Asamblea Litúrgica


La palabra a., en sentido general, significa reunión de personas con una finalidad determinada (social, política, económica, etc.). Aquí interesa, con vistas al análisis del concepto «asamblea cristiana», investigar los datos de la S. E. y de la Tradición. En el A. T. aparece la palabra qahal para significar una reunión de cualquier naturaleza (1 Sam 28, 1-4), y más especialmente designando la reunión de personas ilustres encargadas de tomar decisiones oficiales (1 Sam 8, 4); pero existe un uso más repetido (160 veces en el A. T.) para significar la reunión de todas las tribus del pueblo. Interesa, pues, estudiar las características de estas a.

La asamblea del pueblo de Dios en el Antiguo Testamento. La Biblia entera atestigua que en la obra de nuestra salvación la iniciativa pertenece a Dios (Eph 2, 4). En realidad, el hombre heredero de las consecuencias del pecado, desprovisto de los dones sobrenaturales, no es agradable a los ojos de Dios (Rom 3, 23). Por otra parte, ¿qué le puede ofrecer?: «La tierra es del Señor, y todo lo que ella contiene» (Ps 24, l). Existiendo, pues, un abismo entre el hombre limitado y Dios infinito, sólo Éste puede provocar el encuentro. De otro modo el hombre no estaría nunca seguro de que su intento de diálogo con Dios llegue a su destino. Esto es así más radicalmente en el orden sobrenatural querido por Dios para el hombre, orden en el que quiere hacer participar al hombre de la misma vida divina. Puede decirse que «Dios no puede ser objeto de nuestro culto, sino en la medida que es sujeto que nos da el culto» (R. Will, Le culte, Estrasburgo 1925, 329). Así, el primer acto de culto de Abraham como respuesta a la llamada de Dios (Gen 12,7); y los siguientes sacrificios del patriarca son también respuestas al mandato de Dios (Gen 13.14.15). Abraham no fue más que la primicia de la elección divina dirigida a todo el pueblo. La «casa de Israel» es la sociedad de hombres que Dios ha convocado para que le conozcan y sirvan, y para suscitar o enviar entre ellos al Mesías salvador del mundo. Por eso la ordenación moral y cultual de este pueblo está establecida por Dios mismo. La expresión qalial Yahweh se repite a lo largo del cap. 23 del Levítico indicando que las reuniones cúltuales son convocadas por Dios. Es de Dios de quien los hombres reciben la santidad, En el movimiento ascendente de respuesta de los hombres, con su vida moral y cultual, a la llamada de Dios, es Éste quien les da la capacidad v medios de servirle. Dios confiere a cada uno de los miembros del pueblo, convocado Y elegido entre las gentes, una santidad o sacralidad, un «sacerdocio regio» (Ex 19, 3-6), que concede el derecho de aproximarse a Dios y hablarle.

El ser una nación santa, un reino de sacerdotes, dará origen a dificultades. Un relato de Num 16, 3, ilumina este respecto: «Se conjuraron contra Moisés y Aarón, y les dijeron: ¿con qué derecho os levantáis vosotros sobre la asamblea de Yahwéh? Básteos ser uno de tantos, pues todos los de la asamblea son santos y en medio de todos está Yahwéh». La respuesta de Moisés (Num 16, 11) esclarece que la a. tiene su ordenación jurídica y jerárquica recibida de Dios, y que existe un sacerdocio ministerial, que procede de Dios, y es radicalmente distinto - y en el orden del culto, superior - a la sacralidad de que goza todo el pueblo. A través de estas y otras polémicas (Num. 14.20) se manifiesta algo más esencial: aquella a. no está a nivel de cualquier otra reunión humana, ni puede ser comprendida con los mismos criterios. En efecto: a) la iniciativa de la reunión pertenece a Dios, quien la ejerció de una forma solemne y constitucional en el «día de la asamblea», es decir, en la promulgación de la alianza en el Sinaí (cfr. Dt 4, 10; 91 10; 185 16); b) esos hombres han sido separados de entre las gentes, y reunidos para formar un pueblo de adoradores (Ex 19, 4-6); e) en el que habrá que entrar con purificaciones y ritos propios; d) para tributar por manos de los ministros; e) un culto señalado también por el Señor.

