Vida. Excelso pintor italiano, cuyo verdadero nombre era el de Alessandro
Filipepi del Botticelli, n. en Florencia el 1 mar. 1445. Su padre, Mariano
di Vanni Filipepi, era propietario en dicha ciudad de una fábrica de
curtidos, y Sandro era el menor de cuatro hermanos, con una diferencia de
25 años respecto a Juan, el mayor de ellos, que adoptó al pequeño y le
transmitió su sobrenombre de B. Por declaración del padre consta que a los
13 años estaba en la escuela aprendiendo a leer y que su salud era
endeble. Hay un periodo confuso tras esta su primera enseñanza, y es el
referente al maestro o taller en que realizó su adiestramiento como
pintor. Si se ha pensado que su profesor más probable fuera Fra Filippo
Lippi - aún sin evidencias documentales-, también se han propuesto los
nombres de Pietro del Pollaiuolo y de Andrea del Castagno. Sea como fuere,
ya en 1470 debía contar con el suficiente prestigio local como para que se
le encargara, en el Tribunal de la Mercantazia, una de las figuras de
Virtudes (la de La Fortaleza) completando las pintadas antes por
Pollaiuolo. Dos años más tarde es admitido en la Hermandad de Pintores de
S. Lucas y en 1473 se sabe que trabajaba para la iglesia de S. María
Maggiore. En 1474-75 entra en negociaciones para la decoración del
Camposanto de Pisa. Ya mucho antes de esta fecha había entrado al servicio
de la familia Médici, datando de años poco posteriores sus mejores y más
estelarmente bellas producciones, quizá de 1478, La primavera, y de hacia
1480 El nacimiento de Venus. En 1478 había retratado a los protagonistas
de la conjuración de los Pazzi. En septiembre de 1481 es llamado a Roma
por Sixto IV para, en unión de Ghirlandaio, Perugino y Cosimo Rosselli,
trabajar en la Capilla Sixtina, del Vaticano. Regresó pronto a Florencia,
cumplido el encargo, para no volver a salir de su ciudad. En 1486 realizó
los frescos de la Villa Lemmi, hoy en el Louvre, y en 1488 el retablo de
la Coronación para s. Marcos y la Anunciación de S. María Magdalena dei
Pazzi.
Luego de la muerte de Lorenzo el Magnífico, en 1492, parece operarse
en el ánimo de. B. una gran crisis espiritual de configuración y alcance
escasamente delimitables. Sí parece cierto que fue profundamente conmovido
por el suplicio de Jerónimo Savonarola - del que sería más o menos
abiertamente partidario- y desde 1498 en que tiene lugar la ejecución
hasta el final de la vida del artista, pasó éste por una indudable
depresión nerviosa. Fue enterrado en la iglesia de Ognisanti el 17 mayo
1510, lo que parece indicar que fallecería el día anterior. Con él moría
el artista más exactamente lírico, más naturalmente dulce, más
conmovedoramente seductor que pueda recordar la historia de la pintura.
Sus discípulos y seguidores, como Botticini y Filippino Lippi, pese a sus
dotes, se distancian inmensamente de la ternura y de la belleza de B.
Obra. Él fue la gran luz del quattrocento. Por lo demás, sabemos que
nunca quiso contraer matrimonio, que llevaba fama de neurasténico, a veces
irritable en grado sumo, con lo que alternaba su normal talante pacífico,
y que murió pobre. Se recordará que en 1480 carecía de estudio y que
trabajaba «en casa y cuando quería», detalle prebohemio que no encaja
precisamente en el talante que, según su obra, gustaríamos de atribuir al
egregio artista. Pero abandonemos la casi imposible introspección de este
talante y tratemos de buscarlo mediante la maravillosa obra botticelliana.
De lo primero que ello nos persuade es de que B. era un pintor literario,
y este dictamen (que siglos posteriores y lamentables orientaciones se han
encargado de convertir en odioso) es purísimo y glorioso en el caso de B.
No en vano aparecía en 1481 el Comentario de Cristóforo Landino,
Florentino, a la Commedia de Dante Alighieri, ilustrada la parte dedicada
al Infierno con grabados de los dibujos realizados por B. No en vano,
tampoco, esa preciosa Primavera, referible al torneo de la misma estación
de 1474 del que fuera campeón Giuliano de Médici, es un paralelo al poema
de Angelo Poliziano que celebraba dicho torneo o giostra. Del mismo modo,
el cuadro de Venus y Marte (Londres, National Gallery), para el que los
modelos elegidos fueron Simonetta Vespucci y Giuliano de Médici, parece
inspirarse en el mismo poema de Poliziano.
