Aparición


I. Sagrada Escritura. II. Apariciones y revelaciones privadas.

I. SAGRADA ESCRITURA. 1. Noción. El término a, deriva etimológicamente de la palabra latina apparitio, e indica la acción por la que alguien o algo se hace visible a alguno. En una acepción amplia, designa la visión de un ser sobrenatural, - espectro o fantasma. Pero en el lenguaje teológico, se entiende por a. toda manifestación sensible de una persona o de un ser, cuya presencia, en las circunstancias en que se produce, no podría explicarse por el curso natural de las cosas. Se trata, pues, de vivencias psíquicas, en las que objetos o personas invisibles a la experiencia normal humana se hacen perceptibles de una manera sobrenatural. Matizando las cosas, se debe distinguir entre a. y visión, ya que mientras la a. supone la existencia real del objeto percibido, la visión no la implica necesariamente, sino que puede tratarse de algo que se presenta a los sentidos interiores o a la inteligencia.

2. Posibilidad de las apariciones. Por tratarse de algo sobrenatural, las a. han encontrado la cerrada oposición de quienes niegan sistemáticamente el orden sobrenatural. Para la crítica más radical, las a. que registra la Biblia no serían más que un rasgo común de las religiones semitas: ideas míticas sin consistencia alguna en la realidad, o simples invenciones de los escritores sagrados, o incluso el resultado de disposiciones mórbidas. Sin embargo, desde el punto de vista creyente, hay que admitir, en principio al menos, que las a. son posibles, ya que Dios conserva la libre y omnipotente disposición y dominio sobre las leyes naturales de su creación. En efecto, una causa infinita en poder y sabiduría puede muy bien, por sí misma o por medio de las causas segundas, operar los fenómenos necesarios para una a. y coordinarlos tan perfectamente con el funcionamiento de las fuerzas físicas que el orden del mundo no sufra. De esta manera, Dios puede dar testimonio de Sí y de las realidades que se encuentran fuera del campo de la experiencia humana. Las a. no sólo no están excluidas del pensamiento bíblico, sino que juegan un papel incesante en el curso de la historia de la salvación, de tal modo que quien pretendiera atribuir tales fenómenos a causas naturales, se vería forzado a negar la posibilidad de que Dios entre en contacto con los hombres, con lo que quitaría al cristianismo su carácter de religión sobrenatural y revelada.

En cuanto al modo en que se producen las a., unos opinan que no es el ser inmaterial lo que entra en contacto directo con los sentidos del hombre, sino que se sirve de un intermediario, de una causa instrumental que le obedece y manifiesta su presencia. Otros suprimen tal intermediario, y piensan que Dios o el espíritu, que se aparece, actúa sobre los sentidos del hombre para impresionarlos, como lo harían objetos realmente presentes y sensibles. Sea lo que fuere, lo cierto es que se da un influjo divino sobre el núcleo espiritual de la persona, influjo al que sigue una irradiación, determinada también por las características psicológicas de quien recibe la a. y de su ambiente, sobre la percepción sensible del hombre. Esto equivale a decir que las a. pueden producirse de distintas maneras, no existiendo un patrón fijo y normativo.

Todo esto resulta incuestionable para cualquier creyente. Pero la discusión entre los biblistas comienza allí donde se trata de individualizar las a. y precisar su modalidad. Todo biblista tiene el derecho y el deber de examinar críticamente cada relato bíblico de a., para intentar precisar el pensamiento del autor sagrado.

3. Apariciones en la Biblia. En la Biblia se alude a a. de Dios a los hombres. A este respecto podemos distinguir dos cosas: a) el hecho mismo de que Dios haya producido ciertos efectos sensibles milagrosos para dar una señal de su presencia; b) el que esos hechos constituyan una a. divina. Lo primero es claro: no sólo Dios puede producir esos efectos, sino que en el caso de Israel, a quien había escogido como pueblo suyo, haciéndole depositario de sus promesas y encomendándole la misión de preparar la venida del Mesías, convenía que las hiciera para dar así al israelita un signo o testimonio de su intervención. Ahora bien, ¿constituye eso a. de Dios? Si con ello quisiéramos decir que Dios se había hecho perceptible por los sentidos', es obvio que estaríamos diciendo algo inexacto: Dios, espíritu puro, no cae bajo la experiencia sensible, sino que es perceptible sólo por la inteligencia. Ahora bien, nada impide que Dios produzca signos de su presencia, y en ese sentido puede y debe hablarse de a. de Dios, No olvidemos que Dios condesciende con la naturaleza humana, y el pueblo de Israel, como todos los que le rodeaban, no era dado a un tipo de conocimiento abstracto filosófico, sino que procedía de manera más concreta e intuitiva. Le convenía, pues, que Dios le hiciera sentir su. presencia de una manera concreta, directa, casi tangible. Si el hombre conoce a Dios, es porque Dios se ha manifestado a él. Lógicamente, esto llevará a una multiplicidad de modos de manifestación divina: bien porque, de hecho, Dios ilumine la inteligencia del hombre; bien porque los hombres crean verle en las fuerzas de la naturaleza, en los sueños, en cualquier cosa fortuita; bien porque tratándose de un conocimiento especulativo que los israelitas habían adquirido acerca de su Dios, lo expresaban de manera concreta y casi diríamos sensitiva, o con recursos literarios que distan mucho de los nuestros.

