CARIDAD. TEOLOGÍA DOGMÁTICA.


Importancia. La S. E. nos dice que el cristianismo es la religión del amor. La c. es virtud suma, característica del cristianismo. S. Agustín decía: «Hermanos, nunca me sacio de hablar de la caridad». Toda la tradición literaria y vital de la Iglesia tiene en la c. un eje fundamental. De hecho la ha comentado y glosado no sólo como fuente fecundadora de la vida cristiana singular, sino también como quicio constitutivo del ser y del hacer de la Iglesia. De ahí que algunos hablen de la c. como causa formal de la Iglesia; otros, como núcleo de condensación de la catequesis; otros, como idea-base de la Teología Moral (v. III); otros, en fin, como virtud edificativa de la familia humana, y como mensaje supremo de la Iglesia al mundo, etcétera.
      La importancia de la c. la hallamos reflejada en tres textos del conc. Vaticano II: «Todos los seguidores de Cristo, en cualquier estado o tipo de vida que encarnen, están llamados a la plenitud... de la caridad, que es una forma de santidad que promueve, aun en la convivencia terrena, un nivel de vida más humano» (Lumen Gentium, 40). «El Verbo de Dios... entró como hombre perfecto en la historia del mundo... Él es quien nos revela que Dios es amor (1 lo 4,8), a la vez que nos enseña que la Ley fundamental de la perfección humana y, por consiguiente, de la transformación del mundo, es el mandamiento del amor. Así, pues, a los que creen en la caridad divina les da la certeza de que abrir a todos los hombres los caminos del amor y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son cosas inútiles. Al mismo tiempo advierte que esta caridad no hay que buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida ordinaria» (Gaudium et Spes, 38). «Mientras que todo el ejercicio del apostolado debe proceder y recibir su fuerza de la caridad, algunas obras, por su propia naturaleza, son aptas para convertirse en expresión viva de la misma caridad, que quiso Cristo Señor fuera prueba de su misión mesiánica (cfr. Mt 11,45). El mandamiento máximo en la Ley es amar a Dios de todo corazón y al prójimo como a sí mismo (cfr. Mt 22,37-40). Ahora bien, Cristo hizo suyo este mandamiento de la caridad para con el prójimo y lo enriqueció con un nuevo sentido, al querer identificarse ÉI mismo con el prójimo como objeto único de la caridad... (cfr. Mt 25,40). Él, pues, asumiendo la naturaleza humana, asoció a sí todo el género humano en una especie de familiar solidaridad sobrenatural, y puso la caridad como distintivo de sus discípulos (cfr. lo 13,55)» (Dec. Apostolicam actuositatem, 8).
      2. Nombres. El vocabulario de la c. es muy abundante; por pertenecer a los dominios de la voluntad, tiene la riqueza léxica de su acto principal, que es el amor; por ser esencialmente un amor sobrenatural, el vocabulario está fertilizado con savia y nombres propios. Los nombres, pues, de la c. se pueden reducir a dos grupos: Los que sirven para expresar su esencia y los que significan su relación con otras cosas o valores. Los primeros son por lo general sinónimos, como amor, amistad, piedad, cariño, dilección, bienquerencia, predilección, querer, etc., aunque a veces se matizan de peculiar significación, pudiendo convertirse en sucedáneos o equívocos; los segundos, al referirse al dinamismo de la c., son fórmulas más que nombres: corazón de la Iglesia, forma de las virtudes, vínculo de la perfección, etc. La distinción de los dos grupos de nombres proyecta el estudio de la c. a una doble vertiente: 1) la c. en sí o en su esencia; 2) la c. en su dinamismo. Desde el punto de vista dogmático, el análisis se desdobla a su vez en dos planos complementarios: c. de Dios, c. del hombre cristiano.
      Los nombres se imponen para significar la razón propia de las cosas: el lenguaje expresa la realidad. De ahí el interés del estudio terminológico. En primer lugar el uso de los libros bíblicos, tanto en hebreo como en griego, cuestión ya considerada (v. í). Luego en latín, lengua comenzada a hablar también por cristianos de los primeros siglos y lengua oficial de la Iglesia desde tiempos muy remotos. El latín tiene un amplio vocabulario sobre el amor: benevolentia, pietas, dilectio, amicitia, amor, caritas. Cicerón advierte que se usa caritas cuando se trata de los dioses, de los padres o de los hombres eminentes de la patria; en cambio, se emplean amor y amicitia cuando la conversación o la escritura se refieren a los esposos, a los amigos, etc. (cfr. De Part. orat., 88).
