AMOR

Filosofía


1. Diversas acepciones. La palabra a. es susceptible de muchos sentidos. Se puede considerar como un puro movimiento del apetito concupiscible o incluso como la mera atracción sexual en el plano simplemente animal, y se puede considerar como uno de los actos de la voluntad humana, el primero de todos ellos.Dentro de este plano de la voluntad, todavía puede entenderse como una tendencia a adquirir lo que nos falta (a. de dominio, el eros griego) y como un impulso a comunicar lo que se posee y a convivir con el amado (a. de comunión, el agapé cristiano). Podemos hablar 'también del a, divino, tanto del que es propio de Dios y que es causa de todo lo que existe («el amor de Dios es el que difunde y el que crea la bondad en las cosas», dice S. Tomás en 1 q20 a2), como del a. divino participado en nosotros de modo sobrenatural (la caridad). Por último, pueden considerarse las distintas manifestaciones típicas del a. humano: el a. conyugal, el paterno, el filial, el fraterno, la amistad, etc.
      Mas a pesar de esta gama tan variada de las realizaciones del a., hay algo que es esencial y común a todas ellas, y es la inclinación y adhesión a un bien en sí mismo, es decir, independientemente de que se halle ausente (que así engendra el deseo) o de que se encuentre presente y poseído (que así produce el gozo). Pero conviene declarar mejor todo esto.
      2. Naturaleza del amor. El a. propiamente dicho no se da más que en el ámbito de la vida consciente, sea sensitiva, sea intelectual. No se puede llamar a. en sentido propio a la pura atracción física ni a la inclinación natural. Sin prejuzgar ahora si el conocimiento es previo al a., o viceversa, lo cierto es que el ámbito del conocimiento y el del a. son coextensivos o convertibles. Desde este punto de vista, el a. puede ser provisionalmente definido como la dimensión tendencial de la vida consciente o, por lo menos, como algo incluido en esa dimensión. Esto supuesto, lo primero que debemos hacer para esclarecer el a. es compararlo con el conocimiento. Después vendrá la consideración de si el a. agota todo el ámbito del apetito consciente o si constituye una parte de ese ámbito.
      La diferencia fundamental entre el conocimiento y el a. es la siguiente: tanto el conocimiento como el a. entrañan cierta trascendencia, cierta superación de la individualidad o subjetividad, y se constituyen así en sendas fuerzas unitivas por las que el sujeto que conoce o ama se une con lo conocido o amado; pero de muy distinta maneja. El conocimiento entraña una posesión puramente representativa o intencional; por el conocimiento el sujeto se une con lo conocido, pero no en el mismo ser real que lo conocido tiene en sí, sino en el ser representativo u objetivo que tiene en el cognoscente. En cambio, por el a. el sujeto tiende a la posesión real de lo amado, a unirse con éste según su ser real y no sólo en la representación o en la semejanza. Por esta razón escribe S. Tomás que «el amor es más unitivo que el conocimiento» (1-2 q28 al ad3).
      Dejemos para más adelante el sacar partido a este rasgo esencialmente distintivo del a. respecto del conocimiento. Preguntemos ahora si el a. agota todo el ámbito de la dimensión tendencial consciente o sólo una parte de él. La respuesta tiene que ser que sólo abarca una parte. La inclinación a la unión real es propia de toda tendencia, tanto de la consciente como de la inconsciente. Ahora estamos limitados a la consciente. Pero precisamente porque ésta es una inclinación a la unión real, no entraña de suyo esa unión. Se puede buscar la unión sin conseguirla, como se puede seguir inclinado a la unión una vez lograda. En la inclinación a la unión real se pueden considerar estos tres casos: primero, inclinación a la unión real todavía no lograda, tendencia a un bien ausente o no poseído con la advertencia explícita de su ausencia o no posesión, y esto es lo que se conoce con el nombre de deseo; segundo, inclinación a la unión real ya lograda, adhesión a un bien presente y poseído con la advertencia de su presencia y posesión, y esto es lo que se entiende con el nombre de gozo o fruición; tercero, finalmente, inclinación a la unión real prescindiendo de su logro o no, tendencia a un bien en sí mismo, sin advertencia explícita de su presencia o de su ausencia, de su posesión o dé su falta, y esto es el a. De este modo el a. nos aparece como la raíz común del deseo y del gozo; sin el a. no son posibles el deseo y la fruición, pero no se confunde con ninguno de ellos.
