos, como si fuéramos incompatibles, a uno de nuestros semejantes. El odio de abominación en sí no es malo, siempre que sea verdaderamente tal: es decir, que se dirija a algo que es realmente un defecto y no una virtud, y que, a través de ese defecto, no redunde en odio a la persona en cuanto capaz de bien. Con respecto a Dios no puede darse un tal odio legítimo, ya que Dios es la suprema perfección. La actitud, p. ej., de un pecador que odiara la justicia divina y pretendiera quedarse sólo con su bondad, supone en realidad no aceptar a Dios y es pecado grave ex toto genere suo, que no admite parvedad de materia. Cuando se trata de auténtico odio de enemistad a Dios tenemos el pecado más grave que se puede cometer, el pecado contra el Espíritu Santo, muy difícilmente perdonable porque destruye el fundamento de la vida espiritual (la fe que guía los actos del creyente conforme a lo revelado por Dios) y, por tanto, la disposición al arrepentimiento. Junto a esta pérdida de la c. por el odio hay otra forma de oponerse a Dios: es la tristeza y el pesar experimentados ante los bienes espirituales por las dificultades que entrañan. Este pecado, aunque admite parvedad de materia, puede ser grave y, en cualquier caso, daña hondamente la vida espiritual (V. TIBIEZA).
      Pecados contra el amor al prójimo. El odio es también pecado contra la c. debida al prójimo. Queda tratado suficientemente en lo que se ha dicho sobre la c. hacia los enemigos; añadamos que el odio de abominación puede ser bueno cuando lo utilizamos para repudiar los defectos, es peligroso dejarse llevar de él porque en la práctica es muy difícil separarlo del odio de enemistad. A veces, no obstante, habrá que fomentar esa actitud de abominación del mal para no consentir, interna o externamente, con los malos hábitos del prójimo. En tal caso para evitar el riesgo de pasar al odio de enemistad habrá que ejercitar actos positivos de c. hacia esa persona cuyos defectos se repudian.
      Muy en relación con el odio están: la envidia (v.), o disgusto por los bienes del prójimo; el escándalo (v.); y la cooperación (v.) al mal. Junto a estos pecados contra la c. hay que citar la discordia, y la contienda, u oposición desmesurada a la opinión ajena. Hemos de considerar también como faltas de c. hacia el prójimo: la querella o lucha agresiva con otro por odio, venganza o cualquier otro motivo reprensible, y la sedición o querella entre grupos sociales que compromete todo el bien social. También una forma de oponerse a la caridad es el cisma o división: ruptura de la unión necesaria en la sociedad civil o en la religiosa para su mantenimiento normal y la plena realización del bien común. Todos estos pecados contra la c. son también generalmente pecados contra la justicia.
      8. Virtudes anejas a la caridad. Acabamos de ver que algunas formas de oponerse a la c. constituyen también faltas de justicia (v. JUSTICIA V). Esto nos indica que entre la justicia y la c. se da un cierto paralelismo. La proyección hacia los demás tiene una importancia decisiva en la vida moral (V. VIRTUDES). La justicia se preocupa de dar a cada uno lo suyo, y la c., de que demos lo nuestro a los demás, una vez les hemos dado lo suyo. La justicia, junto a una forma estricta de vivirse, admite muchas partes potenciales que dicen también relación a la c.: V. FIDELIDAD; GRATITUD; AMISTAD II; VERACIDAD; SINCERIDAD; LEALTAD; RELIGIÓN IV; PIEDAD II.
      Podemos citar aparte el celo como manifestación peculiar del amor a Dios que nos lleva a procurar ardiente y atentamente su gloria. A Él ya nos hemos referido como a un efecto de la c. La afabilidad es otra virtud aneja a la c., resultado de la solicitud en el modo de vivirla hacia el prójimo. La corrección, la deferencia y la delicadeza en el trato son sus características principales.
     
