BIBLIA. INSPIRACIÓN DIVINA DE LA


1. Noción y existencia de la inspiración. 2. Criterios para reconocer la inspiración. 3. Fuentes documentales que ilustran la fe cristiana en la existencia de libros inspirados. 4. Naturaleza de la inspiración bíblica. 5. Desarrollo histórico de la doctrina sobre la naturaleza de la inspiración (a. Antigüedad cristiana. b. Escolástica medieval. c. Santo Tomás de Aquino. d. La teoría de la causalidad instrumental. e. Noción de inspiración en S. Tomás. f. Cuestiones no tratadas en la doctrina tomista). 6. Síntesis doctrinal acerca de la naturaleza de la inspiración. 7. La inspiración activa. 8. La inspiración pasiva: a. Influjo divino en el intelecto. b. Influjo divino en la voluntad. c. Influjo inspirativo en las potencias ejecutivas. 9. La inspiración terminativa y extensión de la inspiración: a. Inspiración real. b. Inspiración verbal. 10. Nuevas cuestiones y perspectivas: a. La «tradicjón bíblica»: la Iglesia y la Biblia. b. La inspiración bíblica, conjunto de la inspiración pastoral, oratoria y escriturística. c. Inspiración y Tradición. d. Revelación e inspiración. 11. Otras cuestiones: a. El Espíritu Santo inspirador de la Escritura. b. Inspiración del ayudante o completadóres del hagiógrafo.
     

1. Noción y existencia de la inspiración. Pueden darse varias descripciones de la inspiración divina de la S. E., que siendo sustancialmente idénticas, subrayan uno u otro aspecto del tema o algunos de sus elementos constitutivos. Como una primera aproximación, podría decirse que la inspiración bíblica es un carisma sobrenatural, dado por Dios a ciertos hombres en el seno del Pueblo de Dios del A. y del N. T., para consignar por escrito, con validez general y pública, aquellos misterios de Dios y de su intervención en la historia de la salvación humana, que Dios ha querido que fuesen de ese modo entregados a su Iglesia, por causa de nuestra salud y santificación.
      La inspiración (i.) divina es, pues, el constitutivo necesario para que un libro forme parte de la Biblia (B.). La i. divina de un escrito es previa y necesaria para que ese escrito sea canónico, es decir, perteneciente a la B. (v. II). Metodológicamente, antes del estudio más hondo de la naturaleza de la i., es conveniente tratar de la cuestión previa de su existencia, es decir, de si existen libros inspirados, esto es, escritos no con las solas fuerzas humanas, sino mediante ese carisma sobrenatural que llamamos i.
      Consta documentalmente que, al menos desde los últimos siglos del A. T., en el pueblo de Israel se había recibido una colección de libros con el nombre de libros santos o Escritura Sagrada (cfr. 1 Mach 12,9; 2 Mach 8,23). En tiempo de Jesús, los escribas (v.) o doctores judíos reconocían pacífica y unánimemente un valor absoluto y sagrado a tales libros (v. 1, 2; II, A,i). En el uso litúrgico (ceremonias del Templo de Jerusalén y reuniones en las sinagogas) se leían, comentaban y veneraban tales libros, con inclusión de ritos purificatorios tras su lectura. Todo ello implica el reconocimiento de que tales libros tienen origen y carácter divinos. En cuanto a la tradición cristiana, ha sido unánime y constante, a través de toda la historia de la Iglesia, la confesión de la existencia de unos libros divinos y sagrados. La cadena de citaciones a este respecto sería casi interminable. Baste por ello aducir, a modo de ejemplo, un solo texto del Magisterio eclesiástico, a saber, uno de los cánones del conc. Vaticano I: «si alguien no recibiere como sagrados y canónicos los libros de la Sagrada Escritura, íntegros, con todas sus partes, según recensionó el Santo Concilio Tridentino, o negare que tales libros han sido divinamente inspirados, sea anatema» (cfr. Denz.Sch. 3029). Ello implica que la aceptación de la i. y carácter divino de los libros que integran la S. E., es una cuestión de f e divina y católica, es decir, parte integrante del dogma católico (v. t. II, A).
      Las declaraciones al respecto de la Tradición son tan constantes y numerosas, que nos eximimos de toda cita. Limitémonos a reproducir dos textos de la misma S. E.: «Toda Escritura divinamente inspirada (theopneustos) es útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia» (2 Tim 3,16). «Ninguna profecía de la Escritura es de interpretación particular, pues la profecía no ha sido proferida en los tiempos pasados por voluntad humana, antes bien, movidos por el Espíritu Santo, hablaron de parte de Dios los hombres» (2 Pet 1,2021).

2. Criterios para reconocer la inspiración. ¿Por qué medios, argumentos o criterios podemos establecer con certeza la existencia de tales libros inspirados? De lo que acabamos de decir surge espontáneamente la respuesta: en la multisecular y continua Tradición de la Iglesia (v.), instituida por Dios mismo, y por Él asistida, es donde consta indefectiblemente la fe en la existencia de tales libros.
      La cuestión de los criterios de inspiración surgió históricamente a raíz de la reforma protestante. Al no aceptar ésta el Magisterio de la Iglesia y al minimizar extremadamente el valor de la Sagrada Tradición (v.), para quedarse con la Scriptura sola, interpretada según el libre examen (v.), es como pudo plantearse el problema: ¿Cómo puede cada fiel estar seguro de encontrarse ante un escrito inspirado?
      Planteada así la cuestión, fuera de la Tradición y el Magisterio, los reformadores se vieron en la necesidad de buscar otros argumentos o criterios. Y adujeron principalmente tres clases de criterios: 1) Tomados de la índole de cada libro: sublimidad de su doctrina, «propensión hacia Cristo» (Lutero), unidad fundamental de su contenido. Pero este criterio es muy impreciso y vago; existen otros muchos libros, que no han sido especialmente inspirados por Dios, y que, sin embargo, contienen doctrina admirable. 2) Criterios tomados de los sentimientos que la lectura produce en el lector o auditor del escrito. Evidentemente este criterio está sometido a todos los fáciles engaños de la apreciación subjetiva. 3) La gracia del Espíritu Santo en el lector: este criterio, propuesto especialmente por Calvino, supone que el Espíritu Santo hace ver a cada fiel, le da una luz o gracia, para que sepa si el pasaje que lee es o no inspirado por Dios. Es evidente que Dios puede comunicar tales gracias cuando quiera, pero otra cosa es que se ponga como necesaria en cada caso tal gracia especial de Dios; no consta en la Revelación que Dios actúe así de modo ordinario; tal posición calvinista implica además gran subjetivismo y falta de sentido de la misión de la Iglesia. No es, pues, válido tampoco este criterio como norma genérica. 4) Criterios tomados de la persona del autor del libro: se exigía que fuera Profeta para los libros del A. T. y Apóstol para los del N. T. Este criterio tiene amplios fundamentos históricos y doctrinales, pues, de hecho, la mayor parte de los autores del N. T. fueron Apóstoles (excepto Marcos y Lucas) y buena parte de los del A. T. fueron Profetas; pero se le opone que una parte de los hagiógrafos del A. y del N. T. no fueron ni Profetas ni Apóstoles (en sentido estricto), es decir, el carisma inspirativo es distinto que el profético o el apostólico, aunque de hecho hayan confluido muchas veces en la misma persona.
      Intentados, con resultados no convincentes, todos estos criterios, queda como conclusión que el único criterio válido, con carácter de universalidad, claridad e infalibilidad, es el testimonio público de Dios, conservado en la rica y multisecular Tradición (v.) de la Iglesia, y formulado repetidas veces por el Magisterio (v.) eclesiástico. La Iglesia ha reconocido como sagrados los libros de la S. E. no tras investigaciones científicas, sino como manifestación y definición de la fe de ella misma, «porque, habiendo sido escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales (libros inspirados) han sido entregados a la Iglesia» (Vaticano I, Denz.Sch. 3006).
      La declaración de todos y cada uno de los libros que integran la S. E. constituye el canon bíblico (v. II). El criterio de i. y el de canonicidad se identifican: como enseñó el Conc. Vaticano I, ese criterio es sencilla y claramente que la Iglesia los ha recibido como inspirados, sagrados y canónicos. Como explica H. Zimmermann (Los métodos históricocríticos en el N. T., Madrid 1969, 18) «la fijación de la canonicidad presupone que se da Iglesia antes de * existir los escritos neotestamentarios y que el canon del N. T. se apoya por completo en la autoridad de la Iglesia...» (v. t. apartado 10).
      Un argumento de conveniencia para ilustrar este criterio se apoya en que, siendo la B. el depósito inspirado de la revelación escrita al que todo cristiano ha de prestar un asentimiento de fe sobrenatural, no debe implicar unas arduas investigaciones por parte de cada fiel; sería hacer muy difícil la regla de fe o conjunto de verdades necesarias para la salvación.
      En resumidas cuentas., la i. divina de todos y cada uno de los libros de la S. E. nos consta, a cada fiel, por el Magisterio (v.) de la Iglesia, que es de institución divina, y que enseña sencilla y claramente el contenido de la S. Tradición (v.), la cual, a su vez, es el reflejo de la Revelación pública divina (v. REVELACIÓN II y III).

3. Fuentes documentales que ilustran la fe cristiana en la existencia de libros inspirados. La presente cuestión se orienta a saber cuáles sean las fuentes documentales en las cuales la fe cristiana y el Magisterio de la Iglesia tienen unas razones de orden históricocrítico para fundamentar complementariamente la fe en la i. divina de la B. Sería imposible aquí recensionar las fuentes que ilustran la continua Tradición sobre la existencia de libros inspirados; forzosamente hemos de remitir a los grandes manuales y estudios específicos (v. bibl.). La conclusión que de tal encuesta resulta, podemos resumirla así: toda la S. Tradición de la Iglesia, contenida en los testimonios literarios de los Santos Padres, en los documentos del Magisterio eclesiástico desde los orígenes hasta nuestros días, en los teólogos y expositores de la fe cristiana de todos los siglos, así como en algunos textos de la misma S. E., etc., es unánimemente concorde en tener como cierto el hecho de la i. divina de unos libros determinados. Este hecho consiste esencial y nuclearmente en que ciertos libros han sido escritos por un especial y divino impulso que llamamos inspiración, que es peculiar y exclusivo de la S. E.
      Tal inspiración (i.) constituye a dichos libros en sagrados y divinos, en el sentido de que no han sido escritos con las solas fuerzas humanas, sino que tienen a Dios como autor principal, a Él se debe principalmente el origen e iniciación de los mismos, siendo también los autores humanos o hagiógrafos verdaderos autores de tales libros, pero de modo secundario y dependiente de Dios. Finalmente, tales libros inspirados de tal manera contienen y son la Palabra de Dios (v. PALABRA II) escrita en favor de los hombres (causa nostrae salutis, según fórmula de la const. Dei Verbum del conc. Vaticano II), que son fundamento perenne de la fe y de la doctrina cristiana.

