Biblia II
CANON BIBLICO. A. Historia de la formación del canon: 1. Del Antiguo Testamento. 2. Del Nuevo Testamento. B. Criteriología del canon.
La palabra canon, transcripción del griego kanon,
etimológicamente significa caña o vara, y de ahí instrumento para medir, medida
o regla. De esto último, pasó a usarse para indicar cierta medida, ley o norma,
de obrar, de hablar o de proceder (norma de conducta, reglas gramaticales;
análogamente se habla de canon en arquitectura, música, etc.). También tiene el
sentido de índice, lista, catálogo, p. ej., de reyes, de, número de años, etc.
En el sentido de norma de vida cristiana emplea S. Pablo esa palabra en Gal 6,16
(y la versión latina Vulgata en Philp 3,16). En la literatura cristiana
primitiva se emplea ya para designar la regla de la fe, de la verdad, o de la
tradición, y `se llaman cánones a las normas de vida y de culto que todos los
fieles deben respetar (así, p. ej., las fórmulas de fe o costumbres que
decretaban los concilios, y hoy día los artículos delCIC).
La Biblia es, y así fue considerada desde un principio, la regla de fe y vida
para los cristianos; de ahí que empezara muy pronto a llamarse canon (c.) al
conjunto de los libros que la Iglesia consideraba como inspirados. Puede decirse
que a partir del s. Iv, la terminología cristiana denominó canon bíblico (c. b.)
al elenco oficial de los escritos sagrados de la religión israelita y cristiana
que forman el A. T. y N. T. Es decir, que, afirmada la existencia de libros
sagrados inspirados, que tienen a Dios por autor en cuanto que fueron escritos
bajo la moción del Espíritu Santo (v. 1, 47; y Iii), el c. b. es la
determinación de cuáles y cuántos son esos libros inspirados. De manera taxativa
y definitiva esa determinación sólo puede hacerla la Iglesia (v. III, 2 y 10),
que tiene certeza de la inspiración divina de esos libros por la Revelación
divina misma que los ha entregado a ella como tales. Ello quiere decir que si
bien la palabra canonicidad hace referencia a una declaración eclesiástica, a
una proclamación oficial hecha por la Iglesia, presupone en su base un hecho que
se refiere a la naturaleza de los libros mismos, objeto de esa declaración: la
inspiración. Los libros canónicos son libros inspirados: la canonicidad es el
reconocimiento de la inspiración.
Esa canonicidad e inspiración de los libros que componen la B. es dogma de fe
solemnemente proclamado por el Conc. de Trento y el Vaticano I, y constantemente
afirmado desde los primeros tiempos de la Iglesia. Resumiendo la historia de esa
proclamación del c. b. se pueden distinguir tres etapas: en los primeros tiempos
no hay ninguna declaración explícita sobre el canon, pero se ve que los Padres y
escritores eclesiásticos citan los diversos libros reconociendo su autoridad; en
el s. III se difunden numerosas obras, de origen a veces herético, que son
falsamente presentadas como de origen apostólico (V. APóCRIFOS BÍBLICOS), lo que
suscita una reacción que, en algunos casos, conduce al exceso de dudar de la
canonicidad de alguno de los libros inspirados (los de más difícil
interpretación, los más citados por los heresiarcas, etc.); esas dudas se
disipan pronto y a partir del s. Iv y v no hay ya vacilación sobre el canon, más
aún, se hace costumbre dar la lista de los libros recibidos como canónicos.
A. Historia del canon bíblico.
1. Canon del Antiguo Testamento. a) La literatura israelita. Constituido Israel
en pueblo escogido (v. PUEBLO DE DIOS) mediante la elección y la vocación de
Abraham (v.) y realizada la Alianza (v.) bajo Moisés (v.), se preocupó muy
pronto de la consignación escrita de sus leyes, su historia y el mensaje de los
profetas.
