ACCIÓN I. .

1. Dos tipos de acción. Hay dos tipos de a.: una que pasa del agente al paciente y otra que permanece en el agente. La diferencia fundamental entre ellas es que la primera a. no es perfección del agente, sino de lo hecho por él, mientras que la segunda a. es perfección del agente mismo.
      Como veremos más detenidamente después, se trata de dos tipos de a. radicalmente distintos. Por eso, algunos autores proponen reservar el nombre de a. para el primero y dar al segundo el nombre de operación (S. Tomás, Q. de Veritate, q8, a6). También se suele denominar al primero con el nombre de acción transitiva, y al segundo con el de acción inmanente. Vamos, pues, a considerar sucesiva y separadamente esos dos tipos de a.
      2. La acción transitiva. El significado primitivo de la palabra a. es el de «origen activo del movimiento» (véase CAMBIO I). La a. transitiva es el ejercicio de la causalidad eficiente, ya que la causa eficiente es aquello de lo que procede primeramente el movimiento (v. CAUSA). Se la llama transitiva, porque consiste esencialmente en la producción de un efecto distinto de ella; es algo que pasa fuera del agente produciendo un efecto. Por eso se comporta esencialmente a modo de vía y de tendencia a un término, y así tiene siempre razón de algo intermedio entre el agente y el paciente: es aquello mediante lo cual el agente produce un efecto en el paciente. A la a. transitiva se contrapone conceptualmente la pasión (V. PASIÓN I), que es aquella por lo cual un sujeto se constituye en receptor en acto del efecto producido por el agente. Por eso dicho sujeto receptor se llama paciente. Así como la a. es el ejercicio de la causalidad del agente, también la pasión es el ejercicio de la pasividad del paciente.
      Supuesto esto, se plantea una cuestión discutida en la filosofía clásica: la de averiguar en dónde se encuentra más propiamente la a., si en el agente o en el paciente. Parece claro que si la a. es algo que pasa del agente al paciente, tiene que encontrarse en los dos; pero ¿dónde más propiamente? Al primer examen parece que la a. se encuentre más propiamente en el paciente, pues en él se da terminativamente y de modo más acabado, mientras que en el agente se halla sólo incohativamente. Es propio de la a. transitiva, como quedó dicho más atrás, no ser perfección del agente, sino más bien de lo hecho por él. Inste es el pensamiento que desarrolla S. Tomás en el siguiente texto: «Cuando además del acto mismo de la potencia, que es la acción, se hace alguna obra, la acción de tal potencia está en lo hecho y es acto de lo hecho, como la edificación está en lo edificado, y la construcción en lo construido y, en general, el movimiento en lo movido. Y esto es así porque cuando por la acción de la potencia se produce alguna obra, aquella acción perfecciona la obra y no al agente, y por eso está en la obra como acto y perfección de ella y no del agente» (In IX Met., 8, 1864).
      Todo esto es cierto, y se debe a que la a. formalmente considerada no dice inhesión, sino fluencia a partir del agente, mientras que la pasión, en su propia razón formal, dice inhesión en el paciente. Por eso, la a., en cuanto pasa fuera del agente y termina en el paciente se encuentra en éste como pasión o identificada con la pasión, pero en cuanto se inicia en el agente no puede menos de encontrarse en él, como accidente suyo que es, aunque formalmente no entrañe inhesión, sino flujo a partir del agente. O dicho de otra manera, la a. puede considerarse como accidente (v.) y como a.; si se considera como un accidente entre los demás, le conviene esencialmente encontrarse en el sujeto agente; pero si se considera precisamente como a., lo que le conviene es proceder del agente y pasar al paciente. Es claro, en efecto, que la a. es lo que denomina al agente, lo que hace que el agente sea agente; luego tiene que estar en él como accidente o complemento suyo. En resumen, la a. terminativamente tomada, es decir, en cuanto se identifica realmente con la pasión (aunque se diferencie de ella conceptualmente) está en el paciente, pues la pasión dice de suyo inhesión en el paciente; pero la a. incohativamente tomada o en cuanto denomina al agente tiene que estar en éste como accidente suyo, bien que en su propia razón formal no diga inhesión en el agente. Formalmente hablando, la a. no dice más que fluencia del agente al paciente.