      Los Padres latinos, sobre todo S. Agustín, optan por caritas, término preferido para designar el amor de Dios o el amor cristiano, revistiendo la palabra de mil luces. Los autores que escriben en latín medieval retienen caritas como el término que expresa con mayor exactitud la idea del amor sobrenatural de Dios al hombre o del hombre a Dios, a sí mismo y al prójimo. La Vulgata les ofrecía ya un lenguaje preciso en este punto. En lo que no andan siempre atinados los teólogos es en la etimología: con frecuencia escriben charitas, derivándola de jaris (gracia), jaritós (que tiene gracia). La grafía correcta es caritas, cuya raíz etimológica es carus, participio de carere, que significa carecer, ser una cosa rara, valer mucho. El latín clásico aupaba ya a una alta estimación ese adjetivo: vita carior (más caro o querido que la vida), oculis carior (más estimado que la niña de los ojos), etc. En nuestro romance vivo es aún posible hallar el rastro al significado etimológico primitivo: caro, carestía, junto con el significado valorativo intermedio de muy estimado y, en fin, el significado específico cristiano: amor sobrenatural.
      3. Dios es amor. El ritmo de la Historia de la Salvación, tal como aparece en la S. E., sigue un curso de aproximación, cada vez más cercana, de Dios al hombre: Dios es la transcendencia creadora en el Génesis; Dios es el ser distante en el Éxodo, cuando su voz, pura llama, se autodefine: «Yo soy el que soy» (Ex 3,14); Dios es el Santo en el Levítico. Los libros Sapienciales, en una época muy avanzada de la Revelación, nos dejan ya entrever a un Dios-amigo, Padre omnipotente y perdonador; el libro de la Sabiduría lo describe así: «tu mano omnipotente, que creó el mundo de la materia informe... Pues todo el mundo es delante de Ti como un grano de atená en la balanza, y como una gota de rocío de la mañana, que cae sobre la tierra. Pero tienes piedad de todos... y disimulas los pecados de los hombres para traerlos a penitencia. Pues amas todo cuanto existe, y nada aborreces de lo que has hecho; que no por odio hiciste cosa alguna... Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amador de las almas» (Sap 11,17,22-26). La cercanía logra su ápice culminante en el misterio de la Encarnación: Dios se hizo hombre y habitó entre los hombres (cfr. lo 1,14; Heb 1,1-3). Por fin, la gran verdad: «Dios es amor» (1 lo 4,8.16). De un extremo al otro de la Revelación se va dibujando de manera cada vez más clara que Dios, absolutamente trascendente, nos está cercano, nos ama y nos atrae a su intimidad. Fue su amor lo que le movió a crear; fue su amor lo que le movió a no abandonarnos después del pecado; es su amor lo que gobierna la historia hasta la consumación de los cielos.
      S. Agustín, que es el Doctor de la c., comentando la definición «Dios es amor» afirma tajante: «nos lo ha dicho todo; no busquemos más» (In Epist. lo 7,4: PL 35,2031). S. luan de la Cruz, otro águila del amor, subraya: «(Dios) en darnos como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya -que no tiene otra-, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar» (Subida, 11,22,3). Es precisamente esa Palabra la que «ha revelado» (cfr. Gaudium et Spes, 38) que «Dios es amor».
      4. La caridad, dynamis divina. Los teólogos, partiendo de los datos revelados han elaborado una síntesis dogmática de la c., cuyas etapas fundamentales son: análisis del amor como «movimiento primario de la voluntad» (cfr. Sum. Th. 1 q20 al); el amor como dynamis interior al misterio de la Sma. Trinidad; el amor divino como principio determinante de la creación del cosmos y del hombre; y, en fin, a nivel humano, la psicología y el dinamismo de la c. cristiana.
      El amor es uno de los atributos esenciales de Dios. Si nosotros atribuimos a Dios voluntad, hay que atribuirle también amor, porque es la tendencia afectiva fundamental, el movimiento primario de la voluntad. Este principio aplicado a Dios es para explicar, en cuanto es posible, el misterio de Dios Uno y Trino. Las operaciones inmanentes en Dios el teólogo las entiende a partir de nuestros actos del entendimiento y de la voluntad. «Nosotros no podemos imponer nombres a Dios más que valiéndonos de las criaturas», afirma S. Tomás (Sum: Th. 1 q27 a4 ad3). Conocemos, por tanto, la naturaleza y las propiedades de las personas divinas a través de los nombres distintos con que las designamos y la designación nominal está hecha en base a nuestro modo de conocer. La analogía es ley de la teología. En la S. E., en la Tradición, en la Liturgia, en el Magisterio, etc., hallamos que «Dios es amor» y, además, que el amor es nombre personal del Espíritu Santo. El amor, pues, se dice de Dios en tres sentidos diferentes: a) esencial, en cuanto significa la inclinación de la voluntad a su objeto, y, por tanto, se identifica con la divina esencia y es común a las tres divinas Personas; b) nocional, en cuanto significa la procesión o espiración por la que se origina el Espíritu Santo y, por tanto, así como el Padre engendra al Hijo, el Padre y el Hijo por su amor espiran el Espíritu Santo: es, pues, un amor originante común del Padre y del Hijo; c) personal: lo que procede en Dios según el amor, es decir, el Espíritu Santo (V. ESPÍRITU SANTO II; TRINIDAD SANTÍSIMA).
