Apostolado


I. Teología dogmática. II. Teología moral. III. Liturgia y pastoral. IV. Derecho canónico.

 

I. TEOLOGÍA DOGMÁTICA. I. Origen bíblico e historia posterior del término. El sustantivo apostolado deriva de las voces griegas apostole, apóstoles, apostello, frecuentemente usadas en el N. T. con el sentido preciso de «enviado», «enviar» con un encargo o misión; sentido con el que no se usan en el griego literario, excepto Heródoto y Flavio Josefo que emplean un lenguaje popular. De manera expresa se denomina apóstol en el N. T. A cada uno de los Doce escogidos por Cristo para realizar la Iglesia (Mt 10, 2) y a S. Pablo (Rom 11, 13), quien a su vez extiende la expresión frecuentemente a "los otros apóstoles y los hermanos del Señor" (1 Cor 9, 5), así como también se refiere explícitamente al carisma del apostolado (p. ej., 1 Cor 12, 28; Eph 4, 1 l). Los Setenta, en la versión griega del A. T., no usan apóstoles nunca (sólo Aquila y Simmaco, en el s. II, la introducen en 1 Reg 14, 6, con un sentido que apunta a la acepción cristiana); En cambio, utilizan el verbo apostello para traducir el hebreo sálah, «enviar» con un sentido más genérico que en el N. T.(Dt 22, 7; Ps 78, 49; Ier 29, 31; Bar 2, 30; Cant 4, 13; 1 Mach 2, 15; 2 Mach 3, 7).

El término apóstol comienza, pues, a ser aplicado y extendido en la Iglesia, con un sentido original y propio del N. T., para designar al emisario, al delegado, al que hace de embajador o plenipotenciario del mensaje cristiano (lo 13, 16; 2 Cor 8, 23; Philp 2, 25). También se usa con el significado de testigo o persona que atestigua y da testimonio (Mt 10, 2; Act 1, 26; 2, 37, etc.; 1 Cor 15, 7; Apc 21, 14). Otras veces se utiliza para designar a los predicadores del Evangelio (Rom 16, 7; 1 Cor 12, 28; Eph 2, 20; 3, 5; 4, 1 l).

La principal referencia está en la epístola a los Hebreos: «por tanto, hermanos santos, partícipes de una vocación celestial, considerad al apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe, a Jesús, que es fiel al que le instituyó, como lo fue Moisés en toda su casa» (Heb 3, 1-2). En este texto, en efecto, puede encontrarse el origen, la raíz común, la razón de ser y la naturaleza de todas las actividades a las que convienen los términos apostolado, apóstoles, apostolicidad, etc. Cristo, enviado del Padre («apóstol... de nuestra fe»), al cumplir su misión con fidelidad («es fiel al que le instituyó» apóstol) da origen a que, «toda la actividad del Cuerpo Místico» sea actividad apostólica (los cristianos se hacen «partícipes de una vocación celestial»), que consiste en «propagar el Reino de - Cristo en toda la tierra para la gloria de Dios Padre, y hacer así a todos los hombres partícipes de la redención salvadera, y por medio de ellos ordenar realmente todo el universo hacia Cristo» (Conc. Vaticano 11, Decr. Apostolicam Actuositatem, 2). El apostolado es, pues, actividad del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia; cumplimiento cristiano de una misión recibida de Dios; cualidad cristiana que hace del bautizado un apóstol. El protoapostolado radica en la misión del Verbo encarnado, que comunica su mensaje y envía a los «apóstoles» en los cuales están significadas de un lado la totalidad de la Iglesia y de otro la concreta misión jerárquica. Aquí vamos a tratar del a. en su sentido amplio y general, como misión de la totalidad de la Iglesia, distinta de la concreta misión jerárquica, que tiene un objeto (las funciones propias de la jerarquía eclesiástica) y unos sujetos (Apóstoles, Obispos, Presbíteros) diferentes de la misión apostólica general de la Iglesia, aunque dentro de ella. No tratamos aquí, pues, de la llamada Apostolicidad de la Iglesia, como nota distintiva de la misma que comprende su estructura jerárquica, es decir, la sucesión de la misión jerárquica de los doce Apóstoles.

En el N. T. lo apostólico y el a. en general, están referidos, pues, a todos aquellos que reciben una misión de Cristo consistente en construir la Iglesia; Misión que arranca de la de Cristo y de la del Espíritu Santo, entre las que media la Resurrección y la Ascensión. No tiene nada de extraño que S. Pablo extienda la idea de a. a todos cuantos proclaman con su vida la verdad de la Buena Nueva traída por Cristo y que no limite el concepto a los Doce, a los estrictamente llamados a formar la primera Jerarquía. Y ese a., que también es llamado diaconía (función, ministerio), es una realidad viva que se transmite no «por mediación del hombre» (Gal 1, l).

Durante la época patrística - debido especialmente a la necesidad de distinguir lo que fue auténtica enseñanza de los Doce, de las falsas enseñanzas del gnosticismo -, se emplea el término en relación con los Apóstoles, y así serán iglesias apostólicas las iglesias o comunidades cristianas directamente fundadas por uno de los Apóstoles. Ya, sin embargo, desde la Edad Media comienza a aplicarse la idea de a. a la vida apostólica que es la vida de imitación de Jesucristo, y no tan sólo la idea de evangelizar a los no creyentes. Desde el s. XVI se comprende que imitar- a Jesucristo equivale a participar de su vida y de su misión redentora y salvadera entre los hombres. Se retorna, por tanto, a la primitiva idea de a. como actitud cristiana que encuentra su raíz en la misión de Cristo.

2. El apostolado en general. La raíz que conduce a comprender su realidad se encuentra, pues, en primer lugar, en la Cristología. Pero son inseparables el Verbo encarnado de su obra, la Iglesia; Por tanto, es desde una consideración cristológica y eclesiológica como únicamente es abarcable la realidad apostólica. La ya larga vida de la Iglesia y los estudios eclesiológicos, llevados a cabo desde antes del conc. Vaticano 1, pero especialmente con ocasión del Vaticano 11, permiten hoy considerar la realidad del a. de un modo más completo. El Vaticano 11 es un excelente punto de partida para considerar la realidad eclesial del a. cristiano, que como «fenómeno pastoral» siempre ha tenido lugar en la vida interna y externa de la Iglesia, aunque la reflexión teológico no mantuviera sobre él una particular atención en alguna época concreta de la historia.

Desde este punto de vista es importante tener en cuenta que «todos los fieles, desde el Papa al último bautizado, participan de la misma vocación, de la misma fe, del mismo Espíritu, de la misma gracia... Todos participan activa y corresponsablemente - dentro de la necesaria pluralidad de ministerios- en la única misión de Cristo y de la Iglesia» (A. del Portillo, Fieles y laicos en la Iglesia, Pamplona 1969, p. 38). Esa igualdad radical de todos los bautizados arranca de la igualdad de su consagración bautismal. «El Hijo de Dios, en la naturaleza humana unida a Sí, al triunfar de la muerte con su muerte y resurrección, redimió al hombre y lo transformó en criatura nueva (cfr. Gal 6, 15; 2 Cor 5, 17). Y cuando comunicó el Espíritu Santo a sus hermanos, llamados de entre toda la gente, hizo místicamente de ellos como su cuerpo. En ese cuerpo la vida de Cristo se comunica a los creyentes que se unen misteriosa y realmente por medio de los sacramentos a Cristo paciente y glorificado. En efecto, por el Bautismo nos configuramos con Cristo: 'Pues hemos sido bautizados todos nosotros en un solo Espíritu para no ser más que un solo cuerpo' (1 Cor 12, 13)» (Const. Lumeti gentium, 7). Y en todo el cap. II de la Lumen gentium se insiste en la igualdad radical de todos los bautizados que les lleva a estar «destinados al culto de la religión cristiana; y, hechos hijos de Dios por la regeneración, tienen el deber de confesar ante los hombres la fe que recibieron de Dios a través de la Iglesia» (no 1 l). De manera más explícita se hace alusión a que es toda la Iglesia la que goza del carisma del a. en el Decr. Ad gentes (no 2-5) del mismo Vaticano 11. El razonamiento eclesiológico que allí se hace, como fundamento doctrinal y dogmático de la forma de a., que históricamente ha venido designándose como actividad misional, es sencillo y luminoso: «Por su naturaleza, la Iglesia peregrina es misionera - equivale a decir, como hemos visto, apostólica -, pues tiene su origen, por designio de Dios Padre, en la misión del Hijo y en la misión del Espíritu Santo» (no 2).