El lenguaje bíblico no posee un término técnico para designar las a., pero se emplean varios verbos que expresan dicho concepto. Esta simple constatación descubre la poca precisión que existe en este terreno. A esto hay que añadir que los medios por los que, según la Biblia, Dios se ha dejado ver son los más variados; que según la época y su medio ambiente, los textos describen uno u otro modo concreto, de suerte que se advierte una evolución; más aún, que existen diversas mentalidades respecto a este contacto entre Dios y los hombres. Todo esto deja entrever que el problema que nos ocupa es muy complejo, quedando excluida de antemano cualquier explicación que pretenda ser absoluta. Por otra parte, es bien sabido que las etapas más antiguas de la religión de Israel son las más oscuras bajo todos los aspectos; ahora bien, es precisamente en esa alta época donde con mayor frecuencia hablan los textos bíblicos de a. de Dios. Por tanto, sería necesario examinar caso por caso para tratar de descubrir el sentido de lo que narra el libro sagrado. Dado que esto es imposible aquí, intentaremos establecer y distinguir las diversas concepciones, aunque teniendo presente la parte de hipotético que se da siempre en tales sistematizaciones.

4. Apariciones en el Antiguo Testamento. Los israelitas tenían una conciencia viva de la presencia de Dios en medio de su pueblo escogido. Y, dado su lenguaje concreto y en ocasiones antropomórfico, expresan esa presencia divina de una manera concreta y material. Si bien esta concepción es prácticamente constante a lo largo de todo el A. T., no resulta difícil advertir un claro desarrollo en tal mentalidad.

l) En la etapa primitiva. Hay textos antiguos que literariamente suponen una visión corporal de la acción de Dios, es decir, una a. divina. Unas veces, esto se logra a través de las fuerzas de la naturaleza: tormentas, rayos, nubes, etc. En la mayoría de las religiones antiguas, los dioses son, al principio, personificaciones de las fuerzas naturales. En Israel, en cambio, queda claro que son manifestaciones sensibles de la presencia divina. Son las conocidas teofanías; en las que Israel se complacía desde los tiempos más remotos hasta épocas muy bajas de su historia. En rigor, se trata de a. indirectas.

Más difíciles de interpretar son los lugares en que se dice que Dios se presentó a ciertos hombres bajo forma humana; es el caso más claro de a. Esto ocurre en los textos más antiguos del A. T. Ya en los relatos de los tiempos primitivos de la Humanidad, no se dice expresamente que Dios se haya aparecido al hombre; pero ello se infiere lógicamente del contexto: Dios conversa con Adán (Gen 3, 8-24; intima a Caín su sentencia (Gen 4, 9-15); da instrucciones a Noé (Gen 6, 13-21). A partir de la historia patriarcal, se dice repetidas veces que. Dios se apareció a ciertos hombres: a Abraham (Gen 12, 7), a Isaac (Gen 26, 2), a Jacob (Gen 32, 31). En tiempo del Éxodo (v.), volvemos a encontrar semejantes a.: a Moisés (Ex 3, 1-6), a Moisés con Aarón, Nadab, Abihu y 70 de los ancianos de Israel (Ex 24, 9-11). Se dice que Moisés veía a Dios «cara a cara» (Ex 33, ll; Dt 34, 10) y que hablaba con Él «boca a boca» (Num 12, 8).

Ante esta claridad de los textos, cabe preguntar: ¿qué alcance dar a esas expresiones?, ¿de qué manera se comunicó Dios a esos hombres?, ¿cómo les hizo sentir su presencia? Señalemos ciertos datos que pueden orientar hacia una solución: a) Ningún relato describe la figura de Dios, su aspecto, sus rasgos; todo el interés se pone en que Dios se ha comunicado a los hombres y ha entrado en contacto con ellos. b) Existen detalles en los textos que impiden toda interpretación materialista. Así, en un relato como el de Gen 18-19, primero se dice que aparecen tres hombres (18,2), dos de los cuales son ángeles en 19, l; el texto vacila en diversos pasajes, entre el singular y el plural, como demuestran las variantes de las versiones; los especialistas creen probable que la tradición primitiva sólo hablaba de tres hombres, dejando su identidad en el misterio. Otro relato parecido en crudeza es el que narra la lucha de Jacob con Dios (Gen 32, 23-31); aparte de la incertidumbre que rodea todo el pasaje, el Ser misterioso permanece en la oscuridad de la noche y del misterio, y se niega a dar su nombre, además de que primero sé Habla un hombre, mientras que Jacob expresa la idea de que el hombre no puede ver a Dios; es evidente que en el relato se quiere dar una etimología popular del nombre Israel. La a. de Dios a Moisés (Ex 3) queda matizada por el versículo segundo, donde se dice que «el ángel de Yahwéh se le apareció en forma de llama de fuego»; además, Moisés no puede acercarse a contemplar 1,a zarza y cubre su rostro para no ver a Dios. En Ex 33, 1 1, se dice que Yahwéh hablaba con Moisés «cara a cara»; pero cuando éste pide ver la gloria de Dios, se le dice: «mi rostro no podrás verlo, porque no puede verme el hombre y seguir viviendo», y sólo le permitirá ver su espalda (vers. 18-23). c) Las traducciones posteriores subrayan esa trascendencia divina. Así la versión griega de los Setenta, que traduce el pasaje de Ex 24, 10 (donde se dice que Moisés y los ancianos vieron a Dios) por «ellos vieron el lugar donde se encontraba el Dios de Israel», mientras que en Num 12, 8, en vez de decir que Moisés vio la imagen de Yahwéh, se dice que vio la gloria de Yahwéh. d) Se deben tener en cuenta las expresiones o formas literarias. Así, «presentarse ante el rostro de Yahwéh» o «ver ese rostro» significa «entrar en el santuario» (cfr. Ex 23, 15.17); la expresión «cara a cara» tiene frecuentemente un sentido metafórico para indicar la intimidad de una unión; el «rostro de Yahwéh» es la cara o lado dirigido hacia el hombre, por lo que significa la ayuda de Dios (cfr. Os 5, 15). Por tanto, «ver a Dios» se hace sinónimo de experimentar su ayuda o vivir en su presencia (cfr. Ps 17, 15).