4. Naturaleza de la inspiración bíblica. La teología cristiana, así como el Magisterio de la Iglesia, han ido precisando a lo largo de los siglos la naturaleza del factum inspirativo. De este modo, se ha ido acumulando un caudal de quaestiones en torno a la naturaleza de la i. bíblica que, a partir de la teología escolástica en el s. XIII, ha ido tomando la forma y la estructura de un verdadero tratado teológico dedicado a la explicación racional del hecho de la i.: análisis de sus elementos constitutivos, tanto por lo que mira a la i. como carisina (v.) sobrenatural, como por lo que atañe a la participación humana en la redacción de los libros; «efectos» de la inspiración, alcance o extensión del carisma, etc., para pasar después a la síntesis teológica de tales análisis. En una palabra, nos toca ahora abordar la cuestión de la naturaleza o esencia de la i. divina de la Biblia.
      Cuando hablamos de la i. bíblica, queremos significar un carisma divino por el que los autores del A. y del N. T. concibieron y redactaron los escritos bíblicos. Este carisma, según la doctrina católica, consiste fundamentalmente en que tales libros no han sido escritos con las solas fuerzas humanas, sino bajo la i. de Dios, al cual tienen por autor principal, mientras tienen como autores secundarios a los hagiógrafos respectivos. También pertenece a la doctrina católica la afirmación de que las diversas facultades anímicas de los hagiógrafos, toda su personalidad, han recibido el influjo carismático, elevando el ejercicio de tales facultades de modo conveniente para que el hagiógrafo sea fiel y apto instrumento de la revelación divina escrita; así como la advertencia de que esa elevación de las facultades anímicas presupone la actividad real y auténticamente humana de las mismas, no su destrucción o abstracción, y finalmente que el influjo divino en los hagiógrafos continúa mientras se verifica la redacción del libro, cesando cuando el escrito está terminado.
      A la fe católica, solamente pertenece per se la confesión o asentimiento del hecho de la i. en su expresión más sencilla y obvia: poco más o menos lo que se acaba de exponer. Por el contrario, las explicaciones teológicas, más o menos desarrolladas, del núcleo esencial constitutivo del hecho de la i. no pertenecen a la verdad de fe dogmática: caben pues diversos intentos explicativos, pero siempre que reflejen y respeten el hecho nuclear dogmático. En efecto, a lo largo de la historia se han dado explicaciones que implicaban una deformación sustancial del hecho de la i.; p. ej., las que reducían la intervención divina de tal modo que la S. E. vendría a ser un puro producto del pensamiento humano; o por el contrario, las que de tal modo reducían la participación de los hagiógrafos, que éstos ya no actuaban como personas humanas sino como instrumentos irracionales. Ambos extremos son incorrectos y los sistemas que los han propuesto, erróneos, incluso heréticos en cuanto impliquen la negación de los constitutivos esenciales de la naturaleza de la i. Por ello, el Magisterio de la Iglesia ha desautorizado o condenado, según la gravedad de los casos, algunas de esas explicaciones incorrectas.