      Si consideramos, a renglón seguido de las operaciones ad intra, las operaciones divinas ad extra (v. DIOS IV, 12) volvemos a encontrar en Dios el Amor en dos planos fecundos: el de la creación del cosmos, incluido el hombre como criatura, y la Historia de la Salvación, en la que brilla con luz propia el misterio de la c. cristiana. La causa de los seres es la voluntad de Dios (V. DIOS IV, 14). Todo lo que existe, por el hecho de ser, es bueno; amar es querer el bien para otro. Dios no sólo ama las cosas, sino que, al amarlas, las crea. El amor de Dios ad extra es creador, a diferencia del amor del hombre: «nuestra voluntad no es la causa de la bondad de las cosas, sino que, al contrario, es ésta la que mueve la voluntad como objeto; el amor por el que queremos el bien para alguien no es, por tanto, causa de su. bondad, sino que su bondad, real o aparente, es lo que provoca el amor por el cual queremos que conserve el bien que tiene y adquiera el que no tiene. En cambio, el de Dios es un amor que crea e infunde la bondad en sus criaturas» (Sum. Th. 1 q20 a2).
      5. La caridad cristiana. Además del amor creador, hemos aludido ya al amor por el que Dios elevó al hombre a participar de su íntima vida divina*. Es el amor sobrenatural, que el hombre perdió por el pecado; pero lo vuelve a encontrar en Cristo (cfr. Sum. Th. 1-2 gll0 al). Desde la perspectiva de Cristo, muerto y resucitado por los hombres, hay que buscar la noción exacta.
      La c. es un «amor divino», por el que el hombre participa del Bien y de la Vida divinos. Se trata, por tanto, de un Don y, por lo mismo, se atribuye al Espíritu Santo. Todo don incluye tres condiciones: 1) propiedad del donante; 2) capacidad de disfrute en quien lo recibe; 3) gratuidad. Por consiguiente, sólo la criatura racional puede recibir el Don-Amor de Dios, ya que las demás reciben la acción divina, pero no «de modo que esté a su alcance gozar» del Don (cfr. Sum. Th. 1 q38 al). La gracia es el primer Don sobrenatural; mediante ella se realiza la justificación (v.) y santificación del hombre; como obra del Amor de Dios se atribuye al Espíritu Santo, Amor personal. Y por eso también las perfecciones supremas de la vida cristiana se llaman por antonomasia Dones del Espíritu Santo (v. ESPÍRITU SANTO 1II). Por el don sobrenatural creado de la gracia se comunica al hombre el Don increado de Dios mismo, la divina presencia de la inhabitación, la vida divina, Dios en Sí; y, en conclusión, las facultades o virtudes infusas que hacen posible el conocimiento y el gozo de ese Don: la c., en primer término. El texto de S. Pablo: «el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5) sirvió de punto de apoyo para la definición del conc. de Trento: «en la justificación misma, juntamente con la remisión de los pecados, recibe el hombre las siguientes cosas que a la vez se le infunden, por Jesucristo, en quien es injertado: la fe, la esperanza y la caridad» (Decr. De Justificatione, cap. 7: Denz.Sch. 1530). Se trata de la afirmación más solemne del Magisterio a propósito de la c.: un don infuso sobrenatural que se infunde en la justificación (v.). Los teólogos insisten en su cualidad de hábito virtuoso, y, sobre todo, en su distinción respecto a la gracia (v.): la gracia es un hábito entitativo, el que da el ser cristiano; de ella fluyen los hábitos operativos, es decir, las «virtudes infusas»; en primerísimo lugar, la c. (cfr. Sum. Th. 1-2 gll0 a3).
      La c., por ser don recibido y por ser virtud activa, dinamiza toda la vida sobrenatural del hombre cristiano. Es recíproca y por eso se llama amistad. Abarca a Dios, a sí mismo, al prójimo, aun al distante. Sus cualidades típicas son: amor de benevolencia y reciprocidad fundada en una comunicación (cfr. Sum. Th. 2-2 q23 al). Sólo las criaturas racionales son capaces de amistad, las únicas en las que se da correspondencia de amor y comunicación en las obras de vida, y las únicas también que, en los azares de la fortuna, pueden participar en la dicha o desgracia ajenas. Los seres irracionales «no pueden ser elevados» al amor y bienaventuranza divinos; por consiguiente, Dios no ama los seres irracionales con amor de amistad, sino que los ama en cuanto los crea y conserva y los ordena al hombre (cfr. Sum. Th. 1 q20 a2 ad3).