Ello da origen a una amplia literatura de tipo histórico en la que se narra la
vida de los Patriarcas (v.); la obra de Moisés (v.) hasta el asentamiento en
Palestina; la formación de la monarquía israelita, y su plenitud con David y
Salomón y su posterior decadencia. Los libros que componen esa literatura son:
Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio (que componen el Pentateuco),
Josué, jueces, Rut, 1 y 2 Samuel, 1 y 2 Reyes. Algunos de esos libros no fueron
compuestos de una sola vez, sino que recogen fuentes y tradiciones anteriores
(sobre este tema V. ANTIGUO TESTAMENTO, así como las voces dedicadas a cada
libro en concreto). Por algunas referencias que se hacen en ellos cabe deducir
la existencia de libros o crónicas, en parte recogidas en los libros canónicos y
en parte perdidas: Libro de las Guerras de Yahwéli (Num 21,14); Libro de Yashar
(los 10,13); Hechos de Salomón (1 Reg 11,41); Anales del Reino de Judá (citados
15 veces desde 1 Reg 14,29 hasta 2 Reg 24,5); Anales del Reino de Israel
(citados 17 veces desde 1 Reg 14,19 hasta 2 Reg 15,31), así como la colección
poética Libro de los Cantos (1 Reg 8,1213).
Junto a la literatura histórica surge la profética. Parte de los oráculos
proféticos p. ej., los de Elías y Eliseoestá incluida en los libros históricos.
Parece además probable que existieran colecciones de oráculos que luego fueran
en parte recogidas en esos libros: p. ej., la Historia del Vidente Samuel, del
Vidente Natán o del Vidente Gad (1 Par 29,29), la Historia del profeta Natán (2
Par 9,29), la Profecía de Ajías el Silonita (2 Par 9,29) o las Visiones de Yedó
el Vidente (2 Par 9,29). El primer profeta escritor fue probablemente Amós, en
el s. VIII, al que siguen tres series cronológicas, hasta el periodo persa:
Amós, Oseas, Miqueas, Isaías en el s. VIII; Sofonías, Nahum, Habacuc, jeremías
en los s. vilvi; Ezequiel y el DéuteroIsaías en el Destierro; Ageo, Zacarías,
Malaquías, Jonás, Joel, Abdías en los s. vIIV. De otra parte la colección de los
Salmos (Ps) se reinicia en el periodo monárquico y se amplía hasta la época
macabea.
Después del destierro en Babilonia, se reanuda la actividad historiográfica
mediante la composición del segundo grupo de libros históricos (de inspiración
sacerdotal) que son 12 Paralipómenos (o Crónicas) y EsdrasNehemías en la segunda
mitad del s. III. El periodo posexílico conoce otras formas de expresión
literaria que ocupan el puesto de la producción profética anterior: es la
corriente sapiencia) (v.), cuyos orígenes se pueden remontar a Salomón
(colecciones primeras de Proverbios), pero que alcanzará apogeo en época tardía;
a este género pertenecen (además de Prv) Job, Cantar de los Cantares,
Eclesiastés, 11clesiástico, Sabiduría. De este tiempo son también algunos libros
de aspecto histórico, pero de estructura historiográfica diferente de la
clásica: Tobías, Judit, Ester. La parte histórica del A. T. se cierra con los
libros de los Macabeos. Una forma literaria típica de los últimos tiempos del
judaísmo fue la apocalíptica, que tiene su modelo en el libro de Daniel.
La literatura extracanónica de la época posexílico es abundante. De estilo
apocalíptico son los apócrifos de Henoc, Jubileos, Testamento de los XII
Patriarcas, Asunción de Moisés, Salmos de Salomón, IV Libro de Bsdras.
