AMOR
Filosofía
1. Diversas
acepciones. La palabra a. es susceptible de muchos sentidos. Se
puede considerar como un puro movimiento del apetito concupiscible
o incluso como la mera atracción sexual en el plano simplemente
animal, y se puede considerar como uno de los actos de la voluntad
humana, el primero de todos ellos.Dentro de este plano de la
voluntad, todavía puede entenderse como una tendencia a adquirir
lo que nos falta (a. de dominio, el eros griego) y como un impulso
a comunicar lo que se posee y a convivir con el amado (a. de
comunión, el agapé cristiano). Podemos hablar 'también del a,
divino, tanto del que es propio de Dios y que es causa de todo lo
que existe («el amor de Dios es el que difunde y el que crea la
bondad en las cosas», dice S. Tomás en 1 q20 a2), como del a.
divino participado en nosotros de modo sobrenatural (la caridad).
Por último, pueden considerarse las distintas manifestaciones
típicas del a. humano: el a. conyugal, el paterno, el filial, el
fraterno, la amistad, etc.
Mas a pesar de esta gama tan variada de las realizaciones
del a., hay algo que es esencial y común a todas ellas, y es la
inclinación y adhesión a un bien en sí mismo, es decir,
independientemente de que se halle ausente (que así engendra el
deseo) o de que se encuentre presente y poseído (que así produce
el gozo). Pero conviene declarar mejor todo esto.
2. Naturaleza del amor. El a. propiamente dicho no se da más
que en el ámbito de la vida consciente, sea sensitiva, sea
intelectual. No se puede llamar a. en sentido propio a la pura
atracción física ni a la inclinación natural. Sin prejuzgar ahora
si el conocimiento es previo al a., o viceversa, lo cierto es que
el ámbito del conocimiento y el del a. son coextensivos o
convertibles. Desde este punto de vista, el a. puede ser
provisionalmente definido como la dimensión tendencial de la vida
consciente o, por lo menos, como algo incluido en esa dimensión.
Esto supuesto, lo primero que debemos hacer para esclarecer el a.
es compararlo con el conocimiento. Después vendrá la consideración
de si el a. agota todo el ámbito del apetito consciente o si
constituye una parte de ese ámbito.
La diferencia fundamental entre el conocimiento y el a. es
la siguiente: tanto el conocimiento como el a. entrañan cierta
trascendencia, cierta superación de la individualidad o
subjetividad, y se constituyen así en sendas fuerzas unitivas por
las que el sujeto que conoce o ama se une con lo conocido o amado;
pero de muy distinta maneja. El conocimiento entraña una posesión
puramente representativa o intencional; por el conocimiento el
sujeto se une con lo conocido, pero no en el mismo ser real que lo
conocido tiene en sí, sino en el ser representativo u objetivo que
tiene en el cognoscente. En cambio, por el a. el sujeto tiende a
la posesión real de lo amado, a unirse con éste según su ser real
y no sólo en la representación o en la semejanza. Por esta razón
escribe S. Tomás que «el amor es más unitivo que el conocimiento»
(1-2 q28 al ad3).
Dejemos para más adelante el sacar partido a este rasgo
esencialmente distintivo del a. respecto del conocimiento.
Preguntemos ahora si el a. agota todo el ámbito de la dimensión
tendencial consciente o sólo una parte de él. La respuesta tiene
que ser que sólo abarca una parte. La inclinación a la unión real
es propia de toda tendencia, tanto de la consciente como de la
inconsciente. Ahora estamos limitados a la consciente. Pero
precisamente porque ésta es una inclinación a la unión real, no
entraña de suyo esa unión. Se puede buscar la unión sin
conseguirla, como se puede seguir inclinado a la unión una vez
lograda. En la inclinación a la unión real se pueden considerar
estos tres casos: primero, inclinación a la unión real todavía no
lograda, tendencia a un bien ausente o no poseído con la
advertencia explícita de su ausencia o no posesión, y esto es lo
que se conoce con el nombre de deseo; segundo, inclinación a la
unión real ya lograda, adhesión a un bien presente y poseído con
la advertencia de su presencia y posesión, y esto es lo que se
entiende con el nombre de gozo o fruición; tercero, finalmente,
inclinación a la unión real prescindiendo de su logro o no,
tendencia a un bien en sí mismo, sin advertencia explícita de su
presencia o de su ausencia, de su posesión o dé su falta, y esto
es el a. De este modo el a. nos aparece como la raíz común del
deseo y del gozo; sin el a. no son posibles el deseo y la
fruición, pero no se confunde con ninguno de ellos.
