BIEN COMÚN

Categoría: Derecho

1. Concepto y aclaraciones terminológicas. 2. La estructura del bien común. 3. Bien común y bien particular. 4. La primacía del bien común y la dignidad de la persona humana.
      1. Concepto y aclaraciones terminológicas. En su acepción social, es el b. que puede ser participado por todos y cada uno de los miembros de una comunidad humana.
      Del b. c. cabe hablar, ante todo, en dos sentidos: el «ontológico» y el propiamente «social». En su acepción ontológica, es el b. apto para ser participado por una pluralidad de seres, tanto si éstos poseen la índole de personas como si no la tienen. Por el contrario, en su sentido propiamente social, el b. c. es aquel del que todos los miembros de una sociedad o comunidad de personas pueden beneficiarse.
      Dios es el b. c. por antonomasia en el sentido ontológico, ya que de Él participan todos los entes, sean o no sean personas. Toda bondad creada es, en cuanto tal, una participación de la bondad infinita del Creador, aunque el modo en el que los seres personales participan de esa misma bondad es diferente del que corresponde a los seres impersonales. Dios es, por consiguiente, no ya sólo el máximo b. c., sino por cierto el b. c. de una manera absoluta, sin restricción o limitación de ningún tipo.
      Pero aquí se va a estudiar únicamente el b. c. en su sentido social, y, a su vez, tomando por Sociedad, tan sólo, la que se compone de hombres. Y todavía hay que añadir que tampoco se trata de esa sociedad natural, pero imperfecta (en tanto que insuficiente), que se denomina la familia,, sino de la que excede el ámbito de ésta, siendo, no obstante, tan natural como ella. (Evidentemente, también se puede hablar del b. c. de la familia; y, aun dentro de ésta, la prole constituye, a su manera, un cierto b. c. de la sociedad conyugal, lo cual funda toda una serie de derechos y deberes, tanto en los padres como en los hijos). Por último, y en este mismo orden de consideraciones, es preciso aclarar que el b. c. al que aquí nos referimos tiene su máxima proyección en la sociedad supranacional a la que todos los hombres pertenecen, independientemente de sus diversas razas, confesiones religiosas, organizaciones políticas, etc.; sin que ello signifique que puedan ni deban desatenderse las diferencias que de hecho se dan.
      En general, el b. c. es compatible con todos los pluralismos que no atenten, ni en la teoría ni en la práctica, a la dignidad de la persona humana. Hecha esta aclaración, importa ahora distinguir entre la «esencia» misma del b. c., por una parte, y, por otra, los «elementos» o «condiciones» de su realización. La esencia del b. c. es la que ya ha quedado establecida al definir este b. como el que es apto para ser participado por todos y cada uno de los miembros de una comunidad o sociedad de personas humanas. Pero importa advertir que en esta definición esencial no puede entrar el hecho de que realmente todas esas personas participen en este mismo b. Considerado en sí mismo, el b. c. es común por ser, de suyo, «comunicable» a todas esas personas, no por hallarse efectivamente «comunicado» a todas ellas; de suerte que, aunque de hecho no lo esté, no por eso deja de ser en sí mismo un b. c., apto para beneficiar, distributiva o respectivamente, a todos los miembros de la sociedad. La conversión de esta aptitud esencial en una efectiva situación existencial que beneficia de hecho .a todos los elementos de que la sociedad se compone es una exigencia de la justicia concretamente, de la justicia social (v. JUSTICIA IV), que tiene en el b. c. su objeto inmediato y propio. Tal exigencia resulta, pues, de dos cosas: 1) la comunicabilidad esencial del b. c., y 2) la necesidad ética de la virtud de la justicia, que obliga a respetar tanto los derechos como los deberes de los ciudadanos en relación a ese b. esencialmente comunicable. Y si esos derechos y deberes son, a su vez, esencialmente idénticos para todos los ciudadanos, ello tiene por causa la identidad esencial de la naturaleza de las personas humanas: una naturaleza, por cierto, en la que los hombres comunican, o, lo que es igual, un b. c., que en esté caso no es sólo comunicable, sino también efectivamente comunicado a todos los seres humanos. Claro está que no es la justicia humana la que ha causado esta esencial comunidad de naturaleza entre los hombres; pero también es cierto que ha de respetarla, para lo cual es, a su vez, preciso que respete asimismo los derechos y los deberes de todos los ciudadanos respecto del b. c. que hemos llamado social.
      Por otra parte, es indudable que el b. c. no estriba en ninguno de los elementos que lo integran, ni tampoco en sus condiciones. Los elementos o partes del b. c. no son su esencia completa; y las condiciones permanecen externas a esta esencia, aunque en la práctica resulten indispensables para que se dé la participación de todos los ciudadanos en el b. c. Tal participación no es el b. c. mismo, sino una exigencia de la justicia, como antes se aclaró. Sin embargo, en un sentido muy amplio, cabe llamar b. c. a todas estas cosas. Es lo que ocurre en muchos documentos pontificios y en diversos tratados de Filosofía social cristiana. Por ej., Pío XII afirma que «el orden moral exige que el bien común, es decir, un modo de vida digno, seguro y pacífico para todas las clases del pueblo, sea mantenido como norma constante» (Alocución a la Acción Católica Italiana, 29 mayo 1945); y J. Messner dice que «el bien común es el auxilio prestado a los miembros de la sociedad, y a las sociedades menores que en ésta se integran, para la realización de sus tareas vitales esenciales, como consecuencia de su respectiva cooperación en las actividades sociales» (La cues tión social, Madrid 1960, 355). Tanto en el caso de Pío XII como en el de J. Messner y en tantos otros que igualmente podrían aducirse, se trata de elementos, exigencias o condiciones del b. c., pero no de este mismo bien, formalmente entendido.