5. Desarrollo histórico de la doctrina sobre la naturaleza de la inspiración: a. La antigüedad cristiana. El vocablo inspiración es un sustantivo abstracto (latín inspiratio, griego theopneustía) derivado del participio inspirado (inspiratus, theópneustós) empleado por S. Pablo en la 2 Tim 3,16 (pása grafé theópneustos: «toda escritura divina inspirada»). Con el sustantivo inspiración (theopneustía) se designa hoy este carisma, pero en la antigüedad cristiana, generalmente, sólo indicaba un aspecto del mismo, el de la acción pneumatológica divina en la mente del hagiógrafo. Pero el carisma tiene otros elementos constitutivos, como la participación del hagiógrafo en la operación literaria, su enmarcamiento en la vida de la Iglesia, etc. Teniendo en cuenta que la sistematización teológica de' los diversos aspectos y elementos constitutivos de la i. se ha ido desarrollando en el decurso de los siglos, no es de extrañar que cuanto más nos remontamos a los orígenes cristianos, las descripciones sean menos desarrolladas y complejas, hasta quedarnos con exposiciones desnudas del núcleo esencial de la fe.
      El contacto con la cultura helénica estimuló los primeros intentos cristianos de explicación de la realidad sobrenatural bíblica, y a veces proporcionó unas bases para la terminología. Los pensadores griegos habían ensayado antes una teorizacián de los fenómenos religiosos de los oráculos helenos (v. GRECIA VII); en general los autores (Plutarco, Platón, etc.) hablaban de posesión de los adivinos o mantes por el Dios; los mantes tenían sus visiones en estado de posesión divina (enthousiasmos), en medio de enajenación de los sentidos o locura divina (Theia manía); estas explicaciones tenían su motivación en los fenómenos extraños que se observaban en los adivinos en trance (v. ADIVINACIÓN I; ORÁCULO). Los escritores eclesiásticos antiguos, aunque formados culturalmente en el helenismo, se mantuvieron en posiciones muy sobrias, sin caer, por lo general, en los excesos de la filosofía de la religión griega; usaron una terminología parecida, pero cargándola de nuevos sentidos. Así, el adjetivo theópneustos, aplicado a escritores sagrados, designaba un estado especial por el que se daba una inhabitación del Espíritu de Dios que los hacía aptos para manifestar algo por escrito, de parte de Dios, sin que ello supusiera estado de insania o locura divina ni enajenación de los sentidos. A su vez, aplicado theópneustos al libro sacro, indicaba que éste había sido escrito bajo esa acción inspirativa divina. El fenómeno sobrenatural de la inspiración, como el de la profecía (v.) era, pues, explicado por la teología patrística como una actividad del Espíritu Santo en el hagiógrafo o profeta, pero sin entrar en complejos problemas psicológicos y teológicos.
      Hasta Montano (ca. 150; v.) los escritores cristianos habían comparado frecuentemente al hagiógrafo o profeta con un instrumento músico: aquéllos proferían sus palabras al ser insuflados, inspirados, por el Espíritu Santo. Las explicaciones pneumáticas de Montano en la línea de la filosofía griega de la religión volvieron más cautos a los escritores patrísticos en el uso de la metáfora, matizándola de modo que no se suprimiese como había hecho Montano la participación humana en el acto inspirativo. Por este camino fueron preparando las ideas básicas para la teología de la i., a saber: la teoría de la causalidad instrumental, y la idea de Dios y el hombre verdaderos autores conjuntos, principal y secundario respectivamente, de los libros sagrados. Sería muy larga la relación de escritos que van desarrollando estas bases teólógicas; por no citar sino a los más importantes autores, podría mencionarse a S. Gregorio Magno (v.), S. jerónimo (v.) y S. Agustín (v.) en Occidente; y a S. Ireneo (v.), Eusebio de Cesarea (v.) y S. Juan Crisóstomo (v.) en Oriénte; a ellos habría que añadir algunos escritos eclesiásticos como los Statuta Ecclesiae antiqua (v.).
      b. La escolástica medieval. La escolástica anterior al s. XIII hizo poco más. que recopilar y clasificar la herencia teológica de la antigüedad cristiana. Pero en las primeras décadas del s. xill se observa un rapidísimo y fecundo desarrollo teológico sobre nuestro tema. Incluso, los estudios históricos recientes muestran cómo, aproximadamente de 1230 a 1270, la teología de la i. experimenta el mayor desarrollo de su historia, prescindiendo de los tiempos apostólicos. Nombres como Guillermo Altisiodorense (m. ca. 123136), Guillermo de Auvernia (m. 1249; v.), Felipe Grevio (m. 1236), Alejandro de Hales (m. 1245; v.), y sobre todo, S. Buenaventura (m. 1274; v.), S. Alberto Magno (m. 1280; v.) y S. Tomás de Aquino (m. 1274; v.) van sumando sus esfuerzos hasta conseguir un tratado acerca de la profecía y la i., que es una verdadera obra maestra de especulación teológica. Aquí nos vamos a referir especialmente a S. Tomás, porque 61 recoge toda la tradición teológica anterior y construye la gran síntesis, no superada en profundidad y extensión hasta los tiempos modernos.
      c. Santo Tomás de Aquino. Como en general todos los escolásticos, Tomás de Aquino trató de lo que nosotros llamamos i. de la B., en sus tratados de prophetia. El Aquinate dejó dos completos: la quaestio 12, de Prophetia. de su obra Quaestiones disputatae de veritate (entre 1256 y 1259), y las quaestiones 171174 de la secundasecundde de la Summa Theologiae (entre 1270-1271). Además el cap. 154 del lib. III de la Summa contra gentes (hacia 1261-1264) constituye también un tratado, aunque más sucinto, sobre el tema. En muchos otros lugares, sobre todo en sus comentarios bíblicos, añade agudas observaciones. Se puede afirmar que S. Tomás hizo la síntesis armónica no sólo del legado de la tradición cristiana patrística y escolástica, sino también de las observaciones de la filosofía de la religión griega especialmente aristotélica y de los logros de los falásifa árabes y judíos medievales. Pero S. Tomás supera a todos sus predecesores griegos, musulmanes, judíos y cristianos no. sólo por su más alta sistematización, sino también por la mayor claridad de pensamiento, precisión de expresiones y sobria profundidad teológica. Hay que advertir, sin embargo, que la mayoría de los problemas que se plantean en torno a la naturaleza de la profecía y de la i., habían sido ya propuestos por los Santos Padres, los filósofos griegos, los tratadistas musulmanes y judíos, y los escolásticos cristianos que le habían precedido.
      El Aquinate, además de otros temas secundarios, se plantea, en mi opinión, los siguientes seis grandes problemas: 1) ¿A qué potencia anímica pertenece de modo eminente el fenómeno profético e (inspirativo)? 2) ¿Tiene sentido como fenómeno natural, o su esencia es netamente sobrenatural? 3) ¿El carisma inspirativo es permanente en vida del profeta o hagiógrafo, o se da per modum actus. es decir, es transeúnte? 4) ¿Se requieren especiales disposiciones naturales en el sujeto? 5) ¿Cuáles son los elementos esenciales en el proceso del conocimiento profético? 6) ¿Admite grados la profecía (e inspiración)?
      1) A la'primera pregunta responde que el carisma profético (e inspirativo) pertenece principalmente al conocimiento; tal posición le permite vertebrar el tratado de modo armónico, aunque en una perspectiva restringida, que dejará en penumbra otros aspectos. 2) Por lo que atañe al segundo problema, al abordar de pleno, ya en el De Veritate, el aprovechamiento y crítica de la doctrina arábigojudaica, hace una primera distinción entre profecía natural y sobrenatural; tal distinción, que tiene su precedente en S. Alberto Magno, no había sido, sin embargo, estructurada con toda claridad antes de S. Tomás. Con esta distinción consigue dar solución a buen número de problemas no resueltos hasta entonces; de ese modo aprovecha la doctrina semítica para aplicarla al primer tipo de profecía e i. y precisar, completar o refutar algunas sentencias de los musulmanes y hebreos, referentes a la naturaleza de la profecía e i. propiamente dicha, como fenómeno netamente sobrenatural. En la Summa Theologiae, el Aquinatense podrá ya demostrar que la profecía propia y verdadera es sólo la sobrenatural.
      Así construyó la primera teoría especulativa coherente sobre el modo de incidencia del lumen divinum en el proceso cognoscitivo de los profetas y escritores bíblicos. Con ello logró el Aquinatense una demostración, de perfecta factura teológica, acerca del origen sobrenatural del conocimiento proféticoinspirativo, y de la iniciativa divina en tales fenómenos religiosos.
      3 y 4) Una vez orientada la cuestión en tales perspectivas y aplicando con precisión la teoría de la causalidad instrumental, puede fácilmente responder el Aquinate al 3° problema, demostrando definitivamente ser el carisma profético de carácter transeúnte, no permanente de por vida, aunque permaneciendo en el profeta o hagiógrafo cierta habilitas (claro influjo de Avicena, v.) para revelaciones o i. posteriores, y resolviendo, ante el 4° problema, la absoluta libertad de Dios, cuya voluntad soberana no puede ser determinada por ninguna condición humana; por tanto, en definitiva, no se requieren tales condiciones especiales a natura (en contra de Maimónides, v., principalmente) en el sujeto que profetiza o escribe, pues Dios es libre y poderoso para crearlos o elevarlos convenientemente en cualquier momento.
      5) Como consecuencia de la tesis resolutiva del 1° y 2° de los problemas planteados, S. Tomás logra ahora separar, en el análisis del proceso del conocimiento profético y bíblico, los dos elementos fundamentales que lo integran: la repraesentatio specierum y el iudicium de speciebus repraesentatis. Tal análisis, que permanece sustancialmente vigente, podemos sintetizarlo así:
      Texto fundamental para esta cuestión es la Sum. Th. 22 q173 a2. Paralelos o relacionados con este texto son los de De Veritate, q12 a7; Contra gent., III, 154; Commentarium in 1 Cor, 14, lectio 1; Comm. in Isaiam, cap. 1. S. Tomás ilustra la explicación del proceso del conocimiento profético y bíblico por medio de la comparación con el proceso del conocimiento natural; en éste se han de distinguir dos fases: la «captación de las cosas» (acceptio rerum o repraesentatio specierum) y el «juicio» sobre los datos recogidos en el intelecto (iudicium de speciebus repraesentatis o de rebus acceptis). Aquí siguió Tomás los principios de la psicología aristotélica. La «captación de las cosas» puede hacerla el hombre por una triple vía: mediante los sentidos, por la imaginación, o por simple visión intelectual. El «juicio», en cambio, sólo se produce por una operación de ordenación, combinación y síntesis de la luz del intelecto sobre las species representada en el intelecto.
      Este análisis lo aplica S. Tomás al conocimiento de los profetas y hagiógrafos. En este conocimiento se confiere a la mente humana un algo que supera las fuerzas y facultades naturales. Este algo consiste en un lumen inteIlectuale, que se da en ambas fases del conocimiento (acceptio rerum y iudicium de acceptis); pero esencialmente es un lumen intellectuale ad iudicandum, de tal modo que quien sólo recibe ese lumen en la primera fase como, p. ej., Nabucodonosor, Faraón o Baltasar, pero no en el juicio sobre las cosas representadas, no es propiamente profeta. En cambio sí hay que considerar como verdadero profeta o hagiógrafo a quien ha recibido el lumen supernaturale, aunque sólo haya sido en la segunda fase o «juicio sobre las especies». Por ello, afirma Tomás, es auténtico profeta quien ha recibido esa luz divina para juzgar sobre aquellas cosas que otro ha visto (en la acceptio rerum) por influjo sobrenatural, o bien sobre las que el propio sujeto ha captado por medios naturales como fue el caso del patriarca José que supo interpretar, juzgar, el sueño del Faraón. Semejante análisis del conocimiento inspirativo con la distinción de las dos fases en el proceso, ha tenido fecundas consecuencias: entre ellas haber permitido analizar especulativamente el punto concreto en que radica el comienzo del influjo propiamente inspirativo divino en el entendimiento humano. Solamente es de la esencia del carisma inspirativo que incida el lumen divinum elevans en el iudicium de speciebus, no en la acceptio rerum.
    6) En cuanto al 6° problema, acerca de los grados de la profecía e i., S. Tomás es menos original. Acepta con ligeros matices algunas clasificaciones propuestas por sus predecesores, singularmente la de S. Isidoro de Sevilla y la de Maimónides. La investigación posterior tampoco ha dado importancia a esta cuestión, característica, por otro lado, de los gustos antiguos.
      d. La teoría de la causalidad instrumental. Como fundamento de la concepción y explicación teológicas de la i. bíblica, S. Tomás muestra tener en la mente la teoría de la causalidad instrumental. La aplicación de esta teoría le permite dar una concepción global coherente del carisma inspirativo y resolver satisfactoriamente los problemas planteados hasta su tiempo. Podemos decir que esta teoría es la base especulativa de la doctrina tomista sobre profecía e i. La noción de instrumentalidad aparece ya en la propia S. E., en los Santos Padres a través de comparaciones de los hagiógrafos con instrumentos músicos, en los antiguos documentos eclesiásticos y en teólogos anteriores al Aquinatense. Sin embargo, en todos esos escritos, la noción de instrumentalidad se usa en un sentido obvio y vulgar, sin llegar a constituir una verdadera teoría sistemática (v. CAUSA).
      El lugar de la Summa Teológica donde S. Tomás trata de la profecía incluida la i. bíblica es el relativo a las gracias gratis dadas (Sum. Th., 22 gql71178). Según el Aquinatense estas gracias se refieren bien al conocimiento (profecía e i., ggl71174, y rapto, 8175), bien a la «locución» (glosolalia, gl76, y gracia del discurso, 8177), bien a la actuación (el milagro, 8178). A estos tres géneros de gracias gratis dadas es común la circunstancia de que el sujeto receptor se convierte en instrumento divino (homo fit instrumentum Dei, cfr. Sum. Th., 22 gl73 a4; gl77 al; gl78 al adl). La noción de causalidad instrumental subyace en todo el tratado de las gracias gratis dadas, aunque expresamente no es invocada sino raras veces. ¿Qué entiende Tomás por instrumentalidad? Distingue en el instrumento, una doble actividad o virtus: la propia del instrumento, que le corresponde según su propia «forma», como, p. ej., al hacha le corresponde cortar en razón de su propio filo; y la actividad o virtud instrumental, según la cual el instrumento opera no en virtud propia, sino en virtud del agente principal que lo emplea para la acción, como, p. ej., cuando un leñador maneja el hacha. En otras palabras: la acción total del instrumento, el hacha, p. ej., viene constituida por su propia acción (cortar) y por la acción que el leñador le imprime al manejarlo (acción instrumental); de aquí que el efecto total, el opus artes, deba atribuirse todo 61 principalmente al agente, pero secundariamente, también todo él al instrumento, que, sin embargo, sólo actúa sub motione artificis (cfr., Sum. Th., 3 q62 al c y ad2; Contra gent. II1,70).
      La acción total, opus artis, está configurada, pues, no sólo por el agente principal, sino también por las cualidades propias del instrumento. Tanto el agente como el instrumento han intervenido en toda la operación y han dejado su huella o impronta en la acción y en el producto de ésta. Trasladando la teoría a los casos en que el instrumento es libre e inteligente (el hombre), y el agente principal es Dios, tenemos una cooperación análoga, aunque elevada a un plano superior. Aplicada la teoría a la i. bíblica y a la profecía, las coríclusiones analógicas son sumamente importantes: el producto de la acción conjunta, el libro sagrado, se ha de atribuir, todo él y todas sus partes, principalmente a Dios, agente principal, pero también todo él y todas sus partes, secundariamente al escritor sagrado como instrumento movido por el agente principal. En el libro se han plasmado las huellas de la virtus propria del instrumento, al par que las de la actio instrumentales. Del mismo modo, en el proceso de ejecución la virtus propria del instrumento no ha dejado de actuar, según su propia virtualidad, pero movida ésta, elevada, por el agente principal, Dios. No existe parte de la acción conjunta ni de la obra realizada que pertenezca exclusivamente al agente, Dios, o al instrumento, hagiógrafo, sino que acción y producto son simultáneamente, aunque de distinto modo y orden, producidos por la acción conjunta de Dios y del hagiógrafo.
      e. Noción de inspiración en S. Tomás. La recopilación de todos los elementos esenciales de la doctrina de S. Tomás podría darnos la siguiente noción: La i. bíblica es un carisma sobrenatural, de carácter transeúnte y gratuito, por el cual Dios usa al hagiógrafo como instrumento vivo y libre, para comunicar por escrito, sin error, aquellas verdades que el hagiógrafo lea conocido por revelación divina a él dirigida, o por el propio esfuerzo y razón, o porque otros se lo enseñaron, pero acerca de las cuales, ayudada su mente por una luz sobrenatural, el hagiógrafo juzga con la certeza de la divina verdad.
      f. Cuestiones no tratadas en la doctrina tomista. El Aquinatense, al llevar la i. bíblica a la esfera del conocimiento, concentró la cuestión en su aspecto nocional y cognoscitivo. Con arreglo a la problemática de su tiempo no se podía hacer otra cosa, y ya fue un paso gigantesco la síntesis tomista en esa dirección. En los siglos que siguieron, la doctrina católica fue enriqueciéndose, con la especulación sobre el proceso del carisma de la i. desde el estadio del conocimiento del hagiógrafo hasta la consideración del libro sagrado escrito y terminado. En concreto, la teología escolástica de la i. fue ampliando su campo de visión a la esfera de la voluntad primero y de la psicología del escritor después. Posteriormente, en los s. xvii a xvru, al desarrollarse las cuestiones y la temática apologética, y al tener lugar un fuerte avance de las ciencias naturales e históricas, que llevaron a una confrontación de los resultados de esas ciencias con las afirmaciones bíblicas que rozaban con ella, se estudió con detalle el tema de la veracidad y santidad bíblicas (v. v). Finalmente, en el s. XX, al surgir diversas hipótesis sobre posibles sucesivas redacciones de algunos libros se ha planteado la cuestión de las relaciones entre inspiración y tradición. Centrémonos de momento en el primer punto, que es el que se refiere directamente al tema del proceso de la inspiración como carisma del hagiógrafo.
      En primer lugar, la teología católica postridentina abordó la cuestión de la moción divina de la voluntad del hagiógrafo. La sola iluminación de la mente no basta para garantizar que había escrito «todo y sólo aquello que Dios quería comunicar por escrito». Es preciso que la voluntad humana sea movida a escribir. La corriente tomista aplicó la teoría de la causalidad instrumental, completándola con la de la premoción física: Dios mueve, con acción eficaz, irresistible, al mismo tiempo que sin destruir el libre albedrío, la voluntad del hagiógrafo; se trata de una moción física en el ámbito metafísico, pero aplicada no a un cuerpo inerte, sino a una voluntad libre e inteligente. La escuela tomista de los tiempos postridentinos explicaba de ese modo que es necesaria una garantía de la buena voluntad del hagiógrafo, de su fidelidad a la Palabra de Dios, para exigirnos un asentimiento de fe (v.), individual y colectivo. Pues bien, según la corriente tomista común hoy en teología católica para garantía de la verdad divina transmitida por el hagiógrafo, es necesaria tal premoción física de la voluntad del escritor sagrado.
      Autores no tomistas sólo exigían una moción moral de la voluntad. Con ello querían evitar el problema de la libertad humana que, según ellos, quedaba malparada con la teoría de la premoción física. Pero esta segunda explicación no acaba de resolver la cuestión de la garantía de fidelidad de las palabras del hagiógrafo, ni simultáneamente, el cumplimiento de la voluntad de Dios: teóricamente al menos, una moción moral puede ser falible, ineficaz; entonces no se ve cómo puede exigirse al hombre un asentimiento de fe a una palabra expresada humanamente, cuya fidelidad a la palabra divina no está suficientemente garantizada. Históricamente, la explicación tomista fue ganando terreno hasta que, a partir de la época de León XIII fue adoptada por el Magisterio eclesiástico como la más coherente; son muy expresivas las palabras de León XIII en su enc. Providentissimus Deus (1893): «Porque Él de tal manera los excitó y movió (a los hagiógrafos) en su influjo sobrenatural..., que ellos concibieran rectamente todo y sólo lo que Él quería, y lo quisieran fielmente escribir, y lo expresaran aptamente con verdad infalible: de otra manera, Él no sería autor de toda la Sagrada Escritura» (S. Muñoz Iglesias, Documentos Bíblicos, no 121).
      Una de las últimas frases de esa encíclica contempla otra de las cuestiones en su tiempo ya importantes y no suficientemente consideradas en la antigüedad: la apta expresión por escrito de lo que la mente del hagiógrafo ha concebido y que su voluntad está decidida a exponer. Se entraba con ello en la llamada elevación de las facultades ejecutivas concernientes al proceso de expresión escrita, que años más tarde se trataría en conexión con la investigación acerca de la psicología del escritor. Los postulados aquí se orientan a la exigencia de continuidad del influjo divino inspirativo hasta que el escrito sagrado alcance su definitiva redacción. De este modo se tiene la garantía, no sólo de la recta concepción de la verdad sobrenatural por parte del hagiógrafo y de la voluntad de éste de querer rectamente expresar esa verdad, sino además la otra garantía de que el escrito sagrado, merced al influjo divino, expresa aptamente esa verdad que Dios quería transmitirnos en expresiones del lenguaje sometido a los condicionamientos de tiempo y cultura y a la limitación humana.
      Finalmente, la última frase del pasaje transcrito de la Providentissimus Deus hace referencia a otra de las perspectivas fundamentales de la doctrina cristiana sobre la i.: la noción de Dios autor de la S. E. Esta noción también queda ilustrada por la teoría de la causalidad instrumental. Pero el concepto de Dios autor de la B. aparece en la literatura cristiana mucho antes que los escolásticos aplicaran, de modo reflejo, la mencionada teoría al tema de la inspiración. La expresión Deus auctor se encuentra por primera vez en los Statuta Ecclesiae Antigua (s. v; v.) que prescriben que el obispo consagrando confiese que Dios es autor del N. y del A. T. (cfr. EB, n° 23). La fórmula surgió frente a los errores gnósticos: fue frecuente, en efecto, entre los cristianos gnostizantes por influjo del dualismo la idea de que frente al N. T., de origen divino, el A. T. tenía en cambio un origen demoniaco. De la larga pugna de los escritores cristianos contra el gnosticismo (v.), el sentido de auctor, un tanto amplio en la lengua latina (productor, ef fector, progenitor...) se fue concretando en la significación de scriptor, autor literario, aunque no necesariamente de modo material, sino con la utilización instrumental del hagiógrafo. De todo ello se deduce que el sentido de Deus auctor en los Statuta Ecclesiae Antigua es el de autor literario, como en adelante se ha entendido en la tradición eclesiástica. En esta línea se sitúan las explicaciones de los escolásticos, que distinguen con claridad un doble y verdadero auctor, divino y humano en la S. E.: así se afirma que «el autor principal de la Escritura es el Espíritu Santo, mientras el autor instrumental fue el hombre» (Sto. Tomás, Quodlibetum XII, a14 ad5; cfr. Prolog. in Ps; Comment. in Matth., 10,20; Comment in Ad Hebr., 3,7).