Y ahora volvamos a la unión real que el a. procura o
mantiene. A. y unión real son dos términos que se implican y se
suponen mutuamente. El a. importa la unión real del amado y del
amante, y a su vez esta unión real está suponiendo el a. Y es que
éste se halla precedido, constituido y seguido por aquélla. S.
Tomás lo explica así: «La unión implica respecto al amor una
triple relación. Hay una primera unión que es causa del amor, y
ésta es: la unidad sustancial, por lo que se refiere al amor con
que uno se ama a sí mismo, y la unión de semejanza, por lo que
toca al amor con que uno ama a otro. Una segunda unión es
esencialmente el mismo amor, y ésta es la unión por sintonía de
afectos, la cual se asemeja a la unidad sustancial en cuanto, en
el amor de persona, el amante se comporta con respecto al amado
como consigo mismo, y en el amor de cosa, como con algo suyo. Una
última unión es efecto del amor, y ésta es la unión real que el
amante busca con el amado; y esta unión es según la conveniencia
del amor; y así cita Aristóteles una frase de Aristófanes que dice
que los amantes desean de dos hacerse uno; pero toda vez que
sucedería que o los dos o por lo menos uno de ellos se
destruirían, busca la unión que es conveniente y adecuada, a
saber: la convivencia, el coloquio y otras parecidas» (1-2 q28 al
ad2).
También debemos tratar aquí de las relaciones entre el
conocimiento y el a. Mirado desde un ángulo, el a. parece preceder
al conocimiento, pues toda actividad consciente (también el
conocimiento) arranca del a. Muchas veces deseamos conocer algo, y
aquí es claro que el deseo (o el a.) precede a ese conocimiento
que vamos buscando. Sin embargo, mirado desde otro ángulo, el
conocimiento precede siempre al a., pues éste es un impulso hacia
el bien conocido; nada se ama si antes no se conoce. La verdad es
que hay una mutua implicación entre el conocimiento y el a. Si se
atiende a la especificación o determinación del acto de amar,
quien lleva la primacía es el conocimiento, pero si se atiende al
ejercicio de dicho acto, la primacía corresponde al mismo a., al
menos en el nivel de la voluntad, que es libre. Por lo demás,
cuando deseamos conocer algo partimos ya de algún conocimiento,
pues, como dice S. Tomás: «el que busca la ciencia no la ignora
por completo, sino que la conoce en alguna medida, ya sea en
general, ya en algún efecto de ella o porque oye alabarla» (1-2
q27 a2 adl).
3. División del amor. Centrándonos aquí en el a. humano (el
a. divino será estudiado aparte), la primera división que podemos
establecer es en sensible e intelectual. El a. sensible está
ligado al conocimiento sensitivo y versa sobre los bienes o
valores puramente materiales. Así entendido, el a. es una de las
pasiones del apetito concupiscible. Por su parte, el a.
intelectual está ligado al conocimiento intelectivo y, dado que
éste se extiende tanto a lo sensible como a lo suprasensible,
también el a. intelectual se dirige ora a los bienes sensibles,
ora a los espirituales. Entendiéndolo así, el a. es un acto de la
voluntad. Al a. considerado como acto de la voluntad se le llama
dilección, que no es otra cosa que un a. electivo o precedido de
elección. «La dilección -escribe S. Tomás- añade sobre el amor una
elección precedente, como su nombre indica; por lo cual la
dilección no se encuentra en el apetito concupiscible, sino sólo
en la voluntad y únicamente en la naturaleza racional» (1-2 q26
a3).
Por su parte, el a. intelectual o la dilección puede
presentar dos formas esencialmente distintas, a saber: el a. de
dominio y el a. de comunión. Veamos el sentido de esta división en
un texto de S. Tomás: «Dice Aristóteles que ,amar es querer el
bien para alguien'; y siendo esto así, el movimiento del amor
tiene dos términos: el bien que se quiere para alguien (ya sea uno
mismo, ya otra persona), y ese alguien para quien se quiere aquel
bien. Al susodicho bien se le tiene amor de concupiscencia (o de
dominio), mientras que a la persona para quien se quiere ese bien
se le tiene amor de amistad (o de comunión). Por lo demás, esta
división es análoga o con orden de prioridad o posterioridad. Pues
lo que se ama con amor de amistad es amado de manera absoluta y
directa, mientras que lo que se ama con amor de concupiscencia es
amado de manera relativa e indirecta, es decir, en orden a otro.