      La existencia de la a. transitiva en las cosas creadas ha sido negada por el ocasionalismo (v. OCASIONALISMO I). Nicolás Malebranche (v.), máximo representante de esta postura, escribe: «No hay más que una verdadera causa, porque no hay más que un verdadero Dios. La naturaleza o la fuerza de cada cosa no es más que la voluntad de Dios. Todas las causas naturales no son verdaderas causas, sino solamente causas ocasionales» (Recherche de la vérité, VI, 2, 3, en Oeuvres complétes, II, París 1963, 312). Y en otro sitio: «No hay ninguna relación de causalidad de un cuerpo a un espíritu. ¡Qué digo!: no hay ninguna de un espíritu a un cuerpo. Digo más: no la hay tampoco de un cuerpo a otro cuerpo, ni de un espíritu a otro espíritu. Ninguna criatura, en una palabra, puede obrar sobre otra por una eficacia que le sea propia» (Entretiene sur la Métaphysique et sur la Religion, IV, II, en Oeuvres complétes, XIIXIII, París, 1965, 96). O sea, que Dios obra todo en todo, y lo que llamamos causas activas dentro del universo creado no son más que ocasiones para la a. divina.
      Una tesis parecida es la qué defiende G. W. Leibniz (v.). También éste niega la a. transitiva de una mónada o sustancia creada en otra, aunque no es partidario del ocasionalismo, sino que explica la concordancia entre todas las mónadas creadas por la «armonía preestablecida». Es muy conocido este pasaje de Leibniz: «Las mónadas no tienen ventanas por donde algo pueda entrar o salir. Los accidentes no pueden desprenderse de las sustancias ni andar fuera de ellas, como antiguamente hacían las especies sensibles de los escolásticos. En una mónada no puede entrar de fuera ni sustancia ni accidente alguno» (Monadología, 7, en Die philosophischen Schrilten, VI, Hildesheim 1965, 607608).
      Los argumentos de los ocasionalistas y de Leibniz para negar la existencia de la a. transitiva en las cosas creadas pueden reducirse a dos; y no son originales, puesto que ya habían sido esgrimidos por los filósofos árabes y judíos de la Edad Media. El primero consiste en afirmar que en toda a. transitiva, incluso en la que atribuimos a las criaturas, debe darse una novedad absoluta en el ser, es decir, una creación (v. CREACIÓN II); pero la creación es propia de Dios, luego no hay a. creada alguna. El segundo argumento, insinuado en el texto de Leibniz anteriormente citado, consiste en establecer que la a. creada es necesariamente un accidente. Pero los accidentes no pueden pasar o emigrar de una sustancia a otra. Luego no hay a. transitiva creada.
      Estos argumentos no son convincentes. Al primero habría que responder que no es lo mismo la producción de un nuevo ente a partir de una materia preexistente, que la creación a partir de la nada. Esto segundo sólo lo puede hacer Dios; pero lo primero lo pueden hacer las criaturas. La producción consiste en que algo que preexistía en potencia pasa a existir en acto, y esto no es una novedad absoluta en el ser. Cuestión aparte es que la a. divina deba concurrir a la a. de cualquier criatura; ninguna causa segunda puede causar si en ella y con ella no causa también la causa primera; pero esto no destituye a las causas segundas de su propia causalidad (v. CAUSA). Al segundo argumento puede contestarse con S. Tomás: «Es ridículo decir que ningún cuerpo obra porque los accidentes no pasan de un sujeto a otro; pues no se dice que un cuerpo cálido calienta porque el mismo calor numérico que está en el cuerpo calefactor pase al cuerpo calefacto, sino que mediante la virtud del calor que está en el cuerpo calefactor, otro calor numéricamente distinto aparece en el cuerpo calefacto en el cual preexistía en potencia» (C. Gent., III, 69). Lo cual nos puede servir para entender en qué consiste el paso del agente al paciente que la a. transitiva implica. No se trata de que la misma a., numéricamente considerada, que se halla incohativamente en el agente, se desprenda de éste y emigre al paciente, para asentarse terminativamente en él; se trata de que el agente, mediante su a., hace surgir en el paciente otra a. numéricamente distinta (aunque específicamente idéntica), que, por lo demás, se identifica realmente con la pasión y con el movimiento del paciente, como ya quedó aclarado más atrás.