6. Síntesis doctrinal acerca de la naturaleza de la inspiración. El núcleo dogmático puede enunciarse y ser delimitado con cierta brevedad: Los libros de la S. E., a diferencia de los demás libros, se caracterizan por haber sido escritos gracias a un influjo sobrenatural, que llamamos i. divina, la cual, incidiendo sobre los autores humanos de tales libros, ha operado la circunstancia de que la B. sea una obra literaria que tiene a Dios y al hombre conjuntamente como verdaderos autores, Dios como autor principal, el hombre como autor auxiliar o instrumental; esta acción conjunta divinohumana garantiza el origen divino de la B. y su verdad en orden a nuestra salvación.
      Pertenece al trabajo teológico dar explicación de tal acción conjunta divinohumana, penetrar en el modo del influjo inspirativo, extraer los efectos y consecuencias para la fe y la vida cristiana, y desarrollar y explicitar todas las virtualidades contenidas en el fenómeno y realidad divinohumana de los libros inspirados. Y ello bajo la guía del Magisterio, al que compete mantener la doctrina dogmática sobre el núcleo esencial del hecho de la i., exponer su contenido, defender la doctrina frente a explicaciones menos felices o erróneas, o incluso condenar las sentencias que nieguen explícita o implícitamente tal núcleo esencial y, finalmente, orientar y promover los estudios teológicos.
      Tenidos en cuenta los testimonios de la propia B. y de la Tradición de la Iglesia, así como todo el trabajo teológico de los siglos precedentes, en la actualidad la noción de la divina i. de la S. E. se determina conjugando los cinco aspectos principales siguientes: 1) la noción de theopneustia (inspiratio divina); 2) la idea de autor; 3) la teoría de la causalidad instrumental; 4) los estudios críticos acerca de la formación de los escritos bíblicos; 5) la inserción de la S. E. en la Historia viva de la salvación. Haremos una exposición de la doctrina católica sobre la i. bíblica tal como comúnmente se concibe hoy. Dificultad expositiva es la imposibilidad de mostrar simultáneamente esos cinco aspectos. Por lo que se refiere al Magisterio eclesiástico, hay que tener en cuenta sobre todo los siguientes documentos: Conc. Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, sobre la divina Revelación (1965); Pontificia Comisión Bíblica, Instrucción sobre la veracidad histórica de los Evangelios (1964); Pío XII, Enc. Humani Generis, sobre las relaciones entre la Revelación y la Ciencia (1950); Pontificia Comisión Bíblica, Carta al Arzobispo de París, Card. Suhard, sobre el carácter histórico de los 11 primeros capítulos del Génesis (1948); Pío XII, Enc. Divino Af flante Spiritu, sobre diversos aspectos de la ordenación y orientación de los estudios bíblicos (1943); Benedicto XV, Enc. Spiritus Paraclitus, sobre algunos puntos controvertidos acerca de la doctrina sobre la S. E. (1920); S. Pío X, Enc. Pascendi, sobre las doctrinas modernistas (1907); S. Congr. de la Fe, Decr. Lamentabili, sobre los principales errores del modernismo (1907); León XIII, Enc. Provindentissimus Deus, acerca de la ordenación de los estudios bíblicos y de los puntos más importantes sobre la i. de la S. E. (1893); Conc. Vaticano I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la Revelación divina (1870).
      Toda la tradición eclesiástica concuerda en confesar un positivo influjo divino en los autores humanos de la B. El Vaticano 1 resumió esta doctrina al decir que todos los libros del A. T. y del N. T. íntegros, con todas sus partes auténticas, deben ser recibidos como sagrados «porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor». De la misma Tradición consta que la afirmación «Dios es autor de la S. E.», no ha de entenderse sólo en el sentido de que Él quiso que fuese escrita la B., sino que se ocupó, intervino en el proceso de redacción de los libros desde su comienzo hasta su final, de modo que los escritos sagrados contuvieran lo que Él quiso y como Él quiso, atendidas siempre las condiciones y limitaciones concretas humanas de los hagiógrafos. De este modo Dios es verdadero autor literario de la B., y autor principal, juntamente con el hombre, autor auxiliar. Este planteamiento acabado de exponer, con todos sus elementos, pertenece a la enseñanza común de la Iglesia Católica.
      A su vez, es doctrina común en teología católica que los hagiógrafos han sido instrumentos vivos, libres y racionales, movidos por Dios para la redacción de los libros sagrados. El influjo sobrenatural que Dios ejerce en el hagiógrafo es explicado por la teología basada en la fe. Tal estudio no pertenece directamente a la confesión de la fe, sino a su explicación. Las cuestiones teológicas que se plantean acerca de la naturaleza del influjo divino inspirativo, puede reducirse a las tres siguientes: 1) Mediante qué operaciones actúa Dios en los hagiógrafos, para que éstos, a su vez, operen como instrumentos de Dios en la redacción de los libros. 2) Qué proceso puede tener en la persona del hagiógrafo, en sus facultades, el influjo divino. 3) De qué modo y con qué huellas pueden apreciarse en los libros de la S. E. la acción propia divina y la acción propia humana. En la investigación de estas cuestiones se contempla la i. desde tres perspectivas: 1) Como acción de Dios ad extra, es decir, no inmanente a las tres divinas personas, sino proyectada fuera de la divinidad: es lo que se llama comúnmente inspiración activa. 2) En cuanto que tal acción divina se recibe en la persona del hagiógrafo: inspiración pasiva. 3) Y, finalmente, en cuanto que se contempla plasmada en lit obra producida o libros santos: inspiración terminativa.