Naturalmente, había algo más corpóreo que la poesía, y era la sutil
belleza de Simonetta, una venus rubia y erguida, exangüe y delicada, una
especie de flor nacida en 1453 y muerta, tuberculosa, a los 23 años, en
1476. Su entierro fue una manifestación de duelo en Florencia.
Efectivamente, había muerto algo así como un monumento nacional, un
monumento vivo, y el que más fiel siguió a la difunta era B. Aparte de su
espléndido retrato en el Mus. de Berlín, Simonetta continuaba viva en el
prodigioso Nacimiento de Venus, de los Uffizi, la pintura más encantadora
y hadeña que es posible imaginar. Sin duda, B. ha leído a Ovidio, como
leyó a Dante, pero el sencillo hecho de erguir a una Venus rubia e
inocente sobre una concha marina - a este lado, los Céfiros, al otro la
ninfa que se apresta a cubrir sus pálidas carnes- no necesitaba de texto
impreso en el que inspirarse, sino en el recuerdo vivo de aquella criatura
encantadora. Y muchas más reminiscencias de los rasgos de Simonetta
continúan apareciendo en ulteriores momentos de la obra botticelliana.
En fin, y aun sin propósito de agotar en este breve artículo las
fuentes literarias del artista, no hay más remedio que referirse a
Boccaccio. La novela octava de la jornada quinta del Decamerone, esto es,
la historia de Nastagio degli Onesti, fue trasladada por B. a las cuatro
preciosas tablas del casone de boda (de boda entre miembros de las
familias Pucci y Bini) parece que en 1487. Tres de dichas tablas se
encuentran en el Mus. del Prado (la tercera de ellas con alguna
colaboración de Bartolommeo di Giovanni) y la cuarta, en que se ve la mano
de Jacopo del Sellaio, en la Col. Watney, de Londres; y en todas, la
fidelidad al texto boccacciano se olvida ante el primor narrativo y el
amor con que el artista lo adereza. De nuevo, en él, lo pintado vence a lo
escrito.
Si el lector entiende que se está tardando en presentar la obra de
acento y contenido cristianos de B., ello es justo, ya que su máxima
altura de fantasía, lirismo y belleza queda detentada por el suavísimo
paganismo de La Primavera y El nacimiento de Venus, pero tampoco hay que
olvidar que en los frescos de la Capilla Sixtina, de Roma, las
composiciones alusivas a la Purificación del leproso, Tentaciones de
Jesús, Escenas de la vida de Moisés y Castigo de Coré, Dathan y Abiron,
pese a haber sido pintadas en lugar tan centralmente cristiano como es el
Vaticano, quedan lejos de mostrar acendradamente este sentimiento. Estas
composiciones carecen de cohesión y, a menudo, el espectador se pierde al
tratar de desentrañar el significado de las excesivamente amontonadas
escenas. Y lo curioso es que hace bien en perderse, porque lo óptimo de
ellas no radica en los temas enunciados, sino en la profusión de grupos de
figurantes, en los que aparecen extraordinarios y firmísimos retratos
masculinos, gráciles muchachas rubias más o menos parecidas a Simonetta,
algún gracioso muchachillo. En suma, B. se ha perdido en la decoración de
la capilla vaticana, pero Sixto IV, buen amador del arte, aprueba lo
hecho, pese a que muchas de las bonitas muchachas representadas hubieran
tenido un marco más adecuado en una escena mitológica o mixta, como en la
decoración de la Casa Lemmi, en que esas mismas criaturas, en el cometido
de virtudes cardinales o de artes liberales, se acompañaban de Lorenzo
Tornabuoni y de Giovanna degli Albizzi.
Antes de estas composiciones al fresco, B. se había dado
abundantemente a la pintura religiosa, ciertamente. Pero la Virgen de la
Eucaristía, de hacia 1472 (Boston, Isabella Stewart Gardner Museum), como
obra de juventud, aún no representa en su plenitud la característica
dulzura del maestro. El S. Sebastián, de 1473 (Mus. de Berlín), ofrece una
tiesura, una rigidez, una excesiva tranquilidad, un vasto dibujo de pies
que sorprenden. La Epifanía de la National Gallery de Londres, anterior a
1475, procede curiosamente a agrupar un poco precipitadamente muchos
personajes, dejando vacía de ellos más de la mitad de la composición
circular. Otra Epifanía, la de los Uffizi, de por 1475, y con el valor de
presentamos el autorretrato de B., está mejor compuesta, pero siguen
interesando más los personajes aislados que el conjunto, mientras que otra
versión del mismo tema, de por 1481-82, en la Nacional Gallery de
Washington, reparte mejor los grupos y escenifica mucho mejor la acción,
con importante colaboración de paisaje. Así llegamos más o menos a 1483,
data atribuida a la imponderable Madonna del Magnificaf, en los Uffizi.
