ALTAR
LITURGIA.
Originalidad del
altar cristiano. Para los cristianos es la Víctima, Jesucristo, la
que santifica el a., al revés que en los cultos de los paganos.
Los primeros apologetas recalcaban a veces que los cristianos "no tenían aras ni templos», para significar con fuerza que
tenían al Dios vivo y verdadero y que Él es el que santifica. Para
la celebración del sacrificio eucarístico generalmente se
empleaban soportes o mesas de madera en salas o casas que se iban
reservando específicamente para el culto (v. TEMPLO III, 12); allí
la mensa Domíni fue consolidando su fijeza propia y su carácter de
a. significando a Cristo, al único que en sentido estricto es
«nuestro Altar, nuestra Víctima y nuestro Sacerdote» (Breviario
Romano). Conforme era posible, el a. se hacía de materiales más
sólidos y fijo en el suelo, generalmente de piedra, aunque en las
basílicas los hubo de materiales preciosos. En un concilio de
Epaón (517) consta que se prohíben ya los a. de madera, que fueron
desapareciendo. En España un concilio del s. XI ordenó que los a.
fueran de piedra. El CIC exige que al menos un ara a. portátil sea
de piedra; y, si se trata de un a. fijo mesa unida a su base y
consagrada junto con ellatoda la mesa debe ser de piedra (can.
1197.1198).
Calidad y dignidad del altar. En la Iglesia cristiana el a.
adquiere una dignidad suprema por realizarse en él el sacrificio
eucarístico y por constituir un símbolo de Cristo. Pronto se le
adornó con manteles preciosos; y durante muchos siglos sólo se
permitió colocar sobre él los elementos estrictamente
eucarísticos. La Edad Media conservó y enriqueció esta veneración
con incensación, ósculos, inclinaciones, genuflexiones; y la
postración del Viernes Santo se dirige al a., imagen de Cristo. El
Liber Pontificalis habla de a. recubiertos con láminas de oro y
plata en las basílicas constantinianas. En la Edad Media se
propagaron los frontales (antipendia), ya de metales preciosos, ya
de ricos tejidos, de cincelados mármoles o de tablas
artísticamente pintadas. En el s. XX, cuyo sentido artístico se
orienta con frecuencia hacia el funcionalismo, se prefiere
destacar la dignidad del a. sin añadir nada a su estructura, pero
trabajando ésta artísticamente, reservando un amplio espacio a su
alrededor, y sugiriendo plásticamente un movimiento vertical sobre
él para expresarla trascendencia del culto sagrado. El carácter
sacro del a. y del presbiterio (v.), donde actúan los ministros
sagrados, antiguamente se expresaba también por medio del
baldaquino (v.) que se erigía sobre el a., y del cancel, que
separaba a los oficiantes de la nave, reservada a los laicos. En
la Edad Media esta separación se acentuó excesivamente por medio
de verjas y pérgolas, mientras en las iglesias orientales el
cancel se convirtió en iconostasio (v.). La reacción posterior,
queriendo subrayar también el sacerdocio de los fieles, ha llevado
a la desaparición o atenuación del cancel.
Según el CIC, can. 1199, el a. debe estar consagrado (todo
él, si es fijo, la piedra sacra, o ara, si es portátil). Y la más
reciente Institutio generalis Missalis Romani (Ordenación general
del Misal Romano, del 3 abr. 1969; abreviadamente, IMR) establece
que «el altar mayor será ordinariamente fijo y consagrado» (n°
262) y que «según la costumbre y significación tradicional de la
Iglesia, la mesa del altar fijo ha de ser de piedra, en concreto
piedra natural. Con todo puede emplearse también otro material
digno, sólido, y artísticamente labrado, a juicio de la.
