Partidos confesionales
y empresas confesionales

Dalmacio Negro publica (jueves 11) un artículo en Alfa y Omega, suplemento religioso del diario ABC, sobre la posibilidad de un partido político católico. Lógico: muchos cristianos españoles están hasta el gorro de la tomadura de pelo que ha representado para el Cristianismo la subida al poder del Partido Popular, y pretenden buscar su propia opción, aquella que defienda valores como la sacralidad de la persona, la defensa de la vida, de la familia, una educación que responda a los ideales cristianos (que no son otros que los de Occidente) y una mayor preocupación por la justicia social, no sólo por la eficacia económica. En lo único que discrepo es en algo que he oído a quizás demasiados cristianos comprometidos en la cosa pública: el hecho de que un partido político católico deba contar con la jerarquía eclesiástica. No veo el porqué. Si se funda un partido político católico, y es una buena idea, lo único que hay que acordar es qué se entiende por católico en la res-pública, pero lo mejor sería que no contara con la aprobación de la jerarquía eclesiástica (ni con la aprobación ni con el veto), y que no se viera ninguna sotana en sus locales, ni ningún ensotanado en su dirección ni en sus bases. Los curas tienen otra función. Esto es cosa de laicos.

Porque esa es la clave: es muy bueno un partido confesional, pero no un partido clerical. Y el confesionalismo no tiene nada que ver con el clericalismo. Confesionalismo es llevar a la calle lo que se piensa y siente en el interior de la persona y del hogar. Confesionalismo, por tanto, es naturalidad y coherencia de vida. El clericalismo es otra cosa y, además, es muy aburrido. El confesional cristiano está pendiente de Cristo y de su Cuerpo Místico; el clerical está pendiente de lo que dice el párroco de la esquina. Y a veces dicen cada tontería... Confundir confesionalismo con clericalismo es como confundir la cultura audiovisual con el televisor de casa.

Pero es que, además, el confesionalismo no es un gancho del pasado al que aferrarse ante el acoso anticristiano del relativismo moral, que pregona la muerte de Dios y que prohíbe hablar de religión o de virtudes (ahora llamadas valores) en la vida pública. El confesionalismo es el futuro, no el pasado, no es un recurso sino la opción más afianzada cada día que pasa. Muertas las ideologías, con la física convertida en química y la política transformada en economía, la humanidad se reparte entre quienes piensan que existe una vida después de la muerte y los que consideran que el tránsito final es también el fin de la existencia de la persona, al menos como persona. Es decir, tras el paréntesis de la modernidad (finales del siglo XIX y todo el siglo XX) la religión vuelve a ser la clave, no sólo de la vida personal, sino también de la social.

Otra cosa es que el discurso cultural imperante diga lo contrario, pero eso es culpa del discurso cultural imperante. Además, ese discurso está controlado por hombres que ya han cumplido los cincuenta o que están próximos a esa edad: es decir, por la mentalidad progre-modernista de una centuria ya muerta. El siglo XXI será confesional. Lo que no deja de tener ventajas: por ejemplo, las cuestiones se plantearán en su vertiente moral. Es decir, a fondo. 

Y aún más. El confesionalismo que viene no es ni tan siquiera político: es empresarial. El protagonista de la vida pública actual no es el Parlamento, sino que son las empresas (probablemente para nuestra desgracia, pero así es). Especialmente, las empresas informativas, canales de cultura o incultura. Para ser exactos, si los católicos pretenden articularse como una opción, presentar su carnet de identidad como colectivo, antes deben crear editoras que partidos, aunque no hay razón para renunciar a nada.

Ejemplo: los habitantes del actual Estado de Israel (una democracia en Oriente Próximo, no lo olvidemos) no se corresponden con el código genético de la raza judía, tras 20 siglos de diáspora (suponiendo, que es mucho suponer, que se pueda hablar de códigos genéticos raciales). Lo que les mantiene unidos, como ningún pueblo lo ha estado nunca, es su religión, a pesar de que muchos israelitas no la practiquen o se dediquen a una serie de ritos externos (comida "koser", abstinencia laboral total los sábados, etc). El mundo islámico se distribuye por razas, países y costumbres muy diversas, pero tienen en común su fe islámica, practicada al modo integrista o de manera más "light". El conflicto de Palestina es confesional.

Y a más a más, que dirían los catalanes, habrá que recordar todos los países que se han creado alrededor de un credo común. La Unión Europea se empeña en ignorar su origen cristiano (por cierto, no ha existido otra unidad europea que la medieval, donde toda la población, la opinión pública, compartía el cristianismo) y por eso va tan lenta, y por eso el ideal europeo se difumina en muchas cabezas. Sólo una religión común puede crear una comunidad.

Más ejemplos. En la batalla cultural, ocurre exactamente lo mismo. Tan confesional es el precitado Alfa y Omega, que pretende evangelizar a través de los medios, como El País o El Mundo, cuyo objetivo principal consiste en fastidiar dicha evangelización con un relativismo muy agresivo. Lo suyo es un anti-confesionalismo muy confesional. Por eso les preocupan tanto cosas como la "rectitud del proceso de beatificación" de fulanito o Zutanito o el nombramiento de obispos (el confesionalismo progre no cree en Dios, pero sí en El Vaticano). Tanto es así, que yo mismo, católico, aprendo muchísimo sobre derecho canónico y liturgia en las páginas de estos periódicos.

Naturalmente, esa confesionalidad debería luchar contra la crítica habitual de la confesionalidad anti-cristiana: vosotros, católicos, debéis ser expulsados de la cultura (y a fe mía que lo están consiguiendo) porque vuestro pensamiento es dogmático, ergo, no es pensamiento. Naturalmente, lo que la modernidad olvida es que todo pensamiento, religioso o no, es dogmático. Nadie comienza a pensar desde el vacío. O, como diría Chesterton: "Hay dos tipos de personas: los dogmáticos que saben que lo son y los dogmáticos que no saben que lo son". Los primeros, por ejemplo, los cristianos, simplemente vivimos en la realidad, los segundos no: se llaman a sí mismos progresistas.

                                                                     Eulogio López