      Al ser la c. amor de benevolencia y amor recíproco, síguese que su fundamento es «algo común». En el campo dogmático, psicológico y dinámico, ¿qué es esa comunicación de base? Hay que evitar cuidadosamente dos riesgos: el del panteísmo, por una parte; y por otra, el del inimputabilismo. El panteísmo (v.) se excede al sostener que Dios vivifica el alma inmediatamente, como ésta al cuerpo; no salva, pues, la transcendencia de Dios (cfr. Sum. Th. 1-2 gll0 ob2). Dios es vida del alma por causalidad eficiente, mientras el alma es vida del cuerpo por causalidad formal; entre la materia y la forma nada se interpone, ya que la forma informa por sí misma la materia; en cambio, el agente informa al sujeto no por su sustancia, sino por la forma que origina en él: en nuestro caso, por la gracia. El inimputabilismo de Lutero (v.) se queda corto al decir que la gracia «nada pone en el alma», salvo la «no imputabilidad» o el «no tener en cuenta» el pecado. La hipótesis es más antigua que el luteranismo. Ya S. Tomás la previó; responde: la gracia no causa sólo la remisión de los pecados, sino también muchos otros dones de Dios; además, la remisión de los pecados no se verifica ab, extrínseco, por y desde fuera, sino por una «transformación» sobrenaturalizante que produce en lo íntimo del ser (V. PENITENCIA II) o sea, no se da el perdón sin un efecto previo producido por Dios: la gracia santificante (cfr. Sum. Th. 1-2 gll0 ob3).
      6. Psicología de la caridad. Después del anterior esbozo de la dogmática de la c., en el que nos hemos atenido a las líneas maestras, podemos ya entrar en su psicología. El amor hunde profundamente sus raíces en la actividad humana. El Diccionario ideológico de J. Casares ofrece, en la voz amor, algunas de sus polivalencias significativas: la Sentimiento afectivo que nos impulsa a buscar lo que consideramos bueno, para poseerlo y gozarlo; 2a Sentimiento altruista que nos mueve a procurar la felicidad de otros, aun a costa del propio bien; 3a Pasión que atrae un sexo al otro. Tenemos aquí una escala de ideas que pueden contrastarse fácilmente en la filosofía y en la vida (V. AMOR I).
      El amor de caridad o amor cristiano está por encima de esa escala. Es una participación del amor divino, aun cuando se trate del amor al prójimo (cfr. Sum. Th. 2-2 q23 a2 ad 1). Las dimensiones constitutivas y dinámicas de la c. se nos revelan en la S. E. S. Juan dibujó con sutiles pinceladas la eterna circularidad del amor trinitario ad intra (cfr. lo 3,35; 5,19-20; 10,17; 14,13-15; 15,9-10; 17,23-25). La Encarnación y la Redención aparecen en el Evangelio de S. Juan como una expansión del amor trinitario, porque el ágape divino no queda cerrado en el circuito tripersonal de Dios sino que se da (cfr. lo 3,16; 1 lo 4,9). La c. es un don (cfr. 1 lo 4,10) que exige la fe en Cristo como preparación o disposición para recibirlo (cfr. 1 lo 3,23). Ese don exige reciprocidad: porque Dios nos ama, nosotros debemos amarle. Y el amor a Dios postula el amor al prójimo (cfr. 1 lo 4,19; 5,3); más aún: el amor al prójimo es un signo -una garantía- de que amamos a Dios (cfr. lo 15,12-17; 1 lo 4,7; 2,6). En resumen: la c. viene de Dios (cfr. 1 lo 3,1), es algo divino que modifica y enriquece al hombre, sus juicios de valor, sus tendencias, sus actos. La respuesta del hombre es también una respuesta de amor. «Por amor de Dios» rige el cristiano su vida y sus acciones. Tal doctrina desemboca, más que en un moralismo ético, en una mística. Se comprenden, desde este ángulo, los excesos de los místicos cuando hablan del amor, su gran vivencia. Por otro lado, tampoco es posible comprender la c. cristiana, y mucho menos la c. mística, sin la luz de la fe.
      Sobre la base de la S. E. los teólogos construyen la magnífica estructura de la c., en la 'que van analizando su naturaleza, su objeto, sus actos, sus vicios y, en fin, los preceptos correspondientes: Estos aspectos pertenecen a la moral de la c. (v. III) y sólo de soslayo tocaremos algunos al tratar de su dinamismo fecundante.