El pueblo de Dios tenía dura cerviz (ls 65, 2) y se apartó en más de una ocasión del Señor; por ello Dios le desparramó entre las naciones. Asiría fue el bastón de la cólera de Yahwéh. Tiglatpileser III, en el 732; Salmanasar V, en el 724, y Sargón Il, en el 721 a. C., ocuparon, destruyeron y deportaron a Israel hacia la Mesopotamia. El reino de Judá todavía se mantuvo 130 años como satélite de Nínive. Del 609 al 603 pasó a ser posesión de Egipto. En el 598 los babilonios tomaron Jerusalén, y finalmente en el 587 Nabuzardan puso fuego a esta ciudad. En 582 fueron deportados los pocos judíos que quedaban. En esta etapa de cautiverios y dispersión, Dios se muestra a través de los profetas que mantienen el sentido de la alianza y de las promesas; Dios continúa siendo el gran convocador del pueblo: «Yo me mostraré a vosotros, palabra de Yahwéh, y'trocaré vuestra suerte, Y os reuniré de todos los pueblos y de todos los lugares en que os arrojé» (ler 29, 14; Ez 36, 24).

Los profetas, que tantas veces invitaron al pueblo a no fiarse de alianzas humanas (Os 12, 7-14; Is 22, 9-11), ahora, en el exilio, insisten en la actitud de fe como esencial al pueblo santo: confiar en Dios, esperar en £I, porque su palabra no puede fallar. De este modo encontramos en las a. del destierro el mismo elemento que en las del desierto: hay que sobrepasar las contradicciones aparentes de la historia para leer en la palabra de Dios la verdad que salva (Gen 22, 1-19; Eccli 44, 19-21). Pero en la convocación del destierro se acentúa un especial carácter: su propósito universalista. «Oráculo de Yahwéh, que reúne a los dispersos de Israel: a los reunidos Yo allegaré otros» (ls 56, 8). Los profetas comprendieron bien lo que no entraba en la mentalidad de un hebreo: que la a. convocada por Dios debería integrar un día a todas las naciones: «las gentes vendrán a tu luz... alza tus ojos y mira... todos 1 vienen hacia ti...» (ls 60, 1 ss.). El mismo Isaías (66, 19-20) presenta a la a. que envía sus miembros a las islas lejanas con el fin de reunir a toda la humanidad en el pueblo de Dios. Así se cumple lo profetizado por Oseas 2, 23: «llamaré al que no era mi pueblo, pueblo mío». - La asamblea en el Nuevo Testamento. A) Cristo convocador. Cuando llegó el tiempo querido por Dios (Gal 4, 4), la llamada se extendió a todos los hombres. Todos fuimos convocados, sin distinción de raza ni de lengua, por Cristo, encarnación viviente de la Palabra divina (Eph 2, 13). Cristo se muestra al pueblo judío como el Mesías predestinado: «Las escrituras dan testimonio de mí» (lo 5, 39). 111 es la descendencia de Abraham, el heredero del testamento prometido por Dios (Gal 5, 18). Su persona y su obra son el cumplimiento y realización de - todo lo anunciado por Yahwéh: «Cuantas promesas hay en Dios, en Cristo son el sí». Dios y hombre, Cristo tiene autoridad para dar nuevos matices a la convocación y salvación del pueblo, para cumplir el designio de Dios de reunir a sus hijos que estaban dispersos (lo 11, 52), reunir toda la humanidad en una a. santa, que es la Iglesia, prefigurada por el pueblo de Israel. Para ello rompe con tradiciones judías que impedían el acceso a los impuros, publicanos, gentiles y con las prescripciones rabínicas que no permitían entrada a ciegos, paralíticos, mujeres, esclavos, etc. Jesús multiplica en las parábolas la llamada universal a la salvación: «Id por todos los caminos, y a cuantos encontréis llamadles a las bodas» (Mt 22, 9).'Al tirar el tabique de separación entre la élite judía y el mundo gentil, «ya no hay para Dios acepción de personas» (Rom 2, 1 l), surge un nuevo Israel. Ya no es el pueblo judío, «de quien desciende el Mesías según la carne» (Rom 9, 4-5); es el mundo entero, injertado en el Mesías v en ese residuo o selección del pueblo judío que ha creído en Él (Rom 1 l): «los que viven en la fe, judíos y gentiles, ésos son los hijos de Abraham» (Gal 3, 7). Las multitudes de la gentilidad, privadas del derecho de ciudadanía en la comunidad de Israel, «sin esperanza y sin Dios» (Eph 2, 12) se han convertido en un pueblo de adoradores; los extraños a la alianza son llamados también a la herencia.