Apocalipsis de Baruc, etc. (V. APOCALIPSIS II; APóCRIFOS I). La secta de Qumrún
(v.) compone también sus propios libros: la Regla de la Comunidad, los Himnos,
la Guerra de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas, el Documento
de Damasco, Comentario a Habacuc, etc. En la diáspora de Alejandría surge toda
una escuela filosóficoteológica (v. ALEJANDRÍA V) cuyo principal representante
es Filón (v.).
b) El canon israelita. Hemos seguido brevemente la producción literaria
israelita poniendo de relieve que no se limita a los libros canónicos. Surge así
una cuestión: ¿cómo se realizó de entre esa producción la selección de los
libros canónicos? Si tenemos presente que la canonicidad es un reflejo de la
inspiración, debemos concluir que el único criterio es la propia manifestación
divina, es decir, signos que dé Dios de que ha obrado en el hagiógrafo por la
inspiración. Una vez dicho eso no podemos completar la respuesta mediante una
afirmación unívoca, ya que no parece que Dios haya seguido siempre la misma vía.
En ocasiones, cuando se tratara de un profeta que daba ya signos de hablar en
nombre de Dios, el hecho de redactar sus oráculos o instrucciones por escrito
constituía ya un criterio suficiente. En otras encontramos declaraciones
proféticas que atestiguan el origen divino de obras anteriores. A veces Dios
parece seguir una vía más lenta y en parte indirecta: orienta la piedad judía
hacia la veneración de un determinado libro cuyo carácter divino acaba así
siendo reconocido. Cabe también mencionar, aunque se trate de algo meramente
indirecto, la permisión por parte de la providencia divina de que se pierda un
determinado libro, con lo que resulta patente su no sacralidad.
En los tiempos de Cristo encontramos ya un canon claramente formado. En realidad
encontramos dos, o más exactamente dos versiones del mismo: una palestinense y
otra alejandrina. La primera la atestiguan el escritor fariseo Flavio Josefo
(hacia el 95 d. C.; v.) y el apócrifo IV Libro de Esdras. Según F. Josefo
(Contra Apionem, 1,8) el c. judío no contiene más de 22 libros, cifra
convencional que corresponde al alefato y se obtiene considerando como un libro
único los 2 de Sam, los 2 de Reg, los 2 de Par, Esd y Neh, y uniendo Rut a Idc,
y Lam a Ier; cronológicamente se cierra el c. con Artajerjes (424), toda vez que
cesa entonces el profetismo; como criterios objetivos reconoce la inspiración
divina y la santidad de los libros, en oposición a la literatura profana. El
apócrifo IV de Esdras presenta la misma lista. En oposición a este c. de 22
libros, llamado palestinense, los judíos de la diáspora alejandrina tenían un c.
más amplio en que se incluían también los llamados libros deuterocanónicos:
Tobías, jueces, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc, 1 y 2 Macabeos. Cómo se llega a
esta diversidad de cánones en el judaísmo del s. I de nuestra era, no ha
recibido aún una explicación satisfactoria: la hipótesis más generalizada supone
que en un principio existía para todos los judíos un único c. precisamente el
amplio que en tiempos recientes y por influencia restrictiva de la secta farisea
(v.), se habría abreviado en Palestina excluyendo los deuterocanónicos; F.
Josefo sería el representante de esta tendencia restrictiva. El hecho es que en
tiempo de Cristo había en el judaísmo desorientación respecto de la lista de los
libros inspirados de la religión israelita; mientras los saduceos no admitían
más que el Pentateuco, el fariseísmo, y el judaísmo palestiniano en general,
limitaba el ámbito del c. a 22 libros; en la diáspora alejandrina se creía en la
inspiración de los libros de la lista más amplia.
