II.

La Literatura Antenicena Después de Ireneo.

 

1. Los Alejandrinos.

 

Hacia el año 200, la literatura eclesiástica da muestras de un desarrollo extraordinario y toma, además, una orientación totalmente nueva. La producción literaria del siglo II estuvo condicionada por la lucha que sostuvo la Iglesia con sus perseguidores. Por eso los escritos de este período se caracterizan por la defensa y el ataque; son escritos apologéticos y antiheréticos. Sin embargo, el valor permanente de estos autores primitivos está en los servicios que prestaron a la teología poniendo sus primeras bases. Al defender la fe con las armas de la razón, prepararon el camino al estudio científico de la revelación.

Ningún escritor cristiano había intentado todavía considerar el conjunto de la doctrina cristiana como un todo, ni presentarlo de una manera sistemática. Ni siquiera la obra de San Ireneo, a pesar de sus grandes méritos, permite decidir la cuestión de si la literatura cristiana ha de limitarse a ser un arma contra el enemigo o bien convertirse en instrumento de trabajo pacífico en el interior de la Iglesia. A medida que la nueva religión iba penetrando en el mundo antiguo, cada vez se iba sintiendo más la necesidad de exponer sus creencias de una manera ordenada, completa y exacta. Cuanto más crecía el número de los conversos en las clases cultas, tanto más imperiosa se hacía la necesidad de dar a estos catecúmenos una instrucción a la altura de su medio ambiente y de formar maestros para este fin. Así fue como se crearon las escuelas teológicas, cuna de la ciencia sagrada. Surgieron primeramente en Oriente, donde había nacido y se había difundido mayormente el cristianismo. La más famosa de todas y la que mejor conocemos es la de Alejandría, en Egipto. Esta ciudad, fundada por Alejandro Magno el año 331 antes de Cristo, era centro de una brillante vida intelectual mucho antes de que el cristianismo hiciera su aparición. Allí fue donde nació el helenismo: la fusión de las culturas oriental, egipcia y griega dio origen a una nueva civilización. La cultura judía encontró también allí terreno propicio. Fue en Alejandría donde el pensamiento griego influyó más profundamente sobre la mentalidad hebrea. Allí se compuso la obra que constituye el principio de la literatura judío-helenística, los Setenta. Fue también en Alejandría donde vivió el escritor que llevó esta literatura a su apogeo: Filón; firmemente convencido de que las enseñanzas del Antiguo Testamento podían combinarse con las especulaciones griegas, elaboró una filosofía religiosa en la que realiza esta síntesis.

 

La Escuela de Alejandría.

Cuando, a fines del siglo I, el cristianismo se estableció en la ciudad, entró en contacto estrecho con todos estos elementos. Como consecuencia, se suscitó un vivo interés por problemas de tipo teórico, que condujo a la fundación de una escuela teológica. La escuela de Alejandría es el centro más antiguo de ciencias sagradas en la historia del cristianismo. El medio ambiente en que se desarrolló le imprimió sus rasgos característicos: marcado interés por la investigación metafísica del contenido de la fe, preferencia por la filosofía de Platón y la interpretación alegórica de las Sagradas Escrituras. Entre sus alumnos y profesores se cuentan teólogos famosos como Clemente, Orígenes, Dionisio, Pierio, Pedro, Atanasio, Dídimo y Cirilo.

El método alegórico había sido utilizado desde hacía mucho tiempo por los filósofos griegos en la interpretación de los mitos y fábulas de los dioses, que aparecen en Homero y Hesíodo. De esta manera, Jenófanes, Pitágoras, Platón, Antístenes y otros trataron de encontrar un significado profundo en esas historias, cuyo sentido literal ofendía a los oídos. Este sistema fue adoptado principalmente por los estoicos. El primer representante judío de la exégesis alegórica es el alejandrino Aristóbulo, hacia la mitad del siglo II antes de Cristo. Su formación helenística le indujo a aplicar este sistema al Antiguo Testamento igual que se hacía en la interpretación de la poesía griega. La Epístola de Aristeas recurre al mismo procedimiento para justificar las prescripciones de la Ley Antigua sobre los alimentos. Pero fue, sobre todo, Filón de Alejandría quien se sirvió de la alegoría para la explicación de la Biblia. Según él, el sentido literal de la Sagrada Escritura es tan sólo lo que la sombra con respecto al cuerpo. La verdad auténtica está en el sentido alegórico más profundo. Los pensadores cristianos de Alejandría adoptaron este método, porque estaban convencidos de que la interpretación literal es, a menudo, indigna de Dios. Y si Clemente lo usó con frecuencia, Orígenes lo erigió en sistema. Sin alegoría, ni la teología ni la exégesis habrían realizado al principio los enormes adelantos que hicieron. En la época de Clemente y de Orígenes, y en el corazón mismo de la cultura helenística, tuvo la gran ventaja de abrir un vasto campo a la teología incipiente y permitir que la revelación entrara en contacto fecundo con la filosofía griega. Contribuyó, además, a resolver el problema más importante que se le había planteado a la Iglesia primitiva, a saber, la interpretación del Antiguo Testamento. La autoridad de San Pablo le aseguraba un origen legítimo (Gal. 4,24; 1 Cor. 9,9).