      Y ahora volvamos a la unión real que el a. procura o mantiene. A. y unión real son dos términos que se implican y se suponen mutuamente. El a. importa la unión real del amado y del amante, y a su vez esta unión real está suponiendo el a. Y es que éste se halla precedido, constituido y seguido por aquélla. S. Tomás lo explica así: «La unión implica respecto al amor una triple relación. Hay una primera unión que es causa del amor, y ésta es: la unidad sustancial, por lo que se refiere al amor con que uno se ama a sí mismo, y la unión de semejanza, por lo que toca al amor con que uno ama a otro. Una segunda unión es esencialmente el mismo amor, y ésta es la unión por sintonía de afectos, la cual se asemeja a la unidad sustancial en cuanto, en el amor de persona, el amante se comporta con respecto al amado como consigo mismo, y en el amor de cosa, como con algo suyo. Una última unión es efecto del amor, y ésta es la unión real que el amante busca con el amado; y esta unión es según la conveniencia del amor; y así cita Aristóteles una frase de Aristófanes que dice que los amantes desean de dos hacerse uno; pero toda vez que sucedería que o los dos o por lo menos uno de ellos se destruirían, busca la unión que es conveniente y adecuada, a saber: la convivencia, el coloquio y otras parecidas» (1-2 q28 al ad2).
      También debemos tratar aquí de las relaciones entre el conocimiento y el a. Mirado desde un ángulo, el a. parece preceder al conocimiento, pues toda actividad consciente (también el conocimiento) arranca del a. Muchas veces deseamos conocer algo, y aquí es claro que el deseo (o el a.) precede a ese conocimiento que vamos buscando. Sin embargo, mirado desde otro ángulo, el conocimiento precede siempre al a., pues éste es un impulso hacia el bien conocido; nada se ama si antes no se conoce. La verdad es que hay una mutua implicación entre el conocimiento y el a. Si se atiende a la especificación o determinación del acto de amar, quien lleva la primacía es el conocimiento, pero si se atiende al ejercicio de dicho acto, la primacía corresponde al mismo a., al menos en el nivel de la voluntad, que es libre. Por lo demás, cuando deseamos conocer algo partimos ya de algún conocimiento, pues, como dice S. Tomás: «el que busca la ciencia no la ignora por completo, sino que la conoce en alguna medida, ya sea en general, ya en algún efecto de ella o porque oye alabarla» (1-2 q27 a2 adl).
      3. División del amor. Centrándonos aquí en el a. humano (el a. divino será estudiado aparte), la primera división que podemos establecer es en sensible e intelectual. El a. sensible está ligado al conocimiento sensitivo y versa sobre los bienes o valores puramente materiales. Así entendido, el a. es una de las pasiones del apetito concupiscible. Por su parte, el a. intelectual está ligado al conocimiento intelectivo y, dado que éste se extiende tanto a lo sensible como a lo suprasensible, también el a. intelectual se dirige ora a los bienes sensibles, ora a los espirituales. Entendiéndolo así, el a. es un acto de la voluntad. Al a. considerado como acto de la voluntad se le llama dilección, que no es otra cosa que un a. electivo o precedido de elección. «La dilección -escribe S. Tomás- añade sobre el amor una elección precedente, como su nombre indica; por lo cual la dilección no se encuentra en el apetito concupiscible, sino sólo en la voluntad y únicamente en la naturaleza racional» (1-2 q26 a3).