      Otra distinción muy importante y que frecuentemente suele ser omitida es la que existe entre el b. c. «especulativo» y el b. c. «práctico». El primero lo constituye todo b. cuya forma de ser participado es la que formalmente consiste en conocerlo. Tal es el caso no solamente de Dios, sino. también de los valores científicos y estéticos, en todos los cuales se puede participar mediante el conocimiento (y naturalmente, con la respectiva fruición). Ninguno de estos valores se divide al ser comunicado, a diferencia de lo que acontece con los b. de tipo material, para participar en los cuales los hombres tienen que distribuírselos o repartírselos. Sin embargo, ese carácter indivisible del b. c. especulativo se puede dar igualmente en alguno de los elementos del b. c. práctico, como, por ej., la paz o la concordia de los ciudadanos entre sí. Por lo que toca a los b. materiales, indispensables para el respectivo bienestar, hay que decir que, estrictamente hablando, no son un b. c., ni especulativo ni práctico, sino tan sólo una condición de la paz (en cuanto estén justamente distribuidos) y de la posibilidad de participación en los más altos valores (en la medida en que el hombre necesita, para esa misma participación, tener resueltas sus necesidades materiales, al menos las más inexcusables y perentorias). Naturalmente, el bienestar material de todos los ciudadanos es un b. c. práctico, en el sentido de algo «practicable», y resulta, además, exigible frente al exclusivo y excesivo beneficio de unos pocos hombres; pero no se confunde con los mismos b. materiales que para 61 son precisos. El bienestar material de todos los ciudadanos es una situación compartida por éstos, mientras que los b. materiales que tal situación exige son cosas que han de estar distribuidas para que pueda darse el necesario y respectivo consumo (v. BIENESTAR II ).
      Por último, hay que tener en cuenta que el b. c. social, aunque difiere esencialmente de Dios b. c. absoluto y trascendente no deja, sin embargo, de relacionarse con É1. Y esto no sólo porque de Dios dimanan, en resolución, todos los b., sino además porque el b. c. social apunta en definitiva a Dios, dirigiendo hacia pl, en cierto modo, a la comunidad de las personas humanas. De esta suerte resulta que el b. c. social, lejos de ser una entidad absoluta, enteramente bloqueada en sí misma, se encuentra, por el contrario, en relación con un doble mundo personal: por una parte, con el ser personal divino; y, por la otra, con las personas creadas que son los mismos. hombres. «El bien común inmanente observa, a este propósito, Santiago María Ramírez no es un bien encerrado y concluso en sí mismo, sino esencialmente abierto hacia el bien común transcendente, y esencialmente difundido y participado en los miembros de la sociedad» (Doctrina política de Santo Tomás, Madrid s. a., 3536). Tras estas aclaraciones, nos limitaremos, en todo lo que sigue, a un estudio formalmente «sociológico» del b. c., sin otras alusiones ontológicas que las que resulten más indispensables para la mejor comprensión de nuestro tema.
      2. La estructura del bien común. Acerca del b. c. se puede hacer toda una serie de afirmaciones parciales, cada una de las cuales, aisladamente tomada, expresa un contenido fragmentario, es decir, un simple aspecto o ingrediente de lo que constituye a dicho b. en su completa y unitaria realidad. Así, p. ej., es ciertamente legítimo afirmar que el b. c. requiere la participación de todos los ciudadanos en los valores de la cultura; pero igualmente cabe decir otro tanto con relación al bienestar material, y tampoco, a su vez, es menos cierto que el b. c. incluye la paz o la concordia de los ciudadanos entre sí.
      A todos estos aspectos o elementos del b. c. nos hemos referido anteriormente, para distinguirlos de la «esencia» de ese mismo b., que no se agota en ninguno de ellos. Pero ahora es preciso que los volvamos a considerar, no tanto para diferenciarlos de la esencia completa del b. c., cuanto para determinar la «estructura» de éste en una forma clara y rigurosa. El b. c. incluye todos los elementos de que hemos venido hablando; y ello es verdad hasta el punto de que, si alguno falta, los restantes quedan amenazados por el desequilibrio consiguiente, de un modo análogo a lo que acontece en un organismo vivo si se le quita una de sus partes principales o si alguna de ellas no funciona con la conveniente corrección. Todo ello, en definitiva, significa que el b. c. posee una verdadera «estructura», de suerte que los elementos que lo integran deben ser concebidos como partes de una unidad superior, que es la que de veras constituye el b. de la sociedad en cuanto tal.