      7. Escatología de la caridad. La c. no logra su perfección consumada en esta vida, porque el cristiano se halla en el mundo como homo viator, como hombre en camino; la c. es un amor siempre en tensión de su objeto: Dios. La posesión total se da sólo en la bienaventuranza. Camina, pues, el cristiano «hacia la tierra nueva» (cfr. 2 Pet 3,13) por la c., que es motor y espuela de la vida cristiana. S. Pablo (cfr. Philp 3,3; 1 Cor 13,9-13) y el Apocalipsis (cfr. 22,4) hablan de esta dimensión escatológica de la caridad (v. CIELO III), y IOs teólogos la formulan así: la caridad se halla inacabada en la vida presente, mas se perfeccionará en la Gloria (Sum. Th. 2-2 q23 al adl).
      8. Dinamismo fecundante de la caridad. El cristianismo, religión de la caridad. La Ley o, precepto fundamental del A. T. es: «Amarás a Yahwéh, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza, y llevarás muy dentro de ti estos mandamientos... Incúlcaselos a tus hijos, y cuando estés en tu casa, cuando viajes, cuando te acuestes, cuando te levantes, habla siempre de ellos. Átatelos a tus manos, para que te sirvan de señal; póntelos en la frente, entre tus ojos; escríbelos en los postes de tu casa y en tus puertas» (Dt 6,5-9). En el Levítico se añade: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo, Yahwéh» (19,18). Cuando un doctor tiende a Jesús la trampa: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?», la respuesta no tiene alternativa: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el más grande y primer mandamiento» (Mt 22,36-38). El segundo es «semejante» al primero: «Amarás al prójimo como a ti mismo». Jesús concluye, revalidando: «De estos dos preceptos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,39-40; cfr. Mc 12,28-39). En efecto, la Ley Nueva será, ante todo, Ley de Amor. En el sermón del mandato nuevo, Jesús dijo a sus discípulos: «Ya no os llamo siervos..., sino amigos... Esto os mando: que os améis unos a otros... como yo os he amado... El que me ama a mí, será amado de mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él» (lo 15,15.17). Y les dejó, en testamento y prueba, el Sacramento del Amor: El miSMO (V. EUCARISTÍA; CENA DEL SEÑOR). El amor al prójimo cae dentro del radio de acción de la c. como una consecuencia del amor a Dios. Los evangelistas transmiten esta característica de la religión cristiana de un modo que no permite un resquicio a la duda. La parábola del buen samaritano concreta, de manera intuitiva, quién es el prójimo (cfr. Lc 10,25 ss.); S. Mateo completa el cuadro en el relato del juicio final; la c., que es norma suprema de la vida cristiana, será también regla por la que Cristo-Juez juzgará a vivos y muertos: el prójimo es otro Cristo (cfr. Mt 25,35 ss.).
      La catequesis apostólica insiste en la Ley esencial de la c.: «Ley regia» la llama Santiago (2,8); «fin del Evangelio», subraya S. Pablo (1 Tim 1,5); «plenitud de la Ley» (cfr. Gal 5,14); «raíz y fundamento» (cfr. Eph 3,17). La Didajé la presenta como «el camino de la vida» (1,2: Padres Apostólicos, ed. D. Ruiz Bueno, Madrid 1967, 77). S. Agustín explica toda la Historia de la Salvación a la luz de la c. (cfr. De catechizandis rudibus: PL 40,310-348). Es, por tanto, justa la inducción del Doctor Angélico: «lex Evangel est lex amoris», «la ley del Evangelio es la ley del amor» (Sum. Th. 2-2 gl08 al ad3) (V. LEY vii, 3).