      En el extremo opuesto de estas negaciones de la a. transitiva se coloca el actualismo (v.) o activismo, que reduce toda la realidad a a. Ciertamente, esta tesis del actualismo no se limita a la a. transitiva, sino que se refiere a toda a., pero, por eso mismo, adopta dos modalidades: la que reduce toda la realidad a a. transitiva o a movimiento (y éstas son las filosofías del devenir) y la que reduce toda la realidad (en algunos casos sólo se dice esto de la realidad humana) a la a. inmanente, es decir, al conocimiento y a la volición.
      No es posible detenerse aquí en el examen de las distintas formas de actualismo, que son muy variadas. Todas ellas coinciden en negar la distinción entre potencia y acto y, más concretamente, en negar la distinción entre sustancia (v. SUSTANCIA) y accidentes. La exposición que hacemos en este artículo da por supuesta esa distinción y por ello no se puede entrar en el examen de aquellas doctrinas sobre la a. que comienzan por negar ese supuesto.
      3. La acción inmanente. De la a. transitiva se diferencia radicalmente la a. inmanente, llamada más propiamente operación. La operación, en efecto, no pasa fuera del agente, lo que es esencial para la a. transitiva. Ésta es, sin duda, la diferencia fundamental y la que autoriza a llamar a la operación a. inmanente. Véase la descripción que hace S. Tomás de este tipo de a.: «El fin último de ciertas potencias activas es el solo uso de la potencia y no algo producido por la acción de la potencia; como el fin último de la potencia visiva es la visión, y además de ella no es producida por la potencia visiva alguna obra exterior. Pero en otras potencias activas es producida alguna obra además de la acción, como por el arte de edificar es producida la casa además de la edificación (...) Cuando no se produce alguna obra además de la acción de la potencia, entonces la acción permanece en el agente como perfección suya y no pasa a algo exterior para perfeccionarlo» (In IX Met., 8, 18621865).
      Según esto, en la a. transitiva hay que distinguir tres elementos: el agente, la a. misma y el efecto producido eni el paciente; pero en la operación sólo hay que distinguir dos: el agente y la operación. Por esta diferencia esencial, la operación y la a. no pueden convenir en un mismo género supremo o categoría, sino que la operación hay que incluirla en la categoría de la cualidad (v.), mientras que la a. constituye una categoría especial, contrapuesta y a la vez íntimamente vinculada a la categoría de la pasión. Sin embargo, la a. y la operación convienen en que ambas emanan del sujeto agente de un modo inmediato y no mediante alguna a., pues si así no fuera se seguiría un proceso al infinito.
      Los dos modos característicos de la a. inmanente son el conocimiento (ya sensitivo, ya intelectual) y a la volición. Podría pensarse que no sólo la volición, sino cualquier tipo de apetición consciente o fundada en un conocimiento, debe entrar en la categoría de la a. inmanente. Pero no es así. La apetición sensible no es una a. inmanente, sino que es una pasión, y no sólo en sentido lato, tomando la pasión por cualquier recepción, sino en sentido estricto, pues comporta esencialmente alguna transmutación corporal.
      La primera diferencia entre el conocimiento (v. CONOCIMIENTO I) y la volición está en que el conocimiento es aprehensivo, mientras que la volición es tendencial o impulsiva. Esta primera diferencia se aclara y profundiza más considerando el objeto de ambos. El objeto del conocimiento es la forma (v.), pero no en tanto que existe con su ser real, sino en tanto que está presente al cognoscente en un ser intencional. En cambio, el objeto de la volición es la forma en tanto que existe en la realidad (v.). Tanto el conocer como el querer entrañan cierta trascendencia, cierta superación de la individualidad o subjetividad, y se constituyen así en sendas fuerzas unitivas por las que el sujeto que conoce o quiere se une con lo conocido o querido; pero de muy distinta manera. El conocimiento entraña una posesión puramente representativa o intencional; por el conocimiento el sujeto se une con lo conocido, pero no en el mismo ser real que lo conocido tiene en sí, sino en su ser representativo u objetivo que tiene en el cognoscente. En cambio, por el amor el sujeto tiende a la posesión real de lo amado, a unirse con éste según su ser real, y no sólo en la representación.
