ADÁN
Nombre que, en la
Biblia y en la tradición cristiana, se da al primero de los
hombres y progenitor de todo el linaje humano, cuya creación por
Dios es narrada en Gen 1, 2628 y 2, 427.
El vocablo. Se ignora la etimología de este término
hebraico. Algunos sugieren su proveniencia del sumerio adamu, mi
padre, o del babilónico admu, producido, engendrado, o del sabeo
adam, en el sentido de siervo, vasallo, con relación a la
divinidad. La tradición yahWista señala una etimología popular al
hacer derivar 'adam de 'adamáh, tierra cultivada, por razón de que
el hombre fue tomado de ella, es tierra, y debe volver a la tierra
(Gen 3, 19.23; Sap 7, 1; Iob 10, 9). Morfológicamente, se usa sólo
en el singular y en estado absoluto (raras veces va seguido del
verbo en plural: lob 36, 25; Gen 5,2).
En la S. E. el término A. se usa a veces con sentido
individual (para indicar un hombre concreto, y concretamente el
primero de ellos) y otras con sentido colectivo o genérico (para
indicar el conjunto de los hombres, la humanidad o especie
humana), con un cierto predominio estadístico de este último. Es
típico al respecto el siguiente pasaje de Gen 5, 13: «asta es la
historia de los descendientes de adam. Cuando Dios creó a 'adam
(con referencia a Gen 1, 2628, en donde el término 'adam designa a
los dos representantes de la humanidad hombre y mujer) lo hizo a
imagen de Dios. Los creó macho y hembra, y les dio el nombre de
hombre (adam). Adam, a la edad de 130 años... engendró a Set».
Hemos introducido las cursivas con el fin de facilitar la
inteligencia del texto; en el mismo, el hombre y la mujer, la
pareja primitiva, y las que seguirán después, reciben el nombre de
'adam. En Gen 2, 7.8.19, se llama 'adam al individuo humano
masculino. Los dos sexos se distinguen en Gen 6, 2.4, con las
expresiones béné'adam, hijos del hombre, y bénátha'adam, hijas del
hombre, o de los hombres. También tiene sentido colectivo en lob
14, 1; Is 6, 12; Os 11, 4. Sentido individual, y significando
expresamente padre de la especie humana tiene en Gen 4, 1.25; 5,
la.35; 1 Par 1, 1; Ecc1i 36, 10; 49, 16; Tob 8, 6); si bien, según
algunos, en estos textos, lingüísticamente, significa al mismo
tiempo, e inseparablemente, el hombre y los hombres. Sentido
exclusiva y claramente individual, como nombre propio, tiene en
Lev 22, 5; 13, 2; Num 19, 14; Prov 27, 19; Lc 3, 38; 1 Tim 2,
1314; Ids 14; etc. En suma, el hebreo emplea la misma palabra para
designar a A. y a la humanidad, en cuanto forman la unidad y la
totalidad del ser humano (L. Kóhler, Lexicon in veteris Testamenti
libros, s.V. 3; Stier, o. c. en bibl., 1718).
Los datos terminológicos apuntados han dado origen a
diversas discusiones, no tanto por lo que se refiere a ellos
mismos, sino por las interpretaciones que sobre ellos se han
querido fundar y por las implicaciones que de ellos han querido
deducirse. Esas discusiones dicen relación al tema de la enseñanza
bíblica sobre los orígenes de la humanidad, y en concreto al
monogenismo (v.).
Conviene advertir, para prevenir posibles equívocos, que una
cosa es el uso lingüístico y otra la realidad significada por el
lenguaje. En otras palabras, de que la voz A. tenga en ocasiones
en el texto bíblico un sentido colectivo e incluso de que se
sostenga, como hacen algunos, que ese sentido es el primigenio y
el singular derivado no se deduce en modo alguno que los libros
más antiguos de la Biblia presupongan un origen colectivo de la
humanidad (poligenismo), sino sólo la historia de un determinado
vocablo; para decidir sobre el tema del origen colectivo o
singular de la humanidad (muchas o una sola pareja) hay que
atender no a uíh solo vocablo sino a todo el conjunto de la
narración o de la Biblia. Y ésta, sobre ello volveremos, enseña el
monogenismo.
Vamos a exponer a continuación lo que nos dicen los dos
relatos de la creación de A., y luego resumiremos los datos
referentes a los acontecimientos posteriores.