El ente propiamente dicho es lo que existe en sí, es decir, la
sustancia, mientras que el ente en sentido impropio es lo que
existe en otro, o sea, el accidente. De parecida manera, el bien
que se identifica con el ente, si se toma en sentido propio, es lo
que tiene en sí mismo la bondad, y si se toma impropiamente es lo
que tiene la bondad en otro. En consecuencia, el amor por el que
se ama algo que es en sí mismo bueno es amor en sentido pleno;
pero el amor con que se ama algo que sólo es bueno en orden a otro
es amor en sentido deficiente y derivado» (1-2 q26 a4c).
O sea, que el a. de amistad (o de comunión) va hacia su
término -en todo caso una persona- estimándolo como un bien
sustantivo o en sí, como algo de suyo valioso y de suyo amable,
capaz, por tanto, de finalizar de un modo definitivo el impulso
amoroso; mientras que el a. de concupiscencia (o de dominio) se
dirige a su término -siempre una cosa o un bien material o al
menos un accidente- estimándolo como un bien adjetivo o relativo,
como algo que sólo es amable por referencia a otro -a una persona-
capaz de poseerlo o disfrutarlo. Dicho de otra manera: se ama a
las personas por sí mismas, por el valor que en sí mismas tienen,
y éste es el a. de comunión; pero a las cosas se las ama en orden
a alguna persona -que puede ser la misma que ama u otra- y éste es
el a. de dominio. Por lo demás, resulta claro que el a. de persona
es a. en sentido más pleno y perfecto que el a. de cosa. Aquél se
dirige a un término más noble y elevado, que es valorado por sí
mismo; éste se orienta a un término más bajo, que no es estimado
por sí mismo, sino en orden a otro. Desde otro punto de vista, el
a. de persona es más perfecto, porque procede de una fuente más
perfecta: la inclinación a comunicar nuestros propios bienes;
mientras que el a. de cosa tiene su origen en la inclinación a
adquirir lo que nos falta.
4. Causas del amor. Tres causas se pueden asignar al a., a
saber: el bien, el conocimiento y la semejanza. En efecto, siendo
el a. una tendencia, debe tener un origen y un término, y así se
le podrá buscar la causa por ambos extremos. Pues bien, la causa
del a. por parte de su término es el bien; mientras que la causa
por parte de su origen es la semejanza. A lo que hay que añadir la
condición necesariamente requerida para que el bien ejerza su
causalidad propia y que es el conocimiento. Con lo que resultan
las tres causas apuntadas.
El bien es la causa objetiva del a., ya como objeto
terminativo, ya como objeto motivo. El a. siempre se dirige a un
bien, ya sea real, ya sea aparente. Si alguna vez se ama un mal
esto no es sino porque se presenta como bien (bien aparente) o
porque se halla ligado a un bien. En este último caso, lo que se
ama verdaderamente siempre es el bien y no el mal que lleva anejo.
Se puede decir que el bien es objeto per se del a., mientras que
el mal sólo es objeto per accidens. Por lo demás, si el bien es
objeto terminativo del a. es porque previamente es objeto motivo.
El bien mueve a la tendencia, no por cierto al modo de la causa
eficiente (impulsando), sino al modo de la causa final
(atrayendo).
El conocimiento es la condición necesaria para que el bien
ejerza sobre la tendencia la causalidad que le es propia. Nada es
querido si antes no es conocido; ya sea con un conocimiento
perfecto, ya sea con un conocimiento imperfecto, confuso, sumario.
Por ello «el conocimiento es causa del amor por la misma razón por
la que lo es el bien, el cual no puede ser amado si no es
conocido» (S. Tomás, 1-2 q27 a2 c).