2) Purificación ulterior de tal lenguaje. Existen, pues, datos que exigen discernimiento al interpretar los textos que hablan de a. divinas. Pero dichos textos dicen realmente que Dios se apareció a algunos hombres. Y no cabe duda de que el pueblo, al menos en sus estratos inferiores, podía tomar tales pasajes en su materialidad. Al menos, existía el peligro de acercar demasiado a Dios y los hombres. Y Dios mismo iba llevando a Israel a una conciencia cada vez más clara de la trascendencia divina: Dios está infinitamente por encima del hombre, y no puede ser encerrado dentro de los límites de lo humano. El principio de que «el hombre no puede ver a Dios y seguir viviendo» (cfr. Ex 33, 20) se convirtió en axiomático en Israel. Pero, por otra parte, se seguía siendo consciente de que Dios estaba presente en la vida del pueblo. Estos dos principios no siempre eran fáciles de conciliar: ¿cómo expresar literariamente las cosas, sin traicionar ninguno de los aspectos de la verdad? Los autores sagrados se esforzaron en hacerlo: así introdujeron matices en los relatos, subrayaron que no era Dios mismo quien aparecía sino efectos de su acción, etc. Dios, por otra parte, se había, en ocasiones, comunicado durante los sueños. Y otras veces quienes se hacen presente son los ángeles, como intermediarios entre Dios y los hombres. Clasificando las diversas expresiones con las que se hace referencia al presentarse de Dios, subrayando a la vez su trascendencia, según un orden ascendente de espiritualización, mencionemos: el Ángel de Yah-wéh, la Gloria de Yahwéh, el Rostro de Yahwéh y el Nombre de Yahwéh.

a) El Ángel de Yahwéh. Debe distinguirse de los simples ángeles, aunque la línea divisoria no siempre puede señalarse. Se confunde con el mismo Dios que se aparece; en otras palabras, es una a. de Dios. En efecto, en los textos más antiguos, el Ángel de Yahwéh no es un ser creado y distinto de Dios, sino que es el mismo Dios en la forma visible en que aparece a los hombres (cfr. Gen 16, 7.10-11). Los autores creen que los textos primitivos, que hablaban directamente de a. divinas, fueron suavizados con la introducción del Ángel de Yahwéh, sin que podamos determinar la fecha de tales retoques, Queda así claro que Yahwéh no se aparecía directamente, sino que se manifestaba bajo esa forma sensible que llamaban ángel de Yahwéh. Que dicho ángel sea concebido como idéntico a Yahwéh y, a la vez, como distinto, era algo que no ofrecía dificultad para el lenguaje oriental.

b) La Gloria de Yahwéh. Se trata de algo que pertenece inmediatamente a Yahwéh, una parte de su ser, destinada a hacerse visible a los hombres. Designa, pues, una realidad objetiva, que se concibe como algo concreto destinado a ser visto, lo que se deduce de su asociación con fenómenos de orden luminoso. Resulta evidente que esta expresión salva la presencia de Dios, declarada por el esplendor reflejado, y salva su trascendencia, puesto que no se ve ya la esencia misma de Dios.

c) El Rostro de Yahwéh. Es cierto que, a veces, sobre todo posteriormente, se habla del rostro de Yahwéh en un sentido metafórico. Pero, en otros casos, nos encontramos con un fenómeno similar a lo que ocurre con el ángel y la gloria de Yahwéh, es decir, se trata de algo que se identifica con Dios, pero que, por otro lado, se presenta como independiente y estando al lado de Dios. Jacob dice que ha visto el rostro de Dios (Gen 32, 31). Cuando Moisés pide a Dios que les acompañe por el desierto, Éste promete: «mi Rostro irá contigo» (Ex 33, 14). Se hace difícil no concluir que se trata de otro modo de a. divina, por la que el Dios trascendente se comunica a los hombres y les garantiza su presencia.

d) El Nombre de Yahwéh. Con la noción del nombre de Dios, la idea de una a. visible de Dios a los ojos humanos, que ha sido ya evitada con las expresiones estudiadas, desaparece por completo. En esta expresión destaca la concepción dinámica del nombre de Yahwéh como garantía de la presencia divina (Ex 29, 24) y el uso del nombre como término intercambiable por Dios (Is 56, 6). El pensamiento israelita daba cierta independencia al nombre respecto del mismo Dios, como gozando de un carácter hipostático (Ex 23, 21). Esto se refleja cuando se dice que Dios, como manifestado en su Nombre, estaba presente en el santuario.