El primer relato de la creación nos describe la creación del
hombre con estos términos: «Después dijo Dios: Hagamos al hombre (adam)
a nuestra imagen (hebr. bésalmenit), según nuestra semejanza (hebr.
kidémútenú). Domine sobre los peces del mar, sobre las aves del
cielo y sobre los reptiles de la tierra. Dios creó al hombre a su
imagen (los LXX omiten este término, que rompe el ritmo del texto
hebraico), a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó. Y
Dios los bendijo, diciéndoles...» (1, 2628). Sólo en estos versos
abandona el autor sagrado el ritmo narrativo seguido
invariablemente desde el principio. Al referir la creación de los
animales, dice el texto: «Haga brotar (hebr. tosa, forma hif `il,
causativa) seres animados según su especie, ganados, reptiles y
bestias de la tierra según su especie. Hizo Dios todas las bestias
de la tierra...» (1, 24). Todos los otros seres fueron creados con
un simple mandato: haya luz (1, 3), haya firmamento (1, 6), haya
lumbreras (1, 14), hiervan de animales las aguas (1, 20), haga
brotar la tierra seres animados (1, 24). En cambio, la creación de
A. obedece a una resolución de Dios tomada después de haber
deliberado, como si Dios se diera una orden a sí mismo: «Hagamos
al hombre» (1, 26). Dios creó los animales sirviéndose de la
tierra como de intermediaria, ahora prescinde de ella; además
repite tres veces en esta ocasión el verbo bara (1, 27), que
únicamente se emplea en la Biblia con Dios como sujeto, sea que
produzca algo esencialmente nuevo, o de una materia preexistente
(V. CREACIÓN I). No cabe duda que el texto actual hace hincapié en
la gran diferencia existente entre el puro animal y el hombre, y
subraya que, por razón de ser hombre, está cercano a Dios.
Señalemos que para afirmar la preeminencia del hombre sobre los
animales y su semejanza con Dios, hubiera bastado redactar el
texto de la siguiente manera: «Y dijo Dios: Haga nacer la
tierra... al hombre; y Dios hizo al hombre a su imagen y
semejanza». Es decir, no hubiera sido necesario prescindir de la
tierra; pero el texto prescinde y dice: «Hagamos al hombre». Con
ello quiso indicar que si el hombre es lo que es, no lo debe a la
tierra o a un ser terrenal que, al conseguir su grada máximo de
perfección corporal salió de la esfera de lo puramente terrenal,
para iniciar por evolución natural y espontánea la species humana,
sino a una especial acción divina. Sin duda el texto presupone que
el cuerpo del hombre no había sido sacado de la nada; pero subraya
que este producto, si no hubiera sido más que eso, no hubiera
rebasado la esfera de lo orgánico. Para que pudiera existir el
hombre tal cual es, era necesario que Dios lo hiciese. Se puede
añadir que si se excluye la colaboración de la tierra es para
desautorizar a los mitos cosmogónicos de los antiguos orientales,
que consideraban la tierra (V. TIERRA V) como «níadre de todos los
vivientes» (V. COSMOGONfA I). El Gen dice que si del seno de esta
madre tierra salieron todos los animales, el hombre sólo pudo
recibir de ella los elementos materiales que integran su cuerpo,
pero no aquello por lo cual es hombre.
A. fue creado a imagen (v. IMAGEN DE DIOS) y semejanza de
Yahwéh, o sea, es la expresión de una dignidad y de una
superioridad de carácter divino y, quizá también, de un poder de
representar a Dios. El hombre es una imagen, y éste es su límite;
es una imagen de Dios, y en ello está su grandeza.
Es corriente traer a colación el relato de la creación del
hombre al plantear la ciencia los problemas del evolucionismo (v.)
y del monogenismopoligenismo (v.). Del texto bíblico, nada puede
argumentarse contra la posibilidad en general de procesos
evolutivos, siempre que sean entendidos en sentido teístico (es
decir, presupuesta la creación y conservación divinas); pero sí
establece un punto clave por lo que se refiere al hombre, ya que
excluye que éste pueda proceder del mundo animal por simple
generación espontánea y natural. El autor sagrado enseña que el
hombre es hombre porque intervino Dios en su creación de una
manera especial. El cuerpo del primer hombre pudo ser tomado de la
adamáh, de la tierra (Gen 2, 7), pero es la intervención de Dios
la que hace ser hambre, un ser hecho a imagen y semejanza de Dios
(para más precisiones, v. EVOLUCIÓN VI. En cuanto al poligenismo
el texto presupone una sola pareja primitiva de la cual procede el
resto de la humanidad. Otros numerosos textos bíblicos, y la
tradición cristiana posterior, se expresan del mismó modo, de
manera que el monogenismo, si bien no ha sido definido como dogma,
puede considerarse próximo a la fe (para más detalles, v.
MONOGENISMO Y POLIGENISMO).