Por último, la semejanza es causa del a. atendiendo a su
origen. Pero hay que advertir que la semejanza puede ser doble:
una perfecta o en acto (que se da cuando dos sujetos convienen en
la misma forma), y otra imperfecta o en potencia (que se da cuando
un sujeto tiene una forma y el otro no la tiene, pero aspira a
tenerla y está capacitado para recibirla). La primera semejanza es
causa del a. de comunión (o de amistad), y la segunda, del a. de
dominio (o de concupiscencia). S. Tomás lo expresa así: «La
semejanza, propiamente hablando, es causa del amor. Pero se ha de
notar que la semejanza puede entenderse de dos maneras: una cuando
los dos semejantes poseen en acto una misma cualidad...; otra,
teniendo uno en potencia y con cierta inclinación a ello lo que el
otro posee en acto:..; o también en cuanto que la potencia tiene
semejanza con el acto, puesto que en la misma potencia está en
cierto modo el acto. El primer modo de semejanza produce el amor
de amistad o de benevolencia, puesto que, por lo mismo que dos
seres son semejantes, al tener en cierto modo la misma forma, son
como uno solo en aquella forma...; y por ello el afecto del uno se
dirige hacia el otro como hacia sí mismo, y quiere el bien para el
otro como para sí mismo. El segundo modo de semejanza produce el
amor de concupiscencia..., porque cada ser existente en potencia,
en cuanto tal, tiene naturalmente el apetito de su acto, y si
posee sensibilidad y conocimiento, se deleita en su consecución»
(1-2 q27 a3 c).
5. Efectos del amor. Entre los efectos del a., unos son
propiamente psíquicos, como la unión, la mutua inhesión, el
éxtasis y los celos, y otros son fisiológicos (o que se expresan
con imágenes tomadas de lo orgánico), como la licuefacción, la
fruición, la languidez y el fervor. Examinémoslos brevemente.
La unión acompaña al a., ya que éste es una fuerza unitiva.
Como decíamos más atrás, la unión entre el amante y el amado
precede, constituye y sigue al a. Lo precede, porque el a. se
funda en la unión, ya sustancial (en el a. de sí mismo), ya de
semejanza (en el a. de otro). Lo constituye, porque el a. es
precisamente una unión afectiva o sintonía de afectos. Y
finalmente, lo sigue, porque el a. lleva a la unión real del
amante y el amado, pide de dos hacerse uno, aunque siempre según
la conveniencia del a.
La mutua inhesión resulta -de la unión. Es un cierto estar
del amado en el amante y de éste en aquél; una presencia
constante, así en el conocimiento como en el afecto. Y es que el
a. pide reciprocidad. S. Tomás escribe a este respecto: «Esto es
lo primero en la intención del amante: que sea correspondido por
el amado. A esto tienden, en efecto, todos los esfuerzos del
amante, a atraer hacia sí el amor del amado, y si esto no ocurre,
es preciso que el amor se disuelva» (C. Gent., 111 151).
El éxtasis es otro efecto del a. La unión y la mutua
inhesión llevan al amante a salir de sí, a vivir en el amado más
que en sí mismo; el amado es como otro yo; se vive de él y para
él. Y esto es el éxtasis.
Por su parte, los celos son un movimiento de defensa del a.
Como el amante vive fuera de sí, y toda su vida gira en torno al
amado, no puede tolerar que le sea arrebatado o dañado ese centro
de su vida; y así cela o defiende el objeto de su a. como si se
tratara de sí propio.
En cuanto a los llamados efectos fisiológicos del a.
conviene advertir que, si en un aspecto pueden considerarse como
las repercusiones orgánicas del impulso psíquico correspondiente,
en otro pueden también considerarse como las representaciones
metafóricas sensibles de los mismos caracteres psíquicos del a.
Esto supuesto, veamos dichos efectos fisiológicos.
El primero es la licuefacción o reblandecimiento del
corazón; pues así como el desamor puede representarse como un
endurecimiento del alma, como una cerrazón o hermetismo, así su
contrario, que es el a., puede simbolizarse pór esa blandura o
licuefacción. La compenetración de.los amantes, que es una de las
consecuencias del a., es incompatible con la dureza y reclama el
reblandecimiento.
Los otros efectos fisiológicos se enumeran atendiendo a la
situación del amante respecto del amado. Si el amado está
realmente presente y unido al amante, engendra en éste la
fruición, el gozo de la posesión; pero si el amado se halla
ausente, entonces esta separación produce en el amante, ya esa
especial tristeza que se llama languidez, ya ese impulso vehemente
hacia el amado que se llama fervor.