De este modo, por Cristo y en Él, los humanos, hijos de Dios, dispersos por el mundo, se reúnen en un sol cuerpo. Aparece así la Iglesia. Nadie es convocado por Cristo sino en la Iglesia, lugar de salvación, lugar de encuentro entre Dios y la creatura. La palabra «Iglesia» es adaptación de la palabra griega ekklesia, que significa etimológicamente a. hecha bajo convocación; en la traducción griega de los Setenta, este término griego se usa con preferencia para traducir el hebreo qahal Yahwéh. De donde resulta que el valor de la palabra Iglesia queda enriquecida por el uso bíblico, siendo el fundamental el que Cristo quiso darle.

La Iglesia fundada por Cristo tiene nuevos y propios matices: a) Algunas parábolas, p. ej.: la de la vid y los sarmientos, expresan una unidad de vida entre Cristo y los fieles. S. Pablo acuñará la expresión «Cuerpo de Cristo» para expresar esta misma realidad. Los cristianos constituyen un organismo sobrenatural, que vive por la vida de Cristo que da la gracia; esta vida causa una identificación real y personal, aunque misteriosa, de cada cristiano con Cristo, y, por tanto, con la Santísima Trinidad y con la Iglesia toda (cfr. Cerfaux, o. c. en bibl., 201-215). Así el cristiano, incorporado a Cristo a partir del Bautismo y cada vez más identificado con Él por los demás sacramentos y por la fidelidad en su vida, participa de la santidad de Cristo y de su sacerdocio y es corredentor con Él. b) Hav también un sacerdocio jerárquico ministerial, con unas características públicas y cualitativamente distintas del sacerdocio espiritual común de todos los cristianos. Jesucristo utiliza este sacerdocio ministerial como instrumento para realizar perpetuamente una especial presencia suya y hacer partícipes a los fieles de su vida y santidad. Las acciones sacramentales del sacerdocio jerárquico hacen presente con particular eficacia la persona y acción de Cristo Cabeza, sobre todo en la Eucaristía; a través de la acción y palabras del sacerdote en la celebración eucarística, y de diverso modo en los demás sacramentos, se hace presente Cristo y, con Él, todo su Cuerpo que es la Iglesia, independientemente de que para ello se reúnan físicamente pocos o muchos fieles '(V. MISA). c) Las parábolas de la cizaña, de la red barredera, etc., nos instruyen sobre la realidad de que justos y pecadores se juntan en la misma Iglesia; no es ahora tiempo de separar. Al tiempo de la siega se realizará la discriminación; lo cual supone: l) que en la nueva Iglesia, al admitir fácilmente a los pecadores hay más medios para lograr su conversión y purificación, especialmente el claro poder de perdonar los pecados concedido por Cristo a los Apóstoles y sus sucesores, al sacerdocio ministerial jerárquico; 2) que la Iglesia realizada en esta tierra es sólo una incoación de la definitiva y perfecta; late en ella una esperanza de la reunión definitiva en el reino. La Iglesia que se reúne en a. locales está siempre en tensión de eternidad, en marcha hacia la asamblea definitiva (Apc 21, 1 -5.