El segundo relato de la creación del hombre (Gen 2, 4b25),
no añade muchos aspectos nuevos al texto anterior. Señalemos que
en Gen 2, 7 hallamos una explicación de la doctrina de Gen 1,
2628, sobre la naturaleza del hombre. Dice el texto que «al tiempo
de hacer Yahwéh la tierra y los cielos... no había hombre que
cultivase la tierra. Entonces Yahwéh Dios formó al hombre del
polvo de la tierra y le inspiró en el rostro hálito de vida, y por
esto llegó a ser el hombre un ser viviente» (»efes hayyáh) (2,
4b7). Usando de un antropomorfismo (v.) se presenta a Dios como un
alfarero que modela en un torno el cuerpo del primer hombre con
arcilla, en su justo grado de humedad para poder trabajarla. Con
ello se afirma explícitamente lo que el primer relato dejó de
consignar con claridad, a causa de su propósito polémico contra el
mito de la tierra «madre de todos los vivientes», es decir, que el
cuerpo viene de la tierra. Pero la forma corporal, la silueta
humana resultante de esta labor de alfarería, no era todavía el
hombre, sino un bosquejo de lo que había de ser. Para que lo fuera
en realidad hubo de infundirle Dios «un hálito de vida», lo que,
en el contexto, indica una vida superior a la animal. Con este
hálito recibido por transmisión divina directa, fue creado A.,
compuesto de cuerpo y alma; un ser capaz de dirigirse a su
Creador; que sabía cultivar la tierra (2, 5); que apreciaba la
belleza de los árboles y de las plantas; que podía distinguir
entre el bien y el mal y obrar en consecuencia (2, 1617); que
comprendía lo que Dios le prohibía y permitía; que tenía
conciencia de su superioridad sobre el mundo animal (2, 1821).
Sabemos así lo que era el hombre por su creación: en cuanto a su
cuerpo, era polvo de la tierra (`ajar minha'adamáh) que, al morir,
se reducirá a polvo (hebr. el `ajar tasúb, 3, 19), mientras «torna
a Dios el espíritu que P1 le dio» (Eccl 12, 7) (V. ALMA II;
ESPÍRITU III).
Otros datos. En los capítulos siguientes del Gen se nos
continúa hablando de A. y, junto a él, de Eva (v.). En el relato
del paraíso (v.) y de la caída (3, 124), enseña el hagiógrafo que
A. perdió por el pecado (v.) parte de los privilegios recibidos
gratuitamente por Dios, que hacían de él el hombre ideal (Ps 8,
67; Ez 28, 1219; Iob 15, 7; Prov 8, 22.32; Sap 7, 130; Eccli 16,
2417, 14), por lo cual, sin dejar de ser hombre, creado a imagen y
semejanza de Dios, experimentó las consecuencias del pecado, que
transmitió a toda la posteridad (Rom. 5, 1219; Denz. Sch.
15101515). De esta condición del hombre caído hablan varios textos
bíblicos, comparándolo a un soplo, al humo, a una sombra, a una
hierba, que pierde pronto su lozanía (Is 40, 67; 51, 6; Ps 39, 7;
49, 13.21; 90, 56; Iob 19, 14).
En los cap. 4 y 5 se nos habla de la descendencia de A. y
Eva: narrando el nacimiento de los dos primeros hijos, Caín (v.) y
Abel (v.); el asesinato de este último por parte del primero; el
castigo de Caín; el nacimiento del tercer hijo, Set (v.).
Finalmente (5, 5) se nos dice que a la edad de 930 años (cifra que
tiene probablemente un valor sólo simbólico: V. PATRIARCAS), A.
murió. Tradiciones antiguas que pretenden no tanto afirmar un
hecho, cuanto expresar poéticamente una verdad profunda dicen que
fue sepultado en el paraíso terrestre o,.en otros casos, que fue
enterrado en el monte Calvario, de manera que fue santificado por
la sangre de Cristo que se derramaba desde la Cruz (Orígenes, In
Matth., 126: PG 13, 1777; S. Atanasio, De passione et cruce Domini,
12: PG 27, 207; S. Ambrosio, In Lucam, 10, 114: PL 15, 1832). En
esos textos los Padres desarrollan simbólicamente el paralelismo
antitético enseñado por S. Pablo entre el primer A., origen del
pecado, y el segundo A., Cristo, por quien viene la salvación (Rom
5, 12 ss.; 1 Cor 15, 21 ss.).
La figura de A. excitó y atrajo la piedad judía, como lo
testimonian los diversos libros apócrifos relacionados con él y
con Eva (V. APÓCRIFOS BÍBLICOS I).
V. t.: EVA; ABEL; CAÍN; SET; PATRIARCAS I; HOMBRE II;
CREACIÓN I.
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LUIS ARNALDICH.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991