      La Iglesia, comunión de caridad. El conc. Vaticano II declara solemnemente: «Este Pueblo mesiánico (La Iglesia) tiene por ley el mandamiento nuevo de amar como el mismo Cristo nos amó» (Const. Lumen Gentium, 9). No sólo la c. es ley de la Iglesia; es un elemento constitutivo, definidor. El Vaticano II, que ha calado tan hondo en el misterio de . la Iglesia, la describe como: a) «una comunidad de fe, de esperanza y de amor» (ib. 8). Las imágenes de «Pueblo de Dios» y de «Cuerpo místico» se complementan en la descripción de la Iglesia; pero el principio aglutinante no es otro que la c. El Cuerpo de Cristo crece y se dilata por el amor (cfr. Eph 4,1.3-4); b) la Iglesia es presentada como «Pueblo de Dios» reunido en la celebración del ágape eucarístico (cfr. Gaudium et Spes, 38; Apostolicam Actuositatem, pass.). La Eucaristía (v.) es, en efecto, el sacramento de la c. cristiana, por el motivo de su institución, por su contenido y por sus efectos; c) Por la c. se relaciona la Iglesia con el mundo o, si se quiere, la Iglesia se realiza en el amor y, en consecuencia, es realizadora de la paz, efecto de la c. El Concilio insinúa que la c. es «ley fundamental» de perfección humana y, por tanto, «de la transformación del mundo», la única ley capaz de instaurar la «fraternidad universal» auténtica (cfr. Gaudium et Spes, 38). Por eso incita a todos los cristianos al ejercicio de la c. en todos los campos de la actividad humana. Por eso también la Iglesia se convierte, con machacona insistencia, en heraldo pregonero de la paz entre los pueblos. No predica una paz de guerra fría, sino la paz de Cristo, que es «sincera, suave, placentera y principalmente interior»; Cristo la dejó en herencia a sus discípulos y el.mundo es incapaz de darla o quitarla (cfr. S. Ramírez, La Eucaristía, Sacramento de la caridad, «La Ciencia Tomista» 79, 1952, 163-228). La preocupación del cristiano por los diversos problemas humanos de su propio momento histórico y cultural no nace en él de meras finalidades apologéticas o de simples simpatías humanas, y menos aún del deseo egoísta de evitar males mayores, sino que nace del dinamismo interior de la c. que le lleva a una efectiva y eficaz tarea por hacer el bien a cuantos le rodean y a la humanidad entera. d) El Concilio, en fin, ha puesto de relieve cómo la c., fuerza aglutinante y motora del Cuerpo místico, impulsa a la Iglesia al continuo crecer y a la plenitud escatológica, dimensión particularmente considerada en el cap. VII de la Lumen Gentium. La c. es la energía que impulsa a la Iglesia peregrinante al logro de su «transformación» en Iglesia bienaventurada, por un proceso que ya S. Pablo comparaba al del niño que va madurando en hombre (cfr. S. Tomás, Super ep. S. Pauli, 1, TurínRoma 1953, 386-387).
      La caridad, «forma» de las virtudes cristianas. Otro aspecto de la fecundidad de la c. es su condición de forma de todas las virtudes cristianas. Los teólogos se han esforzado en aplicar a la c. la idea de forma, de cuño aristotélico. El contenido esencial lo ofrece la S. E.: la c., mandamiento básico de la Nueva Ley, es la más excelente de todas las virtudes, tanto que S. Pablo llega a afirmar que sin la caridad son nada las demás virtudes (cfr. 1 Cor 13,1-3). Se trata, pues, de precisar cuál es el influjo perfectivo que la c. ejerce en las virtudes cristianas, cómo lo realiza y cómo el mérito de las demás depende también de ella (cfr. Sum. Th. 1-2 gll4 a4; 2-2 q23 a6-8). El principio de solución de estos problemas lo fijan los teólogos en la doctrina de la forma que, en su significación metafísica, es la que perfecciona el ser, y, en su aplicación teológica, se concreta a la actuación y perfección que la c. da a las virtudes cristianas. La dificultad mayor con que tropieza la teoría de la c. forma de las virtudes consiste en que cada virtud posee una forma propia esencial: ¿cómo, pues, la c. puede ser forma de las virtudes? Al especificarse o diferenciarse cada virtud por su propia forma esencial y por su objeto, síguese que la c. no informa a las virtudes cristianas en este sentido; las informa, en cambio, en cuanto las ordena y subordina al propio fin. «La caridad ordena los actos de todas las virtudes al último fin; y por eso da la forma a los actos de las virtudes» (Sum. Th. 2-2 q23 a8). En estas breves palabras condensa S. Tomás la teoría de la c. forma de las virtudes, precisando: «La c. se dice que es forma de las demás virtudes no ejemplar o esencialmente, sino eficientemente», en cuanto impone a todas el orden dinámico al fin último, que es el objeto propio de la c. (Sum. Th. 2-2 q23 a8 adl).
      Por otra parte, la c. infunde a las otras virtudes una savia fecunda, las dinamiza, las vitaliza; S. Pablo habla de que los cristianos están «enraizados y fundados en c.» (Eph 3,17), porque la c. es como el fundamento y raíz en que se sustentan y nutren todas las virtudes cristianas; es, incluso, como la madre de todas: «La c. se llama fin de las virtudes porque las ordena a su fin. Y, pues, madre es quien concibe de otro, en ese sentido se llama madre de las virtudes, porque el apetito del fin último produce los actos de las virtudes imperándolos» (Sum. Th. 2-2 q23 a8 ad3). De ahí también el nombre de reina de las virtudes, porque las manda o impera. La distinción entre actos elícitos y actos imperados complementa la teoría de la forma de las virtudes; porque toda virtud, al especificarse por su forma y objeto propios, produce actos específicos, que se llaman elícitos; pero la c., al informarlos del modo indicado, los ordena a su propio fin, les da o comunica su propia especie, los manda; por tanto, el acto virtuoso es elícito o procedente de la propia virtud, por un lado, y, por otro, imperado por la c. «Cuando el acto de una virtud se ordena al fin de otra, participa en alguna manera de su especie» (Sum. Th. 2-2 q85 a3).