Sin embargo, la tendencia a descubrir figuras y prototipos en cada una de las líneas de la Escritura y descuidar el sentido literal no estaba exenta de peligro.

 

Panteno.

El primer director de la escuela de Alejandría de quien se tienen noticias es Panteno. Era siciliano; fue primero filósofo estoico y más tarde se convirtió al cristianismo. Después de su conversión, al decir de Eusebio (Hist. eccl. 5,10,1), emprendió un viaje misionero, que le llevó hasta la India. Llegó a Alejandría, probablemente, hacia el año 180, siendo nombrado muy pronto jefe de la escuela de catecúmenos de aquella ciudad. Como tal, fue maestro de Clemente de Alejandría. Estuvo al frente de esta institución hasta su muerte, acaecida poco antes del año 200. Tanto Clemente (Strom. 1,1,11) como Eusebio (Hist. eccl. 5,10) aseguran que, como maestro, se ganó aplauso y renombre universales. Esto es todo lo que sabemos de Panteno. Ignoramos si compuso alguna obra. No han tenido éxito los intentos que se han hecho para descubrir la obra literaria de Panteno o parte de ella en Clemente de Alejandría. H. I. Marrou opina que él es el autor de la Epístola a Diogneto (cf. p.238).

 

Clemente de Alejandría.

Tito Flavio Clemente nació, hacia el año 150, de padres paganos. Parece que su ciudad natal fue Atenas y que allí recibió su primera enseñanza. Nada sabemos de la fecha, ocasión y motivos de su conversión. Una vez cristiano, viajó extensamente por el sur de Italia, Siria y Palestina. Su propósito era recibir instrucción de los maestros cristianos más renombrados. Dice él mismo que tuvo "el privilegio de escuchar a varones bienaventurados y verdaderamente importantes" (Strom. 1,1, 11). Pero el acontecimiento de su vida que más influyó en su carrera científica fue el haber llegado, al final de sus viajes, a Alejandría. Las clases de Panteno le atrajeron de tal suerte que fijó su residencia en aquella ciudad, que en adelante fue su segunda patria. De Panteno, su maestro, dice lo siguiente:

Cuando di con el último (de mis maestros), el primero en realidad por su valor, a quien descubrí en Egipto, encontré reposo. Verdadera abeja de Sicilia, recogía el néctar de las flores que esmaltan el campo de los profetas y los apóstoles, engendrando en el alma de sus oyentes una ciencia inmortal (Strom. 1,1,11).

Vino a ser discípulo, socio y asistente de Panteno y, finalmente, le sucedió como director de la escuela de catecúmenos. No es posible señalar exactamente la fecha en que heredó el cargo de su maestro; probablemente hacia el año 200. Dos o tres años más tarde, la persecución de Septimio Severo le obligó a abandonar Egipto. Se refugió en Capadocia con su discípulo Alejandro, que sería más tarde obispo de Jerusalén. Murió poco antes del 215, sin haber podido volver a Egipto.

 

I. Sus Escritos.

Aunque sabemos muy poco de la vida de Clemente, podemos obtener un vivo retrato de su personalidad a través de sus escritos. Revelan éstos la mano de un gran maestro. En ellos, además, la doctrina cristiana se enfrenta por primera vez con las ideas y realizaciones de la época. Por esta razón, Clemente se merece el título de "pionero" de la ciencia eclesiástica. Su obra literaria demuestra que fue hombre de vasta erudición, que poseía la filosofía, la poesía, la arqueología, la mitología y la literatura. No siempre recurría a las obras originales, sino que se servía a menudo de antologías y florilegios. Sin embargo, tenía un conocimiento completo de la literatura cristiana primitiva, tanto de la Biblia como de todas las obras post-apostólicas y heréticas. Cita 1.500 veces el Antiguo Testamento y 2.000 el Nuevo. También conoce bastante bien a los clásicos, a los que cita no menos de 360 veces.