6. Otras concepciones del amor. En lo expuesto hasta aquí se
encuentran recogidas las líneas fundamentales de la concepción
clásica del a. humano, tal como ha sido elaborada por S. Tomás de
Aquino. En ella se integran las aportaciones de la filosofía
griega (principalmente el concepto de eros) y las de la filosofía
cristiana precedente (sobre todo el concepto de agapé) en una
síntesis original muy lograda. En la filosofía posterior hay que
destacar algunos nombres importantes por su dedicación al tema del
a. En el Renacimiento, a Marsilio Ficino, León Hebreo y Giordano
Bruno. En la filosofía moderna, a Malebranche (v.) y Spinoza (v.).
En la filosofía contemporánea, a Max Scheler (v.), Gabriel Marcel
(v.) y Ortega (v.), entre otros muchos. Ante la imposibilidad de
detenernos en todos esos autores, fijamos nuestra atención en sólo
dos de ellos: Max Scheler y Ortega y Gasset.
Max Scheler concede al a. un puesto privilegiado. Puede
afirmarse que, junto con el concepto de valor y el de persona, el
a. es para Scheler el concepto fundamental de la filosofía. Como
cuestión previa estudia la diferencia entre el a. y la simpatía.
El a. se refiere a un valor, mientras que la simpatía es ciega
para los valores; el a. es un acto espiritual, mientras que la
simpatía es una función de la sensibilidad; por último, el a. es
espontáneo mientras que la simpatía es reactiva. Sin embargo,
existen íntimas relaciones entre ambos. Así, en primer lugar, hay
que decir que todo simpatizar está fundado en un a. y no a la
inversa, y esto hace comprensible que sea imposible odiar y
simpatizar en un mismo acto conjunto, y que, en cambio, sea
posible simpatizar con alguien a quien no amamos, aunque en este
compadecer sin a. surge en la persona compadecida un sentimiento
de vergüenza y de humillación. Y en segundo lugar, hay que decir
que el nivel (profundo o superficial) en el que se coloca la
simpatía por una persona está determinado por el nivel previamente
dado del a. por ella.
Las diferencias que encuentra Scheler entre el eros griego y
la agapé cristiana le llevan a perfilar mejor el concepto del a.
Según Scheler, para los griegos la esfera racional es superior a
la del a., pues éste es sólo una forma del apetito; pero en el
cristianismo la esfera del a. es superior a la del conocimiento.
Además, en los griegos, el a. es una aspiración de lo inferior a
lo superior: el ser amado es más perfecto que el amante y por eso
los dioses no aman; en cambio, en el cristianismo, el a. es
descendente, va de lo superior a lo inferior. Por último, en los
griegos el portador del a. es un acto sensible, un necesitar, y
por eso el a. se agota en la realización de lo ansiado; en el
cristianismo el a. es un acto del espíritu y crece en la medida de
su propio ejercicio. El a. cristiano no nace del resentimiento,
como piensa Nietzsche (v.).
Viniendo a una caracterización más precisa del a., Scheler
aclara que el a. no se dirige propiamente a un valor, sino al ente
que es valioso; además, el a. no es necesariamente social, como la
simpatía, pues cabe el a. de uno mismo, que no hay que confundir
con el egoísmo. El a. es un movimiento intencional en que,
partiendo del valor real que tiene el objeto amado, se realiza la
aparición de un valor superior en dicho objeto. No se trata aquí
de que el amante lleve a cabo un esfuerzo de mejoramiento de lo
amado. Como dice el propio Scheler: «El amor mismo es quien hace
que, con perfecta continuidad, y en el curso mismo de su
movimiento, emerja en el objeto el valor más alto en cada caso,
como si brotara `de suyo' del objeto amado mismo, sin actitud
ninguna de tendencia por parte del amante (ni siquiera un
`deseo')» (Esencia y formas de la simpatía, Buenos Aires 1957,
213). Y poco después: «El amor es el movimiento en el que todo
objeto concretamente individual que porta valores llega a los
valores más altos posibles para él con arreglo a su destino ideal;
en el que alcanza su esencia axiológica ideal, la que le es
peculiar» (o. c., 218). El a. no es propiamente a. del bien; el a.
del bien es malo, porque conduce al fariseísmo, cuyo precepto
fundamental sería éste: «ama al bien o ama a los hombres en cuanto
son buenos»; al contrario de esto, el cristianismo ordena amar a
todos los hombres, incluso a los malos, pues el a. hace del malo
un bueno.
