AMISTAD


Concepto, génesis y definición. En la antigüedad clásica fue Aristóteles el gran teórico de la a., a la que dedicó un extenso capítulo de su Ética a Nicómaco (libro VIII). Después de hacer radicar en la contemplación la virtud superior que conduce a la felicidad, se pregunta si el hombre en soledad puede ser feliz o tiene necesidad de los demás, y responde diciendo que si bien la felicidad, en sí misma, depende del propio individuo, sin embargo el hombre, como ser social, tiene necesidad de sus semejantes: el feliz necesita del que piensa y actúa como él para comunicarle su felicidad y el infeliz necesita del que puede proporcionarle consuelo en su infelicidad. La a. es un vínculo de amor (v.), pero no todo amor -dice Aristóteles- merece el título de a. porque el amor de a. es el amor de benevolencia por el que se quiere el bien para el amigo, mientras que el que ama con amor de concupiscencia desea el bien para sí mismo.
      La a. exige, además, que tal amor de benevolencia sea recíproco o bilateral, así lo hace notar Platón cuando dice «donde no hay reciprocidad no hay amistad» (Lysis, 212 D); no todo amor es a., se puede amar sin ser amado y, en este caso, existe amor, pero no a. porque ésta es amor mutuo (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 2-2 q23 al; S. Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, cap. XVI). En la a. dos dinamismos van al encuentro el uno del otro y multiplican sus energías; así se explica la intensidad de atracción y la pujanza de cohesión del vínculo que une a los amigos (cfr. Vansteenberghe, DSAM, col. 504).
      Pero no basta la benevolencia recíproca para la a., porque también entre dos hombres que apenas se conocen se puede establecer una mutua benevolencia sin que haya verdadera a. Para ella se requiere, además, cierta comunidad de vida: unidad de pensamiento, de sentimiento y de voluntad: «La amistad es una perfecta conformidad de sentir en todas las cosas divinas y humanas con benevolencia y afecto» (Cicerón, De amicitia, cap. VI): Los amigos se han de amar entre sí, siendo conscientes de su recíproco amor; si lo ignoran habrá amor, pero no a.; se requiere que entre ellos exista alguna suerte de comunicación que es precisamente el fundamento de la a. (cfr. S. Tomás, lb.; S. Francisco de Sales, lb.).
      La a. no nace de lo útil, del cálculo, sino de un sentimiento natural, de la inclinación del alma unida a un sentimiento de amor. Pero el amor requiere la aprehensión del bien amado, objeto propio del amor, por lo que el conocimiento es causa del amor en cuanto que el bien no puede ser amado si no es conocido (S. Tomás, o. c., 1-2 q27 a2). El amor de a. entre los hombres procede, por tanto, del conocimiento mutuo y a este conocimiento se llega por el trato, la convivencia, el diálogo.
      De lo expuesto se puede establecer la génesis de la a. diciendo que comienza con un encuentro personal, seguido de un trato que origina el mutuo conocimiento -a través de la comunicación de pensamientos, de sentimientos y de voluntades- del que brota cierta comunidad de vida, que es el fundamento de la a., la cuál, progresivamente, se irá consolidando en una 'vinculación plena y estable por medio de la correspondencia en el intercambio de bienes que es la consecuencia y expresión de la verdadera a.
      Los amigos están de tal manera referidos uno al otro, que su a. afecta al núcleo mismo de su ser personal.. La a. se realiza abriéndose el yo para admitir al tú en su mundo, para hacerlo partícipe de su propia vida -«nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos... os he llamado amigos porque os he dado a conocer cuanto oí de mi Padre» (lo 15, 13.15); el tú participa del pensamiento, de la alegría y del dolor del yo y se abre y revela para, a su vez, hacer partícipe de su vida al amigo. Gracias a la a. el hombre rompe el estrecho círculo de su yo; se trasciende a sí mismo en el tú y se enriquece aceptando al tú. Debido a este mutuo ofrecimiento y entrega nace sobre ambos amigos una constante unidad, que abarca y comprende a los amigos (cfr. M. Schmaus, Teología Dogmática, V, 2 ed. Madrid 1962, 152).
      Una vez establecida la génesis y la esencia de la a., puede definirse diciendo que es el recíproco amor de benevolencia entre personas, fundamentado en un mutuo conocimiento y comunicación de vida (pensamientos, afectos y voluntades) y que tiene como consecuencia y expresión una constante unidad y una íntima correspondencia en el intercambio de bienes.
      La amistad como virtud. La a. es, en sí misma, un bien y lo es asimismo por sus efectos, como se ha visto al considerar su concepto y génesis. Siendo la a. bienhechora, conduce a la virtud, pero también procede de la virtud en cuanto que se hace amable -sujeto de a. el virtuoso (S. Tomás, o. c., 2-2 q23 a2); la a. se mantiene por la virtud -garantía de estabilidad- y se consolida y crece en la medida que se desarrolla la virtud, que hace al sujeto a la vez más amable y más capaz de amar.