      a) El conocimiento. La diferencia fundamental entre los seres cognoscitivos y los que no lo son es «que los no cognoscitivos están constreñidos a la posesión de su sola forma, pero los cognoscitivos pueden poseer, además de la suya, la forma de otra cosa» (S. Tomás, 1 ql4 al). No se dice aquí que el ser cognoscitivo puede poseer otra forma, pues cualquier ser material puede poseer otra perdiendo la que tiene, sino que puede poseer, además de la suya, la de otra cosa. Esta posesión, por supuesto, tiene que ser inmaterial, pues el modo como la materia posee la forma es haciéndola suya, subjetivándola, y aquí se trata de poseer una forma sin hacerla propia, sino de tal manera que continúe siendo la forma de otra cosa, es decir, objetivándola. Según esto, podríamos dar la siguiente definición del conocimiento: «es la posesión objetiva de una forma».
      La operación del conocimiento puede realizarse de distintos modos y grados. En primer lugar tenemos el conocimiento sensitivo que es menos activo que el intelectual, y aun dentro del conocimiento sensitivo, el de los sentidos externos es casi totalmente pasivo, pues no puede llevarse a cabo sin la presencia actual del objeto sensible y sin su inmediata a. sobre el sentido; mientras que el de los sentidos internos (imaginación, memoria y estimativa o cogitativa) es menos pasivo, pues pueden conocer un objeto sensible en ausencia del mismo. Por su parte, dentro del conocimiento intelectual se dan las tres operaciones de la simple aprehensión (v.), el juicio (v.) y el raciocinio (v.), de las cuales la más activa y plena es el juicio, pues a él se ordenan tanto la simple aprehensión como el raciocinio. También se puede distinguir aquí entre la operación de entender (la intelección) y el mero pensar (V. ENTENDIMIENTO).
      b) La volición. Como hemos dicho antes, la inclinación a la unión real es la característica del querer; pero precisamente porque se trata de una inclinación a esa unión real, no entraña de suyo dicha unión. Se puede buscar la unión sin conseguirla, como se puede seguir inclinado a la unión una vez lograda. En la inclinacióna la unión real se pueden considerar tres casos: inclinación a la unión real todavía no lograda, y esto es el deseo; inclinación a la unión real ya lograda, y esto es el gozo; inclinación a la unión real prescindiendo de su logro o no, y esto es el amor (v. AMOR I). De este modo el amor se presenta como la raíz común del deseo y del gozo.
      Desde el punto de vista de su actualidad o por lo que tiene de a. inmanente, el querer puede definirse, según lo hace A. Millán (La estructura de la subjetividad, Madrid 1967, 214) como «el acto de un acto que tiende a un acto» (v. ACTO). Se trata de un acto (el querer mismo) que procede de un acto (el que quiere está en acto completo de querer, aunque esté en potencia de poseer lo querido) y que tiende a un acto (lo querido implica siempre actualidad real, ya que el querer tiende a poseerlo si ya existe o a producirlo, si no existe todavía).
      La volición adopta muchas formas o implica muchos actos entre los cuales hay un orden de menor a mayor actualidad. El acto de la simple volición es el menos perfecto, el menos activo; después tenemos el acto de la intención, que ya encierra mayor actualidad; y siguen, por este orden, el acto del consentimiento y el de la elección; esta última encierra una dosis muy superior de actividad; pero donde la actividad llega a su plenitud (en el orden humano se entiende) es en el uso activo de la voluntad (V. VOLUNTAD I); la misma fruición ya es una consecuencia del uso activo.
      4. Analogía de la acción. En los diversos sentidos de la palabra a. hay una analogía y una ordenación jerárquica. La a. transitiva contiene toda la actualidad del movimiento y la supera. Ciertamente, la a. transitiva, considerada terminativamente, se identifica realmente con la pasión y con el movimiento; pero al contraponerse conceptualmente a la pasión, sólo expresa lo que el movimiento tiene de acto emanado del agente; no lo que tiene de potencia (v.) o de recepción en el paciente. Y si se considera en cuanto está en el agente o procede de él, se distingue realmente del movimiento, y ya no es el acto de un ente en potencia, sino el acto de un ente en acto. Por lo demás, todo lo que haya de actualidad en el movimiento, tiene que encontrarse en la a., pues nadie da lo que no tiene, y nada se mueve sino en la medida en que es movido por otro. La a. transitiva tiene que ver con el movimiento, incluso en cuanto radica en el agente, pero no por ser a., sino por la imperfección del agente en que radica, el cual, para obrar, tiene que pasar de la potencia al acto. Y es que los agentes imperfectos, que son todos los agentes creados, aun al obrar, reciben algo, son transmutados. Sólo el agente omniperfecto, que es el agente increado, es puro agente. Por eso, la a. transitiva en él, eminentemente contenida en su a. inmanente e identificada con su ser, no supone paso de la potencia al acto, sino que es acto puro.