Sin posible discusión, ésta es la obra maestra en la especialidad
religiosa de B. El título exacto debería ser el de Coronación de la
Virgen, pues ello están haciendo dos ángeles; pero ha prosperado el más
popular ya indicado y que deriva de la primera palabra latina que puede
leerse en la página impar del códice que la Virgen oculta parcialmente con
su mano. Siendo cuadro todo él de incomparable belleza, proporcionada por
el rostro de María y por las cinco juveniles cabezas de muchachos-ángeles
(pero ángeles ápteros) en su torno, lo aquí excepcional es la considerable
sabiduría compositiva con que el artista ha logrado acomodar el tema a la
redondez del fondo, aprovechando a maravilla los ritmos de las cabezas y
las manos que sostienen la corona.
Obsérvese que hasta ahora no hemos elogiado el arte de componer de
B., y que una de las versiones atrás citadas de La Epifanía (la de la
National Gallery de Londres) también en fondo, tanto hubiera podido ser de
enmarque cuadrado o rectangular, ya que no se compenetra con el círculo.
Pero no en vano han transcurrido cerca de ocho años, y B. se encuentra en
lo mejor de su vida y de su obra. Casi también, en su final, si no
contásemos algunas piezas tan característicamente suyas como los frescos
de la casa Lemmi o el retrato de Giuliano de Medici, en el Mus. de Berlín.
El resto de su labor será demasiado desigual. De por 1494 data un extraño
cuadro, La calumnia de Apeles (Uffizi, de Florencia), pieza de convicción
humanística, dramática, rica en descompasa- das actitudes,' copiosa
también (y creemos que demasiado) en fondos arquitectónicos y estatuarios
de pretendida antigüedad clásica, de los que tanto placían a Mantegna.
Algo anterior, La desolada (Dereliffa), en la col. Pallavicini, de Roma,
es cuadro extraño y singular; parece que no procuraba ser sino símbolo
ilustrativo de una novelita toscana muy popular, y, acaso llevado por ese
popularismo, B. ha trazado una composición audaz de una sola figura, con
mucho fondo, con no menor suspense de drama y soledad, en grado tal que,
de no constamos su irrefutable autenticidad, la creeríamos pieza del
posromanticismo. Todo ello porque se va acentuando el drama interno de B.
Las dos versiones del Santo Entierro, ambas de 1500, una en el Mus. Poldi
Pezzoli, de Milán, otra en la Pinacoteca de Munich, tienen poco que ver
con la sabida producción de criaturas humanas angelicales, rubias y
gráciles a que el artista nos tenía acostumbrados; en lugar de ellas,
rostros transidos de dolor, se aseguraría que exagerado, dolor de la
conversión de B., ya a mil leguas de Poliziano y de Simonetta Vespucci. Ni
siquiera son de mencionar obras de por 1500, las escenas de la vida de
Lucrecia y de la vida de S. Zenobio, porque no muestran sino una evidente
decadencia conceptiva y ejecutiva.
Pero no podrían ser olvidadas dos obras sustantivas de la vejez de
B. Una, El Nacimiento, de 1500 (Londres, National Gallery), es la pintura
más devota de su mano, como también una de las más arcaizantes. No se
contenta con llevar una larga rotulación en griego, sino que está plagada
de alusiones al martirio de Savonarola y de sus compañeros, el gran trance
que motivara la crisis espiritual de B. Y, poco después, ca.1504, La
oración del Huerto, en la Capilla Real de Granada, pintura que
perspicazmente había sabido comprar Isabel la Católica, consciente de la
valía del artista. Esta tabla, las tres mencionadas del Mus. del Prado, y
el S. Juan Bautista y el Retrato de Michael Marullo Tarkaniota, uno en el
Mus. de Barcelona, otro en la colección de Da Elena Cambó de Guardans, de
Barcelona, seis piezas en total, constituyen el tesoro de obras del
artista guardadas en España.
En fin, al acabar esta escueta ficha, no posible de ser redactada
sin emoción y sin la veneración debida a uno de los artistas de todo
tiempo o siglo que más aladamente han figurado la purísima belleza, parece
inútil insistir sobre sus dotes de excepcional colorista o de
consumadísimo dibujante, ni tampoco sobre determinados defectos de
composición, ya que, sobre aciertos y errores, presidía su genio, como su
sentido dulcísimo y tierno de toda imagen. Y B. no es acreedor a más
elogios, ya que todos serían vanos. El que merece, el que se labró entre
gozos y angustias, entre fiestas y contriciones, es dudoso que encuentre
en el vocabulario palabra que lo pueda ensalzar de acuerdo con su
hermosura.
BIBL. : W. BODE, Sandro
Botticelli, Berlín 1921; Y. y ASHIRO, Sandro Botticelli, Londres-Boston
1925; C. GAMBA, Botticelli, Milán 1936; S. BETRINI, Botticelli, Bérgamo
1942; G. C. ARGAN, Botticelli, Ginebra 1957; E. TORMO, Estudio de los
Botticelli de España, «Bol. de la Sociedad Española de ExcursionesD XLVI
(1942) 1-53; L. VENTURI, Botticelli, Barcelona 1966; C. BO y G. MANDEL,
L'opera completa del Botticelli, Milán 1967.
J. A. GAYA NUÑO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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