      Existe una aparente discordancia entre el pensamiento de Aristóteles y el de S. Tomás con respecto a la relación entre a. y virtud. Aristóteles no considera la a. ni como virtud moral ni como virtud intelectual (Ética a Nicómaco, VIII, 1) y S. Tomás, sin embargo, dice (o. c., 2-2 q23 a3) que la a. es virtud moral. Esta discordancia es aparente porque -como el mismo S. Tomás lo aclaraAristóteles más adelante (VIII, 8) dice que la a. es virtud o acompaña a la virtud. En el plano de la vida real, Aristóteles y S. Tomás están fundamentalmente acordes. Los criterios morales no pueden hallarse divorciados del mundo empírico, ya que es en 61 donde se realizan externamente los actos humanos. Pero hay que tener en cuenta que las virtudes aristotélicas tienden a la felicidad natural, mientras que la virtud en S. Tomás se ordena en último término a la felicidad perfecta y ultraterrena. Por eso Aristóteles dice de los amigos que son el mejor de los bienes externos, mientras que S. Tomás da a la a. una función de bien relativo -«quoddam maximum»más trascendente en cuanto medio, junto con otros medios, para elevarnos a Dios (cfr. A. Vázquez de Prada, Estudio sobre la amistad, Madrid 1956, 67-68).
      S. Tomás, en el primer comentario al libro VIII de la Ética a Nicómaco, dice que la a. es una suerte de virtud por ser un «habitus electivus» que se reduce al género de la justicia en cuanto que testimonia una proporcionalidad entre los amigos; conviene, en efecto, con la justicia en su razón de alteridad, pero difiere de ella en que no es exigida por un débito estricto sino por un deber de conveniencia (o. c., 2-2 8104 a2). En otro lugar (o. c., 2-2 q23 a3) es más explícito diciendo que la a. es la virtud moral que tiene por objeto las acciones para con los demás, aunque bajo razón distinta que la justicia, ya que ésta las mira bajo el aspecto de débito legal, y ella bajo el signo de un débito moral, o mejor bajo la razón de beneficio gratuito. No obstante, no puede afirmarse que sea virtud esencialmente distinta de otras, puesto que no alcanza la formalidad de lo laudable sino por el objeto, es decir, al fundarse en la honestidad de las virtudes; esto es evidente al considerar que no cualquier a. tiene razón de laudable y honesta, como la deleitable y la útil; de donde la a. virtuosa es más bien algo consiguiente a la virtud. Por tanto, la a. puede considerarse, en cierto modo, una virtud general en cuanto que procede y se sostiene de otras virtudes y exige y estimula la práctica de otras: la a. implica fidelidad, benevolencia, lealtad, autenticidad, gratitud, etc. Esta vinculación de la a. con las virtudes ha determinado que, entre otros, Enrique de Gante la considere como la coronación de todas las virtudes morales (cfr. Quodlibet X, 12, Utrum amicitia sit virtus).
      Normatividad de la amistad. Si bien es cierto que la a. --en el ámbito natural- no es normativa en cuanto que no está exigida ni determinada por ninguna ley positiva, no lo es menos que la a., una vez establecida, engendra la exigencia del cumplimiento de unos deberes recíprocos. Estos deberes (fidelidad, lealtad, sinceridad, etc.) obligan en la medida en que es normativa la práctica de las virtudes morales exigidas por la a. «El amigo verdadero no puede tener, para su amigo, dos caras: la amistad, si ha de ser leal y sincera, exige renuncias, rectitud, intercambio de favores, de servicios nobles y lícitos. El amigo es fuerte y sincero en la medida en que, de acuerdo con la prudencia sobrenatural, piensa generosamente en los demás, con personal sacrificio. Del amigo se espera la correspondencia al clima de confianza, que se establece con la verdadera amistad; se espera el reconocimiento de lo que- somos y, cuando sea necesaria, también la defensa clara y sin paliativos» (J. Escrivá de Balaguer, Carta, 11 mar. 1940).
      La amistad cristiana. Cristo se hizo hombre entre los hombres para darles la vida sobrenatural, que es una participación de la vida misma de Cristo; por esto, todo lo que es específicamente cristiano es sobrenatural, por lo . que la a. cristiana es sobrenatural y tiene su punto de partida en Jesucristo, progresa según su voluntad y termina en Él (cfr. Aelredo, De spirituali amicitia, PL 195, 659-792). En el mundo, tal como Dios lo había creado, la a. y la caridad se confundían en su universalidad, pero vino la caída, que dañó al hombre con sus «heridas», inclinándole a preferir el bien deleitable al bien objetivo o racional, y el bien propio al bien común; la avaricia y la envidia introdujeron, en las relaciones humanas, la desunión, el odio y la sospecha. Desde entonces la caridad y la a. se separaron: los buenos se buscaban y se unían por lazos de a., mientras que la caridad se imponía para todos, amigos y enemigos, superando la condición de reciprocidad exigida por la a. La a. del pagano era exclusivista: amaba al amigo y odiaba al enemigo. El cristianismo trajo el mensaje de la fraternidad de espíritu por la filiación divina: «A cuantos le recibieron dioles poder de llegar a ser hijos de Dios» (lo 1, 12). Fue el Evangelio de la caridad lo que sorprendió a los paganos; no la a. humana, que conocían de antiguo, sino la a. sobrenatural que distinguía a los cristianos: «En esto conocerán que sois mis discípulos: si os amáis los unos a los otros» (lo 13, 35), y que hacía exclamar a los no cristianos: « ¡mirad cómo se aman! » (Tertuliano, Apologético, 39, 7). Este amor de a. respondía a un imperativo de Cristo: «Un nuevo mandato os doy, que os améis unos a otros como yo os he amado» (lo 13, 34).