B) Las asambleas del Nuevo Testamento. El primer dato lo encontramos al día siguiente de la ascensión del Señor. Los Apóstoles se reúnen y todos unánimes perseveraban en la oración con algunas mujeres, con María la Madre de Jesús, y sus hermanos (Act 1, 14; 2, l). Las fórmulas empleadas: «unánimes» (homothumadon), «en uno», o «en un mismo lugar» (epi to auto), tienen un sentido técnico: indican la unión cordial. La venida del Espíritu Santo convierte esta naciente a. en una proclamación de las maravillas de Dios (Act 2, 12) a la que se unen, en un movimiento de alabanza, los hombres de todas las lenguas. Pentecostés coincide con el día en que los judíos celebraban la fiesta de la entrega de la Ley en el Sinaí (R. Le Deaut, Pentecote et Tradition juive, «Spiritus» 7, 1961, 127-144). La versión de los Setenta indica este día como el día de la a. (Dt 4, 10 y 9, 10), literalmente el día de la ekklesia, término que empleará S. Esteban en su discurso para designar la comunidad primitiva. La Iglesia es, pues, la a. convocada por Dios para recibir la nueva Ley y entrar en la nueva Alianza.

Junto a este sentido de la Iglesia como la a. o conjunto general de todos los fieles bautizados que forman el Cuerpo de Cristo, aparece pronto el designar también como Iglesia a una comunidad o a. local; pero estas «Iglesias particulares» son la Iglesia en Antioquía, en Iconio, etc., es decir, no son distintas iglesias sino la misma Iglesia, única en todas partes, y unida por esa vida de Cristo que tienen sus diversos miembros. Y, finalmente, dentro de la Iglesia única, están las a. litúrgicas concretas, es decir, las reuniones concretas de grupos de cristianos para el culto, la oración pública, los sacramentos, la predicación oficial de la jerarquía, y sobre todo la Eucaristía. Por el mismo relato de los Hechos (Act 2, 42; 4, 32; 5, 12) vemos que en seguida se pone en práctica la reunión en casas particulares para celebrar la fracción del pan, en una atmósfera de alabanza y adoración, de oración y de unanimidad de fe. Estas reuniones litúrgicas son un lugar privilegiado para el encuentro con Dios a través de Cristo, especialmente presente en la Eucaristía, y también signo externo de la fe, de la unidad en el amor, y, por tanto, un testimonio de la Iglesia ante las gentes.

En S. Pablo se hallan importantes precisiones respecto a las a. l., sobre todo en 1 Cor y Heb. En 1 Cor 10, 16 a 12, 29, identifica el Cuerpo de Cristo con el de la Iglesia, del que se forma parte. Dividir este último con separaciones, romper la unidad de una a., es destruir el Cuerpo de Cristo; de forma semejante, participar del Cuerpo de Cristo, por la Eucaristía, es formar un cuerpo en £l. No se trata, pues, de una reunión cualquiera: es la Iglesia misma, es el Cuerpo de Cristo. La reunión litúrgica es tan importante que el uso de los carísmas del Espíritu Santo debe estar regido por las exigencias, del bien de la reunión (1 Cor 14). Por el bien de la unidad y de la paz, todo miembro debe estar dispuesto a sacrificar sus propios carismas. Más aún: cada a. local debe tener en cuenta las costumbres de la Iglesia universal. En la carta a los Hebreos se insiste en la frecuentación de las a. Si los fieles se hacen «torpes para oír» (Heb 5, 11), «si no permanecen en comunión de fe» (4, 2) pueden ser dejados a la deriva (2, l). Por ello la participación en la a. es un deber estricto, mucho más si se tiene en cuenta que es el modo de participar en el único sacrificio que borra nuestros pecados (Heb 10, 26). Faltar a la a. es pisotear la sangre de la alianza del Hijo de Dios (Heb 10, 9). Además, el culto de la a. terrestre es continuación de la celestial. Cristo está presente en la a. (Heb 12, 15). Al acercarse (eiseriomai, proserjomai) a la a., los cristianos entran en posesión de un reino inconmovible (Heb 12, 28).