Clemente se daba perfecta cuenta de que la Iglesia tenía que enfrentarse necesariamente con la filosofía y la literatura paganas, si quería cumplir sus deberes para con la humanidad y estar a la altura de su misión de educadora de las naciones. Su formación helenística le capacitó para hacer de la fe cristiana un sistema de pensamiento con base científica. Si el pensamiento y la investigación de tipo científico tienen hoy derecho de ciudadanía en la Iglesia, se lo debemos principalmente a él. Demostró que la fe y la filosofía, el Evangelio y el saber profano no se oponen, sino que se completan mutuamente. Toda ciencia humana sirve a la teología. El cristianismo es la corona y la gloria de todas las verdades contenidas en las diferentes doctrinas filosóficas.

Tres de sus escritos forman una especie de trilogía y nos dan base suficiente para formarnos una idea de su postura y sistema teológicos. Son el Protréptico, el Pedagogo y el Stromata.

 

1. El Protréptico.

El primero de estos escritos, el Protréptico o Exhortación a los griegos (Προτρεπτικοί πρός Ελληνας) es una "invitación a la conversión." Su propósito es convencer a los adoradores de los dioses de la necedad e inutilidad de las creencias paganas, descubrir los aspectos vergonzosos de los misterios ocultos e inducirlos a que acepten la única religión verdadera, las enseñanzas del Logos divino, quien, después de haber sido anunciado por los profetas, se presentó como Cristo. Promete una vida que lleva a la satisfacción de los más profundos anhelos humanos, porque comunica redención e inmortalidad. Al final de su obra, Clemente define esta "exhortación" de la siguiente manera:

¿A qué cosa te exhorto, pues? Anhelo salvarte. Cristo lo quiere. En una palabra, El te concede la vida. Y ¿quién es Él? Apréndelo rápidamente: la Palabra de verdad, la Palabra de incorruptibilidad, el que regenera al ser humano elevándole a la verdad; el aguijón de salvación, el que expele la corrupción y destierra la muerte, el que edifica un templo en cada hombre a fin de instalar a Dios en cada hombre (Protrép. 11,117,34).

Por su contenido, el Protréptico está estrechamente relacionado con las primeras apologías cristianas; reanuda la polémica contra la mitología antigua, que ya conocemos, y vuelve a sostener la tesis de la anterioridad del Antiguo Testamento. Clemente conocía estos escritos y se sirvió de ellos. Del mismo modo que ellos, saca de la filosofía popular griega las pruebas contra la religión y el culto paganos. Pero si se comparan estas apologías con el Protréptico, pronto se echa de ver que Clemente ya no juzgaba necesario defender al cristianismo de las falsas acusaciones y calumnias de que fue víctima en un principio. Se advierte también otro claro progreso en este tratado de Clemente: sabe dar a su polémica un tono de convicción soberana, una tranquila certeza de la función educadora del Logos a lo largo de toda la historia de la humanidad. Encomia poéticamente y con entusiasmo la sublimidad de la revelación del Logos y el maravilloso don de la gracia divina, que colma todos los deseos humanos.

En cuanto a su forma literaria, el Protréptico debe ser clasificado entre los Protreptikoi, o sea exhortaciones, cuyo fin era animar a los seres humanos a tomar una decisión, estimularlos hacia un ideal elevado, como, por ejemplo, el estudio de la filosofía. Aristóteles, Epicuro y los estoicos Cleantes, Crisipo y Posidonio escribieron un Protréptico. El Hortensius de Cicerón, que San Agustín leyó antes de su conversión, pertenece a la misma categoría. La intención de Clemente era entusiasmar de esta manera a sus lectores con la única verdadera filosofía, la religión cristiana.