Conferencia Episcopal. Los pies o el basamento de la mesa pueden
ser de cualquier materia, con tal que sea digna y sólida» (ib.,
263). En cambio «el altar móvil puede construirse con cualquier
clase de materiales, nobles y sólidos, que sirvan para el uso
litúrgico, según las diversas tradiciones y costumbres de los
pueblos» (ib., 264). A la vez, la IMR establece que «los altares,
fijos o móviles, se consagran según el rito del Pontifical Romano;
sin embargo, para los móviles es suficiente una bendición» (no
265). Cuando se celebra de modo ocasional fuera de un lugar
sagrado, ad modum actus, la mesa ha de ser digna o conveniente, y
siempre al menos con mantel y corporal (ib. 260; en estos casos,
no es estrictamente necesaria el ara o piedra consagrada, ib.
265).
Unicidad del altar. En las primitivas iglesias sólo había un
a. como norma más general. Esta práctica se mantuvo en el norte de
África hasta la invasión árabe, y perdura hoy en las iglesias de
rito bizantino (v. CONSTANTINOPLA IV). La fórmula plural altaria
en algunos textos antiguos se refiere a las mesas en que los
fieles depositaban las ofrendas. El hecho que más contribuyó a la
aparición de varios a. en las iglesias fue la multiplicación de
sacerdotes monjes, cuyo número creció extraordinariamente en el s.
VII. El deseo de poder celebrar personalmente y a diario implicó,
a partir del s. IX, la necesidad de multiplicar a. en monasterios
y catedrales, que tenían gran número de sacerdotes. Hacia 820 se
preveían 17 a. en los planos de la nueva iglesia de Saint Gall
(Suiza). Después de una ligera reacción contraria en los s. XI y
XII, se volvió a una cantidad desmesurada de a. al producirse un
crecimiento enorme del clero en catedrales e iglesias del s. XIII,
dándose el caso de más de 30 en algunas, y de 48 en la catedral de
Magdeburgo (ca. 1500). Ya en el s. XVI S. Carlos Borromeo hizo
disminuir el número de a. de la catedral de Milán, y
posteriormente hubo otras tentativas en el mismo sentido. El
Sínodo de Pistoya (v.) se mostró extremista en esta reacción. La
Iglesia trata de distribuir mejor el número de sacerdotes, se
trataría de tener más iglesias, y en cada una de ellas disminuir
el número de a., tendiendo a esa unicidad del a. llena de simbolismo: «Una sola es la Carne
de Jesucristo, uno solo es el Cáliz en la unidad de su Sangre, y
uno es el Altar, como uno solo es el obispo» (S. Ignacio de Antioquía, Epíst. a los filadelfios, IV). La unicidad del a.
representa la unidad de la Iglesia; lo esencial de la herejía está
en «poner otro altar», decía S. Cipriano (Epístola XL, 5: PL, 4,
513). La IMR establece que «los altares menores a ser posible sean
pocos, y en las nuevas iglesias colóquense en capillas de algún
modo separadas de la nave de la iglesia» (n° 267).
Forma y dimensiones. La mesa del a. fue generalmente de
superficie rectangular, pero los hubo también de forma circular y
elíptica. En cuanto a las dimensiones, los más grandes hasta el s.
XI pasaban del metro cuadrado. Al introducirse la costumbre de que
el celebrante leyera los textos de la Biblia en el a., pasando de
un lado al otro, en lugar de oírlos cantar, y luego, en la Baja
Edad Media, al ir aumentando las dimensiones del retablo, fue
necesario que el a., convertido en soporte de aquél o íntimamente
relacionado con él, aumentara también sus medidas y con ello
resaltara más su dignidad (aunque en algún caso se llegase a
medidas desorbitadas). Puede decirse que el tamaño del a. ha de
estar proporcionado con el de la iglesia y el del presbiterio, de
forma que sea amplio, digno y bien visible, como lo más importante
junto con el sagrario (v.) del templo. Por su parte, el ara o
piedra consagrada de un a. portátil debe tener «tal extensión que,
al menos, quepan en ella la hostia y la mayor parte del cáliz»
(CIC, can. 1198).