7. Inspiración activa. La i. activa, que por parte del principio, Dios, no se distingue realmente de la misma esencia divina, por parte del término en el que se recibe, se dice que excita o mueve al hagiógrafo: es moción dinámica, acción transeúnte, que se ordena a la redacción del libro. La Teología clasifica la i. bíblica entre los dones carismáticos sobrenaturales (o gratiae gratis datae, en la terminología de S. Tomás), que se confieren directamente (in recto) para la salud y santificación del Pueblo de Dios, y sólo secundariamente (in obliquo) para la santificación de la persona agraciada con el don. En ello se distingue de la gracia santificante (v. GRACIA SOBRENATURAL), aunque, generalmente, consta que los hagiógrafos han sido hombres que alcanzaron gran santidad de vida. Algunos teólogos han puesto en relación el carisma inspirativo con las gracias actuales, en cuanto que en ambos casos se dan transitoriamente (per modum actus, no per modum habitus), pero a ello puede oponerse que la i. no se confiere, al menos in recto, al aumento de la caridad, sino a la elevación de la mente, moción de la voluntad y asistencia de las demás facultades en orden a la transmisión del mensaje divino. Estamos más bien en el campo de los carismas (v.).

8. Inspiración pasiva. Así se designa el carisma inspirativo en cuanto es recibido por el hagiógrafo. Según la enseñanza tradicional, resumida por León XIII en la enc. Providentissimus Deus, la i., pasivamente considerada. comporta tres acciones divinas en el hagiógrafo: ilustración de la mente; moción de la voluntad para que se determine, libremente, a poner por escrito el mensaje divino concebido en su mente; asistencia en las facultades ejecutivas relacionadas con el arte de la creación literaria. Veamos estos tres aspectos.
      a. Influjo divino en el intelecto. Dios ilustra, aplica y eleva el intelecto del hagiógrafo para que entienda el mensaje divino que debe transmitir. Según los principios de la filosofía tomista, en todo acto cognoscitivo pueden distinguirse dos fases: la adquisición de las especies inteligibles (repraesentatio specierum) y el juicio sobre las especies recibidas (iudicium de speciebus vel repraesentatis). Ambas fases en el proceso del conocimiento natural (v. CONOCIMIENTO I), se producen con solas las fuerzas y facultades humanas naturales; pero cuando se trata de los escritores de la B., se requiere que ambas fases, o al menos la segunda se verifique bajo el influjo y dependencia de Dios.
      Así, pues, Dios debe aplicar el intelecto del hagiógrafo para adquirir las especies. Estas especies o formas inteligibles son recibidas en el intelecto: a) por medio de los sentidos; b) por vía imaginativa, bien como nuevas representaciones en la imaginación o sin nueva representación, sacándolas de la memoria; e) por vía directamente intelectual, por medio de combinación y ordenación de especies ya antes adquiridas. En todo caso, estas operaciones son un presupuesto previo y no constituyen todavía formalmente el juicio. El intelecto del hagiógrafo, en esta primera fase actúa aplicado por Dios y, en cuanto sea necesario ayudado, por asistencia natural, o bien sobrenatural, cuando el caso lo requiera. La naturaleza de la i., pues, no exige de suyo necesariamente y siempre que Dios infunda nuevas especies en el intelecto del hagiógrafo en la primera fase del conocimiento (acceptio rerum). Pero tampoco excluye esa posibilidad que, de facto, se ha debido producir algunas veces, p. ej., en ciertas profecías mesiánicas del A. T. En resumen, en la fase primera del proceso cognoscitivo, el hagiógrafo bíblico no se encuentra ya estrictamente en las mismas condiciones que los escritores comunes, sino que para esta labor previa es «ayudado por el hálito de la divina inspiración, por medio del cual para la elección... de los documentos se encuentra inmune de todo error» (Pío XII, enc. Httmani generis).
      En cambio, en la segunda fase del conocimiento (v. juicio, Filosofía), es absolutamente necesario que Dios aplique y eleve el intelecto del hagiógrafo para que éste forme el juicio sobre las especies de cualquier modo adquiridas (iudicium de rebus acceptis). Este acto de juzgar constituye un elemento esencial y formal en la redacción del libro sagrado. No basta para tal juicio inspirativo que Dios ayude al hagiógrafo con una luz meramente natural; sino que Dios influye de tal manera en el hagiógrafo, que éste, de modo subordinado, forma como un solo principio de acción con Él; ello se verifica por medio de un lumen, una luz sobrenatural, que es elemento principal y primario de la i. De otro modo Dios no sería verdadero autor de la B. Hay que evitar, sin embargo, toda explicación que desconozca la verdadera intelección del hagiógrafo (reduciendo a éste a algo así como un amanuense que escribiera al dictado mecánico de Dios): en este último extremo tampoco el hagiógrafo sería verdadero autor del libro sagrado.
      Se han preguntado los teólogos en qué consiste el lumen o luz divina ilustrativa. Algunos lo comparan con el lumen gloriae, mediante el cual la facultad intelectiva del alma es hecha apta para contemplar y conocer la esencia divina (v. CIELO III, 4 B). S. Tomás había considerado tal lumen a partir de sus efectos: por medio de él la mente del hagiógrafo «es elevada para percibir las cosas divinas» (Sum. Th., 22 g171 al ad4); «es robustecida para juzgar de modo sobrenatural» (De Veritate, ql2 a7), o «según la certeza de la verdad divina» (Sum. Th., 22 gl74 a2 ad3). La opinión común es que el lumen inspirativo concede al intelecto mayor capacidad para conocer las cosas divinas, de modo semejante a como con el lumen gloriae el alma es robustecida en su capacidad de conocimiento de Dios; en ambos casos, el lumen divino pone como en luz más clara el objeto de conocimiento.
      En definitiva, sea cual fuere el análisis especulativo, los libros sagrados expresan el mensaje revelado con la certidumbre de la verdad divina. Pero no es necesario que el hagiógrafo sea plenamente consciente de actuar bajo el lumen divino; éste, como en general la gracia, no es objeto normalmente de percepción humana, a no ser que una nueva gracia, distinta, venga al hombre para hacerle precisamente consciente de que ha sido objeto de concesión de la gracia anterior. Por regla general (que admite excepciones), en el carisma inspirativo el hombre no es claramente consciente del beneficio divino y tan sólo barrunta algo de él por los efectosque produce en él; pero no es el propio recipiendiario el que está constituido en juez de su propia gracia, sino la Iglesia. Del mismo modo que ocurre con la gracia (v.) santificante, el sujeto no conoce su propia santidad, sino que es la Iglesia quien tiene el carisma de reconocer la santidad de vida del sujeto. Así, pues, sólo la Iglesia posee el carisma. de reconocimiento o discreción de la existencia de la i. divina en los concretos escritores y escritos sagrados. Recuérdese aquí lo dicho acerca de los criterios de i. (v. 2).
      S. Tomás no distinguió más fases en el proceso del juicio (v.) intelectivo. Pero los autores posteriores suelen distinguir un juicio especulativo o teorético, al que asignan un contenido semejante al iudicium de speciebus repraesentatis del que hemos hablado, y otro juicio práctico, cuya operación sería juzgar sobre el modo concreto práctico de expresar por escrito la verdad que ha sido captada en el juicio teorético. Si se admite, con la mayoría de los tratadistas, este análisis, se hace necesario el influjo sobrenatural inspirativo en esta fase del juicio práctico, como exigencia de veracidad del escrito sagrado y de la condición de Dios como autor de la B. Tal influjo sobrenatural en el juicio práctico debe producirse con determinación interna e infalible en la mente del hagiógrafo, no siendo suficientes los alicientes meramente externos (como pudieran ser, p. ej., las peticiones de ciertos cristianos de Roma a S. Marcos, para que escribiese el Evangelio, según hablan algunas tradiciones, aun cuando tales peticiones hubieran sido movidas por el Espíritu Santo). En conclusión, si se admite, con la mayoría de los áutores, la distinción entre juicio especulativo y práctico, habrá que postular para ambas fases del juicio del hagiógrafo el influjo divino sobrenatural, para que la B. esté verdaderamente inspirada por Dios y le tenga por verdadero autor principal.
      b. Influjo divino en la voluntad del hagiógrafo. Además del influjo en el intelecto del hagiógrafo, hay que considerar la moción divina de su voluntad. Según palabras de León XIII en la enc. Providentissimús Deus: «Con fuerza sobrenatural de tal modo los movió (Dios a los hagiógrafos bíblicos) a escribir aquellas cosas que Él mismo quiso... que quisieran ellos escribirlas fielmente».
      Los escritores antiguos apenas hablaron de esta moción de la voluntad, pero evidentemente la suponen. La especulación posterior insistió en la necesidad de considerar tal moción, entre otras ,cosas, debido a las circunstancias en que vivieron los hagiógrafos y profetas y a la distinción, según la psicología tradicional, entre la facultad intelectual y la volitiva. Según los principios de tal psicología, se hace necesario, para explicar la naturaleza del carisma bíblico, afirmar el influjo o moción de la voluntad, de modo paralelo a como se había postulado la ilustración sobrenatural del intelecto. En cuanto a razones dogmáticas, es también evidente que siendo la S. E. la expresión escrita de la voluntad de Dios, a la cual debemos prestar un asentimiento absoluto de fe, debemos tener la garantía de que los hagiógrafos nos han dicho fielmente lo que Dios quería decirnos, sin que motivaciones de otros órdenes hayan podido alterar el contenido de la B. En otras palabras, necesitamos la garantía divina de que los hagiógrafos, ni por temor, pusilanimidad, etc., hayan alterado el mensaje divino de que eran portadores. En resumen, la moción sobrenatural de lá voluntad del hagiógrafo pertenece a la explicación idónea y necesaria del dogma de la¡. de la S. E., según consta en la doctrina tradicional, incluso expresamente en algunos de los documentos del Magisterio.
      En cuanto a la explicación teológica de tal moción divina, los autores católicos difieren en sus opiniones, a tenor de los principios filosóficos y teológicos que se apliquen, salvada siempre la cuestión esencial: el hecho o existencia de tal moción. Fundamentalmente se han dado dos tipos de explicación: la llamada tomista basada en los principios de Sto. Tomás, y la que, con unas u otras matizaciones, se basa en la teoría de la llamada ciencia media.
      Según la primera tendencia hoy común en teología católica, para que podamos tener garantía absoluta de la sinceridad de los hagiógrafos, es necesario que Dios haya movido infaliblemente su voluntad mediante la llamada moción o premoción física, entendiendo por tal, no la mera presentación de alicientes, etc. (moción moral que obra desde el exterior del sujeto que va a actuar), sino una acción en el interior de la propia voluntad. Así, Dios mueve f ísicarnente la voluntad del hagiógrafo a tal o cual acción escriturística, la única dificultad en esta explicación es cómo puede mantenerse libre la voluntad del hagiógrafo: aquí se entra en la célebre cuestión del libre albedrío que tanto estudió la Teología del Renacimiento (v. BÁÑEZ:; MOLINA). Los tomistas responden a esta aporía en el sentido de que Dios es el único que mueve física e infaliblemente sin coartar la libertad humana. Esta respuesta tiene sólidas apoyaturas en la misma S. E., en la experiencia de los místicos y en la especulación teológica; es claro, no obstante, que existe una zona misteriosa del actuar divino en este punto que difícilmente es explicable de modo apodíctico por los argumentos racionales. No podemos decir que esta explicación pertenezca a la esencia del dogma de la i. bíblica, pero sí que es la explicación más idónea hasta ahora.
      La otra explicación, menos concluyente y común, sostiene, en resumen, que Dios, por la llamada ciencia media, conoce precisamente las reacciones de la libre voluntad humana, y excita a ésta moralmente para que cumpla lo indicado por Dios; esa voluntad divina se cumple en la voluntad del hagiógrafo, porque Dios ha previsto y seleccionado a aquellos hagiógrafos que iban a cumplir su divina voluntad. Con esta explicación moral, la corriente molinista (v. MOLINA) ha querido salvar la libertad del hagiógrafo, según ellos no suficientemente garantizada por la explicación tomista. Pero esta segunda explicación. tiene a su vez la dificultad de no salvar suficien temente la soberana y libre voluntad divina, que se vería de algún modo determinada por la libertad humana: Dios no podría escoger libremente a los hagiógrafos, sino sólo a aquellos que pl viese querrán someterse a sus designios; en última instancia, Dios quedaría determinado por el hombre, lo cual, así expuesto, no podría admitirse.
      c. Influjo inspirativo en las facultades ejecutivas. En teología moderna se ha ido abriendo paso, hasta hacerse doctrina común, para completar la explicación de la íntima naturaleza de la i. bíblica, que es necesario postular una asistencia sobrenatural en las facultades del hagiógrafo que concurren a la acción de redactar el libro sacro. Esta asistencia se concibe como distinta y complementaria del influjo ilustrativo de la mente y de la moción de la voluntad. La asistencia divina a las facultades ejecutivas acaece durante todo el tiempo en que se está realizando el trabajo literario, cesando en el momento en que el libro está acabado.
      Los modernos estudios sobre la psicología del escritor enseñan que quienes intentan dar forma literaria a su pensamiento encuentran con frecuencia notables dificultades para conseguir expresar por escrito lo que ya han concebido en la mente; se trata de las propias limitaciones del lenguaje y de la expresión literaria. Ya León XIII en la Providentissimus Deus se refirió a estos aspectos cuando, describiendo la naturaleza de la i., decía que el Espíritu Santo asistió (adstitit) a los escritores sagrados de manera que pudieran expresar aptamente la infalible verdad (apte inf allibili veritate exprimerent). La existencia de tal asistencia divina no ofrece hoy dudas a los tratadistas; el principio «Dios verdadero autor principal de la Escritura» parece obviamente exigir la asistencia de que venimos hablando. De todos modos, la investigación teológica en este punto está todavía a comienzos y las diversas opiniones de los autores no han adquirido aún el valor de enseñanza común.
      En resumen, el influjo divino se ejerce en toda la personalidad del haglógrafo: por tanto, no puede ser reducido a unas cuantas facultades, sino a todas las esferas del ser humano, de modo que la obra resultante, el escrito sagrado, tenga como verdaderos autores conjuntos a Dios y al hagiógrafo, según las características de que hemos hablado.

