ANATEMA
Esta palabra
envuelve generalmente una idea negativa y peyorativa.
Lingüísticamente y en su origen más remoto tenemos el término
hebreo herem, del verbo haram, que significa cortar, excluir,
separar. La palabra árabe harcim (harém) tiene parecido sentido.
Su significación real pertenece a la esfera de lo santo y de lo
impuro. Ha sufrido, como tantas otras palabras, una evolución
semántica. Herem significa fundamentalmente separación del uso
profano y entrega al poder de Dios; designa lo que quedaba
absolutamente sustraído a todo empleo profano de los hombres como
objeto de uso, trata o veneración (v. CONSAGRACIóN; SAGRADO Y
PROFANO).
Tres son las palabras que entran aquí en juego: lo santo, lo
impuro y el herem; cada una con su matiz peculiar. Lo santo se
refiere al culto (v. SANTIDAD I y II); lo impuro, a la vida social
(v. PURIFICACIÓN I y II); pero lo peculiar del herem es lo
relativo a la guerra (v. GUERRA I y ii). El herem o a. está
primeramente en relación con el derecho de guerra. Leemos en la
famosa estela de Mesa (v.), líneas 14-17, que Mesa, rey de los
moabitas, se gloría de haber consagrado la ciudad de Nebo a su
dios Kemos y haberla destruido con todos sus habitantes, unos
7.000; también los asirios condenaron a sus enemigos al a., como
se lee en el apéndice histórico de Is 37, 11, y 2 Reg 19, 11.
El «herem» o anatema en el Antiguo Testamento. También está
en relación con el derecho de guerra. El botín de guerra es
propiedad de Yahwéh y está, por tanto, sustraído al uso profano
humano, y por eso ha de ser destruido. Es frecuente la aplicación
de este concepto de a. en las guerras de Israel. Así leemos en Num
21, 2; «Israel hizo voto a Yahwéh, diciendo: si entregas este
pueblo en mis manos yo consagraré sus ciudades al anatema». Así
también en diversos textos: Ios 6, 8-19; 7, 10 ss.; 10, 28-40; Idc
21, 11 ss.; 1 San! 15, 3. Pero el a. o herem en el A. T. tiene
fundamentalmente un sentido religioso bajo una doble vertiente: de
castigo y de consagración. Por el a. el enemigo y el botín son
consagrados a Dios; los hombres y los animales son pasados a
cuchillo; los objetos preciosos, oro y piedras, son destinados al
santuario. Rsta era la ley de la guerra santa según la legislación
deuteronómica, que reconocía de manera primitiva el dominio
universal y absoluto de Dios sobre hombres y pueblos, animales y
cosas. Así, se dice en Dt 7, 2 ss.: «Cuando te los haya entregado
y tú los hayas derrotado, los darás al anatema, no harás pactos ni
usarás de gracia con ellos». De aquí a la paternidad universal de
Dios (v. FILIACIÓN DIVINA) hay mucho camino que se andará más
tarde (cfr. Sap 1, 13, y sobre todo el Evangelio, Mt 5, 44 ss.;
etc.).
Pero el herem o a. no se limita a los tiempos de guerra.
También es condenado al a. todo el que sacrifica a los ídolos (V.
IDOLATRÍA II). De ahí el a. con que se amenaza al pueblo de Israel
en Dt 13, 13: «Si oyeras decir que en una de las ciudades que
Yahwéh te ha dado... hombres, salidos de ti, seducen a sus
conciudanos diciendo: Vamos a servir a otros dioses... y se prueba
que tal abominación se ha cometido, pasarás al filo de la espada
los habitantes todos de aquella ciudad, la darás al anatema, a
ella y cuanto en ella hay».
La legislación sacerdotal (v. PENTATEUCO) parece haber
entendido el a. de forma que los bienes anatematizados pudieran
ser también adjudicados al santuario y a los sacerdotes. Éstos,
sin embargo, sólo podían entrar en posesión de estas cosas después
de una purificación. A propósito de la parte reservada a los
sacerdotes dice Num 18, 14: «Todo cuanto en Israel sea dado al
anatema, te pertenecerá»; con respecto de los bienes del a. de
Jericó, oro, plata y utensilios de bronce, leemos en los 6, 19:
«Toda la plata y el oro, todos los objetos de bronce y de hierro
sean consagrados a Yahwéh y entren en su tesoro». Según la
legislación deuteronómica, la defraudación de algo dado al a. es
castigado con la muerte: «No introduzcas en tu casa abominación
alguna, pues caerías como ella bajo el anatema» (Dt 7, 26).