Una decisión oficial no se dio en el judaísmo hasta el famoso Sínodo de Yamnia (Yabne)
por los añgs 95100 (v. JUDAÍSMO I, 1A); el c. elaborado en este Sínodo era el
breve de Palestina y contenía los siguientes libros:
La Ley, con los 5 libros del Pentateuco; Los Profetas, subdivididos en dos
secciones: Profetas Anteriores, a saber, los, Idc, 12 Reg, y Profetas
Posteriores Is, Ier, Ez, Os, Ioel, Am, Abd, Ion, Mich, Nah, Hab, Ag, Zach. Mal;
Hagiógrafos o Escritos sagrados: Ps, Prv, Iob, Cant, Ruth, Lam, Eccl, Est, Dan,
Esd, Neh y 12 Par; en total 39 libros. Estos libros fueron denominados en
terminología cristiana, que data de Sixto de Siena (1569). protocanónicos o del
primer c., para distinguirlos de los . restantes del segundo c. o
deuterocanónicos.
c) El canon del A. T. en el cristianismo. La historia del canon en el judaísmo
es importante, pero no definitiva: aquí, como en toda la Revelación, la palabra
última y culminante le corresponde a Cristo y, en dependencia de El, a los
Apóstoles animados por el Espíritu Santo que Cristo envía. Pues bien, Jesucristo
y los Apóstoles utilizaron y citaron los libros de la B. hebrea, considerándolos
«palabra de Dios» (Me 7,13; Rom 3,2) o de origen divino, con diversas fórmulas:
lo que «está escrito» o «se halla escrito» ha de verificarse (Mt 21,42;
26,24.31.54.56; Le 4,21; 18,31; lo 5,3439; etc.), «predijo el Espíritu por boca
de David» (Act 1,16; 3 ,18.21), «Dios que por sus profetas había prometido en
las santas Escrituras» (Rom 1,2), «bien habló el Espíritu Santo por el profeta
Isaías» (Act 28,25). Las citas explícitas que aparecen son de los libros
incluidos en la B. palestinense, de los libros protocanónicos, pero tomadas la
mayoría, en el N. T. escrito ya en griego, de la B. griega alejandrina de los
Setenta (v. vi, 2), que incluye también los deuterocanónicos, los cuales aunque
no se citan explícitamente son aludidos en diversas ocasiones.
La Iglesia, siguiendo ese uso apostólico y reconociendo su valor normativo,
recibió desde el principio como inspirados tanto a los libros protocanónicos
como a los deuterocanónicos. En el s. iv especialmente, algunos apologistas, en
polémica con los judíos que no aceptaban los libros deuterocanónicos, dejaron de
utilizar éstos o empezaron a distinguirlos de los protocanónicos. Después de un
cierto tiempo, ya en el s. vi se vuelve a la unánime aceptación del c.
alejandrino completo, como en los primeros tiempos de la Iglesia. Esta
unanimidad fue confirmada por la Iglesia en varias decisiones oficiales,
documentos o concilios, a partir ya de finales del s. iv, como, p. ej., el Conc.
de Hipona del a. 393 (Mansi 3,924), los Conc. III y IV de Cartago de los a. 397
y 419 (Denz.Sch. 186), el llamado Decreto de Dámaso o Gelasiano (a. 382?, cfr.
Denz.Sch. 179) o la epístola Consulenti tibi de Inocencio I del 405 (Denz.Sch.
213), y, finalmente, el Conc. de Florencia y el de Trento (Denz.Sch. 1335 y
1502).
2. Canon del Nuevo Testamento. a) Literatura cristiana primitiva. Pocos años
después de la muerte de Cristo surgieron ya intentos de escribir la vida y
doctrina del Señor.
Diversos autores formulan como hipótesis la posibilidad de que lo primero que
existieran fueran algunas colecciones de frases o dichos del Señor: aunque hay
indicios, no consta, sin embargo, con certeza su existencia. La tradición sitúa
también muy en los comienzos el evangelio arameo de Mateo (v.) traducido muy
pronto al griego y completado. Lucas en el prólogo de su Evangelio (Le 1,1)
menciona que existen varios intentos de narrar los hechos del Señor. Hacia el a.