      Sin embargo, el hecho de que el b. c. consista en una estructura o complexión no significa que todos sus elementos estén en el mismo plano. Así como en la sociedad hay jerarquía, sin que ello anule la igualdad esencial de todos los ciudadanos que la integran, también en el b. c. existe efectivamente un orden de valores sin que ello quiera decir que no sean todos igualmente indispensables.
      Los elementos básicos de la estructura del b. c. pueden ser reducidos a tres: el bienestar material, la paz y los b. o valores culturales. Cada uno de estos elementos tiene, a su vez, un buen número de aspectos y componentes, cuya totalidad sería prolijo e innecesario enumerar. Con todo, algunos de ellos, los de mayor significación, deben ser atendidos, siquiera sea brevemente. Pero no será ocioso aclarar que el eje, digámoslo así, del b. c. lo constituye el segundo de los elementos mencionados, es decir, la paz. En la paz, efectivamente, se realiza lo más específico y propio del b. de la sociedad en cuanto tal, o sea, como comunidad o solidaria unidad moral entre los hombres. Sin paz, la sociedad sería más aparente que efectiva, pues su unidad moral estaría internamente desgarrada. Pero sobre el concepto de la paz y sus principales determinaciones en orden al b. c. volveremos después. Por el momento nos ocuparemos, ante todo del bienestar material.
      a) Como anteriormente se observó, el bienestar material no se confunde con los mismos b. materiales que le son necesarios. El bienestar material es, en su aspecto de elemento o factor del b. c., la satisfacción resultante de la participación de todos los ciudadanos en esos bienes. Esta idea no entraña ningún materialismo. Sencillamente, se limita a asumir la índole humana en su íntegra complejidad corpóreoanímica. Por otra parte, lo que se denomina el bienestar material, más que sér material. en sí mismo, lo es en razón de los instrumentos o medios exteriores indispensables para llegar a alcanzarlo; y todavía hay que añadir que la obligación de emplear esos medios para mantener una existencia humana decorosa representa, por su propio carácter de obligación, una exigencia connotativa del espíritu, ya que los seres meramente materiales no tienen obligación de ningún tipo.
      Ahora bien; si aquí nos ocupamos del bienestar material, es solamente en función del b. c., o sea, por representar un valor que ha de integrarse en el b. de la sociedad, que es a su vez un b. del que deben participar todos los miembros de ella. Por consiguiente, lo que en último término se comporta en el bienestar material como un cierto elemento indispensable del b. c. no son los simples medios o recursos de que la sociedad dispone, sino la conveniente y debida participación de todos los ciudadanos en ellos. Sin duda alguna, la prueba más clara de que el bienestar material se integra en el b. c. como en una estructura superior donde las partes se requieren mutuamente, está en las complicaciones que de un modo inmediato surgen en este punto.
      En torno a la noción del bienestar material aparece, en efecto, una constelación de relaciones que impiden considerarlo de una manera aislada e independiente. Así, por ej., el bienestar material se nos presenta como indispensable no solamente por la obvia razón de su necesidad instintiva o biológica, sino también en función de su positiva utilidad para el ejercicio de la virtud. Cierto que este segundo carácter viene, a su vez, condicionado por el primero, pero ello mismo es una prueba más de la compleja interrelación que señalamos. Tal es la causa de que la propia Iglesia, cuya misión se define esencialmente por la índole espiritual de sus objetivos, no pueda, sin embargó, menospreciar la importancia de los b. materiales, y de su justa distribución, en el orden social de la convivencia. «Como quiera que el bien social señala León XIII debe ser tal que los hombres se hagan mejores al participar en él, es verdaderamente en la virtud donde se le debe hacer consistir, antes que en cualquier otra cosa. Pero también corresponde a una sociedad bien constituida el facilitar los bienes corporales y externos cuyo uso es necesario para el ejercicio de la virtud» (enc. Rerum Novarum, n° 25).
      Junto al hecho, por así decirlo, «general», de que los b. externos y corpóreos son necesarios para la práctica de la virtud, hay además otra importante conexión: la que se da entre el bienestar material de los ciudadanos y ese elemento del b. c. que es la paz o concordia en que este b. esencialmente estriba. Para percatarse de ello conviene tener en cuenta, una vez más, la distinción entre el bienestar material y los propios b. materiales. La paz no depende únicamente de la abundancia de estos b. Por muy grande que sea la cantidad de los mismos, no cabe hablar de bienestar material ni, por tanto, de paz si no existe a la vez una justa distribución. Desde la perspectiva superior que el b. c. representa, el bienestar material y la justa distribución de los b. se implican mutuamente, aunque las nociones respectivas sean de suyo distintas.
      b) Pasemos ahora a examinar la paz, directamente, en su carácter de elemento integrante del b. c. Es claro que no se trata aquí de la paz en su dimensión propiamente individual, sino en su aspecto formalmente civil. Tomándola de este modo, S. Agustín la define (De civit., 19,15) como la «tranquilidad del orden» y la «ordenada concordia». Estas dos fórmulas son mutuamente equivalentes, y es esencial en ellas el concepto de orden, según hace ver S. Tomás, al comentar la definición agustiniana: S. Agustín habla aquí de la paz entre los hombres y la llama concordia, mas no cualquier concordia, sino la ordenada, precisamente por el hecho de que un hombre concuerda con otro según algo que a ambos conviene; porque si un hombre concuerda con otro, no por espontánea voluntad, sino coaccionado por el temor de algún mal inminente, tal concordia no es verdaderamente paz, porque en ella no se conserva el orden de ambos concordantes, sino que se le perturba por el temor que alguien produce (S. Tomás, Sum. Th., 22 q29 a3 adl).