      La caridad, vínculo de la perfección. La teoría de la forma de las virtudes sirve también para explicar la tesis paulina de la c. como vínculo de la perfección (Col 3,14). Sobre ese texto de S. Pablo construyen los teólogos el tratado de la perfección cristiana. El constitutivo formal de la perfección (v.) consiste en la c.; el constitutivo integral, en el conjunto de todas las virtudes bajo el imperio y la guía de la c. En la Bula Ad Conditorem, de Juan XXII, hallamos formulada esta opinión con una cita textual de S. Tomás: «la perfección de la vida cristiana consiste principal y esencialmente en la caridad, ya que ella es la virtud que une en cierta medida al hombre con Dios» (J. de Guibert, Documenta ecclesiastica christianae perfectionis studium spectantia, Roma 1931, 149). La teología argumenta por el fin de la c. (cfr. Sum. Th. 2-2 g184 al), por el constitutivo de la perfección de la vida espiritual, por el dinamismo y el mérito de la c., que es la virtud que conduce al hombre a la plena fruición del Bien divino (cfr. Sum. Th. 1-2 g114 a4), por la fuerza motora y expansiva que imprime a toda la actividad cristiana y, en fin, porque «reconstruye» la «imagen de Dios» que es el hombre (cfr. Sum. Th. 1 q93 a7-8).
      «La caridad es el corazón de la vida cristiana. Gracias a ella circula por las venas de todas las virtudes la sangre divina de la gracia, la vitalidad misma de Dios, que nutre y perfecciona la vida nueva de sus hijos» (M. Llamera, Tratado de la caridad, en Suma Teologica, VII, Madrid 1959, 705).
      La caridad, distintivo y vocación del cristiano. S. Juan al transmitirnos el mensaje de Cristo, da fe de lo que vio y oyó (cfr. lo 21,24): «En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si tenéis caridad» (13,35). El discípulo amado no se cansa de repetir el mismo sermón: «carísimos, amémonos unos a otros, porque la caridad procede de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios, y a Dios conoce. El que no ama, no conoce a Dios, porque Dios es caridad. La caridad de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito, para que nosotros vivamos por Él. En eso está la caridad, no en que nosotros hayamos amado a Dios; sino en que ÉI nos amó y envió a su Hijo, víctima expiatoria de nuestros pecados. Carísimos, si de esta manera nos amó Dios. También nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 lo 4,7-11). Y S. Pablo, que siente la c. como una espuela (cfr. 2 Cor 5,14), la clava en sus epístolas, instando a los cristianos para que «en todo crezcamos en caridad, llegándonos a Aquel que es nuestra Cabeza, Cristo, desde quien todo el cuerpo, trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y nutren para la operación propia de cada miembro, crece- y se perfecciona en la caridad» (Eph 4,15-16).
      Recapitulando la anterior exposición, podemos deducir, al filo de estos textos de la S. E., dos conclusiones de máxima importancia: a) La c. es el distintivo del cristiano; b) la c. es su vocación. La primera no necesita más comentario. La segunda nos pone ante un interrogante vital: ¿está llamado el cristiano a la c. perfecta? En términos más actuales: ¿hay en todo cristiano una clara vocación a la santidad? La respuesta de la tradición, literaria o viva, ahondó en tan estimulante principio. En algunas épocas se enturbió bastante esta doctrina y tuvo necesidad de ser redescubierta en nuestros días. El conc. Vaticano II la ha promulgado de nuevo en el cap. V de la Lumen Gentium. La santidad no es sólo una posibilidad del cristiano; es una vocación, una exigencia. «Fluye de ahí la clara consecuencia de que todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (Lumen Gentium, 40), Y, por si no bastara, repite el mismo principio en el número siguiente y lo recuerda en el epílogo: «Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar la santidad y la perfección de su propio estado. Vigilen, por tanto, no sea que en el uso de las cosas de este mundo, y en el apego a las riquezas encuentren un obstáculo que les aparte, contra el espíritu de pobreza evangélica, de la búsqueda de la perfecta caridad» (ib. 42).
     
      V. t.: VIRTUDES II; EUCARISTÍA; DIOS IV, 1, 6, 12, 14; IGLESIA III; GRACIA SOBRENATURAL 1; COMUNIÓN DE LOS SANTOS; CONSEJOS EVANGÉLICOS.