51, S. Pablo escribe las dos Epístolas a los Tesalonicenses (v.), seguidas del
resto de sus Cartas, que acaban hacia el 67 con las llamadas Pastorales.
Entretanto, hacia el a. 70, aparecen en forma definitiva los Evangelios llamados
Sinópticos (Mt, Me. Le). Se completa la serie con los Hechos de los Apóstoles y
las Epístolas llamadas Católicas (Santiago, 1' y 2a de Pedro, la, 22 y 32 de
Juan, Judas). En el ambiente de las primeras persecuciones se redacta el
Apocalipsis de S. Juan. En este periodo de la primera generación cristiana
surgen también otros escritos tales como las epístolas de S. Clemente (v.), la
Didajé (v.), la epístola de Bernabé, etc. (v. PADRES APOSTÓLICOS). San Juan
compone hacia el año 100 su Evangelio. Junto a esta literatura pronto empieza a
pulular una abundante producción apócrifa y herética (v. APÓCRIFOS II) que
obliga a la Iglesia a señalar los límites de los escritos verdaderamente
sagrados e inspirados de la generación apostólica.
b) El canon. También aquí, como en Israel, encontramos, pues, una literatura
amplia, más extensa que la canónica, y el hecho de que la Iglesia distingue
entre unos y otros: recibiendo algunos como inspirados y distinguiéndolos
netamente de los demás. Esto se manifiesta al principio por la distinta manera
de citarlos o leerlos; luego, ante el difundirse de escritos apócrifos y
heréticos o ante el ataque a algunos libros por parte de herejes, como Marción
(v.), por la publicación de listas. La más antigua que poseemos es el famoso
Canon de Muratori (v.) de fines del s. u. Este documento divide la literatura
cristiana primitiva en cuatro series: la) Libros tenidos por todos como
sagrados, y corno tales leídos públicamente en las iglesias; en esta serie se
mencionan los 4 Evangelios, 13 Epístolas de S. Pablo (falta Heb), de las
Epístolas Católicas sólo 12 lo, Ids, probablemente 12 Pet, y el Apc; 2a) Libros
no tenidos par todos como sagrados y que, en consecuencia, no deben ser leídos
públicamente en las Iglesias (Apocalipsis de S. Pedro); 3a) Libros de lectura
privada, que no es lícito leer en las Iglesias (Pastor de Hermas); 4a) Libros
que la Iglesia no puede recibir (literatura apócrifa y gnóstica). A partir de
esta fecha, la historia de las declaraciones sobre el canon se puede reconstruir
de la siguiente manera:
En Occidente desde el año 200 se aceptan como inspirados: los 4 Evangelios, 13
Epístolas de S. Pablo (Heb no entra en el c. occidental hasta el a. 380), 1 Pet,
1 lo, se cita la 2 Pet y la 2 lo, pero no la 3 lo, y el Apc. La Epístola de
Santiago (Iac) era muy utilizada ya en el s. iI. Todo el c. del N. T. con sus 27
libros se menciona en el Decreto Gelasiano (a. 382?, Denz.Sch. 179), y en la
carta del papa Inocencio I del a. 405 (Denz.Sch. 213). Estos documentos habían
sido ya preparados por las decisiones de varios sínodos africanos: Hipona (393)
y Cartago (297 y 419), citados también antes. Las dudas de algunos eruditos como
S. jerónimo, quedan totalmente disipadas para el s. vi.
En Oriente. En la lista de Clemente de Alejandría (217) faltan Philm, Iac, 2 Pet
y 3 lo. En cuanto a Orígenes, aun cuando admite en principio la canonicidad de
todo el N. T., expresa sus reservas sobre Heb, 2 Pet, y 23 lo. El Apc nunca fue
discutido en Oriente hasta Dionisio de Alejandría que lo atribuyó a otro Juan,
distinto del Apóstol, para combatir al milenarismo (v.). En Alejandría en la
Epístola Pascual, XX-XIX, de S. Atanasio (367) aparece ya la lista completa de
los 27 libros. Más lento fue el reconocimiento en Antioquía y Siria, donde hasta
el s. vi no aparecen en las listas el Apc y cuatro de las Epístolas Católicas.
