AUTORIDAD
TEOLOGIA MORAL.
1. Naturaleza. Desde el punto de
vista de la Teología moral a. es el derecho de mandar, el derecho de determinar la conducta de los demás
imponiéndoles un deber de conciencia y exigiendo, por tanto, una
adhesión moral y personal. Juan XXIII define la a. como «la facultad de
mandar según la recta razón» (enc. Pacem in terris, 47). No debe
confundirse con el poder (v.), entendido como capacidad de imponerse y
obligar por la fuerza, cuya existencia sólo queda legitimada por la
misma a.; la cual, por otra parte, debe actuar principalmente con fuerza
moral, es decir, convenciendo al hombre y consiguiendo su adhesión libre
y responsable. «La a. es, sobre todo, una fuerza moral; por eso deben
los gobernantes apelar, en primer lugar, a la conciencia, o sea, al
deber que cada cual tiene de aportar voluntariamente su contribución al
bien de todos» (ib. 48; cfr. conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes,
74).
Teniendo en cuenta las sociedades perfectas, es decir, supremas e
independientes, que deben tender al bien común y, por tanto, tienen
derecho a exigir de sus miembros todo lo que es moralmente necesario
para lograr plenamente su propio fin, deben distinguirse dos a.
perfectamente definidas: la civil y la eclesiástica. En la enc.
Inmortale Dei, León XIII escribe: «Dios ha dividido el gobierno humano
en dos poderes: 'el poder eclesiástico y el estatal. El ámbito de la
acción del poder eclesiástico es todo lo referente al servicio divino.
El poder político ha de ocuparse de todos los asuntos humanos... Las
fronteras de estos dos poderes quedan determinadas por la esencia y fin
inmediato de cada uno de ellos».
2. Autoridad civil. a) Origen. El hecho de la sociedad (v.) exige
por sí mismo el de la a. Los hombres, miembros de la sociedad, son
personas libres, distintas entre sí, con ideas propias y con sus fines a
los que cada cual tiende. La sociedad, unidad de orden y de fin, exige
que 'todos sus miembros tiendan directa o indirectamente a un fin común,
lo cual sólo es realizable mediante la dirección y coordinación de las
actividades de todos a un fin, que únicamente puede llevarse a cabo por
la a., auténtico principio unificador, que nace de la misma naturaleza
del hombre y de la sociedad. «En efecto, dice Juan XXIII citando las
palabras de S. Juan Crisóstomo, tamo Dios ha creado a los hombres
sociales por naturaleza y ninguna sociedad puede conservarse sin un jefe
supremo que mueva a todos y a cada uno con un mismo impulso eficaz,
encaminado al bien común, resulta ñecesaria en toda sociedad humana una
autoridad que la dirija; autoridad que, como la misma sociedad, surge y
deriva de la misma naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios, que es su
autor» (Pacem in terris, 46; cfr. S. Juan Crisóstomo, In Epistola ad
Romanos, 13, 12, homilía 23: PG 60, 615). El origen de la a. civil es la
voluntad divina, manifestada solamente en la ley natural. En efecto, la
sociedad civil, siendo una sociedad necesaria y natural, tiene su origen
en las mismas leyes naturales o, con más exactitud, en Dios. La fuente
inmediata, por tanto, de la a. civil es la misma sociedad que exige por
su esencia ese principio unificador para subsistir y conseguir su fin; y
la fuente última de la misma es el autor de la sociedad o de la
naturaleza social del hombre: Dios.
Esta procedencia divina de la a. civil aparece firmemente
subrayada en la Revelación, Tradición y Magisterio de la Iglesia. La
convicción de esta verdad entre la sociedad hebrea, pueblo eminentemente
teocrático, fue clara y los textos del A. T. no dejan lugar a dudas (Prv
8, 1516; Sap 6, 3; Eccli 17, 14). Cristo mismo se somete a la a. de
Herodes y Pilato afirmando enérgicamente que esta a. procede de arriba.