3) Aparición en los Profetas. En las relaciones del profeta con Dios, la a. divina ocurre con frecuencia, aunque, a veces, es más bien sugerida que descrita. Estudiando los pasajes concretos al respecto, chocamos con el mismo hecho general que hemos encontrado en las etapas más antiguas de la religión de Israel, esto es, que la proximidad inmediata de Dios empujaba a aquellos hombres a 'significar la presencia divina con expresiones humanas. Que este lenguaje no deba ser tomado literalmente se deduce del hecho que los profetas esfuman los detalles en lugar de presentarlos con precisión, hablando de manera vaga y parabólica. A Elías se le dice que va a ver pasar a Yahwéh, pero lo único que representa a Yahwéh es el susurro de la brisa, ante el cual el profeta incluso se tapa el rostro (1 Reg 19, 9 ss.). Amós dice que ha visto a Yahwéh, pero muestra un asombroso desinterés por describir cómo era (9, l). Isaías dice también que ha visto a Dios, pero el elemento visto juega un papel secundario en el relato: sólo menciona la orla del manto y los serafines que lo rodean (Is 6). Miqueas, hijo de Yimla, dice: «he visto a Yahwéh sentado en su trono» (2 Par 18, 18), sin que tampoco describa lo más mínimo cómo era. Cuando Ezequiel intenta describir la a. que ha tenido, tampoco concreta detalles (I, 26 ss.). Por otra parte, hay que tener en cuenta el carácter general de las visiones proféticas. Desde el punto de vista psicológico, la mayoría de las a. descritas por los profetas parecen ser percepciones de imágenes internas evocadas por Dios en su fantasía. No olvidemos que los antiguos no se preocupaban de distinguir entre a. inmediatas y mediatas, externas e internas.

5. Aparición en el Nuevo Testamento. Existe mayor claridad. Se habla, con relativa frecuencia, de a. de ángeles, que actúan como ministros de Dios: unas veces, para comunicar un mensaje (Mt 28, 2 ss.); otras, para prestar un servicio (Mt 4, 11). No se describe su forma, aunque, a veces, de habla de «jóvenes vestidos de blanco» (Mc 169 5).

En relación con el mismo Dios, existe la convicción de que ningún hombre puede verle aquí en la tierra (lo 1, 18). La única manera de ver al Padre es a través de Cristo; cuando Felipe pidió a Cristo que les mostrara al Padre, contestó: «el que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (lo 14, 8-9). En cambio, la cuestión es muy distinta respecto a Cristo. Ya cuando la Transfiguración, Cristo se apareció a los Apóstoles, transformado de su forma humana en una forma gloriosa (Mt 17, 1 ss.). Pero fue, sobre todo, tras su Resurrección cuando se aparecerá en su estado glorioso, una y otra vez. Las a. de Cristo resucitado juegan un papel decisivo. Todos los Evangelios y S. Pablo narran varias a. de Cristo resucitado, bien a algunas personas en privado (Mt 28, 9), bien colectivamente a todos los Apóstoles (Mt 28, 16 ss.). En la perícopa final de Marcos se da como un resumen de algunas de estas a. (19, 9 ss.), lo mismo que hará S. Pablo (2 Cor 15, 5-7), quien añade la que tuvo él mismo camino de Damasco.

No se trata de alucinaciones, sino de auténticas a. del cuerpo del Resucitado, el cual, manteniéndose idéntico al que tenía antes de morir, se presenta ahora en un estado nuevo, que modifica su figura exterior y lo libra de las condiciones sensibles de este mundo. Fue ese cuerpo de Cristo resucitado lo que, en su carácter sobrenatural, atrajo a los discípulos y se les manifestó. Le vieron, le tocaron y comieron con Él. Sólo así encuentra explicación adecuada la seguridad con que, a partir de entonces, los Apóstoles atestiguan su Resurrección.

Por otra parte, los Evangelios ofrecen tres datos convincentes. En primer lugar, los Apóstoles no prestaron seria atención, durante la vida mortal de Jesús, cuando anticipadamente les anunciaba su futura Resurrección. En segundo lugar, después de la muerte de Cristo, los Apóstoles no se acogían esperanzados a tal profecía de resucitar, sino que estaban desanimados. En tercer lugar, incluso cuando Jesús se les aparece, ellos dudan, desconfían, creen ver un espíritu (Le 24, 37). En cuanto a la a. de Jesús a S. Pablo, éste dice que le ha visto (1 Cor 9, l), y no diferencia esta a. y las que tuvieron los Apóstoles (1 Cor 15, 8). Pablo tuvo experiencia de visiones internas (2 Cor 12, 1 ss.); pero nunca apoyará su predicación sobre ellas. En cambio, respecto a lo que le sucedió camino de Damasco (Act 9), su afirmación de que ha visto a Jesús es rotunda. Es más, tal a. cambió radicalmente el alma de Pablo: antes odiaba y perseguía a Cristo y a sus seguidores; ahora se convierte en su más entusiasta apóstol. Tal cambio en un espíritu recio y fuerte como el de S. Pablo no pudo ser fruto o consecuencia de una simple alucinación.