Estas dudas de la iglesia antioquena influyeron mucho en las demás iglesias
orientales (Asia Menor, Chipre, Palestina), de modo que hasta el concilio
llamado Trullano o Quinisexto (692) no se llegó en el Oriente a la unanimidad.
Los libros sobre los cuales se suscitaron dudas, tanto en Oriente como en
Occidente (Heb, Iac, 2 Pet, 23 lo, Ids, Apc) son llamados deuterocanónicos del
N. T.
c) Divergencias posteriores sobre la extensión del canon bíblico. Desde el s. VI
quedaba claramente determinado el c. del A. T. en el seno del Cristianismo; a
partir del mismo siglo se llega a la unanimidad sobre el c. del N. T. en
Occidente y en el s. vil en Oriente. Un replanteamiento de la extensión del c.
b. no se dio hasta el Humanismo, cuando Erasmo (v.) planteó la cuestión de los
deuterocanónicos, no porque dudara de su canonicidad e inspiración, que afirma,
sino porque vacila en aceptar que estén escritos por los mismos Apóstoles. Más
lejos fue el card. Cayetano (v.), el cual parece negar la inspiración de los
escritos no apostólicos. En los días de la Reforma (v.) prende por obra del
protestantismo el afán revisionista del c. b. En el año 1520, Carlostadio (v.)
propone el retorno al c. breve palestinense para el A. T. En cuanto a Lutero, en
un principio rechaza todos los deuterocanónicos del A. T. (excepto, quizá, 1
Mach); más tarde, acepta la doctrina de Carlostadio y en su traducción alemana
de la B. incluye los deuterocanónicos al final del A. T., a modo de apéndice con
el título de Apócrifos. Respecto del N. T., las doctrinas protestantes han sido
más discordantes. Lutero excluye del c. b. el Apc, Heb, Iac y Ids; Zwinglio (v.)
sólo rechaza el Apc; Ecolampadio, todos los deuterocanónicos. Los luteranos
adoptan la doctrina de M. Chemnitz, que rechaza todos los deuterocanónicos; pero
a partir del s. XVIII, principalmente por influencia del pietismo (v.), vuelven
a la praxis calvinista que aceptaba el c. católico íntegro. En cuanto a la
Iglesia rusa, el Santo Sínodo acordó en el s. xix que en los seminarios se
enseñara la doctrina de los protestantes respecto de los deuterocanónicos del A.
T. En la Iglesia griega, los teólogos en general se acercan a la misma doctrina.
d) La declaración del Conc. de Trento. El auténtico c. b. de la Iglesia, que se
encontraba ya recogido en los documentos que se han ido citando, fue expuesto de
manera más solemne en una profesión de fe, para los jacobitas, en el Conc. de
Florencia (4 feb. 1441; Denz.Sch. 1335). En el Conc. de Trento se planteaba de
nuevo el problema del c. b. En la IV sesión, el 8 abr. 1546, queriendo disipar
definitivamente todas las dudas al respecto, promulgó un decreto, de valor
dogmático definitorio, con la lista de los libros inspirados de la B. (Denz.Sch.
15021503), la misma del Conc. de Florencia, comprendiendo tanto los libros
llamados protocanónicos como los deuterocanónicos (véase dicha lista, c. b., en
el art. anterior, I, apartado 3). La definición de Trento puso fin a todas las
controversias entre los católicos; fue renovada en el Vaticano I (Denz.Sch.
3006, 3029).