Con frecuencia la actividad apostólica y el a. se suelen poner en relación con el mandato que constituye a los doce Apóstoles en jerarquía (Mt 28, 19-20; Mc 16, 15-16, y lo 20, 21-23). Sin embargo, es importante observar que la misión apostólica de la Iglesia, según el Decr. Ad Gentes (nª 5) se fundamenta en Me 3, 13: «Desde el principio, el Señor Jesús llamó a Sí a los que Él quiso, e instituyó a doce para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar' (Me 3, 13). Así, los Apóstoles fueron semilla del nuevo Israel y origen de la sagrada Jerarquía». Y solamente en un estadio ulterior es cuando aparece el mandato que constituye a los Apóstoles en Jerarquía, en los pasajes citados de Mt 28, 19-20, etc. Para nuestro razonamiento son claras estas palabras: «Por eso la Iglesia (toda la Iglesia) tiene el deber de propagar la fe y la salvación de Cristo (a. en sentido general): en virtud de un mandato expreso que el orden de los Obispos, al que ayudan los Presbíteros, recibió de los Apóstoles, junto con el Sucesor de Pedro y Pastor Supremo de la Iglesia (misión apostólica de la jerarquía), y en virtud de la vida que Cristo infundió a sus miembros, la partir de quien todo el cuerpo, compacto y unido por todos los ligamentos que lo unen y alimentan según la capacidad de cada miembro, crece y se fortalece en la caridad (Eph 4, 16) (misión apostólica de toda la Iglesia)» (Ad gentes, 5). Esta transmisión de la vida de Cristo comunicada a su Cuerpo, la Iglesia, es la que origina la actividad apostólica de cada uno de los miembros, el a. de todos y cada uno de los fieles en tanto que fieles; es decir, no según las peculiaridades de la función jerárquica, sino según la realidad de su incorporación a Cristo mediante el Bautismo, condición que es común a todos los fieles, «desde el Papa al último de los bautizados» como decíamos antes.

Así, pues, la misión apostólica de la Iglesia - y de cada uno de sus miembros- tiene ontológicamente como dos momentos diferentes: los Apóstoles llamados por voluntad expresa de Cristo son, en primer lugar, semilla del nuevo Israel, origen de todo el Pueblo de Dios que es receptor de la misión total de la Iglesia; los Apóstoles, en un segundo momento, son llamados por el Señor a constituir, dentro de la totalidad del Pueblo de Dios, el orden de los Obispos, al que ayudan en su misión los presbíteros, en virtud de un mandato expreso de Cristo que lleva consigo unas peculiaridades concretas respecto de su a. específico. Radicalmente, por tanto, los Apóstoles son los primeros eslabones entre la misión del «Apóstol de nuestra fe» (Heb 3, 1-2, antes citado) y la misión de todo el Pueblo de Dios que es la totalidad de la Iglesia. Efectivamente, el mismo Vaticano II, al tratar de los laicos, señala que su a. - su misión peculiar- es «una participación en la misión misma de la Iglesia» (Lum. gent., 33) y no una participación en la misión de la Jerarquía.

Respecto del a. en general, podemos afirmar, pues, cuanto se afirma respecto de la igualdad radical que se da en el Pueblo de Dios, a tenor de las afirmaciones sustanciales que se encuentran contenidas en el cap. 11 de la Const. Lumen gentium. «Uno de los frutos del Concilio ha sido poner de relieve aquello que es común a todos los fieles, a todos los miembros del Pueblo Sacerdotal de Dios, situando, dentro de esta unidad primaria y fundamental, la diversidad de funciones que existen dentro de la Iglesia: Hay, pues, un único Pueblo de Dios elegido: un solo Señor, una sola fe, un solo Bautismo (Eph 4, 5); es común la dignidad de los miembros por su regeneración en Cristo, común la gracia de la adopción filial, común la llamada a la perfección, una sola salvación, una sola esperanza y una caridad indivisible. No hay, pues, ninguna desigualdad en Cristo y en la Iglesia - ni por la raza o nacionalidad, ni por la condición social o por el sexo -, porque no hay judío ni griego; no hay esclavo ni hombre libre; no hay varón ni mujer. Pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús (Gal 3, 28; cfr. Col. 3, II). Y también: Si bien algunos, por voluntad de Cristo, están puestos como doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los demás, también es cierto que entre todos rige una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y la actividad común a todos los fieles para la edificación del Cuerpo de Cristo (Lum. gent., 32)» (A. del Portillo, o. c., p. 47).

3. Objeto y condiciones del apostolado. Aunque ya ha quedado sustancialmente afirmado que el a. tiende a identificarse con la misión total y única de la Iglesia, puede decirse de modo más preciso que el objeto del a. consiste en lograr «que la totalidad del mundo se integre en el Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor, y templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda al Creador universal y Padre todo honor y gloria» (Lum. gent., 17). Con otras palabras, el a., es aquella actividad que la Iglesia lleva a cabo por misión recibida de Cristo y del Espíritu Santo, encaminada a hacer presente la Vida y la Bondad divina en la humanidad y en la creación entera, hasta que llegue la consumación escatológica del Reino (1 Cor 15,28).

El a. participa de la condición itinerante de los hombres. Dentro de la economía de la salvación, el a. es un ideal de encarnación, que consiste en llevar a su plenitud y endiosamiento todo lo terreno; Es igualmente un ideal de redención para vencer el mal y el pecado que hay en el mundo, al igual que Cristo vence desde la Cruz redentora; y es finalmente un ideal de transfiguración que únicamente se alcanzará en la resurrección de toda carne y en la renovación escatológica del universo. La apertura salvífica que supone el a. como actividad de la misión total de la Iglesia, entronca radicalmente con la apertura de la vida divina que tiene lugar en la misión del Verbo encarnado, que nos redime en la Cruz y en la Resurrección gloriosa y se transfigura en su Resurrección y Ascensión a los cielos; y la misión apostólica de la Iglesia, destinada a traer la paz al corazón del creyente, participa de la pasión y muerte como de la resurrección de Cristo.

Aunque a ese objeto tienda finalmente el a. de la Iglesia, no puede entenderse que el a. solamente deba estar pendiente de esa plenitud de las almas y de los cuerpos, de la humanidad y del cosmos, en la que permanecen incluso las obras del trabajo humano (cfr. Gaudium et spes, 39), sino que posee unas condiciones que acompañan al ser de la Iglesia en la tierra. Las condiciones que fundamentalmente encontramos expresadas para el a. en el Vaticano II podrían ser éstas:

a) El a. es misión en el mundo: «La obra redentora de Cristo, aunque de por sí tiende a salvar a los hombres, se propone también la restauración de todo el orden temporal. Por ello, la misión de la Iglesia no es sólo ofrecer a los hombres el mensaje de Cristo y su gracia, sino también impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico» (Apostolicam Actuositatem, 5).

b) El a. es misión histórica: El a. cristiano se encuentra enmarcado en la historia de la salvación, que mantiene una íntima relación con la historia humana. La acción apostólica debe inscribir en la historia y en las diversas culturas, cuyos valores propios y genuinos deben ser respetados, el dinamismo del misterio de la encarnación y del misterio de la Pascua del Señor (cfr. Lum. gent., 17).

c) El a. es único y universal: El a., por ser parte de la misión única de Cristo y de la Iglesia, participa también de esta condición radical, porque uno es el Señor, una es la fe, uno el Bautismo en Cristo, y uno también el término escatológico al que el a. tiende. Pero unidad no equivale a uniformidad. Las expresiones paulinas acerca de la Iglesia como Cuerpo de Cristo son bien elocuentes respecto de la unidad fundamental de la Iglesia, cuya Cabeza es el propio Cristo, y la diversidad de funciones que en la Iglesia, como organismo vivo, existen (cfr. 1 Cor 12, 12 ss.). El a. es único pero no es uniforme. Aquí también puede aplicarse cuanto señala el Vaticano II respecto del pluralismo o variedad de funciones y de formas válidas en múltiples terrenos de la vida interna de la Iglesia: «con este criterio de actuación (los cristianos) manifestarán cada vez de modo más pleno la auténtica catolicidad, y al mismo tiempo la apostolicidad de la Iglesia» (Decr. Unitatis redintegratio, 4). La unidad fundamental y la pluralidad de funciones, de formas y de iniciativas apostólicas, hacen que el a. de la Iglesia sea también universal, católico. La Iglesia se dirige a todos los hombres «para salvarlos a todos» (1 Cor 9, 22); y es además el germen firmísimo de la unidad fundamental del género humano (cfr. Lum. gent., l).

d) El a. es una condición fundamental de la ontología de la existencia cristiana: la gracia es siempre esencialmente un don de caridad que ha de revertir hacia el prójimo. El ser personal cristiano se realiza principalmente en la entrega a los demás (cfr. Ad gentes, 7).

e) El a. encuentra su raíz en la vida sacramental de la Iglesia: La incorporación al Pueblo de Dios, el robustecimiento en la fe y la mayoría de la edad en Cristo, serían suficientes títulos para comprender que el a. nace y se' alimenta de la vida sacramental y litúrgico tanto como de las disposiciones interiores. Pero es preciso insistir en que la Eucaristía es el sacramento apostólico y misionero por excelencia: realiza la presencia real y sustancial de Cristo entre los hombres y con Él la presencia del Dios Trino; es el Sacramento en el que se anuncia la muerte y resurrección, la Pascua de Jesucristo, hasta que venga (cfr. 1 Cor 29 16).