 

BIBL.: TWNT, V, 324-335 y 340-362; E. JACOB, Théologíe de l'Ancien Testament, Neuchátel-París 1955, 58-88; P. VAN IMSCHOOT, Théologie de l'Ancien Testament, I, París-Tournai 1954, 142-236; H. M. FERET, Connaissance biblique de Dieu, París 1955; M.-l. LAGRANGE, L'ange de Yahwe, «Rev. Biblique» 12 (1903) 212-225; J. BOTTERWECK, «Gott erkennen» ¡m Sprachgebrauch des Alten Testament, Bonn 1951; A. BRUNNER, Gott schauen, «Zeitschrift für atholische Theologie» 73 (1951) 214-222; R. SCHACKENBURG, Visión de Dios, en Diccionario de Teología Bíblica, ed. J. B. BAUER, Barcelona 1967, 1068-1073.

J. GARCÍA TRAPIELLO.

 

 

II. APARICIONES Y REVELACIONES PRIVADAS. l. Posibilidad y realidad de estas apariciones. Siguiendo la S.E. hay a. con realidad objetiva, Corpórea, sustancial, como fueron las de Jesús resucitado a sus discípulos (cfr. Mt 28; Me 16; Le 24; lo 20-21; Act 9, 3-9; 1 Cor 159 S-8). Otras son también objetivas en cuanto que tienen causa y fundamento objetivos, acompañadas de realidad extramental, como en la liberación de S. Pedro de la cárcel (Act 12, 1-9). Otras son a. subjetivas, intramentales solamente, mentis excessus, pero comprobadas por los hechos, como en la visión que S. Pedro tiene sobre Cornelio (Aci 10, 9-23). En el A. T. los profetas (v.) reciben la comunicación de Dios en visión (ls 2, 1 ss.; 6, 1 ss.) o por voz (Ez 2, 2 ss.), o por combinación de una y otra (Ez 1, 22-28); en sueños (v.) o en vigilia Dios se comunica. En el N. T. son frecuentes los ángeles (v.) mensajeros de Dios: a Zacarías (Le 1, 5-15); a María (Le 1, 26-38); a José (Mt 1, 1-25); a los pastores (Le 2, 8-14); a los Magos y a S. José (Mt 2, 12-19); a las piadosas mujeres (Mt 28, 5; Me 16, 5; Le 24, 4); a Felipe (Act 8, 26); a Cornelio (Act 10, 3-8); a S. Pablo en su travesía hacia Roma (Act 27, 23-24). También los ángeles se aparecen y sirven a Jesús en el desierto (Mt 4, 1 l); y otro le conforta en su agonía (Le 22, 43). En el bautismo de Jesús el Bautista ve al Espíritu en forma de paloma y oye la voz que desde el cielo da testimonio del amado Hijo (Mt 3, 13-17); Esteban ve asimismo los cielos abiertos y a Jesús sentado a la diestra de Dios (Act 7, 56). Estos pasajes y muchos más, muestran la realidad de las apariciones y de las revelaciones unidas a ellas; y, por tanto, la posibilidad de tales acontecimientos en la vida de la Iglesia. Es verdad que tales narraciones forman parte de la revelación pública, una vez que están consignadas en las S.E.; pero muestran también la posibilidad de otras semejantes a. y revelaciones privadas a los hombres. De hecho, S. Pedro el día de Pentecostés anuncia que ha llegado el tiempo vaticinado por Joel en que «vuestros hijos profetizarán y vuestras hijas verán visiones y vuestros ancianos tendrán sueños» (Act 2, 17; cfr. Ioel 2, 28). Se mencionan más adelante cuatro hijas del diácono Felipe, que profetizan (Act 21, 9). Y entre los dones carismáticos de la comunidad cristiana, comunicados por el Espíritu, a unos se les da el don de profecía, a otros el discernimiento de los espíritus (1 Cor 12, 10). El don de profecía consistía en hablar por instinto divino de las cosas divinas (entre lo cual podía estar el vaticinio del futuro). S. Pablo lo prefiere al don de lenguas (1 Cor 14, l); «porque el que profetiza habla a los hombres para la edificación, exhortación y consolación» (vers. 3; cfr. vers. 5). Al juntarse los cristianos «uno tiene el don del salmo, o el de la doctrina o el de la revelación... - dice S. Pablo -. Y si, mientras habla un profeta, otro que está sentado tuviere revelación, cállese el primero. Pues todos uno a uno podéis profetizar, para que todos aprendan y cobren ánimos» (1 Cor 14, 29-31). Como se ve, el don de profecía se junta con el de la revelación, según S. Pablo, en estos pasajes; asimismo en S. Juan (Apc 1, 1.3; 22, 191.