Los Apóstoles manifiestan, con insistencia, que la sumisión a la a.
civil es una obligación de conciencia porque es legítima y procede de
Dios (Rom. 13, 1 ss.; 1 Pet 2, 13 ss.). En cuanto a la Tradición baste
recordar los textos de Tertuliano (v.) y S. Juan Crisóstomo (v.) a
título de ejemplo: «El emperador, dice Tertuliano, ha sido hecho
emperador por Aquel por el que el emperador, antes, fue hecho hombre: y
el poder le deriva de 'aquel de quien también le deriva el espíritu» (Apologeticum
30, 3: PL 1, 529). S. Juan Crisóstomo, comentando Rom 13, 1, afirma que
«el primer fundamento de tal constitución, su conveniencia con la razón
de la fe, se halla en que por Dios fueron aquellas establecidas... [S.
Pablo] no dijo: no hay príncipe que no venga de Dios, sino, hablando del
poder en sí: no hay potestad que no venga de Dios; es 11 quien ha
establecido las que hay sobre la tierra» (Homilía 23: PG 60, 615).
Este origen divino de la a. no prejuzga o condiciona ni las
personas que habrán de ostentarla ni las distintas formas de gobierno
(v. GOBIERNO III). En principio, Dios no ha determinado forma alguna de
gobierno; cualquiera puede ser legítima, desde el momento que es
establecida con regularidad, respete los derechos esenciales de la
sociedad, los derechos fundamentales de la persona y de la familia y de
toda agrupación legítima, y es apta para mantener el orden público y
asegurar el verdadero bien común. La misma experiencia atestigua que
todas las formas de gobierno pueden degenerar: la monarquía, en
despotismo; la aristocracia, en oligarquía; la democracia, en anarquía.
De hecho, el mejor gobierno para un determinado pueblo es aquel que
responde mejor a sus aspiraciones, a su carácter, a su historia, a sus
necesidades y a sus costumbres (cfr. Pío XII, Mensaje de Navidad, 1944,
6).
Supuesto siempre el consentimiento popular, formal o vital, la
designación de las personas es dejada por Dios y la naturaleza a la
libertad de los hombres: «Del hecho de que la a. derive de Dios, dice
Juan XXIII, no se sigue el que los hombres no tengan la libertad de
elegir las personas investidas con la misión de ejercerla, así como de
determinar las formas de gobierno y los ámbitos y métodos según los
cuales la a. se ha de ejercitar. Por lo cual, la doctrina que acabamos
de exponer es plenamente conciliable con cualquier clase de régimen
genuinamente democrático» (Pacem in terris, 52; cfr. León XIII, enc.
Diuturnum illud, en Acta Leonis XIII, II, 1881, 271272; y Pío XII,
Mensaje de Navidad, 1944, AAS 37, 1945, 523).
b) Ejercicio de la autoridad civil. El ejercicio y límites de la
a. civil son determinados por sus mismos derechos y obligaciones. El
primer dato o presupuesto que ofrece la Revelación, como base para una
teología de la a., es el valor primario e insustituible del hombre como
persona y, por tanto, de su libertad (v.) como principio, facultad y
ejercicio para responder con plena responsabilidad a su vocación divina
(cfr. Pacem in terris, 9). Esta premisa determina la concepción
cristiana de la a. civil: el hombre es la cumbre de la creación y
presenta la creación ante DiosCreador. Por esta razón, la a. civil
deberá siempre subordinarse al hombre o, con otras palabras, estará en
todo momento al servicio del hombre. La misión de la a. civil es servir
al verdadero bien común (v.), que abarca tanto las necesidades del
cuerpo como las exigencias del espíritu, sin olvidar de ningún modo el
bien último y definitivo del hombre: su salvación (cfr. Pacem in terris,
57).
Debe, por tanto, proteger a los hombres en sus derechos
inalienables como personas llamadas a un destino eterno y en todos
aquellos derechos necesarios para alcanzar la mayor felicidad en esta
vida mortal (cfr. Gaudium et spes, 26; y Pacem in terris, 11). «Ésta es
la razón, dice Juan XXIII, de que el bien común deba procurarse por
tales vías y con tales medios, que no sólo no pongan obstáculos a la
salvación eterna del hombre, sino que, por el contrario, le ayuden a
conseguirla» (Pacem in terris, 59).