4. Pluralidad funcional del apostolado. La imagen de la Iglesia como Pueblo de Dios evoca la unidad e igualdad fundamentales de los bautizados en Cristo y en el Espíritu. Sin embargo, esa imagen es necesario completarla con la de Cuerpo Místico de Cristo - tal como hace el Vaticano II -, que expresa claramente que «en la edificación del cuerpo de Cristo también se da la diversidad de miembros y de funciones» (Lum. gent., 7), de acuerdo con la doctrina paulina de 1 Cor 12. «Hay, pues, en la Iglesia una igualdad fundamental junto a una desigualdad funcional» (A. del Portillo, o. c., 48). «La Cabeza de este Cuerpo es Cristo» (Lum. gent., ib.), pero el Espíritu, que distribuye los dones, hace que surjan, según las necesidades de la misma Iglesia, a la cual Cristo ama como su propia esposa, la diversidad de funciones, como fruto del reparto de dones y carismas.

El a. - como hemos visto- surge de la misma misión del Verbo encarnado, que prolonga a lo largo de la historia humana su acción salvadera a través de la misión de la Iglesia. La Iglesia, inseparable de Cristo que es su Cabeza, es a su vez inseparable de sus miembros, los fieles cristianos, que en el organismo vivo del Cuerpo de Cristo ocupan distintos lugares, diversidad de funciones, ministerios o diaconías. Todos los miembros participan de la misión única y total de la Iglesia porque son fieles; pero cada miembro debe cumplir su función, su peculiar misión, de acuerdo con el lugar que el Espíritu le ha asignado en el Cuerpo de Cristo, en ese organismo vivo que es la Iglesia.

El Vaticano II ha insistido en la correlación entre consagración y misión, al tratar de los diferentes miembros que en la Iglesia existen (cfr. Lumen gentium, 21, 28, 29, 31, 44, en relación con la consagración y la misión de obispos, presbíteros, diáconos, laicos y religiosos; doctrina posteriormente desarrollada en los correspondientes decretos Christus Dominus, sobre la «función pastoral de los obispos»; Presbyterorum Ordinis, sobre el «ministerio y vida de los presbíteros»; Apostolicam actuositatem, sobre el «apostolado de los laicos», y Perfectae caritatis, sobre la «renovación de la vida religiosa»). Y aunque ontológicamente la consagración preceda a la misión, existencialmente la exigencia de la diversidad de funciones precede a la diversidad de misiones y consagraciones. El Episcopado, p. ej., no tendría existencialmente razón de ser si no existiera una Iglesia particular, una porción del Pueblo al que tuviera que regir pastoralmente. El servicio a la totalidad de la misión es lo que da razón de ser de la diversidad de las funciones, que son otros tantos servicios. La idea de servicio es inseparable de la idea de misión o de función en el seno de la Iglesia. Cristo, que es Señor y Maestro, se presenta como el «Siervo de Yahwéh» (cfr. Is 42, 1-9; 49, 1-6; 50, 4-1 l; 52, 13-15, y 53, 1-12) y como «siervo de los discípulos» (cfr. lo 13, 1-20), porque Cristo establece una relación entre los designios de Dios y el destino humano. La Iglesia ha proclamado repetidas veces en el Vaticano 11 que se siente «servidora de la humanidad», precisamente por designio de Dios. La Iglesia «obedece no a un precario proyecto del hombre, sino a un designio de Dios. La Redención, la salvación del mundo, es obra de la amorosa y filial fidelidad de Jesucristo - y de nosotros con Él- a la voluntad del Padre celestial que le envió» (l. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, nº 1, 3 ed. Madrid 1969, p. 18). La misión de Cristo, de la Iglesia y de cada cristiano es una misión relativa, entre Dios que distribuye los dones y carismas (la vocación, porque es Él quien llama para cumplir una determinada función), y los hombres. El Vicario de Cristo usa frecuentemente este título apostólico: «Siervo de los siervos de Dios».

La pluralidad de funciones del a. no puede establecerse a priori de la vida de la Iglesia más que en aquellas funciones que lo son por institución divina, por institución de Cristo. Y, a tenor de ello, habrá de mantenerse que su sentido - si se tiene suficientemente en cuenta la idea de servicio- no se agota en la mismidad de cada función. El Vicario de Cristo es Siervo en grado sumo porque existen los siervos de Dios. Si por institución divina existe la jerarquía sagrada es porque igualmente por designio de Dios existe el decreto de salvación de todos los hombres, y porque esa salvación la tiene que realizar históricamente un resto fiel que es el Pueblo de Dios. La const. Lumen gentium distingue efectivamente la existencia de una misión de la jerarquía y una misión del laicado (cfr. cap. III y IV), inmediatamente después de haber afirmado la radical y fundamental identidad que se da entre los fieles que forman parte del único Pueblo de Dios. También es importante señalar que en la Constitución dogmática sobre la Iglesia - la Lumen gentium- se incluye el reconocimiento del estado peculiar de vida de los religiosos. Todo ello habla de la diversidad de funciones del a., al margen de las iniciativas apostólicas que a lo largo de la historia hayan podido darse en el seno de la Iglesia.

«Ya en el año 1945, mons. l. Escrivá de Balaguer, una de las figuras precursoras del Concilio Vaticano II, ponía vigorosamente de manifiesto estos conceptos con las siguientes palabras: Debemos considerar a la vez, sin confundirlas, dos nociones fundamentales: de una parte, la noción de estado, que distingue al sacerdote del simple fiel; y de otra, la vocación a la santidad, común a todos los cristianos. El estado clerical se caracteriza por un conjunto de deberes exigidos por la misión específica que corresponde, en el servicio de Dios, al sacerdote, que está llamado, por razón del sacramento del orden que ha recibido, a ayudar a sus hermanos con los servicios propios de su ministerium verbi et sacramentorum, del ministerio de la predicación y de los sacramentos. El estado laical ofrece también un aspecto que le es propio, que viene a ser dentro del Cuerpo Místico de Cristo el ministerio peculiar de los seglares: asumir sus responsabilidades personales en el orden profesional y social, para informar de espíritu cristiano todas las realidades terrenas, a fin de que en todas las cosas Dios sea glorificado por Jesucristo (1 Pet 4, 11).

´Pero siendo distintos los estados correspondientes al sacerdote y al seglar - como consecuencia de la diversidad de sus respectivas tareas o ministerios -, es en ellos única y común su condición de cristianos, por haber sido llamados a formar parte de un solo cuerpo (Col 3, 15), y porque igualmente se les aplican aquellas palabras de San Pablo a los corintios: Christi bonus odor sumus Deo (2 Cor 2, 15), somos el buen olor de Cristo, delante de Dios. Por exigencia de la común vocación cristiana - como algo que exige el único bautismo que han recibido- el sacerdote y el seglar deben aspirar, por igual, a la santidad, que es una participación en la vida divina (S. Cyrillus Hierosolymitanus, Catecheses, 21, 2). Esa santidad, a la que son llamados, no es mayor en el sacerdote que en el seglar: porque el laico no es un cristiano de segunda categoría. La santidad, tanto en el sacerdote como en el laico, no es otra cosa que la perfección de la vida cristiana, que la plenitud de la filiación divina, pues todos somos a los ojos de nuestro Padre Dios hijos de igual condición, cualquiera que sea el servicio o ministerio que a cada uno se asigne: hijos pequeños, a quienes - justamente por su pequeñez- se les ha reservado el reino de los cielos (Mt 19, 14) (J. Escrivá de Balaguer, Carta, 2-II-1945)» (A. del Portillo, o. c., 49-50).

La diversidad de funciones apostólicas está en relación con la santidad de la vida: todos estamos llamados a la plenitud de la vida cristiana, a la santidad y a la perfección de la caridad (cfr. Lum. gent., cap. V). La santidad, la perfección de la caridad, la plenitud de vida cristiana, exigen el a. Correlativamente podría decirse que exigen el fiel cumplimiento de la propia misión apostólica de acuerdo con la peculiar consagración de cada cual.

Función apostólica de la Jerarquía será -a tenor de] Vaticano II- alimentar a todo el Pueblo de Dios con la Palabra y los Sacramentos, y regir pastoralmente su «grey»; no parece necesario desarrollar aquí el contenido de este ministerio sagrado del interior de la Iglesia. Pero el Pueblo de Dios tiene también, dentro de su misión única, la función de animar cristianamente el orden temporal, y respecto a éste «a la jerarquía corresponde señalar - como parte de su Magisterio- los principios doctrinales que han de presidir e iluminar la realización de esa tarea apostólica (cfr. Lum. gent., 28; Gaud. et spes, 43; Apost. actuos., 24)» (l. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, no 11, 3 ed. Madrid 1969, p. 32).

Por su parte, «la específica participación del laico en la misión de la Iglesia consiste precisamente en santificar ab intra - de manera inmediata y directa- las realidades seculares, el orden temporal, el mundo», aunque además de esta tarea que le es específicamente propia, el laico, por su condición de fiel tiene una serie de facultades fundamentales: «participación activa en la liturgia de la Iglesia, facultad de cooperar directamente en el apostolado propio de la Jerarquía o de aconsejarla en su tarea pastoral si es invitada a hacerlo, etc.», dice l. Escrivá de Balaguer (o. c., no 9, p. 30), y añade: «A los laicos, que trabajan inmersos en todas las circunstancias y estructuras propias de la vida secular, corresponde de forma específica la tarea, inmediata y directa, de ordenar esas realidades temporales a la luz de los principios doctrinales anunciados por el Magisterio; pero actuando, al mismo tiempo, con la necesaria autonomía personal frente a las decisiones concretas que hayan de tomar en su vida social, familiar, política, cultural, etc. (cfr. Lum. gent., 31; Gaud. et spes, 43; Apost. actuos., 7)» (o. c., no 1 1, p. 32).