      Por su parte, el a. intelectual o la dilección puede presentar dos formas esencialmente distintas, a saber: el a. de dominio y el a. de comunión. Veamos el sentido de esta división en un texto de S. Tomás: «Dice Aristóteles que ,amar es querer el bien para alguien'; y siendo esto así, el movimiento del amor tiene dos términos: el bien que se quiere para alguien (ya sea uno mismo, ya otra persona), y ese alguien para quien se quiere aquel bien. Al susodicho bien se le tiene amor de concupiscencia (o de dominio), mientras que a la persona para quien se quiere ese bien se le tiene amor de amistad (o de comunión). Por lo demás, esta división es análoga o con orden de prioridad o posterioridad. Pues lo que se ama con amor de amistad es amado de manera absoluta y directa, mientras que lo que se ama con amor de concupiscencia es amado de manera relativa e indirecta, es decir, en orden a otro. El ente propiamente dicho es lo que existe en sí, es decir, la sustancia, mientras que el ente en sentido impropio es lo que existe en otro, o sea, el accidente. De parecida manera, el bien que se identifica con el ente, si se toma en sentido propio, es lo que tiene en sí mismo la bondad, y si se toma impropiamente es lo que tiene la bondad en otro. En consecuencia, el amor por el que se ama algo que es en sí mismo bueno es amor en sentido pleno; pero el amor con que se ama algo que sólo es bueno en orden a otro es amor en sentido deficiente y derivado» (1-2 q26 a4c).
      O sea, que el a. de amistad (o de comunión) va hacia su término -en todo caso una persona- estimándolo como un bien sustantivo o en sí, como algo de suyo valioso y de suyo amable, capaz, por tanto, de finalizar de un modo definitivo el impulso amoroso; mientras que el a. de concupiscencia (o de dominio) se dirige a su término -siempre una cosa o un bien material o al menos un accidente- estimándolo como un bien adjetivo o relativo, como algo que sólo es amable por referencia a otro -a una persona- capaz de poseerlo o disfrutarlo. Dicho de otra manera: se ama a las personas por sí mismas, por el valor que en sí mismas tienen, y éste es el a. de comunión; pero a las cosas se las ama en orden a alguna persona -que puede ser la misma que ama u otra- y éste es el a. de dominio. Por lo demás, resulta claro que el a. de persona es a. en sentido más pleno y perfecto que el a. de cosa. Aquél se dirige a un término más noble y elevado, que es valorado por sí mismo; éste se orienta a un término más bajo, que no es estimado por sí mismo, sino en orden a otro. Desde otro punto de vista, el a. de persona es más perfecto, porque procede de una fuente más perfecta: la inclinación a comunicar nuestros propios bienes; mientras que el a. de cosa tiene su origen en la inclinación a adquirir lo que nos falta.
      4. Causas del amor. Tres causas se pueden asignar al a., a saber: el bien, el conocimiento y la semejanza. En efecto, siendo el a. una tendencia, debe tener un origen y un término, y así se le podrá buscar la causa por ambos extremos. Pues bien, la causa del a. por parte de su término es el bien; mientras que la causa por parte de su origen es la semejanza. A lo que hay que añadir la condición necesariamente requerida para que el bien ejerza su causalidad propia y que es el conocimiento. Con lo que resultan las tres causas apuntadas.
      El bien es la causa objetiva del a., ya como objeto terminativo, ya como objeto motivo. El a. siempre se dirige a un bien, ya sea real, ya sea aparente. Si alguna vez se ama un mal esto no es sino porque se presenta como bien (bien aparente) o porque se halla ligado a un bien. En este último caso, lo que se ama verdaderamente siempre es el bien y no el mal que lleva anejo. Se puede decir que el bien es objeto per se del a., mientras que el mal sólo es objeto per accidens. Por lo demás, si el bien es objeto terminativo del a. es porque previamente es objeto motivo. El bien mueve a la tendencia, no por cierto al modo de la causa eficiente (impulsando), sino al modo de la causa final (atrayendo).
      El conocimiento es la condición necesaria para que el bien ejerza sobre la tendencia la causalidad que le es propia. Nada es querido si antes no es conocido; ya sea con un conocimiento perfecto, ya sea con un conocimiento imperfecto, confuso, sumario. Por ello «el conocimiento es causa del amor por la misma razón por la que lo es el bien, el cual no puede ser amado si no es conocido» (S. Tomás, 1-2 q27 a2 c).