Los tipos de a. más usados en los primeros siglos fueron
tres: el cofre vacío dentro del cual se colocaban las reliquias,
visibles a través de una. verja; el cubo macizo, alzado sobre la
confessio o sepulcro del mártir cuando éste yace bajo tierra; la
mesa, ligeramente modelada en su superficie superior, sostenida
por una columna central o por varias en los ángulos, que
constituye el tipo tradicional más antiguo. En el s. XVI aparecen
algunos a. en forma de sarcófago, que es más bien rara. Hay que
decir que en el a. cristiano confluyen dos ideas fundamentales: el
altarmesa y el altarbloque o piedra sacrificial. Ambas formas se
refieren a aspectos esenciales de la Misa (y.): el banquete y el
sacrificio; en efecto, la Eucaristía. es el mismo sacrificio de la
cruz que se conmemora y reactualiza por la consagración con la que
Cristo se hace presente en estado de víctima que se ofrece al
Padre por toda la Iglesia; además todos los cristianos participan
de ese sacrificio, ofreciéndolo y ofreciéndose con Cristo, y
consiguiendo toda su eficacia por medio de la comunión en la que
Cristo mismo se da como comida. Los escritos de S. Pablo hablan
tanto de la mesa (trápetsa) como del a. (zysiasterion). En la
práctica, aunque el a. tenga forma más parecida bien a una mesa o
bien a un ara sacrificial, las formas que suele tener con sus
adornos, frontales, etc., simbolizan conjuntamente las dos cosas.
Emplazamiento y orientación. La arqueología ha revelado que,
al menos en algunas iglesias africanas y en las regiones del
Adriático septentrional, el a. estaba situado en medio de la nave.
Pero, en general, la regla fue más bien situarla en el centro del
presbiterio, aproximadamente a igual distancia del ábside que de
la nave central. En las Iglesias sirias se le colocaba muy cerca
del ábside. Como dice el P. Braun, esta forma de a. exento es «la
más apropiada, la más hermosa y la más antigua».
La veneración de las reliquias (v.) de mártires inspiró la
idea de colocaYlas «bajo el altar de Dios» (Apc 6, 9).
El CIC, en el can. 1198, prescribe que tanto en el a. fijo
como en el ara portátil haya un sepulcro cubierto, conteniendo
reliquias de santos. La IMR establece que este uso, en los a. que
han de ser consagrados, «se conserve oportunamente, cuidando que
conste con certeza la autenticidad de tales reliquias» (n°.266).
En la Edad Media empezó a colocarse una urna de reliquias sobre el
a. generafmente apoyando un extremo de la urna en 61 y el otro
extremo en la pared del ábside. Este emplázamiento del relicario
influyó para que el a. se retrasara casi hasta el fondo del
ábside.
En las iglesias que no pudieron disfrutar de insignes
relicarios se erigieron retablos, pequeños cuadros rectangulares
esculpidos o pintados, que fueron con el tiempo ampliando sus
dimensiones y su importancia. Aparecen los maravillosos retablos
del románico y del gótico, y aun anteriores. Después los trípticos
y polípticos renacentistas, y las imponentes superestructuras del
barroco (que a veces parecen disminuir la importancia del a.);
esencialmente los retablos atraen la atención constituyendo una
especie de explicación de algunos de los principgles misterios de
la fe cristiana y de la redención; con ella se resalta el a. y su
significado (aunque en ocasiones por defectos de construcción,
proporción o concepción, podían oscurecerlo).
El emplazamiento del a. debe relacionarse con su
orientación, es decir, con la posición que ante 61 ocupa el
sacerdote. Los templos paganos se erigían en dirección EO, de
manera dice Vitrubio que el que ora o sacrifica en el templo mire
al mismo tiempo a Oriente y a la imagen del dios. Los cristianos
adoptaron esta costumbre inspirándose en principios propios. La S.