«En cuanto a los religiosos, que se apartan de esas realidades y actividades seculares, abrazando un estado de vida peculiar, su misión es dar un testimonio escatológico público, que ayuda a recordar a los demás fieles del Pueblo de Dios que no tienen en esta tierra domicilio permanente (cfr. Lumen gentium, 44; Perfectae caritatis, 5). Y no puede olvidarse tampoco el servicio que suponen también para la animación cristiana del orden temporal las numerosas obras de beneficencia, de caridad y asistencia social que tantos religiosos y religiosas realizan con abnegado espíritu de sacrificio» (J. Escrivá de Balaguer, o. c., no 1 1, p. 33).

5. La Teología y el apostolado. La actual toma de conciencia que tiene lugar en el interior de la Iglesia no es fruto de una concreta enseñanza teológica. Más bien ha sido un proceso inverso: la realidad de la conciencia apostólica de muchos fieles - laicos o sacerdotes- ha provocado la reflexión teológica sobre el a., como una constante eclesial que se ha dado siempre, de una u otra forma. El a. - si excluimos algunas esencialidades someramente expuestas más arriba- es la misma vida de la Iglesia, y esta vida concreta que ha tenido lugar a lo largo de los siglos es difícilmente reducible a categorías intelectuales, especialmente cuando de esas categorías pretenda extraerse una concreta metodología. En éste, como en tantos otros terrenos de la vida de la Iglesia, la postura intelectualmente correcta ha de ser la de una sana apertura a la realidad viva desde la fe vivida. Con otras palabras, una excesiva categorización intelectual teológico del a. no puede conducir más que a su anquilosamiento, porque en la práctica equivaldría a olvidar que la Iglesia tiene como Cabeza a Cristo, que envió al Espíritu sin el cual «nadie puede decir: ¡Anatema es Jesús! y nadie puede decir: ¡Jesús es Señor!, sino por influjo del Espíritu» (1 Cor 12, 3).

Más explícitamente aún, cabe decir que la vida de la Iglesia a lo largo de los siglos no es reducible a la historia de sus instituciones y a la del pensamiento teológico. El proceso mediante el cual el a. ha cuajado en instituciones y ha sido objeto de consideración desde la Teología, es precisamente el inverso. Es decir, en la Iglesia se han dado siempre los dones y carismas del Espíritu Santo que han movido a los cristianos en general al a.; en una etapa ulterior, esa actividad e iniciativas apostólicas han originado las instituciones o el reconocimiento de la existencia de dones y carisrnas por la autoridad de la Iglesia (en cumplimiento de su misión sagrada de gobernarla); y también ha provocado la reflexión teológica sobre el conjunto de fenómenos en los que se han dado esos dones y carismas. Ese reconocimiento de la jerarquía, cuyo oficio es velar por la vida de la Iglesia, abarca desde las formas asociativas del a., hasta el reconocimiento de la dimensión apostólica que tienen numerosas tareas, consideradas antes como «neutras» desde el punto de vista del a. Aunque el reconocimiento de actividades plenamente laicales, pero emprendidas con responsabilidad apostólica, no es o no necesita ser una sanción o aprobación explícita de carácter jurídico; en todo caso se, configura como un mero ius invigilandi respecto de la fe y rectas costumbres, que deja íntegro el derecho de los fieles a su libre iniciativa. Así, la función de la jerarquía nada tiene que actuar ni sancionar positivamente cuando el cristiano, por el hecho de estar bautizado, siente la urgencia caritativa de acercar sus amigos a Dios, de orar por ellos, de ayudarles a decidirse a cumplir mejor sus deberes, o de, con ocasión de su trabajo, impulsar a las personas con las que se relaciona a mejorar su vida, contribuyendo así a que la sociedad sea más recta y más justa.

Por otra parte, la propia Jerarquía al profundizar en la realidad de la Iglesia (que es el entero Pueblo de Dios, o la totalidad del Cuerpo Místico de Cristo) y la necesidad de contar con grupos de laicos católicos que, como ciudadanos, contribuyan y colaboren con la misión de la propia jerarquía (especialmente debido a las crecientes dificultades que el Estado moderno impuso a las funciones jerárquicas) han provocado formas de actividad apostólica de colaboración con el a. de la jerarquía.

Este doble y diferente origen de asociaciones y formas de a., actualmente reconocidas y sancionadas por la autoridad de la Iglesia, no puede ser confundido en una reflexión teológica. La, teología del a., hasta época muy reciente, en síntesis daba los siguientes pasos: la misión del Verbo encarnado proviene de Dios Padre; Después de la Ascensión el Espíritu Santo envía a los Apóstoles, que son el origen de la Jerarquía; ésta recibe, pues, su misión de Cristo y del Espíritu Santo; y el resto de los fieles reciben su misión de la jerarquía. El conc. Vaticano 11 ha impuesto un giro copernicano en esta importante cuestión. Efectivamente, Cristo recibe la misión del Padre, obedece a un decreto intratrinitario, y el Espíritu Santo realiza su misión cerca de los hombres, cuando el Hijo asciende al Padre. Pero es toda la Iglesia la que es enviada por Dios como continuación inseparable de la Obra del Verbo encarnado, y cada uno de los fieles recibe su peculiar misión de la Iglesia. La Jerarquía debe reconocer los dones y carismas que asisten a cada fiel para el cumplimiento de la peculiar misión apostólica que reciba de la Iglesia, aunque también quepa la posibilidad de que sea la propia Jerarquía quien, mediante un mandato, llame a algunos grupos de fieles laicos a una colaboración directa e inmediata en su específica tarea apostólica. Pero son dos puntos de partida diferentes para una consideración total del a.

 

BIBL.: l) Obras generales: a) para los aspectos bíblicos pueden verse: l. BONSIRVEN, Les enseignements de lésus Christ, 8 ed. París 1950; X. LÉON DUFOUR, Apóstoles, en Vocabulario de Teología Bíblica, Barcelona 1966; B. OCHARD, E. F. SUTCLIFFE Y OTROS, Verbum De¡ (comentario a la S. E., especialmente t. III y IV), 2 ed. Barcelona 1962; A. ROBERT y A. TRICOT, Iniciación bíblica, México 1957. b) Aspectos eclesiológicos y generales: G. BARAUNA Y OTROS, La Iglesia del Vaticano 11 3 ed. Barcelona 1968; l. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones con... 3 ed. Madrid 1969; CH. JOURNET, Teología de la Iglesia, 3 cd. Bilbao 1966; P. A. LIÉGÉ, Vivir como cristiano, Andorra 1962; H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Bilbao 1958.

2) Estudios más específicos: a) en general: F. KLOSTERMANN, Apostolat, en LTK, I, 755-756; fD, Das christliche Apostolat, Innsbruck 1960 (obra fundamental, especialmente 173-215 y 1133-1137); A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia, Pamplona 1969 (obra fundamental, especialmente 28-64, 126-150, 231245); P. RODRÍGUEZ, Relaciones ministerio - comunidad, en Teología del sacerdocio, 11, Burgos 1970; R. Spiazzi, Los fundamentos teológicos del ministerio pastoral, Madrid 1963, 68-79. b) más en relación con los laicos: Actas del 1, 11 y 111 congresos mundiales de Apostolado de los laicos, Roma 1952, 1957 y 1967; Y. M. l. CONGAR, salones para una teología del laicado, Barcelona 1961; A. A. ESTEBAN ROMERO, La Teología del La¡cado. Estado de la cuestión, en XIII Semana Española de Teología, Madrid 1954 (con abundante bibl.); P. GLORIEUX (ed.), El laicado en la Iglesia, Barcelona 1966; J. M. PERRIN, La hora de los laicos, Madrid 1958; P. RODRÍGUEZ GARCÍA, «Camino» y la espiritualidad del Opus Dei, «Teología espiritual» IX (1965) 213-245; J. SALINAS, J. FOLLIFT, matrimonio, celibato y laicado, Madrid 1966; l. B. TORELLÁ, La espiritualidad de los laicos, Madrid 1965; UNIVERSITÁ DEL SACRO CUORE, L'Apostolato de laici, Bibliografía sistemática, Milán 1957; VARIOS, El laicado, no monográfico de «Palabra» no 21 (mayo 1967).

 

CARLOS ESCARTÍN.

 

 

II. TEOLOGÍA MORAL. Al intentar un somero análisis de la realidad del a. desde el punto de vista de la Teología moral, es preciso partir de los presupuestos de Teología dogmática desarrollados en el artículo anterior. «La Teología moral refleja un hecho del que los cristianos de hoy casi han perdido la conciencia: que la moral es, sobre todo y ante todo, doctrina sobre el hombre», afirma J. Pieper (pról. a la ed. española de La Prudencia, Madrid 1957, 13-52). Llevando las cosas a una formulación extrema, podríamos afirmar con Eckehart que «las personas no deben pensar tanto lo que han de hacer como lo que deben ser» (cit. por J. Pieper, ib. 14). Algo similar cabe decir en casos análogos, como los propios del análisis de la Teología pastoral o de la Pastoral litúrgico. En la actualidad la Pastoral en su sentido más genuino propende a ser considerada como una Eclesiología existencias, es decir, como una ciencia «en que se expone la realización de la Iglesia tal como se plantea en cada momento» o una consideración de la Iglesia «como magnitud dinámica, socialmente estructurada, sometida a una historia cambiante y mudable, una magnitud que tiene que actualizarse hic et nunc para ser realmente lo que es y realizar lo que debe realizar» (H. Schuster, Ser y quehacer de la Teología pastoral, «Concilium», 3, 1965, 8-9).