Debe también estimular y hacer progresar a la familia y al
individuo, facilitándoles unas relaciones sociales en un clima de paz y
de justicia, para promocionarles en un bienestar económico, cultural y
moral. Esta proposición alcanzará todo su sentido si son respetados por
la a. civil los principios de subsidiaridad (v.) y solidaridad (v.), que
se condicionan mutuamente y constituyen, en cierto modo, uno de los
límites de la a. civil. La eficacia de esos dos principios está en
relación directa con la mayor o menor conciencia que la a. civil alcance
de su función y finalidad serviciales. De este modo, no se debe
sustituir a las personas, privadas o morales, ni absorberlas en ningún
modo; es decir, «no se puede quitar a los individuos y darlo a la
comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e
industria; así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y
perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores o
inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una
sociedad mayor o más elevada» (Pío XI, enc. Quadragesimo anno, 35). La
a. civil se limitará, por tanto, a salvaguardar el derecho y el orden, a
garantizar a sus miembros la paz y el derecho en el interior y exterior
y dejarles todo el campo que necesiten para realizarse por sí mismos en
un espíritu de responsabilidad y actividad creadora; lo contrario
supondría una injuria a la dignidad humana y una oposición al bien
común.
Por último, debe crear y mantener un ordenamiento jurídico justo
para la consecución del bien común. Es decir, la función de la a. civil
exige un triple poder: legislativo, ejecutivo y judicial, el cual deberá
tener presentes la necesidad o utilidad del bien común y el respeto a la
ley de Dios (v. II).
c) Sumisión y resistencia a la autoridad civil. La sumisión a la
a. civil ha de aparecer siempre en relación con Dios. Debe prestarse
obediencia a los reyes y sacerdotes porque son órganos establecidos por
Dios (Dt 17, 12; 1 Sam 12, 13 ss.). La obediencia a la a. civil halla su
fuerza y limitación en la fuiidamentación religiosa. Cristo obedece a su
Padre celestial antes que a sus padres terrenos (Lc 2, 48; lo 2, 4; Mt
12, 4648) y exige también sumisión a la a. civil en las cosas lícitas
aunque sean dignas de reproche (Mt 23, 3). Cristo mismo censura y
reprocha ciertas actitudes, pero no predica la revolución.
Ahora bien, el poder de la a. civil tiene su medida y limitación
en la Ley de Dios, de tal forma que los deberes referentes a Dios deben
prevalecer siempre (Mc 12, 17; 1 Pet 2, 17), y en caso de oposición a
las leyes divinas o eclesiásticas es necesario tener en cuenta las
palabras de S. Pedro: «Es preciso obedecer a Dios antes que a los
hombres» (Act 5, 29). En ningún caso, las disposiciones de la a. civil
pueden oponerse o restar fuerza a los mandamientos de Dios (v.
RESISTENCIA A LA AUTORIDAD).
3. Autoridad eclesiástica. a) Naturaleza. La a. eclesiástica posee
unas características que la distinguen efectivamente de todas las demás
a. humanas; éstas, aunque proceden de Dios, son de orden puramente
natural y sus funciones comienzan y finalizan con el logro del bien
temporal de los súbditos. Un fin espiritual y sobrenatural, sin embargo,
determina la a. de la Iglesia: la santificación de las almas y su
felicidad eterna; «Madre y maestra de todos los pueblos, dice Juan XXIII,
la Iglesia universal fue fundada por Jesucristo a fin de que todos, a lo
largo de los siglos, entrando en su seno y al recibir su abrazo,
encontraran plenitud de más alta vida y garantía de salvación» (enc.
Mater et Magistra, 1).
b) Origen. El origen de la Iglesia, y por tanto de su a., es
cristianodivino. Cristo, como enviado del Padre, poseía todo poder en el
cielo y en la tierra (Mt 28, 18) y sobre «toda carne» (lo 17, 2); el
poder mesiánico de Jesús fue triple: no sólo profético y sacerdotal,
sino también real (Mt 2, 2; 21, 5; lo 18, 37). Estos poderes fueron
entregados directamente por Cristo a los Apóstoles y a sus sucesores,
para ejercer un poder moral o a. dentro de los límites marcados por la
naturaleza, constitución y fin religioso de la Iglesia fundada por hl, y
de modo particular, a S. Pedro y a sus sucesores, para ejercerlo como a.
suprema sobre toda la Iglesia.