      La a. inmanente o la operación contiene todo lo que hay de actualidad o de perfección en la a. transitiva, sin nada de lo que tiene ésta de imperfección o potencialidad. Como la a. inmanente no pasa o no sale del agente, es decir, como no está en ningún paciente, no se identifica en ningún caso con el movimiento, y así nunca es acto de un ente en potencia, es decir, acto imperfecto, sino que siempre es acto de un ente en acto, siempre es acto perfecto. La a. inmanente también produce a veces un efecto exterior al agente en cuanto que eminentemente es también a. productiva, pero nunca es pasión, pues lo formal de ella no es producir algo exteriormente, sino permanecer en el agente como perfección suya; sólo virtualmente es productiva.
      Sin embargo, la a. inmanente se asemeja al movimiento en que es algo dinámico y no estático. Por eso, la a. inmanente se distingue esencialmente de la forma, tanto sustancial como accidental. Respecto del movimiento, la a. inmanente puede comportarse como causa o principio, bien que de modo eminente; pero no como término o resultado, que esto es la forma. Si alguna vez la a. inmanente viene precedida de un movimiento, esto hay que cargarlo siempre en el haber de la limitación o imperfección del agente que la lleva a cabo. En todo caso la a. inmanente implicará un paso del acto al acto, del acto primero (que es la forma) al acto segundo (que es la operación), pero nunca un paso de la potencia al acto. Este paso sólo podrá darse (supuesta la imperfección del agente) en orden a la adquisición del acto primero o de la forma por la que el agente obra.
      De los dos tipos de a. inmanente señalados, el que mejor retiene la imagen dinámica, que encontramos en el movimiento pero no en la forma, es la volición o el querer. S. Tomás declara este hecho en el siguiente pasaje: «El acto de la facultad aprehensiva no se dice tan propiamente movimiento como la acción del apetito; pues la operación de la facultad aprehensiva se consuma en que las cosas aprehendidas están en el que las aprehende, pero la operación de la facultad apetitiva se completa en que el que apetece se inclina a la cosa apetecible. Y por eso la operación de la facultad aprehensiva se asemeja a la quietud, pero la operación de la facultad apetitiva se asemeja al movimiento» (S. Th. I q81 a1). Esto quiere decir que si a la a. le es esencial el dinamismo (v.) y éste se encuentra más plenamente realizado en la volición que en el conocimiento, también la volición realizará con mayor plenitud el concepto de a. Éste es el fundamento de la contraposición que muchas veces se establece entre la contemplación (vida contemplativa, teoría, especulación) y la a. (vida activa, praxis) (v. ESPECULACIÓN). Por otro lado, la a. inmanente es más perfecta o más plenamente a. que la transitiva, ya que esta última se compagina con la pasión y no aquélla. Con lo cual tenemos que el primer analogado de la a. es la volición. Pero hay más, porque dentro de la volición hay varios actos, y el más activo de todos ellos, como vimos atrás, es el uso activo de la voluntad. Luego la a. en el sentido más pleno y propio es el uso activo de la voluntad y constituye así el analogado absolutamente primero en el orden creado.
      Hablando de la a. humana, si se hace de un modo general, tendremos que incluir las a. externas, o sea, la producción (poiesis), y también los actos del entendimiento (gnosis, teoría, noesis), y, por supuesto, también los actos de la voluntad, pero si se habla de un modo muy estricto no nos referiremos ni siquiera a la simple volición (boulesis), ni a la elección (proairesis), sino precisamente al usó activo (chresis o praxis).
     

BIBL.: J. DE S. Tomás, Cursus Philosophicus Thomisticus, en Philosophia Naturalis, I pars, q12, 14 y IV pars, qll, Turín 194950; J. DE FINANCE. Etre et Agir, Rama 1960; íD, Ensayo sobre el obrar humano, Madrid 1966; M. BLONDEL, L'action, París 1893.

J. GARCÍA LÓPEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991