Con esto queda delimitado el ámbito en el que ha de moverse una reflexión moral sobre el a. Así, pues, el a. desde el punto de vista moral arranca de la concepción cristiana del hombre que enseña la Teología dogmática. Señalemos, por tanto, que las exigencias de la Pastoral de una determinada época serán obligaciones morales de esa determinada época, y no quizá de otras. Nos interesa primordialmente el sentido fundamental que el a. tiene para la Teología moral, y no las diversas contingencias y diferentes formas que en cada época marcan la pauta a seguir de un concreto comportamiento apostólico. Así, p. ej., no tendría sentido insistir en la actividad misional como exigencia concreta para unos determinados cristianos, allí donde la Iglesia esté en circunstancias tales que ese deber misional no exista (nos referimos al deber misional de evangelizar a los paganos, y no a la realidad por la que toda la Iglesia es siempre misionera, pues en esta realidad el término misionera está en relación con la idea de misión - la Iglesia es enviada por Cristo y el Espíritu- y no con la actividad que se desarrolla en las misiones o territorios donde la Iglesia aún no se ha asentado); Y no obstante siempre será válido el deber apostólico; en cualquier circunstancia el cristiano está llamado al a. en virtud de su incorporación a Cristo por medio del Bautismo y los demás Sacramentos.

I. La vocación al apostolado. Sea cual fuere el punto de partida que la Teología moral adopte como fundamento para estructurar una doctrina sobre el hombre y su conducta en la historia, será válido afirmar que todos los cristianos están llamados al a., que han recibido en el Bautismo una llamada de Cristo para realizar lo que entendemos por a., al igual e inseparablemente que afirmamos su llamada a la santidad, a la plenitud de la vida cristiana. «El a. es para todos los fieles un aspecto del compromiso bautismal, que se configura como un ius nativum propio de su condición de bautizados», y es una «verdadera vocación divina, no recibida de los hombres, por la cual los cristianos son llamados a contribuir al establecimiento del Reino de Dios. El Bautismo no supone sólo una gracia, sino una llamada divina a participar en la misión redentora de Cristo; es un compromiso, una responsabilidad, un deber que el fiel debe cumplir. Por el Bautismo, el hombre se hace partícipe del ministerio profético, sacerdotal y real de Cristo, y por eso, e inseparablemente de esa dignidad, le incumbe el deber de continuar en el mundo este ministerio, hasta que el Reino de Dios alcance su plenitud» (A. del Portillo, Fieles y laicos en la Iglesia, Pamplona 1969, 126-127). Especialmente se pone de relieve este deber en la Const. Lumen gentium del Vaticano II (cfr. no 9). y en los documentos conciliares que desarrollan los concretos deberes que existen en la Iglesia para las diferentes funciones y vocaciones (cfr. Decretos Christus Dominus, Apostolicam actuositatem, Perfectae caritatis, Ad gentes).

La vocación apostólica arranca, pues, del mismo ser cristiano, ya que es el Bautismo, y posteriormente los demás Sacramentos, lo que configura a Cristo. La razón fundamental del deber del a. está en la incorporación de todo cristiano al Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia (cfr. Lumen gentium, 7). «La característica fundamental del proceso de evolución del laicado es la toma de conciencia de la dignidad de la vocación cristiana. La llamada de Dios, el carácter bautismal y la gracia, hacen que cada cristiano pueda y deba encarnar plenamente la fe. Cada cristiano debe ser alter Christus, ipse Christus, presente entre los hombres. El Santo Padre lo ha dicho de una manera inequívoca: 'Es necesario volver a dar toda su importancia al hecho de haber recibido el Santo Bautismo, es decir, de haber sido injertado, mediante ese sacramento, en el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia... El ser cristiano, el haber recibido el Bautismo, no debe ser considerado como indiferente o sin valor, sino que debe marcar profunda y dichosamente la conciencia de todo bautizado (enc. Ecclesiam suam, parte l). Esto trae consigo una visión más honda de la Iglesia, como comunidad formada por todos los fieles, de modo que todos somos solidarios de una misma misión, que cada uno debe realizar según sus personales circunstancias» (l. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, no 58-59, 3 ed. Madrid 1969, p. 107-108). Cualquier cristiano, por el solo hecho de serlo, está llamado a procurar la salvación del prójimo, y a esforzarse en este empeño siempre y donde pueda, ya que en el Bautismo y la Confirmación ha recibido la misión de ser corredentor con Cristo.

No entraremos aquí ya en los medios para realizar el a.; Estando en estrecha relación con la misma santidad y perfección cristiana, tanto si se trata del a. personal, como de a. organizados, directos o indirectos, los medios esenciales son los mismos (véanse, p. ej., los artículos a los que remitimos al final de éste). Dado que el objeto final a que tiende todo a. es fundamentalmente sobrenatural y espiritual, puede decirse, con frase concisa, que: «Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en tercer lugar, acción» (J. Escrivá de Balaguer, Camino, no 82). Junto con los medios espirituales y sobrenaturales, vendrán los medios evangélicos adecuados a los concretos deberes apostólicos de cada uno, y al objeto inmediato de cada forma de a.; de esos concretos deberes y formas de a. trataremos después de considerar al a. en general como exigencia de la caridad.

2. El apostolado como exigencia de la caridad. La plenitud de la vida cristiana se encuentra en la plenitud de la caridad. «Querer alcanzar la santidad... significa esforzarse, con la gracia de Dios, en vivir la caridad, plenitud de la ley y vínculo de la perfección. La caridad no es algo abstracto; Quiere decir entrega real y total al servicio de Dios y de todos los hombres; de ese Dios, que nos habla en el silencio de la oración y en el rumor del mundo; de esos hombres, cuya existencia se entrecruza con la nuestra. Viviendo la caridad - el Amor- se viven todas las virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano, que forman una unidad y que no se pueden reducir a enumeraciones exhaustivas. La caridad exige que se viva la justicia, la solidaridad, la responsabilidad familiar y social, la pobreza, la alegría, la castidad, la amistad... Se ve en seguida que la práctica de esas virtudes lleva al apostolado. Es más: es ya apostolado. Porque, al procurar vivir así en medio del trabajo diario, la conducta cristiana se hace buen ejemplo, testimonio, ayuda concreta y eficaz; se aprende a seguir las huellas de Cristo que coepit lacere et docere (Act 1, l), que empezó a hacer y a enseñar, uniendo al ejemplo la palabra» (l. Escrivá de Balaguer, o. c. nll 62, p. 115-116). «Es la caridad depositada en nuestra alma la que tiene que empujamos a amar al prójimo en Dios de forma efectiva (cfr. 2 Cor 5, 14), esto es, a procurar que él ame a Dios y que a su turno Dios le haga entrar en el reino de su amor. Y porque a menudo la acción directa de una determinada persona inspirada en el amor es la única que puede franquear al prójimo el acceso a Dios, es precisamente a ésta a quien Dios llama y obliga a realizar esta obra de caridad» (B. Háring, o. c., 71).

En alguna época de la historia de la Teología se consideró que la santidad y la perfección eran realidades relativamente diversas, y se señaló el deber del a. como un quehacer fundamentalmente relacionado con la actividad del sacerdocio ministerial (cfr. sobre esta materia las abundantes referencias que se encuentran en obras ya clásicas, como las de R. Garrigou - Lagrange, Las tres edades de la vida interior, en general las de J. González Arintero, y también A. Royo Marín, Teología de la perfección cristiana). En la actualidad se comprende que santidad y perfección cristiana van íntimamente unidas (cfr. Lumen gentium, cap. V), y que esa santidad cristiana, a la que todos estamos llamados por el Bautismo y los demás Sacramentos, exige asimismo el deber ineludible del a., de proveer a las necesidades espirituales del prójimo. A diferencia de lo que pudiera desprenderse de algunas afirmaciones teológicas mantenidas en el pasado, la perfección cristiana (que para autores como Suárez parece ceñirse sólo a la práctica de las virtudes morales) no es separable de la vida teologal, es decir, de la práctica de las virtudes sobrenaturales de la fe, esperanza y caridad. No es extraño que semejante concepción de la vida cristiana, que entronca con una concepción eclesiológica a todas luces insuficiente, se encuentre hoy superada, y que, a tenor de esa superación, se comprenda que el mandato de la caridad hacia el prójimo (lo 13, 34-35) entraña el espíritu de servicio a los demás, común a todos los bautizados, que conduce al a.