La asamblea litúrgico en los Santos Padres. Ciñéndonos ya sólo a las reuniones concretas de culto, son muy abundantes los testimonios y textos patrísticos al respecto, por lo que nos limitamos a exponer las ideas más generales:

a) La reunión para el culto es característica de la vida del cristiano; la a. dominical no puede ser interrumpida. b) La a. se reúne el domingo sobre todo porque ese día resucitó el Señor de entre los muertos. c) La reunión tiene carácter festivo porque en la resurrección de Cristo celebra el cristiano su propia victoria sobre el pecado y la muerte, y en ella se está unido ya a la fiesta eterna del cielo. d) Cada cristiano es santuario verdadero en el que Dios reside. Cristo está presente en la Eucaristía, en su palabra y también en la a. misma. e) La reunión litúrgica de miembros de la Iglesia es también un misterio y un signo: el de la unión en la caridad y la prolongación de Peritecostés.

Estructura y leyes de la asamblea. Del estudio de los textos bíblicos y de la clarificación que realiza la Tradición, podemos establecer una serie de puntos sobre la estructura y funciones de la a. cristiana.

a) La reunión cristiana de culto es también un signo de la consagración que Dios obra sobre la humanidad. Es misterio antes que realidad material; hay una convocación divina antes que una reunión. Por esto la oración de la a. es más que la suma de las oraciones de los cristianos presentes: el fiel recibe su oración de Cristo y de su Iglesia, de modo que cada cristiano presente prolonga y personaliza la oración viva de la Iglesia y une la suya a ella.

b) Los fieles no se reúnen para asistir pasivamente a la Misa que celebra el sacerdote, sino para participar y celebrar - conmemorar, actualizar, anunciar- el acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo, uniéndose a Él, uniéndose a su oración y su ofrecimiento. Es Cristo Cabeza el que celebra, el sacerdote y víctima principal del sacrificio de la Misa; y, con Él, todo su Cuerpo, que es la Iglesia, todos sus miembros que son los cristianos. Esto debe prolongarlo el cristiano en su vida cotidiana por el amor a los hermanos y la obediencia al Padre. En esto consiste el sacrificio espiritual de los cristianos (Rom 12, 1 ss.), que repite la mente sacrificial de Jesús, en el amor y la obediencia. c) Los cristianos han de tener sentido de lo que realizan en la reunión litúrgico. La palabra de Dios, leída y comentada, nutre a los presentes en el plano de la fe (cfr. conc. Vaticano 11, Const. Sacrosanctum Concilium, nº 9), a la vez que les conduce hacia el misterio eucarístico, y les muestra la dependencia existente entre la vida de caridad y de testimonio y la vida litúrgico de la a.

d) La a. está jerarquizado; no todos tienen la misma función entre sus miembros. Como expresión que es de la Iglesia, «cada uno de los miembros de este cuerpo recibe un influjo diverso, según la diversidad de órdenes, funciones y participación actual» (Sacrosanctum Concilium, nº 27).

e) El obispo, como sucesor de los Apóstoles, es el portador de la palabra, el signo de catolicidad y universalidad, el que actúa no sólo en nombre sino en la misma persona de Cristo Cabeza en toda a. Su quehacer consiste en «apacentar, con la cooperación del presbiterio, una porción del pueblo de Dios, de forma que, unida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por el Evangelio y la Eucaristía, constituya una Iglesia particular» (Vaticano II, Decr. Christus Dominus, nº 11). La const. Lumen gentium del Vaticano II dice: «Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas reuniones locales de los fieles que, unidos a sus pastores, reciben también el nombre de Iglesias en el Nuevo Testamento... En estas comunidades, por más que sean con frecuencia pequeñas o pobres o vivan en la dispersión, Cristo está presente, el cual con su poder da unidad a la Iglesia, una, católica y apostólica» (nº 26).

f) El presbítero o sacerdote celebrante ha de contribuir a lograr que la reunión litúrgico sea verdadera reunión en el sacrificio de Cristo. Después de las lecturas de la S.E., que en ocasiones puede elegir entre varias, pronuncia la homilía correspondiente, puede proponer las necesidades misioneras de la Iglesia para la oración de los fieles, y ha de procurar con su recta doctrina y con su piedad personal en el cumplimiento de las rúbricas y leyes litúrgicas conseguir que la reunión sea un testimonio y signo de la Iglesia. Sobre todo, por las palabras de' la consagración, hace verdadera, real y sustancíalmente presente a Jesucristo y a su sacrificio en la cruz; y en conjunto prepara así el sacrificio espiritual de la vida de cada cristiano, ayudándole a tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús. «Por el ministerio de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión del sacrificio de Cristo, Mediador único, que se ofrece por sus manos, en nombre de toda la Iglesia, incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía, hasta que venga el mismo Señor» (Decr. Presbyterorum ordinis, no 2).