B. Criteriología del canon. La canonicidad presupone la inspiración, desde un
punto de vista ontológico, y, desde una perspectiva gnoseológica, la
manifestación por Dios de esa inspiración a la Iglesia. El orden constitutivo
entre la Iglesia y el c. es pues el siguiente: Dios funda la Iglesia y la hace
partícipe de la verdad de la inspiración; la Iglesia recibe los libros
inspirados como un sagrado depósito transmitido por la tradición apostólica y,
asistida por el Espíritu Santo, declara autoritativamente frente al surgir de
vacilaciones y errores el canon bíblico proclamado y señalando la lista de los
libros de origen divino que le han sido entregados.
Esa conciencia de la Iglesia y el mismo planteamiento del tema fue negado por
los protestantes, que, al negar la asistencia del Espíritu Santo a la Iglesia y
su consiguiente infalibilidad (v.), se encontraron con el problema de cómo
justificar el canon. De ahí el tema de los criterios de canonicidad tal y como
se plantea desde entonces.
a) La criteriología del canon en el protestantismo. Al negar el criterio de
Tradición, los protestantes debieron buscar otros criterios; en la mayoría de
los casos, los que proponen son de orden subjetivo. Así, Lutero párete que daba
valor supremo de criterio al mensaje central de la justificación y la redención,
mientras Calvino se fijaba en el testimonio interno del Espíritu Santo (v. LIBRE
EXAMEN). Bien es verdad que las Confesiones de fe (v. CONFESIONALES, ESCRITOS
PROTESTANTES) completaron esa criteriología, incluyendo algunos criterios más
objetivos tales como el consentimiento y acuerdo general de lal Iglesias, pero
el criterio subjetivo del testimonio del Espíritu Santo en cada uno jugó siempre
papel preponderante. El que sistematizó en forma más completa la criteriología
del c. b. en el protestantismo conservador fue J. Gerhard; según él, el criterio
fundamental para los fieles creyentes es el testimonio interno del Espíritu
Santo, por el cual la Escritura se impone por sí misma al modo como los primeros
principios se imponen en el conocimiento racional; para los infieles contumaces
es para los que se hace necesario elaborar una criteriología desarrollada. Por
ello, distingue dos órdenes de criterios: unos internos y otros externos a la
misma Escritura. Los internos serían los valores supremos de la Escritura tales
como su antigüedad, la majestad de su doctrina, etc. Los externos serían: el
testimonio de la Iglesia, la prueba del martirio, etc. En un intento de buscar
criterios sólo objetivos, el teólogo J. David Michaélis (m. 1791) propuso el
carisma del apostolado como suficiente criterio de canonicidad e inspiración
para los libros del N. T. (Einleitung in die góttlichen Schriften des N. T., I,
§ 14), lo que le llevó a considerar inspirados sólo los escritos de los
Apóstoles.
b) Criteriología católica. En la teología católica la cuestión de los criterios
no ha tenido dificultades mayores en orden a su formulación: en efecto, está
claro que el criterio es la Tradición (v.) y el Magisterio (v.). Ahora bien, una
vez dicho eso puede suscitarse otra cuestión (que fue pronto abordada por los
tratadistas de apologética); esa cuestión es la siguiente: al cristiano le
constan cuáles son los libros sagrados por la declaración de la Iglesia; ahora
bien, como la canonicidad presupone la inspiración, ¿cómo le consta a la Iglesia
esa inspiración en la que basa sus declaraciones canónicas? El tema de la
criteriología tiene así un alcance radicalmente distinto del protestantismo: en
éste se trata de saber cuáles son los libros inspirados; en el catolicismo se
tiene conciencia de que eso ya se sabe (la Iglesia es infalible en sus
declaraciones) y se intenta sólo mostrar las vías por las que la Iglesia ha
llegado a ese saber.