      La ética cristiana no es sólo remozadora de pretéritas virtudes paganas; hay en ella un nuevo espíritu por el que el amor de Dios desciende a los hombres y se remonta de nuevo al cielo. La a. debe quedar circunscrita y sublimada por la caridad (v.), sin perder ninguno de sus caracteres típicos, porque _ el orden sobrenatural no niega el de la naturaleza, sino que lo afirma y lo eleva a un plano superior (cfr. A. Vázquez de Prada, o. c., 66). El cristianismo exige la caridad como condición de salvación y recomienda que sea íntimamente humana para que los amigos se comuniquen el mayor de los bienes: la a. con Dios, en cuanto que el hombre, por su amigo, llega a ser amigo del Hombre-Dios (cfr. Aelredo, o. c.). En consecuencia los hombres deben procurar cultivar la a. «no ciertamente para instrumentalizar la amistad como táctica de penetración social: eso haría perder a la amistad el valor intrínseco que tiene; sino como una exigencia -la primera, la más inmediata- de la fraternidad humana, que los cristianos tenemos obligación de fomentar entre los hombres, por diversos que sean unos de otros» (J. Escrivá de Balaguer, o. c.). La a. cristiana facilita la confidencia: comunicación de ideas y de bienes: «Un amigo fiel es poderoso protector; el que lo encuentra halla un tesoro. Nada vale tanto como un amigo fiel; su precio es incalculable. El que teme al Señor es fiel a la amistad, y como él es fiel, así lo será su amigo» (Eccli 6, 14-17).
      Si, como se vio, la a. -en el ámbito natural- no es normativa, para el cristiano, consecuente con su fe, sí lo es. en cuanto que «a todos los cristianos se impone la gloriosa tarea de trabajar para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado en todas partes por todos los hombres» (conc. Vaticano II, Decreto sobre el apostolado de los laicos, 3) y el medio propio y adecuado para la realización de esta tarea consiste en la a. personal: «De este modo, ayudándose unos a otros espiritualmente por la amistad y la comunicación de experiencias, se preparan para superar los inconvenientes de una vida y de un trabajo demasiado aislados y para producir frutos mayores en el apostolado» (1. c., 17).
      La actualización de la virtud teologal de la caridad es, para el cristiano, garantía de verdadera a. que, establecida sobre una base natural (trabajo, profesión, oficio, etc.), se fortalece mediante vínculos sobrenaturales. La verdadera a. entre los cristianos se funda sobre la común a. con Dios y sirve para conservarla y aumentarla. Cuando no tiene ese carácter, puede decirse, casi con seguridad, que es a. desordenada; porque no hay término medio: o bien la caridad informa todo amor natural sincero, o bien falta la caridad, y entonces la voluntad no tendrá la suficiente energía para permanecer establemente en el debido orden natural. Todo amor natural que se opone a la caridad se resuelve en simple y desordenado amor de sí mismo, en cualquiera de sus formas: utilitarismo, delectación... (cfr. B. Háring, La Ley de Cristo, II, Barcelona 1963, 41). Por consiguiente, si en un cristiano la a. no estuviera informada por la caridad no sólo dejaría de ser cristiana, sino que incluso perdería fácilmente el carácter de verdadera. y sincera a.
     
      V. t.: FIDELIDAD; LEALTAD; CARIDAD III; FILIACIÓN DIVINA.
     

BIBL.: La citada a lo largo del artículo. Además: v. la voz Amistad en los tratados de Teología moral (A. LANzA-P. PALAzzINI, J. MAIISEACH-G. ER.;IECKE, H. NOLDIN-D. SCHNEGGER, etc.)' S. P. CASTÁN, Pensamientos sobre la amistad y el odio, Madrid 1945; A. VdzQuEz DE PRADA, Estudio sobre la amistad, Madrid 1956; P. PHILIPPE, Le róle de 1'amitié selon la doctrine de S. Thomas, Roma 1937; A. SERTILLANGES, L'amour chrétien, París 1920; A. ODDONE, L'Amicizia, Milán 1937; B. OLIVIER, La caridad, en A. M. HENRY, Iniciaci0n teológica, II, Barcelona 1957, 486 ss.; J. GuiTToN, Sobre el amor humano, 4 ed. Madrid 1965; G. CASTILLO, La educación de la amistad en la familia, Pamplona 1987.

J. CARDONA PESCADOR.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991