3. La diversidad funcional en la Iglesia y el deber apostólico. En otro lugar ya se ha explicado que la realidad del a. se estructura en la Iglesia a partir de la radical unidad que se da entre los fieles, por el hecho de ser fieles, y la pluralidad de funciones que se da en la Iglesia, según el reparto de dones y carismas. El deber de a. se estructura también a partir de esa radical unidad - todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo están obligados por la caridad a procurar la salvación de su prójimo- y de esa pluralidad de funciones que hace que cada fiel ocupe su peculiar lugar en la Iglesia y en el mundo. La Iglesia es una sociedad organizada jerárquicamente (Lumen gentium, 8), y consecuentemente son distinguibles las funciones características de la jerarquía de las funciones características de los laicos, bien entendido siempre que el apostolado de la Iglesia no se agota en el ejercicio de cada una de estas diversas funciones, sino que precisa de la totalidad del esfuerzo apostólico.

A. La función jerárquica y su deber apostólico. Como es sabido, la suprema función jerárquica es ejercida en la Iglesia por el Romano Pontífice, como Vicario de Cristo, y por el Colegio de los Obispos presididos por él. Corresponde a esta suprema función la vigilancia sobre toda la Iglesia y sobre el cumplimiento de su misión apostólica. Entre los deberes que rigurosamente corresponden a la jerarquía como tal, podrían enumerarse los siguientes:

a) Tiene el deber de enseñar la fe en el nombre y con el poder que Jesucristo le ha confiado (Lumen gentium, 35).

b) Tiene el deber de reconocer y promover la dignidad y responsabilidad de los laicos en la Iglesia, y animarles en su propia y peculiar vocación apostólica (Lum. gent., 37).

c) Función principal de la Jerarquía es el ser fundamento visible de la unidad de la Iglesia para el cumplimiento de su misión apostólica (Lum. gent., 23).

d) Compete a la jerarquía el deber de ordenar adecuadamente la Liturgia sagrada, que es el alimento de la vida cristiana, y por tanto del a. (Sacrosanctum Concilium, 22, 25, 26, 35, 42, etc.).

e) «Cada Obispo que está al frente de una Iglesia particular, ejerce su autoridad pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios que se le ha confiado, no sobre las otras Iglesias ni sobre la Iglesia universal. Pero en cuanto miembros del Colegio Episcopal y legítimos sucesores de los Apóstoles, están obligados, por institución y disposición de Cristo, a una solicitud por la Iglesia universal, que aunque no se ejerza por un acto de jurisdicción, contribuye en alto grado al provecho de la Iglesia universal» (Lum. gent., 23), y correlativamente hay que señalar igual solicitud para los restantes miembros de la jerarquía, cuyo grado inferior es el diaconado.

El ministerio apostólico de la Jerarquía es cuidadosamente analizado y expuesto por el Vaticano Il al señalar la peculiar configuración que el sacramento del Orden confiere a quienes lo reciben, para servir de fermento y alimento en la misión apostólica total de la iglesia, mediante su oficio de predicadores de la palabra, administradores de los Sacramentos, y rectores del Pueblo de Dios. No es necesario extenderse aquí en consideraciones sobre lo que ha venido conociéndose como oficios eclesiásticos, que pueden encontrarse expuestos en sus lugares correspondientes. Sin embargo, especialmente porque las funciones eclesiásticas son el medio normal de vida de los ministros, conviene insistir en que desde el punto de vista moral, la función apostólica que ejercen exige también la donación de uno mismo, la entrega que se expresa con palabras paulinas como un «hacerse todo para todos para salvarlos a todos» (1 Cor 9, 22); según cuanto venimos señalando, ese hacerse todo para todos tiene que situar a la propia jerarquía por encima de las divisiones humanas, con objeto de construir en la caridad de Cristo.

Es particularmente importante señalar, como contrario al deber sagrado del a. de la jerarquía, todo cuanto de un modo u otro pueda contribuir al resurgimiento de lo que históricamente ha venido conociéndose como «clericalismo», conflicto que tiene uno de sus aspectos fundamentales en el tema de la instauración cristiana del orden temporal, terreno en el que siempre es posible la injerencia indebida. El Vaticano 11 afirma con precisión que «es deber de toda la Iglesia trabajar para que todos los hombres se hagan capaces de restaurar rectamente el orden temporal entero y de ordenarlo a Dios a través de Cristo. Compete a los pastores exponer con claridad los principios acerca del fin de la creación y del uso del mundo y proporcionar los auxilios espirituales y morales para que el orden temporal sea restaurado en Cristo» (Apostolicam actuositatem, 7), y a renglón seguido el propio Concilio señala que la restauración del orden temporal y la actuación directa e inmediata en ese orden es tarea de los fieles laicos.

B. El apostolado de los laicos. Si entendernos que los laicos son fieles, y que por el hecho de serlo están llamados – vocacionados - al cumplimiento de la misión total de la Iglesia, se comprenderá también que existen peculiaridades en las funciones apostólicas de los laicos como tales laicos. «A los Apóstoles y a sus sucesores les fue entregado por Cristo el oficio de enseñar, santificar y gobernar en su nombre y con su potestad. Los laicos, por su parte, hechos partícipes del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, desarrollan en la Iglesia y en el mundo la función que les corresponde en la misión del entero Pueblo de Dios. Ejercen verdaderamente un a. con su actividad dirigida a la evangelización y santificación de los hombres, y a la animación y perfeccionamiento de las cosas temporales con el espíritu evangélico, de tal modo que su actividad en este orden temporal constituye un claro testimonio de Cristo y contribuye a la salvación de los hombres» (Apostolicam actuositatem, 2),

Como hemos señalado antes «la Jerarquía tiene la función de ser portadora del mensaje evangélico nomine Christi Capitis, de enseñar en nombre del mismo Redentor y Maestro; y de santificar y regir también in ipsius nomine et potestate, Se trata, pues, de una misión pública, ejercida con la misma autoridad de Cristo, en servicio de la comunidad de los fieles. En cambio, los laicos tienen otra esfera de competencia: el a. personal como misión recibida también de Cristo, que no ha de ser sin embargo, realizado nomine Christi Capitis, ni tan poco cum ipsius potestale. Es una actividad personal privada, no pública, que sse funda en la comunicabilidad de los propios bienes, como comunicable es la persona» (A. del Portillo, Fieles y laicos en la Iglesia, Pamplona 19691 231-232).

Conviene recordar que «en la esfera propia del a. de los laicos, la jerarquía, y en general los clérigos y religiosos, deben observar escrupulosamente el principio le subsidiaridad. Porque si es cierto que, en caso de que los laicos sean insuficientes o se muestren remisos en el cumplimiento de su misión específica, pueden los demás miembros del Pueblo de Dios actuar en las tareas propias del laicado -procurando a la vez, a través de una tarea de formación integralmente cristiana, que los laicos asuman cuanto antes su propia responsabilidad -, no es menos cierto que su acción es en este caso sustitutiva y subsidiaria, y que cualquier intento de perpetuar esa situación más allá de lo estrictamente necesario conduciría al desorden y a la falta de eficacia» (A. del Portillo, o.c., 234).

Entro las diversas modalidades del apostolado de los laicos, cabe enumerar las siguientes:

a) «Ser testigos de Cristo en todas las circunstancias, viviendo plenamente inmersos en la sociedad humana» (Gaudium et spes, 43). Es el apostolado del testimonio de vida (cfr. Apost. actuos., 2).

b) Hacer presente y operante la Iglesia allí donde no podría ser sal de la tierra si no es mediante los laicos (Lum. gent., 33).

Conviene señalar, sin embargo, que estos dos deberes incumben a los laicos por su condición de fieles, ya que todos los fieles, cualquiera que sea su función en la Iglesia, están llamados al testimonio de vida y a hacer presente la Iglesia entre los hombres, con su cumplimiento del deber, con su espíritu de oración y de servicio, laboriosidad, compañerismo, sentido de la justicia y de la caridad, y en general con el ejercicio de todas las virtudes humanas y sobrenaturales.

c) Cooperar con la jerarquía y con todos los demás fieles en la misión apostólica de toda la Iglesia: en las comunidades pastorales de base, en la diócesis, en las misiones, etc. (cfr. Apost. actuos., 10).

d) La santificación de la familia y del matrimonio, como instituciones básicas en la sociedad, no necesariamente ligadas a los laicos en el sentido de que sean distintivo del estado laical (cfr. Lum. gent., 29).