     
     

BIBL.: S. AGUSTÍN, Exposición de la ep. de S. Juan, en Obras, Madrid '1969; S. TOMÁS, In Sent. I d17; II d27-32; ID, De caritate; ID, Sum. Th. 2-2 q23-46; ID, De perfectionis vitae spiritualis; LUIS DE GRANADA, Tratado del amor de Dios, en Obras, IV, Madrid 1907, 15-250; S. FRANCISCO DE SALES, Tratado del amor de Dios, Madrid 1954; J. M. PERRIN, El misterio de la caridad, Madrid 1962; S. RAMfREZ, De essentia caritatis (ms.); A. Royo MARÍN, Teología de la caridad, Madrid 1960; J. M. CABODEVILLA, Carta de la caridad, Madrid 1966; A. NYGREN, Éros et ágape. La notion chrétienne de l''mour et ses transformations, París 1962; H, PETRE, Caritas. Étude sur le vocabulaire latín de la charité chrétienne, Lovaina 1948; E. STAUFFER, Agapaó, en TWNT 1,20-55; S. CIPRIANI, Dio é amore, «La Scuola Cattolica» 95 (1966) 214-231; R. BALDUCELLI, 11 concetto teologico di carita attraverso le maggiori interpretazioni patristiche e medieval¡ di I Cor 13, Roma 1951; H. M. CHRISTMANN, Thomas von Aqu¡n als Theologe der Liebe, Heidelberg 1958; T. TASCóN, Caridad, amistad y beatitud, «Revista del clero leonés» 4 (1929) 98-104, 195-199, 316-321; A. J. FALANGA, Charity, the form of the virtues, Washington 1948; C. WILLIAMS, De multiplici virtutum forma. Roma 1954; MI). PHILIPPE, Le mystére de l'amitié avec Dieu. París 1949; VARIOS, L'amour du prochain, París 1954; A. CoLUNGA, El amor y la misericordia hacia el prójimo, «Teología Espiritual» 3 (1959) 445-459; F. DA BASELGA, Le opere della misericordia spirituale e corporale, Milán 1960; VARIOS, La gioia, «Revista di ascetica e mística» 2 (1957) 317-460; J. G. ARINTERO, Las escalas del amor, Salamanca 1926; R. GARRIGOU-LAGRANGE, La carita perfetta e le beatitudini, «Vita cristianan 10 (1938) 1127; ID, L'obligation de tendre a la perfection pour tout chrétien, en Actas del Congreso Nacional de Perfección y Apostolado, I, Madrid 1957, 165-169; M. LLAMERA, El problema místico y los principios de la vida espiritual, «Teología Espiritual» 1 (1957) 33-70; PH. DELHAYE, La charité reine des vertus. Heurs et malheurs d'un théme classique, «Supplément de la Vie Spirituelle» 41 (1957) 135-170; 1. MENÉNDEZ-REIGADA, El don de sabiduría y el amor afectivo, «La Ciencia Tomista» 73 (1947) 286-300; M. SIGUAN, El tema del amor y algunos libros recientes, «Revista de Filosofía» 8 (1949) 279-314; TH. DEMAN, Eudémonisme et charité, «Ephemerides theologicae lovanienses» 27 (1953) 41-57; A. ROCK, C. W. BAARS, PH. ROETS y J. AUMANN, Sex LOve and the Life of the Spirit, Chicago 1966 G. GILLEMAN, Le primat de la charité en théologie morale, Bruselas-París 1954; J. LECLERCQ, La enseñanza de la moral cristiana, Bilbao 1952; K. DEURINGER, Probleme der Caritas in der Schule von Salamanca, Friburgo 1959; R. CARPENTIER, Le primat de l'amour-charité comme méthode de théologie morale, «Nouveau revue théologique» 83 (1961) 492-509; E. BEZZINA, De valore social¡ caritatis, Nápoles 1952; D. NOTHOIMB, La charité fraternelle et les autres amours humains, «Rev. Thomiste» 52 (1952) 361-377; L. CIAPPI, La solidarietá, legge di natura e di grazia, «Sapienza» 5 (1952) 121-140, 225-241; A. PEROTTO, Amore e amicizia, ib. 6 (1953) 339-342; VARIOS, Teología e Stor¡a della Carita. Test¡ e Studi, Roma 1965; B. LAVAUD, Principiantes, aprovechados y perfectos, «Teología Espiritual» 12 (1968) 225-267; A. HUERGA, La Eucaristía en la Iglesia. Estudio sobre el tema eucarístico en el Magisterio Pastoral del Vaticano II, «Communio» 2 (1969) 227-259; fD, La santidad en el mundo contemporáneo, «Teología Espiritual» 11 (1967) 77-90.

 

 

A. HUERGA TERUELO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991