9. Inspiración terminativa y extensión de la inspiración. Ya dijimos que la i. bíblica puede ser considerada terminative, es decir, en cuanto que sus efectos aparecen en el libro sagrado, término, desde ciertos respectos, de la acción inspirativa. Pero un libro no puede existir como tal sin los signos externos: palabras, frases, figuras literarias, etc. Es precisamente mediante esos signos o elementos del lenguaje escrito como se expresa el contenido conceptual. La cuestión es ésta: en la propia B., puesto que tanto Dios como el hagiógrafo, y también de algún modo la Iglesia, son verdaderos autores, ¿puede distinguirse lo que debe atribuirse peculiarmente a cada uno de ellos? O dicho de otro modo, la acción divina inspirativa, ¿se extiende a todas las partes del escrito sagrado, o sólo a algunas de ellas o de sus elementos? Advirtamos que cuando aquí hablamos de extensión de la i., tomamos dicha extensión no en su sentido extrínseco (qué libros en concreto pertenecen a la S. E.; para ello v. ii), sino en sentido intrínseco: nos preguntamos si todos los elementos internos que se encuentran en los libros sagrados, caen dentro del influjo divino inspirativo.
      La respuesta obvia, y comúnmente admitida en teología católica, es afirmativa: de la naturaleza de la divina i. se deduce que todos los elementos internos que constituyen el libro sagrado no han sido incluidos en él de manera ajena a dicha i., sino que ésta se extiende a todos los elementos constitutivos del libro. A partir de los principios tomistas, tal respuesta afirmativa aparece como obligada; especialmente se impone esta conclusión al aceptar la aplicación de la teoría de la causalidad instrumental a la explicación de la naturaleza de la i. Pero esta sentencia, hoy comunísima, no fue tan claramente percibida, sobre todo en los s. XVIII y XIX.
      Los elementos internos que constituyen todo libro son de dos clases: materiales y formales. Se incluyen entre los primeros los signos gráficos de la escritura, papel, tinta y forma externa del libro, etc. La cuestión no versa evidentemente sobre estos elementos, sino sobre los formales, que son, principalmente, los conceptos, los vocablos no materialmente considerados y los nexos gramaticales, que relacionan unos vocablos con otros; por medio de todos ellos se expresan los conceptos y juicios, se construye, en una palabra, todo el contenido ideológico del escrito. Los tratadistas, con el fin de conseguir una simplificación, han restringido la cuestión a dos elementos principales: los conceptos y los vocablos. De aquí que hayan surgido las dos partes de la cuestión: a) La i. divina de la S. E., ¿se extiende a todos los conceptos pensamientos contenidos en la B.? Este tema se suele llamar inspiración real (de las cosas), b) La i., ¿se extiende igualmente a todos los vocablos contenidos en la B. (se entiende en sus textos originales, no en las traducciones)? A este tema se le llama inspiración verbal (de las palabras).
      a. Inspiración real. Aquí hay que evitar un error, en el que de cuando en cuando han incidido algunos escritores a partir del s. XVII. Consiste en restringir de una u otra manera y por una u otra causa el ámbito de la i. divina de la B. a sólo los pasajes que tratan directamente de argumento religioso, bien sea dogmático o moral. Que se sepa, el primer católico que incidió en esta restricción ilegítima fue Enrique Holden (1652). En el s. XIX, al arrecia los ataques de los racionalistas contra la veracidad e inerrancia bíblica (v. v), algunos católicos volvieron teórica o prácticamente a recurrir, por fines apologéticos, a la indicada restricción, dejando fuera del influjo inspirativo los pasajes relativos a fenómenos de la naturaleza o a acontecimientos de la historia y cultura humanas. Así A. Rohlin (1872), P. Lenormant (1880), S. di Bartolo (1890). Muy ingeniosa fue la teoría del card. J. H. Newmann (v.) en 1884, según la cual, en la B. se mencionan como de paso, sin intención especial del hagiógrafo, buen número de cosas que no caen propiamente bajo la i. divina; estas cosas, que no tienen importancia alguna para la doctrina religiosa, existen en los libros sagrados quasi obiter dicta, según expresión del mismo Newmann (p. ej., que el perro de Tobías movía la ola, Tob 11,9; o que Pablo se dejó la capa en Troade, en casa de Carpo, 2 Tim 4,13; o que de Nabucodonosor se diga haber sido rey de Nínive, Idt 1,5). Todas esas sentencias, incluida la del card. Newmann, suponen una pérdida del sentido tradicional de la naturaleza de la i. de la B. e implican error en el contenido de la fe de la Iglesia, aunque sus autores incidieran en 61 movidos de la mejor intención.
      Por estas causas, el Magisterio de la Iglesia, acudió, a partir de la Providentissimus Deus, a exponer el verdadero sentido de la fe. La enseñanza de los últimos Pontífices (León XIII, S. Pío X, Benedicto XV y Pío XII) puede resumirse diciendo que es ilegítimo restringir la i. divina de la B. a sólo aquellos pasajes que tratan de fe y costumbres, y que, por consiguiente, son equivocadas las sentencias que admiten error en los pasajes que no tratan de argumento directa y estrictamente dogmático o moral. La razón teológica de esta enseñanza radica en la naturaleza de la i. divina de la S. E. Aplicando la teoría de la causalidad instrumental a la explicación del carisma inspirativo, es claro que el efecto resultante de la interacción divinohumana debe atribuirse todo 61 a ambos autores; el escrito resultante, el libro sagrado, pertenece todo él a Dios y a los autores humanos, sin que, por tanto, pueda decirse que una parte es debida a Dios y otra a los hagiógrafos. Todos los elementos formales que integran el escrito sagrado no son ni meramente divinos, ni meramente humanos, sino simultánea y conjuntamente divinohumanos. Por tanto, no puede haber en los escritos sagrados, pasajes que hayan sido escritos con sola la intervención humana, sea cual fuere su contenido y género. Igualmente se clarifica la enseñanza del Magisterio, considerando la i. desde el punto de vista del autor. Ya dijimos cómo es constante en la doctrina cristiana la enseñanza de que Dios es autor de la B.; la const. Dei Verbum del conc. Vaticano II dice expresamente que Dios y los hagiógrafos bíblicos son verdaderos autores, y todo ello en el sentido de ser autores de todos y cada uno de los párrafos auténticos de la B., no en el que unos sean autores de unas partes y otros de otras. En conclusión, la doctrina católica acerca de la extensión de la i. confiesa que todos los pasajes auténticos de la S. E., cualquiera que sea su contenido y género, caen dentro de la i. divina (v. t. v).
      b. Inspiración verbal. Que cada una de las palabras que componen el texto bíblico original ha sido escrita bajo el influjo de la i. divina, fue una sentencia universal y pacíficamente admitida hasta fines del s. xvi. El primer autor de cierto relieve que puso reparos graves a tal sentencia parece haber sido Leonhard Lessio S. J. (1586; v.), que escribió: «Para que algo sea Escritura Sagrada, no es necesario que cada una de sus palabras haya sido inspirada por el Espíritu Santo». Por el mismo tiempo (1584), Domingo Báñez O. P. (v.) mantenía en cambio extremosamente la sentencia tradicional: «El Espíritu Santo no sólo inspiró las cosas contenidas en la Escritura, sino que cada una de las palabras con las cuales se han expresado esas cosas, las dictó y las sugirió (dictavit atque suggessit) ». Estas posiciones contradictorias, sustentadas respectivamente por teólogos eminentes dentro de dos escuelas teológicas de la época, ocasionaron que otros muchos autores se alinearan en una u otra posición. Aparte de la ocasión de esta controversia BáñezLessio, la cuestión de la i. verbal tomó cuerpo de los todavía incipientes estudios de crítica literaria. Se observaba que las mismas cosas e ideas se expresaban a veces de distintas maneras, lengua, estilo, etc., según los diversos escritores sagrados. Se preguntó entonces cómo estas divergencias peculiaridades de cada hagiógrafo se conjugaban con la naturaleza de la i. y con la idea de Dios autor de la B. Hoy, sid embargo, teólogos y Magisterio enseñan que todas y cada una de las palabras que componen el texto original de la S. E. han sido escritas bajo el influjo divino inspirativo.
      Aquí, como en la i. real, las razones teológicas que ilustran ésta doctrina de la Iglesia se basan principalmente en la explicación y concepto tradicional de la i., en la idea de Dios autor de la S. E. y en la aplicación de la teoría de la causalidad instrumental. En efecto, según los principios tomistas, el instrumentohagiógrafo, autor secundario de la S. E., es elevado por Dios, causa principal, autor primario, de modo que aquél obra según su propia virtualidad, pero bajo la moción divina (cfr. Sum. Th. 3 q62 al c ad2). Por tanto, el producto, el libro sagrado, todo él y cada una de sus partes, incluidas las palabras, es efecto de la acción instrumental del hagiógrafo movida por la acción elevante divina. Aunque un hagiógrafo use términos distintos que otro para expresar la misma idea, esos términos concretos y peculiares, que están en consonancia con sus personales cualidades, no han sido escritos sin el influjo divino. Con esta explicación sé compagina aptamente la afirmación tradicional del Magisterio de que Dios es autor de toda la S. E., de la cual son responsables conjuntamente Dios y el hagiógrafo. Las imperfecciones de estilo, expresión, etc., que se encuentran en los libros sagrados proceden de la admirable condescendencia (synkatábasis, que ya explicaba S. Juan Crisóstomo), por la cual Dios ha querido hablar a los hombres en la B. a la manera que éstos suelen hacerlo, adaptándose a las categorías culturales, temperamentos, etc., de los hagiógrafos, y a semejanza de como el Verbo Encarnado asumió la naturaleza humana con sus limitaciones, excepto el pecado (v. t. v).
      En resumen, la teoría de la causalidad instrumental explica aptamente la cuestión de la i. verbal de la B., de modo que, tras las encíclicas de los últimos Pontífices, puede calificarse no sólo como probable sino comunísima o incluso cierta teológicamente; aunque no haya sido declarada de fide tenenda, puesto que el objeto de las definiciones de fe no son per se las explicaciones de la íntima naturaleza de las verdades dogmáticas y morales, sino los núcleos esenciales de los artículos de fe, y la señalización de los peligros y proscripción de aquellas explicaciones que o no son aptas o desfiguran la naturaleza de la fe.