 

2. El Pedagogo.

El Pedagogo, que comprende tres libros, viene a ser la continuación del Protréptico. Va dirigido a los que, siguiendo el consejo que Clemente les diera en el primer tratado, adoptaron la fe cristiana. El Logos aparece ahora en primer plano como preceptor para enseñar a estos conversos cómo han de ordenar su vida. El primer libro es de un carácter más general; trata de la obra educadora del Logos como pedagogo: "Su objetivo no es instruir al alma, sino hacerla mejor; educarla para una vida virtuosa, no para una vida intelectual" (Paed. 1,1,1,4). Clemente afirma que "la pedagogía es la educación de los niños" (ibid. 1,5,12,1), y luego se pregunta quiénes son los que la Escritura llama "niños" (παίδες). No son, como pretenden los gnósticos, solamente los que viven en un plano inferior de fe cristiana (en ese caso únicamente los gnósticos serían perfectos cristianos). Son hijos de Dios todos aquellos que han sido redimidos y regenerados por el bautismo: "En el bautismo somos iluminados; al ser iluminados, venimos a ser hijos; por ser hijos, nos hacemos perfectos; siendo perfectos, nos hacemos inmortales" (ibid. 1,6,26,1). El principio básico de la educación que el Logos da a sus hijos es el amor, mientras que la educación de la Ley Antigua se basaba en el temor. No hay que creer, sin embargo, que el Salvador administre solamente medicamentos suaves; también los da fuertes, porque Dios es a la vez bueno y justo, y un maestro entendido sabe mezclar la bondad con el castigo. La Justicia y el amor no se excluyen en Dios. Al decir esto, Clemente alude a la doctrina herética de los marcionitas, que negaban la identidad entre el Dios del Antiguo Testamento y el Dios del Nuevo. El temor es bueno, porque impide caer en el pecado:

Las amargas raíces del temor detienen la gangrena de los pecados. Por eso el temor, aunque amargo, es saludable. En verdad, pues, nosotros, los enfermos, necesitamos un salvador; descarriados como estamos, necesitamos alguien que nos guíe; siendo ciegos, quien nos lleve a la luz; sedientos, necesitamos la fuente vivificante que, al beber de ella, nos quite la sed (Io. 4,13-14); haciendo muerto, hemos menester la vida; como somos ovejas, tenemos necesidad de un pastor; por ser niños, necesitamos un pedagogo (es más, toda la humanidad tiene necesidad de Jesús)... Si queréis, podéis aprender la elevada sabiduría del Pastor y Pedagogo santísimo, del Verbo omnipotente del Padre, cuando se llama a sí mismo, alegóricamente, pastor del rebaño. Es pedagogo de los niños. Dice, en efecto, por boca de Ezequiel, dirigiéndose a los ancianos y proponiéndoles un ejemplo saludable de prudente solicitud: "Vendaré la perniquebrada y curaré la enferma, traeré la extraviada y la apacentaré en mi santa montaña" (Ez. 34,16.14). Apaciéntanos a tus niños como a ovejas. Sí, Señor; sácianos con la justicia, que son tus pastos. Sí, Pedagogo; llévanos a los pastos de tu montaña santa, la Iglesia, que se alza muy arriba, por encima de las nubes hasta tocar el cielo" (ibid. 1,9,83, 2-84,3).

A partir del principio del segundo libro, el tratado pasa a ocuparse de los problemas de la vida cotidiana. Mientras el primero hablaba de los principios generales de la moral, el segundo y tercero vienen a dar una especie de casuística para todas las esferas de la vida: la comida, la bebida, la casa con su mobiliario, la música y la danza, la recreación y las diversiones, el baño y los perfumes, la urbanidad y la vida matrimonial. Estos capítulos nos dan una descripción interesante de la vida cotidiana de Alejandría con su lujo, su licencia y sus vicios. Clemente habla aquí con una franqueza que causa sorpresa. El autor previene a los cristianos contra esta forma de vida y les da un código moral de comportamiento cristiano en ambientes como éste. Clemente, sin embargo, no exige al cristiano que se abstenga de todos los refinamientos de la cultura; no le pide que renuncie al mundo ni que haga voto de pobreza. Lo que importa es la actitud del alma. Mientras el cristiano mantenga su corazón independiente y libre de todo apego a los bienes de este mundo, no hay motivo para que se aparte de sus semejantes. Es más importante que la vida cultural de la ciudad se impregne del espíritu cristiano. El Pedagogo termina con un himno a Cristo Salvador. Han surgido dudas respecto a la autenticidad de este himno. Sin embargo, hay fundamento suficiente para atribuirlo a Clemente. Las imágenes corresponden exactamente a las del Pedagogo. Tal vez tenemos aquí la oración oficial de alabanza de la escuela de Alejandría (cf. p.155s).