Cristo envió a sus Apóstoles lo mismo que hl fue enviado por el
Padre (cfr. lo 20, 21) para ejercer a perpetuidad el triple poder de su
a. sobrenatural: un poder de orden, mediante el cual se nos transmite la
gracia a través de los Sacramentos (Lc 22, 19; 1 Cor 11, 2425; lo 20,
2123; Mc 16, 15; Mt 28, 19); un poder doctrinal, que ha de ejercerse
mediante el anuncio de la verdad salvadora, con el mandato expreso de
Cristo de realizarlo hasta los confines de la tierra (Mt 28, 1920; Mc
16, 15); y un poder de gobierno, con el fin de dirigir y mantener a los
fieles en los mandatos de Cristo (lo 20, 21; Mt 28, 1820). Además de
esta triple potestad entregada a los Apóstoles y a sus sucesores,
considerados como Colegio Apostólico, Cristo dio a Simón Pedro el
primado de jurisdicción o la suprema a. para regir la Iglesia universal.
Esta a. suprema no ha de entenderse de forma exclusiva, sino como la
cabeza designada y constituida superior a los demás Apóstoles que,
reconociendo en ellos a los hermanos en el apostolado, en caso de una
divergencia de opiniones que siembren el desconcierto le compete el
ejercicio de mediador, pero sin herir el pluralismo de las formas de
vida y pensamiento dentro del orden del amor (Mt 16, 1819). La
supremacía de Pedro, por tanto, no fue iniciativa de los Apóstoles, sino
que tuvo su origen en la voluntad formal de Cristo: tanto él como sus
sucesores actúan como representantes, no del cuerpo pastoral, sino del
Señor (v. PAPA).
El conc. Vaticano II resume así la doctrina sobre la a. de la
Iglesia: «En esta Iglesia de Cristo, como sucesor de Pedro, a quien
Cristo confió apacentar sus ovejas y corderos, el Romano Pontífice goza,
por institución divina, de potesdad suprema, plena, inmediata y
universal para el cuidado de las almas. Él, por tanto, como quiera que
ha sido enviado como pastor de todos los fieles para procurar el bien
común de la Iglesia universal y de cada Iglesia, tiene el primado de la
potestad ordinaria sobre todas las Iglesias.
Mas también los Obispos, puestos por el Espíritu Santo, son
sucesores de los Apóstoles como pastores de las almas, y, juntamente con
el Sumo Pontífice y bajo su a., han sido enviados para perpetuar la obra
de Cristo, pastor eterno. Porque Cristo dio a los Apóstoles y a sus
sucesores mandato y poder para enseñar a todas las gentes para que
santificaran a todos los hombres en la verdad y los apacentaran. Los
Obispos, consiguientemente, han sido constituidos por el Espíritu Santo,
que les ha sido dado, verdaderos y auténticos maestros de la fe,
pontífices y pastores. Este oficio episcopal suyo que recibieron por la
consagración episcopal lo ejercen los Obispos, partícipes de la
solicitud de todas las Iglesias, en comunión y bajo la a. del Sumo
Pontífice por lo que atañe al magisterio y gobierno pastoral, unidos
todos en colegio o cuerpo por lo que atañe a la Iglesia de Dios
universal. Cada uno lo ejerce respecto de las partes del rebaño del
Señor que le han sido confiadas, cuidando cada uno de la Iglesia
particular que le ha sido encomendada o a veces proveyendo algunos
conjuntamente a ciertas necesidades comunes de diversas Iglesias» (decr.
Christus Dominus, 23; cfr. const. Lumen gentium, 2224).
c) Ejercicio de la autoridad eclesiástica. El fin señalado a la
Iglesia por su fundador exige, como medios proporcionados para lograr
aquél, unos derechos y unos deberes correlativos, y señala unos límites
en el ejercicio de los mismos. «Enseña el Concilio Vaticano II que la
Iglesia ha nacido con este fin: propagar el reino de Cristo en toda la
tierra para gloria de Dios Padre, y hacer así a todos los hombres
partícipes de la Redención salvadora y por medio de ellos ordenar
realmente todo el universo hacia Cristo» (decr. Apostolicam actuositatem,
2). La a. de la Iglesia no deberá, en primer lugar, traspasar la esfera
de lo espiritual, ya que no tiene poder, ni directo ni indirecto, sobre
lo temporal, en el sentido de que, aun poseyendo toda a. para enseñar,
no tiene jurisdicción alguna en el terreno político. «No impulsa a la
Iglesia ambición terrena alguna. Sólo desea una cosa: continuar, bajo la
guía del Espíritu, la obra misma de Cristo que vino al mundo para dar
testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no
para ser servido» (const. Gaudium et spes, 3). En segundo término, la
Iglesia tiene el deber y la a. de enseñar cuanto atañe, directa o
indirectamente, a las verdades de fe y leyes morales que deberán
presidir tanto la actividad estatal y política como todos los sectores
de la vida social, porque «la misión de la Iglesia no es sólo ofrecer a
los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, sino también impregnar y
perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico» (decr.