      Por último, la semejanza es causa del a. atendiendo a su origen. Pero hay que advertir que la semejanza puede ser doble: una perfecta o en acto (que se da cuando dos sujetos convienen en la misma forma), y otra imperfecta o en potencia (que se da cuando un sujeto tiene una forma y el otro no la tiene, pero aspira a tenerla y está capacitado para recibirla). La primera semejanza es causa del a. de comunión (o de amistad), y la segunda, del a. de dominio (o de concupiscencia). S. Tomás lo expresa así: «La semejanza, propiamente hablando, es causa del amor. Pero se ha de notar que la semejanza puede entenderse de dos maneras: una cuando los dos semejantes poseen en acto una misma cualidad...; otra, teniendo uno en potencia y con cierta inclinación a ello lo que el otro posee en acto:..; o también en cuanto que la potencia tiene semejanza con el acto, puesto que en la misma potencia está en cierto modo el acto. El primer modo de semejanza produce el amor de amistad o de benevolencia, puesto que, por lo mismo que dos seres son semejantes, al tener en cierto modo la misma forma, son como uno solo en aquella forma...; y por ello el afecto del uno se dirige hacia el otro como hacia sí mismo, y quiere el bien para el otro como para sí mismo. El segundo modo de semejanza produce el amor de concupiscencia..., porque cada ser existente en potencia, en cuanto tal, tiene naturalmente el apetito de su acto, y si posee sensibilidad y conocimiento, se deleita en su consecución» (1-2 q27 a3 c).
      5. Efectos del amor. Entre los efectos del a., unos son propiamente psíquicos, como la unión, la mutua inhesión, el éxtasis y los celos, y otros son fisiológicos (o que se expresan con imágenes tomadas de lo orgánico), como la licuefacción, la fruición, la languidez y el fervor. Examinémoslos brevemente.
      La unión acompaña al a., ya que éste es una fuerza unitiva. Como decíamos más atrás, la unión entre el amante y el amado precede, constituye y sigue al a. Lo precede, porque el a. se funda en la unión, ya sustancial (en el a. de sí mismo), ya de semejanza (en el a. de otro). Lo constituye, porque el a. es precisamente una unión afectiva o sintonía de afectos. Y finalmente, lo sigue, porque el a. lleva a la unión real del amante y el amado, pide de dos hacerse uno, aunque siempre según la conveniencia del a.
      La mutua inhesión resulta -de la unión. Es un cierto estar del amado en el amante y de éste en aquél; una presencia constante, así en el conocimiento como en el afecto. Y es que el a. pide reciprocidad. S. Tomás escribe a este respecto: «Esto es lo primero en la intención del amante: que sea correspondido por el amado. A esto tienden, en efecto, todos los esfuerzos del amante, a atraer hacia sí el amor del amado, y si esto no ocurre, es preciso que el amor se disuelva» (C. Gent., 111 151).
      El éxtasis es otro efecto del a. La unión y la mutua inhesión llevan al amante a salir de sí, a vivir en el amado más que en sí mismo; el amado es como otro yo; se vive de él y para él. Y esto es el éxtasis.
      Por su parte, los celos son un movimiento de defensa del a. Como el amante vive fuera de sí, y toda su vida gira en torno al amado, no puede tolerar que le sea arrebatado o dañado ese centro de su vida; y así cela o defiende el objeto de su a. como si se tratara de sí propio.
      En cuanto a los llamados efectos fisiológicos del a. conviene advertir que, si en un aspecto pueden considerarse como las repercusiones orgánicas del impulso psíquico correspondiente, en otro pueden también considerarse como las representaciones metafóricas sensibles de los mismos caracteres psíquicos del a. Esto supuesto, veamos dichos efectos fisiológicos.
      El primero es la licuefacción o reblandecimiento del corazón; pues así como el desamor puede representarse como un endurecimiento del alma, como una cerrazón o hermetismo, así su contrario, que es el a., puede simbolizarse pór esa blandura o licuefacción. La compenetración de.los amantes, que es una de las consecuencias del a., es incompatible con la dureza y reclama el reblandecimiento.
      Los otros efectos fisiológicos se enumeran atendiendo a la situación del amante respecto del amado. Si el amado está realmente presente y unido al amante, engendra en éste la fruición, el gozo de la posesión; pero si el amado se halla ausente, entonces esta separación produce en el amante, ya esa especial tristeza que se llama languidez, ya ese impulso vehemente hacia el amado que se llama fervor.