      La verdadera paz no es el consenso impuesto por el temor, sino la que resulta de la voluntad espontánea de los hombres. Tal es, en suma, el sentido de la referencia al «orden», que hacen aquí S. Agustín y S. Tomás; al menos, de una manera inmediata. Naturalmente, esto expresa un ideal que no excluye en la práctica el uso de la fuerza cuando ésta es indispensable para el b. c. Desde el punto de vista de las exigencias dé este b., la coacción pertenece a la potestad del gobernante, como custodio que es de la justicia en el seno de la sociedad. «La potestad pública dice S. Tomás confiere a los gobernantes la índole de custodios de la justicia; y, por lo mismo, sólo. en función de ésta pueden usar de la violencia y la coacción» (22 q66 a8). De todo ello se desprende, por tanto, que la verdadera paz, la que conserva el orden conveniente a los hombres, implica la justicia; y, para expresarlo en términos de b. c., será preciso añadir que la justicia que dicha paz implica es la justicia social (v.), cuyo objeto, en efecto, es ese b.
      A este propósito, y tras haberse concretamente referido a la necesidad de una justa y equitativa distribución de los b., advierte Pío XI: «Todo esto, no sólo insinuado, sino clara y abiertamente proclamado por nuestro predecesor, Nos lo inculcamos más y más en esta nueva Encíclica, porque si no se pone empeño en llevarlo virilmente y sin demora a su realización, nadie podrá abrigar la convicción de que pueda defenderse eficazmente el orden público, la paz y la tranquilidad de la sociedad humana contra los promotores de la revolución» (Quadragesimo Anno, n° 62).
      El mantenimiento de la paz es algo tan necesario al b. c. que ello explica, aunque en realidad no justifica, las exageraciones de los partidarios a ultranza del orden público. La divulgada frase, atribuida a Goethe, de que es preferible la injusticia al desorden, expresa de una manera gráfica, y como en esquema, el sentido de esas exageraciones. En rigor, sin embargo, hay que decir que la frase sería interna y objetivamente contradictoria, si la injusticia a la que se refiere es la que va en detrimento del b. c., ya que en tal caso no existe un verdadero orden. Cosa distinta es que tan sólo se trate de injusticias parciales y ocasionales, evidentemente explicables por la imperfección de la naturaleza humana, pero que no dejan de ser un desorden, asimismo parcial y ocasional, al que cuanto antes conviene poner remedio. De lo contrario, y tomada al pie de la letra, la «preferibilidad» de la injusticia constituiría una perversión moral y una defensa hipócrita de intereses privados ilegítimos.
      Por lo demás, es también evidente que la paz resulta indispensable para que se dé una efectiva participación de todos los ciudadanos en los valores más altos de la vida, que son los de la cultura. Si el bienestar material condiciona la paz y, a su vez, depende también de ella, otro tanto cabe igualmente decir en lo que atañe al modo en que se relacionan entre sí la misma paz y la participación en los valores culturales, siempre que en éstos se integren los de carácter ético y espiritual. No cabe duda de que los valores culturales de significación estrictamente «técnica» contribuyen al bienestar material y, a través de éste, a la paz; pero ellos solos no bastan. Y, a la inversa, la paz no sólo facilita la participación de los ciudadanos en los valores culturales de la técnica, sino que también hace posible el acceso a los más altos valores de la cultura.
      c) Finalmente, este tercer elemento del b. c. la participación en los valores culturales que, desde luego, no es el más perentorio, tiene, en cambio, carácter de fin respecto de los elementos anteriores. La aceptación de esta tesis es la consecuencia natural de una antropología realista que, si comienza por admitir íntegramente la necesidad y hasta la «prioridad de urgencia» del bienestar material para los hombres, no puede, sin embargo, desentenderse de la «prioridad de importancia o dignidad» de los valores espirituales. Porque el realismo de la idea del hombre no consiste tan sólo en admitir la dualidad de la materia y el espíritu en la índole humana, sino también en reconocer la jerarquía axiológica el orden de valores de estas dos dimensiones de nuestro ser. Ciertamente, tampoco sería realista, sino utópica y, sobre todo, deforme una antropología que identificase la objetiva «prioridad de dignidad» de los valores espirituales con una efectiva «prioridad de urgencia» de los mismos; pero no sería menos deforme la concepción que tomase la mayor urgencia de los valores materiales como expresiva de una importancia mayor.