g) El diácono es miembro cualificado para ejercer la misión de la comunidad cristiana en relación con los pobres y con los que deben ser instruidos. Esto es una expresión visible de la diokonía (servicio) de la Iglesia. Su quehacer no debe limitarse al seno de la a. litúrgico, en las funciones de distribuir el Cuerpo de Cristo y recoger las limosnas; debe también ocuparse de la animación apostólica de todos.

h) Lectores, cantores, músicos, son otros tantos cometidos que están en la misma línea: el servicio a la palabra, El cantor contribuye, igual que el lector, a la inteligencia de la palabra, haciéndola más penetrante, y la música ayuda a una actitud de fe. Cuando la canción y la música se hacen autónomas, sin expresar ninguna relación con la palabra de Dios, no tienen sentido en la reunión litúrgica. «El coro... merece una atención especial por el ministerio litúrgico que desempeña». «Su cometido se ha hecho también de mayor importancia y peso en virtud de las normas del Sacrosanto Concilio referentes a la restauración litúrgica. Pues de su incumbencia es cuidar de que sean bien ejecutadas las partes que le son propias y fomentar la participación activa de los fieles en el canto». «Procuren, sin embargo, los maestros de dichas escolas y los rectores de iglesias que el pueblo se asocie siempre al canto, por lo menos al ejecutar las partes más fáciles que son propias de él». «Los cantores, teniendo en cuenta la disposición de la iglesia, sitúense de tal manera que aparezcan claramente su función; a saber que forman parte de la asamblea de los fieles y realizan una función peculiar» (Instrucción Musicam sacram, 19, 20, 23).

i) El comentador, como persona concreta en la a., es de reciente introducción, aunque su misión básica se repartía ya tradicionalmente entre las intervenciones del diácono y del celebrante. Como moniciones diaconales se cuentan las referentes a las posturas de los fieles, al comienzo y al final de la reunión, los avisos de carácter, organizativo; las moniciones presbiteriales son las más directamente catequéticas, o la dirección de la plegaria de todos los fieles.

El comentador, y análogamente las últimas figuras mencionadas (g y h), no es necesario siempre; pero en ocasiones puede o debe realizar una útil y válida función. En todo caso se ha de procurar no abrumar a los fieles con moniciones, avisos, comentarios, lecturas, cánticos, etc., continuos y en alta voz; la mayor parte de estas cosas tienen su mejor oportunidad en otros momentos y lugares. Muchas veces no son necesarios ni moniciones, ni comentarios, etc.; y, cuando lo sean, se han de procurar reducir a lo indispensable. Para que los fieles y el mismo sacerdote puedan unirse de un modo personal e interior al sacrificio de Cristo y a la oración de toda la Iglesia es necesario un ambiente de recogimiento, de pocos movimientos, y de frecuente silencio.

 

BIBL.: Pío XII, enc. Mediator De¡, 20 nov. 1947; A. G. MARTIMORT, Asamblea litúrgico, Salamanca 1965; íD, La Iglesia en oración, 2 ed. Barcelona 1967, 115-145; P. TENA, La palabra ekklesia. Estudio histórico-teológico, Barcelona 1958; J. LECUYER, La asamblea litúrgica, Fundamentos bíblicos y patrísticos, «Concilium» 12 (1966) 163-181; C. FLORISTÁN, La asamblea y sus implicaciones pastorales, «Concilium» 12 (1966) 197-210; L. CERFAUX, La théologie de l'Église suivant saint Paul, París 1948; C. VAGAGGINI, El sentido teológico de la Liturgia, Madrid 1965; M. GARRIDO, Curso de Liturgia, Madrid 1961; Á. DEL PORTILLOT Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1970.

P, TENA GARRIGA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991