e) «Es propio de los laicos, por vocación propia, buscar el reino de Dios desempeñando y ordenando según el querer de Dios las tareas temporales» (Lum. gent. 31). «Es propio de ellos, impregnados por el Espíritu de Cristo, animar desde dentro a modo de fermento las realidades temporales y ordenarlas para que sean cada vez más según Cristo» (Ad gentes, 15). «Siendo propio del estado de los laicos vivir en medio del mundo y de los negocios seculares, están llamados por Dios para que, movidos por el espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo obrando corno obraría la levadura» (Apost. actuos., 2). f) «Los hombres y las mujeres que, al mismo tiempo que adquieren los medios de vida para sí mismos y para la familia, llevan a cabo sus actividades de modo que sirven adecuadamente a la sociedad, pueden con razón pensar que con su trabajo están prolongando la obra del Creador, colaboran al bienestar de los hermanos y contribuyen con su aportación personal a que se realicen en la historia los designios divinos»... «De ahí se deduce que el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la construcción del mundo ni los impulsa a desentenderse del bien de sus semejantes, sino que los vincula con más fuerza al deber de hacer estas cosas» (Gaudium et spes, 34). Como es sabido, el tema de la «santificación de trabajo» (cfr. l. L. Illanes, La santificación de trabajo, tema de nuestro tiempo, 3 ed. Madrid 1967), ha sido una de las constantes de la enseñanza del Fundador del Opus Dei: «El trabajo - escribía en 1940 (Carta, ll-III-1940)- es para nosotros, no sólo el medio natural de subvenir a las necesidades económicas y de mantenernos en lógica y sencilla comunidad de vida con los demás hombres, sino que es también - y sobre todo- el medio específico de santificación personal que nuestro Padre Dios nos ha señalado, y el gran instrumento apostólico santificador, que Dios ha puesto en nuestras manos, para lograr que en toda la creación resplandezca el orden querido por ÉI. El trabajo, que ha de acompañar la vida del hombre sobre la tierra, es para nosotros a la vez, el punto de encuentro de nuestra voluntad con la voluntad salvadera de nuestro Padre celestial,... el Señor nos ha llamado para que, permaneciendo cada uno en su propio estado de vida y en el ejercicio de su propia profesión u oficio, nos santifiquemos todos en el trabajo, santifiquemos el trabajo y santifiquemos con el trabajo» (cfr. A. del Portillo, o. c., 238).

g) La inspiración cristiana del orden temporal, es decir, de las estructuras sociales, políticas, económicas, culturales, etc. Teniendo en cuenta que «la clave de la cuestión no puede radicar en la mera transformación de unas condiciones de vida material: el progreso puede cooperar a la liberación del hombre, pero puede también esclavizarle. Lo verdaderamente importante es poner al hombre en la posibilidad de adoptar una decisión libre con todas sus consecuencias, lo que equivale a conducirlo a una vida de fe más pura y más madura (cfr. Gauditim et spes, 62)» (A. García Suárez, Providencia y planificación, en Los cristianos hacen la historia, Madrid 19689 74-75).

h) «Los laicos pueden además ser llamados a una cooperación más inmediata con el a. de la Jerarquía» (Lum. gent., 33). «La Jerarquía une más estrechamente con su propia tarea apostólica, una forma de a. conservando, sin embargo, la naturaleza propia de ambas, sin quitar por tanto a los laicos la necesaria facultad de obrar espontáneamente». En estos casos, «los laicos actúan bajo la superior dirección de la misma Jerarquía» (Apost. actuos., 20 y 24). Aquí es preciso salir al paso de otro riesgo de «clericalismo» de naturaleza inversa al señalado más arriba. Existe siempre el riesgo de una intromisión indebida en el orden temporal por parte de la jerarquía y en general de los clérigos, cuando se extralimitan en lo que es función propia o cuando permanecen más tiempo del debido en las tareas que a título supletorio y provisional quizá tengan que emprender en algunas ocasiones. Pero también se puede señalar el riesgo de «Clericalismo» cuando se encargan con mandato a los fieles laicos tareas apostólicas que no les son propias: no conservaría el laico su naturaleza propia, tal como quiere dar a entender que debe mantenerse el no 24 del Decr. Apostolicam actuositalem. Y puede derivarse un riesgo de «clericalismo» por el simple hecho de que los laicos, llamados a cooperar más directamente con el a. de la jerarquía, transformen este mandato de la Jerarquía de tal forma que en vez de actuar «bajo la superior dirección de la misma Jerarquía» condicionen indebidamente la actuación de ella, intervengan abusivamente en el gobierno o en la jurisdicción de la comunidad eclesial y, en lugar de arrostrar la responsabilidad de su propio compromiso libremente contraído, comprometan la responsabilidad de la Jerarquía en tomas de posición unilaterales. El riesgo de «clericalismo» puede darse igualmente por una consideración exclusivista del a. concebido primordialmente como tarea de cooperación con la Jerarquía. Esta estimable, sacrificada y encomiable cooperación no debe transformarse en un monopolio apostólico que atentaría directamente contra la condición laical del a. cristiano ejercido por los demás laicos en virtud de su personal compromiso bautismal.

 

BIBL. : V. la del art. anterior.

CARLOS ESCARTÍN.

 

 

III. LITURGIA Y PASTORAL. Tanto el adjetivo apostólico como el sustantivo a. nos parecen hoy familiares. Especialmente se han utilizado en estos últimos tiempos, tanto en los documentos pontificios como en todos los movimientos de renovación de la Iglesia. Es apostólico, decimos, aquel que posee un gran espíritu pastoral o misionera. Se habla de a. bíblica, litúrgico, de la oración del testimonio, de la palabra, etc. Desde el punto de vista que interesa para la Liturgia y la Pastoral, el a. fundamental de la Iglesia tiene diversas formas o puede establecerse según unas ciertas etapas.

1. Apostolado directo. «Enviada por Dios a las gentes para ser 'sacramento universal de salvación', la Iglesia, por exigencia radical de su catolicidad, obediente al mandato de su Fundador, se esfuerza en anunciar el Evangelio a todos los hombres» (Vaticano II, Decr. Ad gentes, l). El anuncio explícito de la llamada de Dios constituye el llamado a. directo. Podemos ver en él algunas etapas:

1ª El a. de la palabra o ministerio profético. La palabra de Dios es una realidad primordial en el cristiano. Fundamentalmente es dinámica, ya que siempre es eficaz, creadora. Tanto la primera creación como la segunda, constituida por Cristo y su Reino, son fruto de la palabra de Dios.

Pero la palabra de Dios, además de ser una acción, es al mismo tiempo una revelación dirigida a los hombres, para que en ellos se dé un acto personal de obediencia y se manifiesten unos contenidos vitales de verdad. Dinámicamente la palabra de Dios inquieta, interpela, descubre; noéticamente ilumina, explícita, desarrolla. Así podemos hablar de diferentes etapas del a. de la palabra o del ministerio profético:

- La evangelización es la primera etapa de la comunicación del mensaje cristiano, en donde la palabra de Dios aparece dinámicamente como un acto que produce la fe de conversión. «El medio principal (de la evangelización y plantación de la Iglesia) es la predicación del Evangelio de Jesucristo, para cuyo anuncio envió el Señor a sus discípulos a todo el mundo» (Ad gentes, 6). Así como Cristo «fue enviado a evangelizar a los pobres, la Iglesia debe caminar, por moción del Espíritu Santo, por el mismo camino que Cristo llevó» (ib. 5). «A los no creyentes, la Iglesia proclama el mensaje de salvación hará que todos los hombres conozcan al único Dios verdadero y a su enviado Jesucristo y se conviertan de sus pecados haciendo penitencia» (Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 4) - La Catequesis es la segunda etapa del ministerio profético, en donde la palabra de Dios aparece noéticamente como una iluminación que transforma el germen de la fe de conversión en madurez de fe. La catequesis, para ser permanentemente eficaz, sobre todo en el catecumenado, deberá ser constantemente misionera. Va dirigida a los convertidos de la comunidad cristiana y a los bautizados que necesitan robustecer el acto personal de fe. «A los creyentes (la Iglesia) les debe predicar continuamente la fe y la penitencia y debe prepararles además para los sacramentos y enseñarles a cumplir todo cuanto mandó Cristo» (Sacrosanctum concilium, 9). «Los que han recibido de Dios, por medio de la Iglesia, la fe en Cristo, sean admitidos con ceremonias religiosas al catecumenado, que no es una mera exposición de dogmas y preceptos, sino una formación y noviciado convenientemente prolongado de la vida cristiana, en la que los discípulos se unen con Cristo, su Maestro» (Ad gentes, 14). La catequesis inicia, pues, al convertido «en la vida de fe, de liturgia y de caridad del pueblo de Dios» (ib.).

- La Homilía. Es la tercera etapa del ministerio profético, en donde la palabra de Dios aparece sacralizada litúrgicamente, corno una actualización, en la asamblea, de los hechos salvíficos, aunque velados por la palabra humana del celebrante. Consiste en «una proclamación de las maravillas obradas por Dios en la historia de salvación o misterio de Cristo» (Sacr. Conc., 35); se inspira en los textos sagrados (ib. 52) y tiene en cuenta «el misterio que se celebra y las necesidades particulares de los oyentes» (Instr. Lit., 54). Para que la homilía mantenga a los miembros de la asamblea en continua madurez de fe y de caridad, deberá estar bañada de animación misionera y de explicitación a catequética. En definitiva añade la homilía a los niveles proféticos anteriores una coordenada más: el misterio litúrgico que la comunidad cristiana celebra.

2ª El a. litúrgico o ministerio de santificación. Después de la evangelización y de la catequesis, el Espíritu Santo «engendra para una nueva vida en el seno de la fuente bautismal a los que creen en Cristo y los congrega en el único pueblo de Dios» (Ad gentes, 15). La última etapa del a. total que comienza la evangelización, reside en suscitar una comunidad eucarística que, «nutrida cuidadosamente con la palabra de Dios, da testimonio de Cristo y, por fin, anda en la caridad y se inflama de espíritu apostólico» (ib.).

No hay a. cristiano verdadero si no se parte de la liturgia, que es cumbre y fuente de la actividad eclesial (Sacr. Conc., 10). Pero «aunque la liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia, sin embargo se atenderá con diligencia a que las actividades pastorales estén debidamente unidas con la Sagrada Liturgia, y a su vez, que la actividad pastoral litúrgico se ejerza no como separada y en abstracto, sino íntimamente unida a las demás actividades pastorales» (Instr. Lit., 7).