      Más que como una tesis expresamente formulada y mantenida, esa segunda deformación posee, de hecho, una vigencia práctica, que se explica, a su vez, por la mayor intensidad de apremio de las necesidades de índole material, y por la superior facilidad con que se advierte el valor de los b. respectivos cuando se echan en falta y, sobre todo, cuando se carece de la formación precisa para hacerse cargo de los otros. Hay un ejemplo que ilustra esta situación de una manera elocuente. La justa distribución de los b. de índole material es, en tanto que justa, un valor formalmente moral, y es verdad que de hecho se invoca a la justicia para oponerse al acaparamiento de esos b. por unos pocos hombres; pero, ¿es cierto que cuando se habla de dicha distribución se está pensando en el perfeccionamiento moral que llevaría consigo, para los ciudadanos, la práctica de la justicia que se invoca, o más bien lo que importa es el bienestar material que de ello resultaría? La pregunta carecería de sentido si se tratara tan sólo de una cuestión bizantina, ya que es innegable que, en la realidad, la estructura del b. c. exige ambas dimensiones, siendo, por tanto, artificioso separarlas. Pero lo que no carece de sentido, ni se puede tachar de artificioso, es precisamente el reconocimiento de una objetiva jerarquía de dignidad, en cuyo seno el bienestar material y todas las condiciones que éste pide, se comportan, sin mengua de su intrínseco valor, como instrumentos o medios para la participación de los ciudadanos en los b. o valores culturales.
      Por lo mismo, conviene aclarar también que no se gana nada, en lo que atañe al verdadero fondo de la cuestión, cuando se apela al hecho de que los propios b. culturales son fecundos y útiles para el incremento del bienestar material; pues aunque esto expresa algo muy cierto, e incluso llega a justificar ciertas inversiones 'relativas del orden de la urgencia, no hay que cifrar en ello el verdadero sentido de los b. culturales, ni en lo que toca a la vida del individuo, ni en lo que concierne al b. de la sociedad. Como una confirmación, y al mismo tiempo un resumen, de todas estas ideas sobre el estrato superior del b. c., pueden servir las siguientes palabras de Pío XII: «Si es cierto que hay que cuidar de que las clases trabajadoras sean solidarias y beneficiarias del desarrollo económico, con mucha mayor razón hay que preocuparse de orientar esa creciente capacidad de producción hacia una participación del mayor número posible de hombres en los bienes culturales y en las riquezas espirituales y morales de la humanidad (...) No debe permitirse que la expansión económica lleve a la humanidad fuera de la justa y recta medida de su existencia. Una producción desordenada en sus fines no serviría al hombre: no lo respetaría» (Carta a Carlos Flory, 10 jul. 1956). Un análisis sumario de este texto nos hace ver en él dos puntos fundamentales: 1) la superioridad, desde el punto de vista del respeto a los verdaderos intereses humanos, de los bienes de la cultura y del espíritu sobre los de carácter material; 2) la subordinación consiguiente de éstos a aquéllos. La idea de una «producción desordenada» expresa, en una forma negativa, la objetiva «primacía de dignidad» de que venimos hablando y que no tiene una significación meramente teórica, puesto que lleva consigo la exigencia práctica de subordinar la expansión de la economía a la participación del mayor número posible de ciudadanos en los valores de la cultura y del espíritu.
      Juan XXIII afirma la utilidad de la técnica, la economía y las ciencias (estas últimas, como veremos por el contexto, tomadas en su aplicación al bienestar) para niveles más altos del b. c., pero advierte, a la vez, que de ningún modo constituyen los valores supremos: «Con profundo dolor observamos el número, no pequeñb, de hombres pertenecientes a naciones económicamente desarrolladas, para quienes nada importa la justa jerarquía de los valores, es decir, que desconocen abiertamente los bienes del espíritu o los olvidan por completo, cuando no los niegan en absoluto, mientras que al mismo tiempo buscan ardientemente el progreso científico, técnico y económico, y dan tal valor a los bienes exteriores, que de ordinario los consideran como el supremo bien de su vida. De lo cual se sigue que no carece de ocultos peligros la misma ayuda prestada por los países más desarrollados a los más atrasados, cuyos ciudadanos, en su mayor parte, aún conservan viva, gracias a una tradición secular, la conciencia de los principales valores morales y los reflejan en su conducta» (enc. Mater et Magistra, n° 1751-76).
      Por lo que toca al tratamiento expreso de los valores sobrenaturales y a la consiguiente postura de la Iglesia en nombre del b. c. puede bastar este pasaje de Pío X: «Cualquiera que sea su conducta, incluso en el orden de las cosas temporales, el cristiano no tiene el derecho de poner los intereses sobrenaturales en un segundo rango; antes, por el contrario, las normas de la doctrina cristiana le obligan a dirigirlo todo hacia el soberano bien como hacia el fin último. Todas sus acciones, en tanto que moralmente buenas o malas, es decir, acordes o desacordes con el derecho natural y divino, caen bajo el juicio y la jurisdicción de la Iglesia» (Singular¡ quadam, 24 sept. 1912, AAS 4, 1912, 658).