El tema fue planteado con claridad durante la misma época del Conc. de Trento
por el obispo F. Sonnius (Demonstrationum Religionis Christianae ex Verbo Dei
Libri Tres, Amberes 155562), distinguiendo netamente los dos planos en que se
sitúan los criterios de inspiración y canonicidad. En primer lugar, los
criterios por los cuales la Iglesia primitiva distinguió el carácter inspirado
de la Escritura canónica; en segundo lugar, la regla de fe por la cual los
cristianos contemporáneos tienen certeza infalible de dicha inspiración. Según
él, la Iglesia primitiva siguió cuatro criterios fundamentales: 1° el magisterio
del Espíritu Santo, 20 la luz de la fe, 30 el testimonio divino de los milagros,
40 el consentimiento de la Iglesia. En cuanto a los fieles contemporáneos,
conocen dichas verdades por la proposición del Magisterio más los criterios de
la Iglesia primitiva, mediante los cuales disciernen la naturaleza de la misma
Iglesia y su poder de definir el c. (ib., cap. XII).
El sistema de Sonnius unía armónicamente los datos del tema. Pero en los siglos
posteriores especialmente por el endurecimiento de la polémica antiprotestante
su doctrina cayó en el olvido y se prestó atención sólo al valor infalible de la
regla de fe, descuidando la criteriología teológica que establecía las razones
en que se basaba aquélla. Pero no faltaron teólogos católicos que conservaron el
equilibrio de la mejor teología clásica, como los que, cuando Michaélis divulgó
su sistema del carisma apostólico, aceptaron algunos de sus puntos de vista
corregidos mediante el recurso al criterio de Tradición (p. ej., el jesuita
Scháffer, Institutiones Scripturisticae, Maguncia 1790). Sin embargo, la escuela
jesuita de Roma, a fines del s. xix (G. Perrone, C. P,assaglia, J. B. Franzelin,
etc.), en su crítica a Michaélis cayó tal vez en una excesiva simplificación
consistente en fa indistinción de las criteriologías dogmática y teológica,
planteando el tema de los criterios únicamente en el ámbito de la regla de fe.
No faltaron en la misma Roma teólogos independientes (P. Ubaldi) que
reaccionaron contra Franzelin y su escuela; pero la exposición franzeliniana se
difundió ampliamente merced a los manuales jesuitas, hasta hacerse casi
universal. A principios de siglo surgió una viva polémica entre el
neofranzeliniano Ch. Pesch y el apologista alemán P. Schanz, renovada treinta
años más tarde entre el lazarista G. M. Perrella y los dominicos S. M. Zarb y M.
J. Lagrange, sin que hasta el presente se haya avanzado gran cosa en el debate.
En la teología de mediados del s. XX se nota una tendencia a reconocer una
especial importancia al criterio de la apostolicidad entendida en sentido
amplio.
Resumiendo: En la línea de la criteriología dogmática, o de la regla de la fe,
es claro que la Tradición, definida por la Iglesia, es el criterio supremo e
infalible para que los fieles creyentes conozcan la inspiración y canonicidad de
los libros de la Biblia. Al analizar teológica o apologéticamente cómo esa
verdad definida está contenida en las fuentes o canales de la Revelación los
autores han propuesto diversas razones„ oscilando entre quienes afirman que el
único criterio es la tradición apostólica, que testifica que esos libros vienen
de Dios, y quienes por lo que se refiere al N. T. aluden además al origen
apostólico de los libros mismos, pero entendido en sentido matizado: origen
directo para los escritos ciertamente apostólicos, origen indirecto (vinculación
a una escuela apostólica, viri apostolici, como dice el Vaticano II, const. Dei
Verbum, n° 18) para los indirectamente apostólicos (Mc, Lc, Act, etc.). Para una
exposición más detenida, v. ni, 2. V. t.: Los artículos correspondientes a cada
uno de los libros de la B.; ANTIGUO TESTAMENTO; NUEVO TESTAMENTO.
A. M. ARTOLA ARBIZA.
BIBL.: 1. Enciclopedias y Diccionarios: F. VIGOUROUX, Canon des Écritures, en DB
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