      6. Otras concepciones del amor. En lo expuesto hasta aquí se encuentran recogidas las líneas fundamentales de la concepción clásica del a. humano, tal como ha sido elaborada por S. Tomás de Aquino. En ella se integran las aportaciones de la filosofía griega (principalmente el concepto de eros) y las de la filosofía cristiana precedente (sobre todo el concepto de agapé) en una síntesis original muy lograda. En la filosofía posterior hay que destacar algunos nombres importantes por su dedicación al tema del a. En el Renacimiento, a Marsilio Ficino, León Hebreo y Giordano Bruno. En la filosofía moderna, a Malebranche (v.) y Spinoza (v.). En la filosofía contemporánea, a Max Scheler (v.), Gabriel Marcel (v.) y Ortega (v.), entre otros muchos. Ante la imposibilidad de detenernos en todos esos autores, fijamos nuestra atención en sólo dos de ellos: Max Scheler y Ortega y Gasset.
      Max Scheler concede al a. un puesto privilegiado. Puede afirmarse que, junto con el concepto de valor y el de persona, el a. es para Scheler el concepto fundamental de la filosofía. Como cuestión previa estudia la diferencia entre el a. y la simpatía. El a. se refiere a un valor, mientras que la simpatía es ciega para los valores; el a. es un acto espiritual, mientras que la simpatía es una función de la sensibilidad; por último, el a. es espontáneo mientras que la simpatía es reactiva. Sin embargo, existen íntimas relaciones entre ambos. Así, en primer lugar, hay que decir que todo simpatizar está fundado en un a. y no a la inversa, y esto hace comprensible que sea imposible odiar y simpatizar en un mismo acto conjunto, y que, en cambio, sea posible simpatizar con alguien a quien no amamos, aunque en este compadecer sin a. surge en la persona compadecida un sentimiento de vergüenza y de humillación. Y en segundo lugar, hay que decir que el nivel (profundo o superficial) en el que se coloca la simpatía por una persona está determinado por el nivel previamente dado del a. por ella.
      Las diferencias que encuentra Scheler entre el eros griego y la agapé cristiana le llevan a perfilar mejor el concepto del a. Según Scheler, para los griegos la esfera racional es superior a la del a., pues éste es sólo una forma del apetito; pero en el cristianismo la esfera del a. es superior a la del conocimiento. Además, en los griegos, el a. es una aspiración de lo inferior a lo superior: el ser amado es más perfecto que el amante y por eso los dioses no aman; en cambio, en el cristianismo, el a. es descendente, va de lo superior a lo inferior. Por último, en los griegos el portador del a. es un acto sensible, un necesitar, y por eso el a. se agota en la realización de lo ansiado; en el cristianismo el a. es un acto del espíritu y crece en la medida de su propio ejercicio. El a. cristiano no nace del resentimiento, como piensa Nietzsche (v.).
      Viniendo a una caracterización más precisa del a., Scheler aclara que el a. no se dirige propiamente a un valor, sino al ente que es valioso; además, el a. no es necesariamente social, como la simpatía, pues cabe el a. de uno mismo, que no hay que confundir con el egoísmo. El a. es un movimiento intencional en que, partiendo del valor real que tiene el objeto amado, se realiza la aparición de un valor superior en dicho objeto. No se trata aquí de que el amante lleve a cabo un esfuerzo de mejoramiento de lo amado. Como dice el propio Scheler: «El amor mismo es quien hace que, con perfecta continuidad, y en el curso mismo de su movimiento, emerja en el objeto el valor más alto en cada caso, como si brotara `de suyo' del objeto amado mismo, sin actitud ninguna de tendencia por parte del amante (ni siquiera un `deseo')» (Esencia y formas de la simpatía, Buenos Aires 1957, 213). Y poco después: «El amor es el movimiento en el que todo objeto concretamente individual que porta valores llega a los valores más altos posibles para él con arreglo a su destino ideal; en el que alcanza su esencia axiológica ideal, la que le es peculiar» (o. c., 218). El a. no es propiamente a. del bien; el a. del bien es malo, porque conduce al fariseísmo, cuyo precepto fundamental sería éste: «ama al bien o ama a los hombres en cuanto son buenos»; al contrario de esto, el cristianismo ordena amar a todos los hombres, incluso a los malos, pues el a. hace del malo un bueno.