      3. Bien común y bien particular. El b. c. es, por su misma esencia, un b. en el que pueden y deben participar todos los ciudadanos. No se trata de nada que en sí mismo se ordene únicamente al beneficio de una simple parte, por grande que ésta sea, de la sociedad. El b. c. es el b. de «la» sociedad precisamente porque aprovecha y beneficia a todos y cada uno de los miembros de que ésta se compone. Por el contrario, lo que beneficia a un solo hombre, o a un grupo o conjunto de hombres que no son todos los que en la sociedad se integran, es meramente un b. particular, aun en el caso de que este b. sea lícito moralmente hablando. La diferencia entre el b. c. y el b. particular no es, por tanto, la que puede establecerse sobre la base de la distinción entre la «mayoría» y la «minoría» de los ciudadanos, ni tiene nada que vercon el resultado de una consulta al pueblo. No es que por sí propio el b. c. excluya la posibilidad de esta consulta cuando se trate de una materia opinable, sino que no es opinable el mismo b. c. esencialmente considerado en tanto que b. c.; lo cual quiere decir, sencillamente, que, para ser común, este b. ha de poder beneficiar a todos los ciudadanos, aunque la mayoría de ellos pretendiesen excluir de,ese beneficio a una pequeña parte de la sociedad. En suma: el b. c. es esencialmente diferente de toda clase de b. particulares. Tal es la causa de que tampoco pueda reducirse a la simple suma o. colección de los b. particulares existentes en el conjunto de la sociedad. Ante todo, es menester advertir que cada uno de estos b. particulares tiene su propio dueño. Por consiguiente, el conjunto que forman no es realmente común a las personas que integran la sociedad, sino algo realmente fragmentado en tantas partes como personas haya. En segundo lugar, la suma o colección de los b. particulares que en la 'sociedad existen no tiene nada que ver con que los poseedores de estos b. sean tantos como los miembros de que la sociedad se compone, o se limite a la mayoría de ellos, o no pase, tal vez, de una minoría. Desde el punto de vista del mero resultado matemático, el «total» es el mismo en lbs tres casos y resulta completamente ajeno a la justa distribución de las riquezas. Por el contrario, el b. c. exige, por ser b. «para todos», que no haya perjuicio para nadie.
      Coincidiendo con Aristóteles, S. Tomás afirma que «el bien común civil y el bien particular de una persona no difieren tan sólo según la cantidad, sino según una diferencia formal, porque la índole del bien común es diferente de la del bien particular, de la misma manera que la índole del todo es diferente de la de la parte» (22 q58 a7 ad2). Para entender esta afirmación. en su contexto hay que tener en cuenta que es la respuesta a una dificultad según la cual no existiría diferencia específica entre la «justicia legal», que es la que tiene por objeto el b. c., y la justicia particular, que tiene, en cambio, al b. particular como su objeto propio e inmediato. Lo que puede dar pie a la negación de la diferencia específica entre la justicia legal y la particular es que la distinción entre lo poco y lo mucho (o si se prefiere, entre la unidad y la pluralidad como tales) no pasa de ser meramente cuantitativa. Y a esto es a lo que S. Tomás responde sosteniendo que el b. c. y el b. particular, además de diferir entre sí cuantitativamente («secunduin multum et paucum»), son también cualitativamente distintos («secundum formalem dif ferentiam»). Ser todo no es, simplemente, ser mayor que la parte, sino ser algo esencialmente distinto. La suma de las partes es algo que realmente el todo es, pero no es todo lo que éste es realmente, porque no tiene en cuenta que aquéllas se organizan en cada caso de una cierta manera, que en la realidad no es indistinta. Por eso hubo que llamar antes la atención sobre el hecho de que, si el b. c. es considerado tan sólo desde el punto de vista del mero resultado matemático, la justa distribución de las riquezas sería completamente irrelevante. Pero si, en cambio, no nos limitamos a ese punto de vista, la justa distribución de las riquezas se nos aparece como un factor decisivo para el b. c., en la medida en que esa distribución condiciona la paz, que es un elemento imprescindible de la estructura propia de dicho b. Y hasta hay que añadir que la justa distribución de las riquezas tiende a aumentar el número de éstas, por resultar un factor estimulante del incremento de la producción.
      Pero el b. c., aunque específicamente distinto del b. particular, no excluye a éste, de la misma manera que el todo tampoco excluye a la parte. El b. tiene carácter de fin; y así como el fin común de los seres humanos que conviven permite la existencia de los respectivos fines particulares de cada uno de ellos, siempre que éstos se adapten y se sometan a él, también los b. particulares son armonizables y compatibles con el b. c., bajo la correspondiente condición de que, en efecto, le estén subordinados. Todavía más: el b. c. no solamente no excluye al b. particular, sino que además exige que cada 'ciudadano tenga el suyo. Esto resulta fácil de entender cuando se piensa en una situación en la que nadie pudiese disponer privadamente de ninguna clase de b. propio. Tal situación sería, indudablemente, un mal común, es decir, un efectivo y verdadero mal de todos, incluyendo a la autoridad, que habría de cargar con el deber de suministrar en cada momento a cada ciudadano los medios necesarios para satisfacer las necesidades respectivas. Esto nos hace ver que lo verdaderamente bueno para todos es que cada uno pueda disponer personalmente de un cierto b. privado. Y justamente por su carácter universal, esta última afirmación lleva consigo una condición ineludible de su posibilidad misma, a saber, que cada cual respete los derechos que tienen los demás, de tal manera que, si no lo hace, sea convenientemente sancionado. La necesidad de esta sanción es, por tanto, una exigencia del propio b. c., en la medida en que éste mismo exige, para mantener la justicia, que quien posee un b. particular con detrimento de los demás ciudadanos, reciba su merecido. Pero ello, en vez de querer decir que todos los miembros de la sociedad tengan que carecer de b. partículares, significa justamente lo contrario: que todos deben tenerlos, y concretamente de tal modo que a nadie se le consienta perjudicar a nadie.