La violación del a. es un sacrilegio que afecta a toda la
comunidad y ésta no puede librarse del mismo más que aplicando el
a. al culpable. Así sucedió cuando la toma de Jericó: «Acan, hijo
de Carmí, de la tribu de Judá, tomó de lo que caía bajo el
anatema, y la ira de Yahwéh se encendió contra los hijos de
Israel» (los 7, 1). Por ello, cuando Josué acudió a Yahwéh después
del fracasado golpe contra Ha¡, Yahwéh le respondió: «Israel ha
pecado, han tomado cosas que eran anatema, han robado, han mentido
y las han escondido entre sus enseres... No seguiré Yo estando con
ellos si no quitáis el anatema de en medio de vosotros» (Dt 7,
11-12). Se ha de distinguir entre a. y sacrificio (v. SACRIFICIO
II); así aparece claramente en 1 Sam 15, 20 ss.; una cosa es la
obediencia a Yahwéh, que en este caso era entregar todos los seres
vivos al a., y otra el sacrificio. Por eso se dice textualmente:
«La obediencia vale más que el sacrificio y la docilidad más que
las grasas de los carneros» (1 Sam 15, 22). De aquí cabe concluir
que el herem o a. de Jefté no fuera sacrificio en sentido
estricto.
En el judaísmo posterior. El herem antiguo evolucionó
profundamente en el judaísmo tardío; vino a ser el a. que
llamaríamos simplemente sinagogal; era una especie de excomunión,
ricamente matizada, por la cual el pecador era excluido
transitoriamente o para siempre de la comunidad cultual de la
sinagoga. Un indicio elocuente a este respecto lo tenemos en Esd
10, 7-8: «Se publicó después un bando en Judá y Jerusalén para que
todos los que habían vuelto del destierro se reunieran en
Jerusalén, bajo la amenaza de confiscación de todos sus bienes y
exclusión de la comunidad a todo aquel que no se presentara en el
término de tres días>5. Pueden verse las aplicaciones prácticas al
respecto en algunos de los manuscritos de Qumrám (v.),
concretamente en el Manual de Disciplina (1 QS VI, 24-VII, 25).
En la Versión de los Setenta, se traduce frecuentemente el
hebreo herem por el griego anazema y por otras palabras como
«destrucción», etc. En el griego helenístico, anazema tiene una
doble significación: consagración u ofrenda hecha a la divinidad;
y lo entregado a la ira de la divinidad, lo que cae bajo la
maldición (v.). Es importante tener presentes estos datos del
griego helenístico y de la Versión de los Setenta cuando se trata
de interpretar correctamente los diversos pasajes del N. T. en que
aparece la palabra anazema.
En el Nuevo Testamento. No se halla rastro alguno de la
práctica ricamente matizada del a., como simple excomunión, en el
judaísmo tardío. En cambio, se da una perfecta correspondencia de
anazema con el hebreo herem en su doble significado: ofrenda, y
castigo o maldición. En el sentido de ofrenda hecha a la divinidad
tenemos el texto de Le 21, 5, que trata de la destrucción del
Templo adornado con hermosas piedras y ofrendas. La palabra a. se
halla en el N. T. sobre todo en el sentido del herem hebreo: lo
entregado a la ira de la divinidad, lo que cae bajo la maldición.
Así, el que predica otro Evangelio distinto del que S. Pablo
anunció y predicó a los Gálatas (Gal 1, 8 ss.) cae bajo el a. El
que no ame al Señor, Jesucristo, también ha de ser entregado a la
ira del juicio de Dios, al a. (1 Cor 16, 22).
Con este mismo castigo se amenaza uno a sí mismo, en el caso
de no cumplir una obligación que se ha impuesto (Act 23, 14).
Tenemos al respecto el pasaje realmente difícil de Rom 9, 3: «Yo
mismo (Pablo) desearía ser anatema por mis hermanos» los judíos.
Este pasaje, lo mismo que el ruego de Moisés en Ex 32, 32, y el
plazo de Gal, 3, 13, parece que deben explicarse según el
principio establecido en Gen 18, 23 ss.: «¿Vas a hacer tú perecer
al justo juntamente con el pecador?». Es decir, los injustos, los
culpables, se salvan por la comunión con los justos e inocentes.
En todos estos lugares del N. T. el a. no significa únicamente la
exclusión de la comunión de salud, sino que implica además con el
herem hebreo del A. T. «caer en la ira de Dios, ser entregado al
castigo divino».
En la Jerusalén celeste (v. PARUSíA; ESCATOLOGÍA II y iii)
no habrá ya más a. de maldición, según leemos en Apc 22, 3;
después de la victoria escatológica y de la definitiva derrota de
todo poder adverso de Dios, el a. habrá ya perdido su razón de
ser.
BIBL.: A. FERNÁNDEZ, El «herem» bíblico, «Bíblica» 5 (1924) 3-25; F. M. ABEL, L'anathéme de Jerchó et la maison de Rahab, «Rev. Biblique» 57 (1950) 321-330; L. DELPORTE, L'anathéme de Yahvé. Recherches sur le herem preéxilien en Israel, «Recherches de Sciences Religieuses» 5 (1914) 297-300; C. BRERELMANs, Le Herem chez les Prophetes du Nord et dans le Deuteronome, «Miscellanea Bíblica», París 1959; S. CAVALETn, en Homenaje a Millds Vallicrosa, Barcelona 1954, 347-350.
D. YUBERO GALINDO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991