En los Santos Padres y en la Historia de la Iglesia es constante la conciencia de que existen tales revelaciones privadas (cfr. L. Volken, Les révélations dans l'Église, Mulhouse 1961; D. Iturrioz, Revelaciones privadas, «Estudios Eclesiásticos» 38, 1963, 162-169). Los teólogos lo han reconocido unánimemente; y los Sumos Pontífices en diferentes documentos mencionan o enseñan el hecho de estas a. y revelaciones. Así, Juan XXII menciona la aparición a S. Simón Stock (a. 1251; v.) sobre el escapulario carmelitano y privilegio sabatino (cfr. B. Xiberta, De visione S. Simonis Stock, Roma 1952, 272-273); Benedicto XV y Pío XI las del Corazón de Jesús a S. Margarita María. Pío XII las de la medalla milagrosa a S. Catalina Laboure, en la homilía de canonización (AAS 395 19475 378) y las de Lourdes (a. 1854; v.) a S. Bernardette (Fulgens corona: AAS 45, 1953, 578). No raras veces, tales a. o revelaciones han sido el origen de la institución de algunas festividades litúrgicas, como la fiesta del Corpus Christi con ocasión de las a. a S. Juliana de Cornillon; la del Corazón de Jesús, con ocasión de S. Margarita M.; la consagración del mundo al Corazón de Jesús por León Xlll, con ocasión de Sor María del S. Corazón, etc.

La persuasión universal del pueblo cristiano, y de los teólogos, escritores y maestros de espíritu, es que tales fenómenos acontecen realmente en la Iglesia, y pertenecen a su vida carismal. Como escribía el card. Próspero Lambertini (Benedicto XIV), Dios favorece a sus amigos con revelaciones y visiones, y de la mayoría de los santos, sobre todo fundadores, así lo leemos (De servorum De¡ beatificatione..., lib. 3, e. 52, n. 3).

2. Criterios de autenticidad. Para conocer o llegar a la certeza de la autenticidad de la Revelación divina pública. Aquí tratamos de las revelaciones privadas. S. Pablo quiere «respecto a los profetas, que hablen dos o tres, y los demás dictaminen» (1 Cor 14, 29) y dice que «el espíritu de los profetas está sometido a los profetas, porque Dios no es un Dios de confusión y de alboroto, sino de paz» (1 Cor 14, 32-33). Y en la Iglesia existe el don de la discreción de los espíritus (1 Cor 12, 10). Esta discreción es necesaria, porque «Satanás se transfigura en ángel de luz» (2 Cor 117 14). S. Juan, por su parte, exhortaba: «Carísimos, no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus para ver si son de Dios» (1 lo 4, l). Según A. Poulain (Des gráces d'oraison, París 1922, 336-337), en aquellos que no son santos, las tres cuartas partes de las pretendidas apariciones son falsas. Por esto la Iglesia y su Magisterio, que debe guiar al pueblo cristiano, deben de poder juzgar acerca de la autenticidad de tales a. y revelaciones. En el A. T. se dan criterios para distinguir los falsos profetas de los verdaderos. Los mensajeros de Dios vienen acompañados de signos y auténticos milagros (1 Reg 2, 34; Ez 24, 27; 333' 22); no hablan contra la auténtica verdad religiosa ya reconocida como tal (Dt 13, 3); se cumplen sus vaticinios (Dt 18, 22); la vida virtuosa acredita a los verdaderos profetas (ler 23, 9-40). Asimismo en el N. T., Jesús encarga la vigilancia contra los falsos profetas: por los frutos se les conoce y por su virtud (Mt 7, 15-23). S. Pablo contrapone los frutos de la carne y los del Espíritu (Gal 5, 17-26). Las enseñanzas de los verdaderos profetas no tienen que contradecir las verdades ciertas de la fe. «La profecía debe ser según la medida de la fe» (Rom 12, 6). Y S. Juan da como criterio doctrinal el seguir las verdades de la fe: El que niega la encarnación del Verbo y no reconoce a Jesucristo, no es de Dios; es anticristo (1 lo 4, 2-3).