      La exacta comprensión del b. c. no puede ser meramente negativa. Cierto que este b. lleva consigo algunas limitaciones, que son las mismas que la convivencia implica. Sin embargo, esencialmente hablando, el b. c. debe ser concebido de un modo positivo, ya que se trata de un b. y no de un mal. Situándonos en esta perspectiva se nos hace patente la verdad deque, para cada uno de los hombres, es un b. el poder disponer personalmente de los medios precisos para mantener y hacer su vida, no sólo en lo que concierne a las necesidades materiales, sino también en lo que se refiere a su índole o naturaleza de personas.
      Finalmente, conviene examinar la relación jerárquica entre el b. particular y el b. c. A este propósito, S. Tomás, recogiendo igualmente en este punto las ideas de Aristóteles, atribuye al b. c. la primacía, con la única salvedad de que la comparación sea establecida dentro de un mismo plano de bienes. «Si un mismo bien puede valer para un solo hombre o para toda la sociedad, evidentemente es mucho mejor y más perfecto decidirse por lo que es bueno para ésta que por lo que lo es para aquél. No cabe duda de que el amor que debe existir entre los hombres autoriza a procurar también lo que es bueno para uno sólo. Pero es mucho mejor y más divino que se actúe en beneficio de todos (...) Y ello es más divino en el sentido de que significa una mayor semejanza con Dios, que es la última causa de todos los bienes» (In Ethicor., lib. 1, lect. 2, n. 3). La misma tesis viene a formularse de un modo cómpendioso en el siguiente texto: «El bien de la sociedad es mayor que el de una parte de ella, aunque es menor que el bien extrínseco al que se ordena la sociedad» (22 q39 a2 ad2). Así, pues, las tergiversaciones resultan, en definitiva, dentro de esta materia, de no tener en cuenta que el b. de la sociedad como sociedad es superior al de cualquiera de sus partes precisamente en tanto que son partes.
      4. La primacía del bien común y la dignidad de la persona humana. Uno de los aspectos de la problemática del b. c. que de hecho han sido tratados con la más perniciosa ambigüedad es el de la primacía de este b., y ello en virtud de su aparente antagonismo con el principio de la dignidad de la persona humana. En nombre de esta misma dignidad se relativiza con frecuencia, cuando no es que en absoluto se la niega, la regla de la primacía del b. c., indispensable para el recto orden de la convivencia. Todo viene, en definitiva, de un equívoco, sin cuya aclaración son lógicamente inevitables otras ambigüedades secundarias. Ese equívoco primario y radical es el que estriba en creer que la primacía del b. c. es 'tanto como la superioridad de este b. sobre la dignidad de la persona humana. Y, para ser completos, hay que advertir, además, que es esa misma creencia la que está en la base del ataque de las diversas formas del «totalitarismo» a la dignidad personal de nuestro ser, al menos tal como esta dignidad es concebida en el pensamiento cristiano. Lo cual quiere decir que lo que en el fondo no se entiende por una y otra parte es que la primacía del b. c. y la dignidad de la persona humana puedan ser mutuamente compatibles sin someterlas a ningún tipo de rectificación.
      Todo el sentido de las consideraciones subsiguientes es que los dos principios en cuestión no sólo son mutuamente compatibles en virtud de su esencia por tanto, sin necesidad de añadirles ni de quitarles nada, sino que además se exigen entre si, justamente también de una manera esencial. Para mostrarlo, comencemos por ver, que el b. c. incluye y presupone el debido respeto a la dignidad de la persona humana. La cosa se hace patente cuando se advierte que esta dignidad no es en sí misma un b. particular, sino precisamente un b. c. La dignidad de la persona humana no es un b. poseído en exclusiva por un hombre determinado o por algún tipo determinado de hombres, sino al contrario, un b. que todos los hombres tienen, ni más ni menos que porque son personas. Por consiguiente, el respeto a la dignidad de la persona humana es, en sí mismo y sin necesidad de ninguna otra cosa, respeto a un b. c., concretamente a un b. que de un modo esencial es poseído por todos y cada uno de los miembros de la sociedad civil.