      V. t.: ALEGRÍA; AMISTAD II; APOSTOLADO II; CORRECCIÓN FRATERNA; GRATITUD; OMISIÓN, PECADOS DE.

     
     

BIBL.: S. AGUSTÍN, De doctrina christiana, 1,22; 111,10 (PL 34, 27 y 34,62) íD, Sermo XXI,2 (PL 38,143); S. BERNARDO, Liber de diligendo Deo (PL 182,957 ss.); S. TOMÁS, Sum. Th. 2-2 q2344; íD, Quaestio disputata de caritate; íD, OPUSCUIum de duobus praeceptis caritatis; D. BÁÑEZ, De fide, spe et caritate, III, Lyon 1588; SALMANTICENSES, Cursus theologiae moralis, XXI: De praeceptis Decalogi; F. SUÁREz, De virtutibus theologicis, III: De caritate; S. ALFONSO Ma DE LIGORio, Theologia moralis, II, 8; L. BILLOT, De virtutibus infusis, Roma 1901, 375 ss.; M. PRÜMMER, Manuale Theologiae moralis, I, Friburgo-Barcelona 1955, 393-453; H. D. NOBLE, La charité, París 1936-42; íD, La amistad divina, Bilbao 1944; A. GABRIEL, La charité, París 1957; E. DUBLANCHY, Charité, en DTC 11,2217-2265; R. GARRIGOULAGRANGE, Amore, en Enciclopedia Cattolica, I, Ciudad del Vaticano 1948, 1093-1099; íD, Caritá, ib. III, 796-803; P. PALAZZINI, Caritas, en Dictionarium morale et canonicum, I, Roma 1962, 565-572; A. ADAM, Der Primat der Liebe, Kevalaer 1939; M. C. D'ARCY, La double nature de l'amour, París 1947; H. CARPENTIER, Vers une morale de la charité, «Gregorianum» 34 (1925) 32-55; L. COLLIN, Amemos a nuestros hermanos, Madrid 1957; íD, Caritas, París 1951; ID, Aux Sources de la charité, París 1951; A. DESCHAMPs, La charité, résumé de la lo¡, «Revue Diocesaine de Tournai» 8 (1953) 123-129; D. DOHEN, El mandamiento nuevo, Madrid 1954; J. EsCRIVA DE BALAGUER, Camino, 25 ed. Madrid 1965, no 161, 361, 366, 369, 385, 399, 412, 440-469, 675, 683, 795, 959; G. GILLEMAN, La primacía de la caridad en Teología moral, Bilbao 1958; E. GILSON, Wisdom and Love in St. Thomas Aquinas, Milwaukee 1952; T. GOFFI, Caritá e elemosina, Roma 1958; J. JANVIER, La charité, París 1916 E. MERSCH, Morale et Corps mystique, II, París 1949, 127-149; E. MURA, Caridad fraterna y apostolado, «La vida sobrenatural» 52 (1951) 241-250 y 330-339; D. NOTHOMBE, Le motif formal de la charité envers le prochain, «Revue thomiste» 52 (1952) 97-118; A. PEPIN, La charité envers Dieu, París 1952; U. PLOTZKE, Mandamiento y vida, Madrid 1958; E. RANWEZ, Charité bien ordené, «Revue diocesaine de Namur» 6 (1952) 21-34; P. R, REGAMEY, Un amour des enemis réel et sage, «La vie spirituelle» 96 (1957) 379-400; J. E. VAN ROEY, De virtute caritatis quaestiones selectae, Malinas 1929; G. ROTUREAU, Amour de Dieu, amour des hommes, Tours 1958; A. D. SERTILLANGEs, L'Amour chrétien, París 1919; R. SPIAZZI, Teologia della caritá, Roma 1957; E. WALTER, Esencia y poder del amor, Madrid 1960; G. WEBER, La caritá cristiana, Roma 1947; L. A. WINTERSWYL, Mandatum novum. Uber Wesen und Gestalt christlicher Liebe, Kolmar 1941; J. WORONIECKI, La place des préceptes de charité dans l'enseignement du chatéchisme, «Angelicum» 25 (1948) 18-26; A. ZYCHLINSKI, De caritatis influxu in actos meritorios iuxta S. Thomam, «Ephemerides theologicae lovanienses» 14 (1937) 651-656.

 

 

I. J. GUTIÉRREZ COMAS.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991