      Ortega y Gasset comienza por caracterizar al a. como un movimiento centrífugo del alma dirigido hacia el objeto amado; este movimiento no es intermitente, sino continuo o fluido, y además está dotado de una cierta temperatura espiritual: frío, tibio, caluroso, abrasador. Este movimiento, por lo demás, lleva a la unión con lo amado, unión que es, más bien que física, espiritual o simbólica; y entraña asimismo, antes que nada, una afirmación de la existencia de lo amado, un estar empeñado en que exista. Ortega resume estas características en el siguiente texto: «El amor es un acto centrífugo del alma que va hacia el objeto en flujo constante y lo envuelve en cálida corroboración, uniéndonos a él y afirmando ejecutivamente su ser» (Estudios sobre el amor, en Obras completas, V, 5 ed. Madrid 1961, 559).
      Ortega, para establecer su propia teoría sobre el a., lleva a cabo una crítica extensa de la concepción de Stendhal, el cual entiende al a. como una «cristalización» o enriquecimiento imaginario por parte del amante del objeto amado. «Conocida es la metáfora -escribe Ortega- que proporciona a Stendhal el vocablo `cristalización' para denominar su teoría del a. Si en las minas de Salzburgo se arroja una rama de arbusto y se recoge al día siguiente, aparece transformada. La humilde forma botánica se ha cubierto de irisados cristales que recaman prodigiosamente su aspecto. Según Stendhal, en el alma capaz dé amor acontece un proceso semejante. La imagen real de una mujer cae dentro del alma masculina y poco a poco se va recamando de superposiciones imaginarias, que acumulan sobre la nuda imagen toda posible perfección. Siempre me ha parecido esta teoría una superlativa falsedad» (o. c., 570). Por el contrario, para Ortega, «el enamoramiento es un fenómeno de la atención, un estado anómalo de ella que en el hombre normal se produce» (o. c., 579). Y más adelante: «no se trata, pues, de un enriquecimiento de nuestra vida mental. Todo lo contrario. Hay una progresiva eliminación de las cosas que antes nos ocupaban. La conciencia se angosta y contiene sólo un objeto. La atención queda paralítica: no avanza de una cosa a otra. Está fija, rígida, presa de un solo ser» (o. c., 580). Por lo demás, esta atención del a. no es pasiva, sino activa. Esta doctrina se corrobora con el examen de la elección en el a. El a. es una de esas situaciones vitales en las que el hombre revela su ser oculto, su decisiva intimidad. «En la elección de amada -escribe Ortegarevela su fondo esencial el varón; en la elección de amado, la mujer. El tipo de humanidad que en el otro ser preferimos dibuja el perfil de nuestro corazón. Es el amor un ímpetu que surge de lo más subterráneo de nuestra persona» (o. c., 600). Lejos, pues, de transferir al ser amado una serie de perfecciones ideales, el a. descubre las perfecciones que ya tiene ese ser, y que son las que riman con el fondo más oculto del ser del amante. Por eso lo elige y lo prefiere entre los demás. «Es, pues, el amor, por su misma esencia, elección. Y como brota del centro personal, de la profundidad anímica, los principios selectivos que la deciden son a la vez las preferencias más íntimas y arcanas que forman nuestro carácter individual» (o. c., 605).
     
     

BIBL.: S. TOMÁS, Summa Theologiae, 1-2, q26, 27, 28; I. BOFILL, La escala de los seres o el dinamismo de la perfección, Barcelona 1950; 1. DE FINANCE, Ensayo sobre el obrar humano, Madrid 1966; MAx SCHELER, Esencia y formas de la simpatía, Buenos Aires 1957; fD, Amor y conocimiento, Buenos Aires 1960; j. GuiTTON, Ensayos sobre el amor humano, Madrid 1957; j. ORTEGA Y GAssET, Estudios sobre el amor, Madrid 1941; P. ROUSSELOT, Pour i'histoire du problame de Pamour au Moyen Age, Münster 1908; H. D. SimoNiN, Autour de la solution thomiste du probléme de Pamour, París 1932.

J. L. SORIA SAIZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991