      A la luz de estas consideraciones se pone de manifiesto que lo que la primacía del b. c. significa ante todo, y en orden a la dignidad de la persona humana, es que por encima del respeto a la categoría particular de un hombre determinado o de un determinado grupo de hombres, está el respeto a la dignidad común a todos los seres humanos; de suerte que, en cualquier caso de conflicto, hay que posponer aquélla a ésta. Con ello, evidentemente, no se hace ninguna restricción a la norma de la dignidad de. la persona humana, sino que se le toma en toda la plenitud e integridad de su alcance. Es precisamente lo contrario lo que supondría una restricción de esa norma, puesto que la dignidad de que se trata es la que pertenece al hombre en general y no la que particularmente corresponda a éste o a aquél hombre.
      Dicho de otra manera: la subordinación al b. c. es, ante todo y esencialmente hablando, la única forma de respetar sin excepciones la dignidad de todos y cada uno de los miembros de la sociedad civil. Pero entonces es claro que lo que se subordina al b. c. no es la dignidad de la persona humana, sino, sencillamente, los b. particulares. En el epígrafe anterior se ha señalado que el b. c. no impone la negación de todo b. particular, sino tan sólo la del b. particular que se le opone. Lo mismo se concluye si se parte de la dignidad de la persona humana. El respeto genérico o común a esta esencial dignidad sólo exige excluir los b. particulares que se oponen a ella, o sea, los que son lesivos de la justicia social (v. JUSTICIA IV), a la que todos los hombres tienen igual derecho, precisamente porque, al ser todos personas, nadie está moralmente facultado para reducir a nadie a la condición de un simple instrumento o medio para su propio b. particular.
      Análogamente, hay que observar aquí que la primacía del b. c. no se opone tampoco al verdadero sentido del principio según el cual «la sociedad es para las personas y no las personas para la sociedad» (civitas propter cives, non cives propter civitatem). Para que tal oposición se diera sería preciso identificar a las personas con sus respectivos b. particulares, confundiendo, por tanto, la dignidad de aquéllas con el valor de éstos, y asimismo haría falta que la ordenación de la sociedad a las personas fuese abusivamente concebida de un modo restrictivo, es decir, como una ordenación a determinadas personas y no a otras, ya que, de lo contrario, hay que admitir la subordinación al b. c. o, lo que es lo mismo, la primacía de este b.
      Tras estas aclaraciones, sólo queda por ver que la dignidad de la persona humana no sólo no se deprime, sino que encuentra su mejor expresión ética en el deber de subordinarse mejor sería decir sobreelevarse al logro del b. c. A diferencia del animal, posee el hombre la capacidad de abrirse, cognoscitiva y volitivamente, a lo común, a lo que trasciende la concreción del individuo. Los meros animales sólo apetecen su b. particular; no tienen luces para trascenderlo. Pero el hombre se encuentra facultado para llegar a elevarse al b. c., y cuando se cierra a este bien y lo pospone al mero bien privado se animaliza voluntariamente y hace traición a su índole de persona. Para pensar lo contrario habría que suponer, en este orden de los valores éticos, que la dignidad de la persona humana consiste en el egoísmo.
      En resolución, sólo puede haber conflictos aparentes entre el b. c. y la dignidad de la persona humana, o lo que es igual: para que los conflictos puedan darse, es imprescindible que se trate de un falso b. c. o de una falsa dignidad del hombre. En este sentido se mueven las siguientes afirmaciones de Pío XII: «El verdadero bien común se determina y resume (...) por la naturaleza del hombre, con su armónico equilibrio de derechos personales y obligaciones sociales, y en idéntica medida por el fin de la sociedad, determinado también por esa misma naturaleza humana (...) Por lo que toca a los valores más altos, que sólo la colectividad y no el individuo aislado puede realizar, también ellos son en definitiva queridos por el Creador para el hombre, para su pleno desarrollo natural y sobrenatural y para el acabamiento de su perfección» (Mit brennender Sorge, AAS 29, 1937, 160). V. t.: JUSTICIA IV; BIEN.
     
     

 

A. MILLÁN FUELLES.

 

BIBL.: ARISTÓTELES, Ethica Nichom., lib. I, cap. 1; S. AGUSTIN, Confess., lib. III, cap. 8; fD, De Civit., lib. XIX, cap. 13; S. ToMÁs, In Ethicor., lib. I, lect. 2, n° 30; íD, Sum. Th. q29 a3 adl; q39 a2 ad2; q66 a8; LEóN XIII, Rerum novarum, 25, 234; Pío XI, Quadragesimo Anno, 62; Pío XII, Mit brennender Sorge, AAS 29; fD, Carta a Carlos Flory, 10 iul. 1956; JUAN XXIII, Mater et Magistra, no 157, 17576; COMISIÓN EPISCOPAL DE DOCTRINA Y ORIENTACIÓN SOCIAL, Breviario de Pastoral social, Madrid 1959, 1 par. a. 4; S. M. RAMÍREZ, La doctrina política de Santo Tomds, Madrid s. a.; J. Y. CALVEZ y J. PERRIN, Église et société économique, París 1959, 156169; R. GONZÁLEZ MORALEJO, Pensamiento pontificio sobre el bien común, Madrid s. a.; J. TODOLí, El bien común, Madrid 1951; A. MILLÁNPÜELLEs, Persona humana y justicia social, Madrid 1962, 4157; C. CARDONA, Metafísica del bien común, Madrid 1966.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991