Aparte de estas normas escriturísticas, es importante desde un punto de vista psicológico atender al temperamento del vidente y a sus cualidades intelectuales y morales. Las inteligencias superiores o muy intuitivas, las condiciones de neurópata, la misma sugestibilidad hipnótica, cualquier clase de anormalidad harán desconfiar de pretendidas visiones o revelaciones; mucho más si pueden ser consideradas como relámpagos del «subconsciente». Se atenderá, sin embargo, a la manera como se ha desarrollado la visión, si ha sido ex abrupto y de modo impensado e inesperado, o algo que el individuo con sus raciocinios y deseos venía preparando; asimismo si ha sucedido en él como en sujeto pasivo, o él lo ha fomentado y pretendido, etc. Los autores espirituales señalan también otros indicios de la auténtica acción divina: en la inteligencia el contacto con Dios produce humildad intelectual, y docilidad para dejarse enseñar y conducir; también la gravedad: Dios no se mezcla con lo fútil y frívolo. Por lo que toca a la voluntad, están los conocidos frutos del Espíritu Santo (Gal 5, 22-23); la pureza de intención, acompañada de sincera caridad con Dios y con el prójimo; la paciencia y abnegación a toda prueba en las arideces y dificultades; la simplicidad y la paz, aun en medio de turbaciones temperamentales y de tribulaciones por parte de los demás; la confianza en Dios; la flexibilidad ante las órdenes de la Jerarquía; la humildad y el deseo de padecer imitando a Jesucristo; el despego de las cosas del mundo, junto con el deseo de que todos glorifiquen a Dios, etc. Si el examen de todas estas señales, y otras indicadas por los autores en las reglas de discernimiento de espíritus, pueden dar una certeza moral acerca del origen divino de las a. o revelaciones, no es tampoco infrecuente para el mismo individuo que las experimenta (p. ej., S. Teresa, S. Ignacio), la total certeza del origen sobrenatural. En tal caso la luz divina, o el milagro que acompaña a la comunicación que viene con carácter extraordinario, da la certeza del origen divino del fenómeno.

Si los individuos que reciben estas visiones y revelaciones llegan, al menos en muchos casos, a la persuasión de su origen divino, no es tan fácil que los demás alcancen la misma certidumbre. Por un cúmulo de indicios, basados en la prudencia, humildad y cautela sobrenatural del vidente; por su modo de proceder sobrio y honesto, con intenciones santas; y, además, por el conjunto de antecedentes, concomitantes y efectos consiguientes a la revelación, será posible, al menos en ciertos casos, llegar a una certeza moral para establecer la realidad histórica de la revelación. Pero en muchos casos, fuera del vidente y de sus más cercanos confidentes, los demás sólo alcanzarán la probabilidad del hecho; a menos que venga acompañado con signos extraordinarios que salgan al exterior y sean comprobables por todos. La ausencia de tales comprobaciones públicas queda ya justificada teniendo presente que tales revelaciones privadas, aunque tengan función social, por definición no se enderezan a toda la sociedad eclesial para ser creídas con fe divina y católica. Lo cual suscita el problema siguiente.

3. Asentimiento que se les debe. Las revelaciones privadas no se creen con fe divina y católica, como se cree la Revelación pública (DenzSch. 3011). Y la Iglesia piensa que la Revelación pública, que es objeto de esta fe, se terminó con los Apóstoles (Denz.Sch. 3421). «Nuestra fe se apoya en la Revelación hecha a los Apóstoles y Profetas que escribieron libros canónicos; pero no en la revelación hecha a otros doctores, si es que hubo alguna» (S. Tomás, Sum. Theol., 1 ql a8 ad2). Las revelaciones privadas posteriores a los Apóstoles, en cuanto enuncian algo que no estuviese en la Revelación común pública, no pertenecen al depósito de la fe católica. Por esto «el carisma de la profecía», que sin duda estará siempre en la Iglesia, «no es para proponer una nueva doctrina de fe, sino para la dirección de los actos humanos», según S. Tomás (Sum. Theol., 2-2 ql74 a6 ad3). Creemos, sin embargo, con Benedicto XIV (De servórum De¡ beatif., lib. 3, c. 53, n. 12), card. Bona (De discret spirit., c. 20, n. l) y otros, que aquellos que reciben las revelaciones privadas, si están ciertos de su origen divino, pueden y deben darles firme asentimiento. Muchos teólogos piensan que este asentimiento, como fundado en la palabra de Dios revelada, puede y debe ser de le divina. Además, en la S. E. se refieren revelaciones privadas y la fe a que dieron lugar, y se alaba esta fe (p. ej., de Sara estéril: Heb 1 1, 1 l). Por parecidas razones nos parece también que aquellos no videntes a quienes va mediatamente enderezado el mensaje de la revelación privada, lo pueden y deben creer con fe divina, si llegan a persuadirse, al menos con certeza moral, de la realidad del hecho de la revelación. Pero es fácil objetar que no siempre se logrará esta certeza. Con mayor razón será difícil que la alcancen aquellos a quienes no se endereza la revelación privada. Pero, en el caso en que llegaren a esta certeza, creemos que podrían afirmar por la autoridad de Dios revelante y, por tanto, con fe divina, el contenido de aquella revelación. No decimos que deberían afirmarlo con acto positivo, puesto que la revelación no va dirigida a ellos; bastaría que no negaran lo que saben con certeza que Dios ha dicho.