Ortega y Gasset comienza por caracterizar al a. como un
movimiento centrífugo del alma dirigido hacia el objeto amado;
este movimiento no es intermitente, sino continuo o fluido, y
además está dotado de una cierta temperatura espiritual: frío,
tibio, caluroso, abrasador. Este movimiento, por lo demás, lleva a
la unión con lo amado, unión que es, más bien que física,
espiritual o simbólica; y entraña asimismo, antes que nada, una
afirmación de la existencia de lo amado, un estar empeñado en que
exista. Ortega resume estas características en el siguiente texto:
«El amor es un acto centrífugo del alma que va hacia el objeto en
flujo constante y lo envuelve en cálida corroboración, uniéndonos
a él y afirmando ejecutivamente su ser» (Estudios sobre el amor,
en Obras completas, V, 5 ed. Madrid 1961, 559).
Ortega, para establecer su propia teoría sobre el a., lleva
a cabo una crítica extensa de la concepción de Stendhal, el cual
entiende al a. como una «cristalización» o enriquecimiento
imaginario por parte del amante del objeto amado. «Conocida es la
metáfora -escribe Ortega- que proporciona a Stendhal el vocablo
`cristalización' para denominar su teoría del a. Si en las minas
de Salzburgo se arroja una rama de arbusto y se recoge al día
siguiente, aparece transformada. La humilde forma botánica se ha
cubierto de irisados cristales que recaman prodigiosamente su
aspecto. Según Stendhal, en el alma capaz dé amor acontece un
proceso semejante. La imagen real de una mujer cae dentro del alma
masculina y poco a poco se va recamando de superposiciones
imaginarias, que acumulan sobre la nuda imagen toda posible
perfección. Siempre me ha parecido esta teoría una superlativa
falsedad» (o. c., 570). Por el contrario, para Ortega, «el
enamoramiento es un fenómeno de la atención, un estado anómalo de
ella que en el hombre normal se produce» (o. c., 579). Y más
adelante: «no se trata, pues, de un enriquecimiento de nuestra
vida mental. Todo lo contrario. Hay una progresiva eliminación de
las cosas que antes nos ocupaban. La conciencia se angosta y
contiene sólo un objeto. La atención queda paralítica: no avanza
de una cosa a otra. Está fija, rígida, presa de un solo ser» (o.
c., 580). Por lo demás, esta atención del a. no es pasiva, sino
activa. Esta doctrina se corrobora con el examen de la elección en
el a. El a. es una de esas situaciones vitales en las que el
hombre revela su ser oculto, su decisiva intimidad. «En la
elección de amada -escribe Ortegarevela su fondo esencial el
varón; en la elección de amado, la mujer. El tipo de humanidad que
en el otro ser preferimos dibuja el perfil de nuestro corazón. Es
el amor un ímpetu que surge de lo más subterráneo de nuestra
persona» (o. c., 600). Lejos, pues, de transferir al ser amado una
serie de perfecciones ideales, el a. descubre las perfecciones que
ya tiene ese ser, y que son las que riman con el fondo más oculto
del ser del amante. Por eso lo elige y lo prefiere entre los
demás. «Es, pues, el amor, por su misma esencia, elección. Y como
brota del centro personal, de la profundidad anímica, los
principios selectivos que la deciden son a la vez las preferencias
más íntimas y arcanas que forman nuestro carácter individual» (o.
c., 605).
BIBL.: S. TOMÁS, Summa Theologiae, 1-2, q26, 27, 28; I. BOFILL, La escala de los seres o el dinamismo de la perfección, Barcelona 1950; 1. DE FINANCE, Ensayo sobre el obrar humano, Madrid 1966; MAx SCHELER, Esencia y formas de la simpatía, Buenos Aires 1957; fD, Amor y conocimiento, Buenos Aires 1960; j. GuiTTON, Ensayos sobre el amor humano, Madrid 1957; j. ORTEGA Y GAssET, Estudios sobre el amor, Madrid 1941; P. ROUSSELOT, Pour i'histoire du problame de Pamour au Moyen Age, Münster 1908; H. D. SimoNiN, Autour de la solution thomiste du probléme de Pamour, París 1932.
J. L. SORIA SAIZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991