10. Inspiración y tradición bíblica. Hemos considerado hasta aquí la i. en su momento propio y formal: la acción de Dios en el hagiógrafo, iluminando su inteligencia, moviendo su voluntad y asistiendo a sus potencias, para que exprese y escriba lo que Dios quiere eficazmente transmitirnos. La i. es, decíamos, un carisma transeúnte. una luz y moción divinas concedidas en el periodo de tiempo que dura la tarea de escribir. Es obvio que esos momentos de escritura están precedidos de toda una historia, tanto personal como colectiva (en el sentido de historia de la revelación) personal, porque el hagiógrafo es un hombre con un lenguaje, una cultura, una manera de expresarse, unos hábitos que Dios va a aprovechar, elevándolos, a la hora de moverlo a escribir la obra que quiere inspirar (y que tal vez haya ido procurando fomentar, con su providencia, hasta formar un instrumento apto); colectiva, porque, según la economía o disposición que Dios ha seguido, la Revelación no se inicia con un acto de escritura, sino que viene precedida de una tradición, a veces larga, en la cual está inserto y en la que ha sido formado el hagiógrafo. Vamos a desarrollar este último punto, intentando precisar las relaciones entre Revelación, transmisión de la palabra revelada, inspiración.
      a) Revelación y Tradición. En el inicio de todo está la Revelación (v.), es decir, ;el acto por el que Dios se comunica a un hombre. Dios ha procedido en su Revelación interviniendo en la historia de una manera activa, es decir, no se ha limitado a dirigirse a un hombre comunicándole algunas verdades, sino que ha unido a su palabra su acción. Puede decirse que la Revelación implica el acontecimiento, el hecho salvífico, y la Palabra de Dios: «... por la revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigo, movido por su gran amor y mora con ellos para invitarlos a la comunicación consigo, y recibirlos en su compañía.
      Este plan de la revelación se realiza con palabras y gestos, intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas» (Const. Dei Verbum, n° 2).
      De ese proceso, el momento formalmente revelador es la palabra divina: el conocimiento recibido por el hombre gracias al cual comprende el sentido de los acontecimientos y recibe las verdades, promesas, etc., que Dios le quiere comunicar. Sin esa palabra, los acontecimientos permanecerían ciegos y no comprenderíamos sus sentidos. La teología ha procurado analizar la naturaleza de ese momento formal de la Revelación poniendo de manifiesto que se trata de una elevación de la potencia intelectiva de aquel a quien Dios se dirige en virtud de la que percibe las realidades que Dios quiere comunicarle, al mismo tiempo que tiene la certeza del origen divino de la palabra que recibe (v. REVELACIÓN II, 1, 1). En la Revelación el hombre es receptor, y en ese sentido pasivo; lo que, obviamente, no quiere decir que no haga nada, ya que ese recibir la palabra divina es, en él, un auténtico conocer.
      Esas palabras recibidas de Dios engendran en el hombre una nueva vida. Aquel a quien Dios ha hablado no queda indiferente, sino que vuelve sobre la palabra divina para penetrar en ella, edifica sobre las promesas de Dios su vida y sus acciones, procura juzgar a su luz el resto de los acontecimientos... De otra parte, la Revelación no tiene por destinatario sólo aquel a quien primeramente Dios ha hablado, sino que, a través de él, se dirige a otros hombres y, en última instancia, a la humanidad entera. Así el hombre que ha recibido la palabra divina se siente impulsado a comunicarla a otros: Abraham la comunicó a su hijo Isaac, éste a sus descendientes y así de generación en generación. En esa transmisión cada uno se esforzaría por expresar con fidelidad lo recibido, perfilando la forma de expresión y la terminología, etc. De este modo se creaba un ambiente y un ámbito que facilitaba la recepción de revelaciones posteriores. Ya que no lo olvidemos Dios ha querido revelarse de manera progresiva, de forma que sus primeras intervenciones anuncian otras posteriores que las irán completando.
      Es claro que ese proceso en virtud del cual la Revelación ya hecha va siendo transmitida no ocurre al margen del querer de Dios, sino que es objeto de una especialísima providencia divina: Dios se comunica a un hombre para, a través de él, comunicarse a la humanidad; el proceso de transmisión forma parte, intrínsecamente, de la Revelación tal y como Dios la quiere. Por eso si, para referirnos al acto por el que Dios habla a un hombre comunicándole las verdades y promesas religiosas que quiere manifestar, utilizamos el vocablo de Revelación, para referirnos al proceso de transmisión, en cuanto que efecto de esa especial providencia divina, debemos usar otros vocablos, como, p. ej., los de asistencia o inspiración.
      b) La inspiración bíblica, conjunto de la inspiración pastoral, oratoria y escriturísticd. Para esbozar con más detalle el proceso de tradición, y la asistencia o acción divina que supone, conviene apuntar algunos rasgos. Señalemos en primer lugar que la Revelación, a la vez que una comunicación divina, es un mandato: con su palabra reveladora, Dios interviene para llamar al hombre y conferirle una misión en orden a la realización de ese designio que acaba de revelar. Y así, Dios le dijo a Abraham: «sal de Ur a donde yo te mostraré» (cfr. Gen 12,1; 15,7): el patriarca se pone en marcha, Dios le sale al paso, le habla, le manda, detiene su brazo... Es el Espíritu de Dios quien irrumpe en el hombre para que éste se ponga en acción; así a los Patriarcas, a Moisés, a los jueces de las tribus, a los Reyes de Israel, a los Profetas, a los Apóstoles de Jesús. Dios les inspira para la acción. Es lo que algún autor moderno propone llamar inspiración pastoral (cfr. P. Benoit, Inspiración y Revelación, «Concilium» 10, 1965, 1718); mediante ella Dios dirige a los pastores del Pueblo elegido, de la Iglesia de Jesucristo y, mediante ellos, la historia sagrada.
      Pero el mismo Espíritu de Dios impulsa también a hablar. Los Profetas, los Apóstoles y de modo eminente Jesucristo, son los mensajeros de la Palabra de Dios: predican o testimonian la salvación mesiánica; explican las acciones salvíficas, los acontecimientos (pasados, presentes o futuros). Jesucristo, que es el principal mensajero de esa Palabra, porque Él mismo es la Palabra de Dios encarnada, «comenzó a hacer y a enseñar» (polein te kal didáskein, Act 1,1). Esta inspiración oral acompaña y completa la i. pastoral. Su sentido es claro: como ya decíamos antes, la Revelación implica un acto de conocimiento (y no una mera experiencia ciega, como pensó el protestantismo liberal y las corrientes de pensamiento que entroncan con él o, en líneas generales, con el agnosticismo, v.), y, por tanto, implica desde el primer momento la presencia de conceptos, nociones, etc., en la mente de aquel a quien Dios ha hablado; pero una cosa es conocer algo, y otra conseguir expresarlo con claridad y exactitud. De ahí que Dios asista a aquellos a quienes se ha revelado, a fin de que expresen y transmitan fielmente lo que han recibido.
      Pero la palabra adquiere una especial firmeza cuando se pone por escrito. Era natural que el pueblo depositario de la Revelación tendiera a condensarla, a cristalizarla en unos escritos. Pues bien, Dios no quiso que eso se produjera en virtud de las meras fuerzas humanas (lo que hubiera podido hacer surgir en las generaciones posteriores la duda sobre la veracidad de lo escrito), sino que intervino de una manera sobrenatural con el carisma de la i. en su sentido más pleno y propio. Ya hemos expuesto suficientemente cómo esta afirmación es una verdad de fe, creída siempre y definida repetidas veces por el Magisterio de la Iglesia. Hasta ahora hemos llamado i. bíblica a este impulso, iluminación, moción y asistencia para escribir los libros santos; P. Benoit propone llamarla inspiración escriturística (o. c., 21), para distinguirla de la bíblica, como una parte respecto del todo. Según esa terminología, la i. escriturística se sitúa en un gran conjunto inspirativo del que ella forma parte al lado y como consecuencia de las i. pastoral y oratoria, constituyendo las tres el conjunto de la inspiración bíblica.
      c) Conclusión. En los párrafos anteriores queda precisado el lugar que ocupa la i. bíblica propiamente dicha (o i. escriturística, si seguimos la terminología de Benoit) en el conjunto del proceso de transmisión de la Revelación. Completemos la exposición con dos observaciones: la Toda teoría o exposición que aísla la i. escriturística, o acción de Dios en el hagiógrafo en el momento de escribir, de sus preparaciones, también ocurridas bajo la asistencia o inspiración de Dios, desvirtúa la posición que en el plan divino ocupa la S. E. Puede decirse que ese desenraizamiento de la Escritura lo hicieron en diversas épocas algunas escuelas rabínicas hebreas respecto de la Tóráh (v. LEY VII, 3) y algunas confesiones protestantes respecto de toda la B. Al intentar exaltar la B., por un camino incorrecto, lo que obtuvieron fue erradicarla del suelo en que había nacido, exponiéndose así a privarla de savia, a convertirla en letra muerta (como ocurrió en algunos representantes del farisaísmo), o al menos, a hacer difícil su intelección o a colocar su lectura bajo el signo del subjetivismo de una supuesta inspiración privada de aquel que lee (como ocurre en el protestantismo: v. I, 10). La i. del hagiógrafo no es un carisma concedido por Dios a un individuo aislado, sino una acción divina ejercida sobre un individuo que vive en el interior de una tradición marcada por la Revelación divina y que ha procedido a todo lo largo de su historia a impulsos del Espíritu Santo. Por eso cuando Israel, y luego la Iglesia, definieron un escrito como inspirado por Dios y sagrado (canonicidad: v. II), no recibieron un libro que les fuera ajeno, sino algo que lo reconocían como suyo, porque en él resonaba la misma voz de Dios de la que ellos ya vivían. Todo lo cual, por otra parte, pone de manifiesto la hondura que tiene la afirmación católica según la cual la Iglesia es el «intérprete auténtico de la Escritura» (v. I, 56), puesto que es en ella donde ha nacido: la Escritura, nacida en el interior de la Tradición, debe, en el interior de esa misma Tradición, ser interpretada. Sobre las relaciones entre Escritura y Tradición v. la Const. Dei Verbum, 910, así como la voz TRADICIÓN.
      2a Pero, al mismo tiempo que se afirma ese contexto en el que se produce la aparición de los libros inspirados, debe subrayarse con claridad la peculiaridad de la i. en sentido propio, es decir, del carisma por el que Dios dirige al hagiógrafo en el momento de escribir y en virtud del cual Dios mismo debe ser reconocido como autor principal de los libros escritos y éstos como auténtica Palabra de Dios. Los libros que componen la B. presuponen toda la tradición y no deben jamás ser separados de ella; pero al mismo tiempo implican un momento de especial intervención divina que ha movido a los hagiógrafos para que la palabra que Él nos dirigía quedara condensada precisamente del modo y la manera como en esos libros se expresa, de forma que tenemos la garantía de que en ellos se recoge «fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en ellos para salvación nuestra» (Const. Dei Verbum, 11). La veneración constante con que los ha rodeado la Iglesia, así como su continuo referirse y remitirse a ellos, es reflejo de esa realidad. Los manuales de la primera mitad del s. XX que, al tratar de la i. se limitaban a hablar de la acción divina en el hagiógrafo, han podido a veces pecar de un cierto abstractismo (no refiriéndose apenas a la historia que precede a cada uno, etc.), pero en la medida en que se negaban a subsumir la i. en una genérica asistencia de Dios a Israel y la Iglesia, defendían el genuino dogma cristiano sobre las S. E. Digamos, por eso, y ya al nivel del proceder de la exégesis bíblica (v.), que es perfectamente legítimo intentar estudiar la posible historia redaccional de un texto, ya que ello puede contribuir a su mejor intelección, pero que no debe procederse nunca como si el texto careciera de sustantividad y fuera la mera condensación humana de experiencias y hechos precedentes, como si eso fuera lo que realmente importara. El texto bíblico, tal y como ha llegado a nosotros, es fruto de un designio especial de Dios y tiene un valor sustantivo.