El objetivo primordial del a. litúrgico es la participación de los fieles en el culto, que debe ser plena, es decir, interior y exterior, por medio de actitudes, gestos, respuestas, oraciones y cantos; consciente, o sea fruto de una educación adecuada a base de una buena catequesis; y por último, activa, que equivale a que sea participación amorosa (cfr. Sacr. Conc., 14).

El a. litúrgico se ocupa especialmente de formar la asamblea cultual, ya sea a nivel de la palabra de Dios en las celebraciones de la palabra o del Oficio Divino, ya sea en las celebraciones sacramentales, dentro de las cuales la principal es la asamblea eucarística.

3ª El a. en sentido estricto o solicitud pastoral. La pastoral caritativa o solicitud pastoral, teológicamente llamada ministerio hodegético (de odos, camino), consiste en hacer que la asamblea cristiana y cada uno de los miembros conviertan sus vidas en plenos signos de caridad, como consecuencia de la palabra de fe recibida y de las acciones cultuales participadas. «Todo ejercicio de apostolado tiene su origen y su fuerza en la caridad», dice el Vaticano II en su Decreto sobre el a. de los seglares (no 7). El objetivo del a., en sentido estricto, es el de realizar el mandamiento supremo de la ley que consiste en amar a Dios de todo corazón y al prójimo como a sí mismo (cfr. Mt 22, 37-40). El amor, plenamente realizado por Cristo, es el distintivo del cristiano, Por eso la Iglesia unió siempre el ágape al sacrificio cucarístico.

La caridad de Cristo se realiza en la vida de la Iglesia cuando la comunidad cristiana es un signo de amor en su unidad: mediante la puesta en común de las voluntades, mediante el ofrecimiento de los bienes privados para ayudar a los demás en sus necesidades, etc.; y también a través de un testimonio de vida en el a. Este a. lo ejerce la Iglesia «por miembros de la ciudad terrena que tienen la vocación de formar en la propia historia del género humano la familia de los hijos de DIOS» (Gaudium et spes, 40). En la sociedad, la Iglesia actúa apostólicamente como fermento y como alma de la sociedad dando un sentido más humano al hombre y a su historia. Ayuda, no sólo a cada hombre, garantizándole su dignidad personal y su libertad, sino a toda la sociedad humana, en especial respecto a su unidad y socialización. El a. no se puede, pues, ejercer aisladamente del Mundo, descuidando las tareas temporales. El conc. Vaticano II (Gaudium et spes, 43) denuncia por eso «el divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos como uno de los más grandes errores de nuestra época». Pero en definitiva, la Iglesia, es en el mundo un signo de salvación. Por eso, como madre, «exhorta a sus hijos a la purificación y renovación, a fin de que la señal de Cristo resplandezca con más claridad sobre la faz de la Iglesia» (Lumen gentium, 15).

2. El apostolado indirecto. El a. directo, evidentemente, es religioso; su meta nunca es la civilización, sino el Reino de Dios. Sin embargo, el hombre realiza frecuentes acciones cuyo objetivo particular tiene un fin próximo, que cae dentro de la civilización. Pero en cuanto que estas acciones son realizadas con sentido cristiano o con una intencionalidad relacionada en última instancia con el Reino, constituyen una especie de a. indirecto. Naturalmente, este a. no precede rigurosa y temporalmente al a. directo, como si la humanización fuese un estadio rigurosamente previo a la evangelización. La naturaleza, a consecuencia del pecado, nunca puede perfeccionarse totalmente con el trabajo del hombre.

La misión de la Iglesia, tal como aparece en los documentos conciliares, comienza por «sentir a fondo los signos de los tiempos» (Lumen gentium, 4). La evangelización pide que la Iglesia tenga «ante sí al mundo, esto es, la familia humana con el conjunto universal de las realidades en las que ésta vive» (Gaudium et spes, 2).

El fin del a. indirecto, también llamado preevangelización, es abrir camino a un mundo cerrado a Cristo. Se dirige especialmente al pagano o paganizado que aún no se ha resuelto a ser cristiano, ni está interesado en el problema de la fe. Fundamentalmente este a. es antropocéntrico, es decir, parte de la situación humana real. El primer don de Dios no es en realidad la palabra explícita apostólica, sino las disposiciones necesarias para reconocerla a través de los signos cristianos que la acompañan. «La actividad misionera tiene también una conexión última con la misma naturaleza humana y con sus aspiraciones» (Ad gentes, S). Los cristianos deben descubrir «las semillas de la Palabra» (ib. 11) que se contienen en las tradiciones nacionales y religiosas de los pueblos.

La tarea del a. indirecto está ligada estrechamente, aunque no se identifica, con un cierto estado de civilización. En muchos hombres que viven un nivel de vida inhumano hay condicionamientos mediatos que impiden, de un modo general, llegar a la fe explícita cristiana. Excepcionalmente no faltan hombres en situaciones sociales míseras que llegan a la aceptación de la fe, ya que en última instancia los condicionamientos decisivos son los inmediatos o personales. De ahí la importancia de promover un clima de verdad, unas exigencias de justicia, unas aperturas de libertad; se deben enjuiciar valientemente las estructuras que fomentan alineaciones humanas, las propagandas que violan las leyes elementales psicológicas y sociales. El cristianismo debe buscar en la civilización y en el progreso los auténticos valores humanos que están necesariamente en consonancia con el Evangelio.

Pero el arma evangélica cristiana no ha de consistir en competir con instituciones temporales humanas a base de, instituciones temporales, ya que entonces no habría presencia desinteresada en lo humano, sino que se trabajaría impacientemente por un éxito inmediato, con la preocupación de prestigio. De este modo no se respetaría el tiempo adecuado de la evangelización y de la conversión.

 

BIBL.: A. SEUMOIS, Apostolado. Estructura teológico, Estella 1968; VARIOS, Église et Apostolat, 2.a ed. París 1955; H. DUMERY, Las tres tentaciones del apostolado moderno, Madrid 1955; VARIOS, El apostolado, 2.a cd. Madrid 1961; F. KLOSTER - MANN, Das christliche Apostolat, Innsbruck 1962; R. GIRAULTR. TAmlSIER, Las etapas del apostolado, Barcelona 1963; A. HAMMAN, Liturgia y apostolado, Barcelona 1967; J. B. CHAUTARD, El alma de todo apostolado, Madrid 1976.

CASIANO FLORISTÁN.

 

 

IV. DERECHO CANÓNlCO. Por a. en general se entiende toda la actividad de la Iglesia dirigida a que, por la propagación del Reino de Cristo en toda la tierra para gloria de Dios, todos los hombres se hagan partícipes de la redención salvadera y por su medio se ordene verdaderamente todo el mundo hacia Cristo (conc. Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem, 2). El a. es un derecho y un deber de todos los fieles (ib., 3), pero no todos ejercen el mismo a., ni tiene en todos la misma naturaleza. Jurídicamente y atendiendo a la constitución jerárquica de la Iglesia, el a. puede ser: privado o público.

Se llama público el a. que se ejerce en nombre y autoridad de Cristo (ib., 2); es propio de la Jerarquía y por eso se llama también a. jerárquico. En el sentido amplio que el Vaticano II ha dado al término a., dentro del jerárquico pueden incluirse la actividad pastoral y como un aspecto de ella la cura de almas. Por cura de almas en sentido propio se entiende el conjunto de derechos y deberes de quienes son titulares de oficios eclesiásticos que tienden de modo directo o inmediato al bien espiritual de los fieles, p. ej., los obispos o los párrocos. Comprende de modo especial la administración de los sacramentos y la predicación de la palabra de Dios. El a. jerárquico abarca funciones, que se reciben por la ordenación, y poderes de los que sólo pueden ser titulares los que tienen misión canónica, las primeras se ejercen con la preeminencia (auctoritas) que les da su ejercicio en nombre de Cristo en cuanto cabeza de la Iglesia, los segundos con una verdadera potestad de gobierno (potestas).

El a. privado es el que ejercen los fieles en nombre propio y bajo su personal y exclusiva responsabilidad. Puede ser individual o asociado, según se ejerza por los fieles personalmente (ut singuli), o bien unidos en asociaciones. El ejercicio de este a. es jurídicamente un derecho fundamental del cristiano (c. 211 y 225, 1 del CIC) y se ejerce libremente; es de Derecho divino. El a. privado es el propio de los laicos, siendo el a. individual el principio y fundamento de todo apostolado seglar, incluso asociado, y no puede ser sustituido por éste (Vaticano II, ib., 16).

 

BIBL.: CONC. VATICANO 11, Const. Lumen gentium, cap. III y IV; Decr. Apostolicam actuositatem; C. DA FORCHIA, La cura danime come istituto giuridico, Roma 1956; P. LOMBARDÍA, Los laicos en el Derecho de la Iglesia, «lus Canonicum» VI (1966) 339-374; A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia, 2 ed. Pamplona 1981 (Eunsa); J. HERVADA, Elementos de Derecho Constitucional Canónico, Pamplona 1987 (Eunsa).

JAVIER HERVADA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991