4. Relación con el Magisterio de la Iglesia. Las revelaciones privadas se aprueban frecuentemente con mera aprobación permisivo, si se permite su lectura en la Iglesia para enseñanza y edificación de los fieles, según las reglas de la prudencia (cfr. De serv. De¡ beatif., lib. 2, c. 32, n. 1 l). En tales casos la Iglesia «no afirma la verdad del hecho, sino que no prohibe que se crea, a no ser que falten argumentos humanos para creer... [Y refiriéndose a ciertas apariciones] tales apariciones o revelaciones ni fueron aprobadas ni condenadas por la Sede apostólica, sino solamente permitidas como piadosamente creíbles con fe solamente humana... » (S. Pío X, enc. Pascendi: AAS 40, 1907, 649). El Papa se refiere aquí a un decreto de la Sagrada Congregación de Ritos (AAS 111 1878, 509-511). También pueden aprobarse con una aprobación negativa si, como sucede antes de incoarse un proceso de beatificación, se declara que no hay nada contra la fe y las costumbres en tales revelaciones. Pero hay casos en que el mismo Magisterio de la Iglesia enseña la realidad objetiva de tales hechos y, al proponerlos a los fieles, parece darles una aprobación positiva, COMO, P. ej., Benedicto XV refiriéndose a las revelaciones del Corazón de Jesús a S. Margarita María en las letras decretales de su canonización (AAS 12, 1920, 512) y Pío XI en la Miserentissimus Redemptor (AAS 20, 1928, 166-168.172173.177). Asimismo en diversos formularios litúrgicos se afirman algunos hechos carismáticos (p. ej., 17 de septiembre, la impresión de las llagas de S. Francisco). Es claro que en estos documentos del magisterio ordinario, en los cuales no hay la intención de proceder a juicios perentorios y definitivos, los Papas no han definido la realidad de tales a. y revelaciones. Pero podría preguntarse si la Iglesia podría definir con juicio infalible la autenticidad de ellas. La Iglesia puede declarar infaliblemente si lo que se dice revelado concuerda o no con las verdades reveladas contenidas en el depósito de la Revelación. La razón es que la potestad del magisterio infalible se extiende a todas aquellas cosas que, de ser negadas o afirmadas, ya no podría tal depósito custodiarse inmune de error y exponerse convenientemente (cfr. A. Straub, De Ecclesia, Innsbruck 1912, n. 882. En cuanto a definir la realidad objetiva de las a. y revelaciones los teólogos no están acordes. Pensamos que éstas pertenecen a la vida carismal de la Iglesia (lo mismo que el don de profecía de que habla 1 Cor 12, 10; 13, 29-33; y los milagros que seguirán a la predicación del Evangelio, de que hablan Me 16, 17; lo 14, 12). Toca, por tanto, a la Iglesia el derecho y el deber de juzgar de una manera oficial y constatar que se verifican esta vida carismal y las profecías de Cristo; como lo hace respecto de los milagros que se proponen para las beatificaciones y canonizaciones, y asimismo cuando la autoridad eclesiástica juzga de la sobrenaturalidad de algunas pretendidas apariciones; aunque, de hecho, al juzgar tales milagros, etc., la Iglesia no usa de un magisterio infalible. La infalibilidad recae sobre la canonización, pero no sobre los milagros que sirven para ella. Pero es claro que, puesto que juzga de tales milagros y hechos sobrenaturales, a esto se extiende también el poder de magisterio de la Iglesia. Como, por otra parte, la infalibilidad de la Iglesia tiene el mismo alcance que su poder magisterial (cfr. A. Straub, De Ecclesia, n. 915, 893), parece que también hay que extender su poder de infalibilidad al juicio sobre la realidad auténtica de las apariciones y visiones. Cfr. «Zeitschrift f. k. Theologie» 37 (1913) 441-442; en contra, Th. Spácil, ibíd. 37 (1913) 146; en favor, D. Iturrioz, o. c.

 

BIBL.: D. ITURRIOZ, Revelaciones privadas. Estudio teológico, Madrid 1965; K. RAHNER, Visiones y profecías, San Sebastián 1956; L. VOLKEN, Les révélations dans l'Église, Mulhouse 1961; R. LAURENTIN, Lourdes. Histoire authentique des apparitions, 7 vol, París 1961-66; L. G. DA FONSECA, Las maravillas de Fdtima, Barcelona 1946; fD, Fdtima y la crítica, separata de «Sal Terrae» (1952); J. B. ESTRADE, Las apariciones de Lourdes, Madrid 1958; L. LOCHET, Apparitions, Brujas 1957.-Sobre los criterios para examinarlas: E. AMORT, De revelationibus, visionibus et apparitionibus privatis regular tutae, Venecia 1750; J. DE TONQUÉDEC, L,s maladies nerveuses ou mentales et les manifestations diabo. liques, París 1938; A. COLUNGA, Criterios de verdad para juzgar de las apariciones y revelaciones privadas, «Salmanticensis» 5 (1958) 563-587; ADOLFO DE LA M. DE Dios, Aportaciones de la Psicología al problema de las visiones y revelaciones privadas, ¡bid. 5 (1958) 607-636.-Sobre las relaciones con el Magisterio: J. A. ALDAMA, El magisterio pontificio ante las apariciones y revelaciones privadas, ibíd., 637-658; M. NICOLAU, Asentimiento que se debe a las apariciones y revelaciones privadas, ¡bid., 589605; G. ZORÉ, S. Margherita M. Alacoque alla luce dell'enciclica «Haurietis aquas», «Cor lesu», vol. II, Roma 1959, 197 S.; PH. DE LA TRINITÉ, Actitud de la Iglesia frente a lo maravilloso de carácter privado, « Rev. de espiritualidad» 17 (1958) 210-215.

M. NICOLAU PONS.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991