Apostolicam actuositatem, 5).
La a. de la Iglesia, personificada en la jerarquía (v. JERARQUÍA
ECLESIÁSTICA I), ha de atender al bien común espiritual de sus miembros
en sus dos aspectos (interior y exterior): el primero es la caridad, el
amor de Dios que une a todos los hombres en torno a Cristo, para mayor
gloria del Padre; éste es el bien común, esencialmente espiritual y
sobrenatural que justifica toda a. en la Iglesia. El segundo se resume
en todos aquellos medios visibles y sensibles que son necesarios para
conseguir aquella unión con Dios en la caridad: predicación de la fe,
celebración del culto divino, recepción de sacramentos, vida eclesial
organizada jerárquica y socialmente, bienes temporales exigidos por esas
actividades, etc. Para conseguir este bien común, la a, eclesiástica,
teniendo en cuenta los dos componentes de la vida moral, ha de actuar
siempre: sobre la inteligencia, mediante la luz de la verdad revelada y
de la ley; y sobre la voluntad, mediante el dinamismo de la gracia (cfr.
Sum. Th. 12 q90 intr.). Pero el ejercicio de esta a. en su triple poder
(magisterial, ministerial y de gobierno) debe estar presidido
continuamente por un clima de servicio y de amor que, lejos de disminuir
la obediencia debida, la hace brotar de la misma libertad interior de
los hijos de Dios.
d) Sumisión a 'la autoridad eclesiástica. La actitud fundamental
que el hombre ha de adoptar ante la a. de la Iglesia, que se presenta
ante el mundo como continuadora de la obra de su divino fundador, es la
misma que toda persona tiene frente a Cristo, es decir: reconocer su
persona y su misión, sacando las consecuencias oportunas en orden a la
obligación de creer. Hay que comenzar, por tanto, recibiendo en la
Iglesia la palabra de la fe (v. FE III), para después hablar del
acatamiento.
Incorporados por la fe a la Iglesia, sacramento de la Palabra de
Dios encarnada y sacramento de nuestra respuesta, nace la obligación de
una sumisión respetuosa con todo el corazón, con todo nuestro ser
corporal y espiritual, personal y comunitario, a quienes ostentan la
misma a. de Cristo en sus funciones sacerdotal y doctrinal: cumplimiento
exacto de sus leyes (cultuales, disciplinares, penales, etc.),
descubriendo en ellas la expresión de caridad que mueve a la Iglesia por
el honor del Señor y por la salvación eterna de todos; y trabajar
activamente y no sin corresponsabilidad en el establecimiento del reino
de Dios, mediante un apostolado (v.) desinteresado y fecundo.
V. t.: JERARQUÍA ECLESIÁSTICA.
F. CASADO BARROSO.
BIBL.: S. TOMÁS DE AQUINO, Sum. Th., 12 q90 a3; q75 a4; q97 a3; F. SuÁREz, De legibus, libro III, cap. 1, 3 ss.; cap. 2; cap. 11, 7 ss.; S. RAMÍREZ, Pueblo y gobernantes al servicio del bien común, Madrid 1955; F. SEGARRA, Iglesia y Estado, Barcelona 1953; E. VALTON, État, en DTC, V, 879905; íD, Droit social, la famille, les associations, I'État, l'Église, París 1906; K. MSRsDORF, Staat, en LTK 9, 922997; E. DUBLANCHY, Église, en DTC IV, 21082224; CII. ANTOINE, État, en Dictionnaire apoiogétique de la foi catholique, II, 4 ed. París 1911, 15221543; J. LECLERCQ, L'État ou la Politique, Lovaina 1958; G. VECCHIO, Lo Stato, Roma 1953.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991