E. hacía del Sol naciente un símbolo de Cristo, y los Santos
Padres desarrollaron este simbolismo. Así se extendió la costumbre
de orar cara al Levante y, consiguientemente, la de que las
iglesias tuvieran el ábside hacia el Oriente. Este uso fue
general, salvo en algunas basílicas romanas, dispuestas en
dirección contraria, de manera que el celebrante, vuelto a la
asamblea, miraba también al Oriente; en ellas era el pueblo quien,
llegado el momento de la oración, debía cambiar de postura mirando
hacia la entrada del templo.
En las iglesias occidentales más antiguas, el obispo (v.),
que tenía su cátedra al fondo del ábside, independientemente de la
actitud que adoptara en el momento de la oración, celebraba la
acción eucarística cara al pueblo. En las antiguas iglesias
africanas la posición del a. versus populum estaba muy extendida;
no así en las iglesias sirias y orientales. Jungmann cree que
desde el principio se dieron ambas actitudes. Otros consideran que
lo más corriente era la celebración con el sacerdote y los fieles
orientados todos hacia el a. en la misma dirección, en general
hacia el oriente, como se ha indicado antes (y, por tanto, el
sacerdote de espaldas al pueblo). Algunos Iiturgistas de mediados
del s. xx han propugnado la celebración cara al pueblo, pensando
favorecer así la participación consciente de los fieles; esta
postura es la que recomienda la Institución Inter Oecumenici de
1964. Sin embargo, para evitar abusos en adaptaciones apresuradas
y precipitadas, el card. Lercaro declaró con razón que «para una
acción pastoral eficaz no es absolutamente necesario que la
celebración eucarística se haga versus populum». Y la reciente IMR
establece que «el altar mayor se construya separado de la pared,
de modo que se le pueda rodear fácilmente y la celebración se
pueda hacer cara al pueblo. Ocupe el lugar que sea de verdad el
centro hacia el que espontáneamente converja la atención de toda
la asamblea de los fieles» (no 262). Pero no cabe duda de que
también la postura tradicional, de sacerdote y fieles en la mis~Ia
dirección, tiene sus indudables ventajas y significación.
Accesorios del altar. Los manteles son de antigua tradición.
Aparecen ya recubriendo el a. en los mosaicos de Ravena (s. VI);
se multiplican en el s. vul, y hoy las rúbricas ordenan que sean
tres, por lo menos uno (IMR., 268). La Cruz (v.) es hoy
obligatoria; aunque puede ponérsela no sobre el a. sino junto a él
(Inter., n .o 94; IMR, 270). El baldaquino no es ya obligatorio,
pero está recomendado. Los candeleros, también muy conformes a la
antigua tradición, pues provienen de la procesión de entrada,
conservan su sentido honorífico; deben colocarse sobre el a. o
alrededor de él, de la manera más conveniente (Inter. 94; IMR,
269). El a., como lugar de la celebración sagrada, tiene estrecha
relación con la «reserva» eucarística, es decir, con el
tabernáculo (v. sAGRARIO).
V. t.: PRESBITERIO II; TEMPLO III.
BIBL.: H. LECLERCQ, Autel, en DACL; J. BRAUN, Der christliche Altar, Münster 1932; J. A. JUNGMANN, El sacrificio de la Misa, 2 ed. Madrid 1953, 1264 (passim); M. RIGHETn, Historia de la Liturgia, I, Madrid 1955, 451504; VARIOS, Le mystére de 1'autel, «LaMaisonDieu» 29 (1952); VARios, L'autel dans le sanctua:re, «L'Art Sacré» noviembrediciembre 1955; A. M. ROGUET, L'autel, «LaMaisonDieu» 63 (1960); G. FALLANI, L'altare nell'architettura sacra contemporanea, «Fede e Arte», enero 1960; I. A. JUNGMANN, Der christliche Altar, «Christliche Kunstblátten, 4, 1961; M. PALACIOS, El altar y sus servicios, «Liturgia», Silos septiembreoctubre 1964. El documento oficial más reciente en el que se trata el tema es la citada Institutio generalis Missalis Romani (IMR), promulgada por Paulo VI el 3 abr. 1969, cap. V, no 258270.
JUAN PLAZAOLA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991