11. Otras cuestiones: a. Del Espíritu Santo inspirador de la Escritura. Desde la antigüedad la i. de la S. E. se atribuye de modo especial al Espíritu Santo. Las fórmulas son varias: «el Espíritu Santo habló por boca de los profetas»; «por el Espíritu Santo inspirante han sido escritos los libros sagrados» (conc. Vaticano I); «el Espíritu Santo dictó las Escrituras», etc. Enseña la fe que todas las operaciones ad extra de Dios (operaciones no inmanentes a la deidad, operaciones que se proyectan fuera de Dios) son comunes a las tres divinas Personas. Desde este aspecto, la i. de la B. ha de atribuirse a la Trinidad. Ahora bien, ello no obsta para que algunas acciones ad extra se atribuyan de modo especial a alguna de las Personas divinas, sin que ello contradiga la atribución genérica a Dios. Tal es el caso de la atribución de la inspiración bíblica a la tercera Persona trinitaria (V. DIOS IV, 12., TRINIDAD, SANTÍSIMA; ESPÍRITU SANTO).
      Esta atribución, por lo demás, se apoya claramente en algunos textos del N. T.: «Ninguna profecía de la Escritura es de interpretación particular, pues la profecía no ha sido proferida en los tiempos pasados por voluntad humana, antes bien, movidos por el Espíritu Santo, hablaron de parte de Dios los hombres» (2 Pet 1,2021). «Toda escritura divinamente inspirada (theópneustós) (es) útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia» (2 Tim 3,16).
      b. Inspiración de los ayudantes o completadores del hagiógrafo. En algunos escritos bíblicos parece que el hagiógrafo se valió de algún ayudante: así S. Pablo, según estiman algunos críticos, se valió de un redactor para la carta a los Hebreos (v.) (Pablo habría expuesto el contenido y el redactor habría expresado, con su propio estilo, vocabulario, etc., las ideas que Pablo quería decir). Algo parecido, aunque en menor grado debió ocurrir con la epístola a los Romanos (v.), dictada a su discípulo Tercio (aquí Tercio se habría reducido casi a escribir al dictado). Finalmente, muchos críticos deducen del análisis literario, que el final del Evangelio de S. Marcos (v.) (Mc 16,920), es adición posterior al texto primitivo; adición que pudo no ser original del propio Marcos; algo parecido opinan muchos críticos que debió pasar con el cap. 21 del Evangelio de S. Juan (v.), que pudo ser añadido posteriormente por el mismo evangelista o por alguno de sus discípulos. En todo caso, está fuera de toda duda que los finales mencionados de los Evangelios de Marcos y de Juan son verdaderamente inspirados y canónicos.
      La cuestión es, pues: ,¿Qué hay que decir de la i. divina de estos posibles colaboradores (redactores, secretarios, adicionadores) de los libros sagrados? En todos estos casos hay que atenerse a este principio general: la i. divina de la S. E. se da primariamente por causa del libro (como vehículo de revelación) no por causa del hagiógrafo. Por tanto, de algún modo se da no sólo al hagiógra£o bíblico, sino también, en su caso, a aquellas otras personas que hayan colaborado con 61 directamente y no de un modo meramente material (como los simples amanuenses) para la redacción del libro sagrado. Por tanto, hay que admitir que si en algunos casos han colaborado redactores o adicionadores, éstos han participado del carisma de la i., no en razón de sí mismos, sino en razón de la ayuda y colaboración inteligente prestada al hagiógrafo.
     
     

 

J. M. CASCIARO RAMÍREZ.

 

BIBL.: Documentos de la Iglesia: CONC. VATICANO II, COnSt. dogmática Dei Verbum, sobre la divina Revelación (18 nov. 1965); Pío XII, Ene. Divino afflante Spiritu (30 sept. 1943), AAS 35 (1943) 297326; BENEDICTO XV, Ene. Spiritus Paraclitus (15 sept. 1920), AAS 12 (1920) 385422; S. Pío X, Ene. Pascendi, sobre el modernismo (8 sept. 1907), Denz.Sch. 34903491; íD, Decr. Lamentabili, de la S.. C. del Santo Oficio, sobre los errores modernistas (3 jul. 1907); Denz.Sch. 34013466; LEóN XIII, Ene. Providentissimus Deus (18 nov. 1893), Denz.Sch. 32803294; CONC. VATICANO I, Const. dogmática Dei Filius (24 abr. 1870), Denz.Sch. 3006,3007,3029; S. MUÑOZ IGLESIAS, Documentos bíblicos, Madrid 1955.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991


     

 

J. M. CASCIARO RAMÍREZ.

BIBL.: Documentos de la Iglesia: CONO. VATICANO II, COnSt. dogmática Dei Verbum, sobre la divina Revelación (18 nov. 1965); Pío XII, Ene. Divino afflante Spiritu (30 sept. 1943), AAS 35 (1943) 297326; BENEDICTO XV, Ene. Spiritus Paraclitus (15 sept. 1920), AAS 12 (1920) 385422; S. Pío X, Ene. Pascendi, sobre el modernismo (8 sept. 1907), Denz.Sch. 34903491; íD, Decr. Lamentabili, de la S.. C. del Santo Oficio, sobre los errores modernistas (3 jul. 1907); Denz.Sch. 34013466; LEóN XIII, Ene. Providentissimus Deus (18 nov. 1893), Denz.Sch. 32803294; CONC. VATICANO I, Const. dogmática Dei Filius (24 abr. 1870), Denz.Sch. 3006,3007,3029; S. MUÑOZ IGLESIAS, Documentos bíblicos, Madrid 1955.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991