Las autoridades consultadas por Clemente para su Pedagogo son, además del Antiguo y Nuevo Testamento, que constituyen su fuente principal, los escritos de los filósofos griegos. Hay citas de los tratados morales de Platón y Plutarco. También se echa de ver la influencia de los moralistas estoicos, aunque resulta difícil decir concretamente de qué obras depende. Un buen número de pasajes son casi idénticos a algunas páginas del pensador estoico C. Musonio Rufo. Sin embargo, lo que haya podido tomar de los filósofos estoicos lo combina tan perfectamente con ideas cristianas, que el resultado es una teoría cristiana de la vida.

 

3. Los Stromata o Tapices (Στρωματεις).

Al final de su introducción al Pedagogo, Clemente hace esta observación:

Deseando, pues, ardientemente conducirnos a la perfección por un progreso constante hacia la salvación, apropiado a una educación eficaz, el bondadosísimo Verbo sigue un orden admirable: primero exhorta, luego educa y, finalmente, enseña (1,1,3,3).

Estas palabras parecen indicar que Clemente tenía intención de componer un volumen titulado el Maestro (Διδάσκαλος) como tercera parte de su trilogνa. Mas Clemente no poseía las cualidades que se requieren para escribir esta clase de libros, que exigen una distribución estrictamente lógica. Los dos escritos precedentes demuestran que Clemente no era un teólogo sistemático y que era incapaz de manejar grandes cantidades de material. Abandonó, pues, su plan primitivo y escogió el género literario de los Stromata o "Tapices," mucho más en consonancia con su genio, que le permitía intercalar extensos y brillantes estudios de detalle en un estilo fácil y agradable. El nombre, Tapices, es semejante a otros muy en boga por aquel entonces, como La pradera, Los banquetes, El panal de miel. Con estos títulos se designaba un género que era el preferido de los filósofos de entonces, y que les permitía tratar de las más variadas cuestiones sin tener que sujetarse a un orden o plan estrictos; podían pasar de una cuestión a otra sin seguir un orden sistemático. Los diferentes temas quedaban entretejidos en la obra como los colores de un tapiz.

Los Stromata de Clemente comprenden ocho libros. En ellos se estudian principalmente las relaciones de la religión cristiana con la ciencia secular, especialmente las relaciones de la fe cristiana con la filosofía griega. En el primer libro, Clemente defiende la filosofía contra los que objetaban que no tenía ningún valor para los cristianos. Su respuesta es que la filosofía es un don de Dios; fue concedida a los griegos por la divina Providencia, de la misma manera que la Ley a los judíos. Puede prestar también importantes servicios al cristiano que desee alcanzar el conocimiento (γνώσις) del contenido de su fe:

Antes de la venida del Señor, la filosofía era necesaria para la justificación de los griegos; ahora es útil para conducir las almas a Dios, pues es una propedéutica para quienes llegan a la fe por la demostración. "Que tu pie no tropiece, pues" (Prov. 3,23), refiriendo todas las cosas hermosas a la Providencia, ya sean las de los griegos, ya las nuestras. Dios es, en efecto, la causa de todas las cosas hermosas; de unas lo es de una manera principal, como del Antiguo y Nuevo Testamento; de otras, secundariamente, como de la filosofía. Y ésta tal vez ha sido dada principalmente a los griegos antes de que el Señor les llame también: porque ella condujo a los griegos hacia Cristo, como la Ley a los hebreos. Ahora la filosofía queda como una preparación que pone en el camino al que está perfeccionado por Cristo (Strom. 1,5,28).

Clemente va mucho más allá que Justino Mártir. Este hablaba de la presencia de semillas del Logos en la filosofía de los griegos. Clemente compara la filosofía griega con el Antiguo Testamento en cuanto que preparó a la humanidad para la venida de Cristo. Por otra parte, Clemente tiene sumo interés en recalcar que la filosofía no podrá nunca reemplazar a la revelación divina. Únicamente prepara el asentimiento de la fe. Por eso, en el libro segundo, defiende la fe contra los filósofos:

La fe, que los griegos calumnian por considerarla vana y bárbara, es una anticipación voluntaria, un asentimiento religioso, y según el divino Apóstol (Heb. 11,1.6), "la firme seguridad de lo que esperamos, la convicción de lo que no vemos. Sin la fe es imposible agradar a Dios" (Strom. 2,2,8,4).

No se puede llegar al conocimiento de Dios más que por la fe; la fe es el fundamento de todo conocimiento. Si es dable encontrar gérmenes de la verdad divina en las diferentes doctrinas filosóficas, es debido a que los griegos tomaron de los profetas del Antiguo Testamento muchas de sus doctrinas. Clemente se extiende largamente en probar que incluso Platón, al idear sus Leyes, imitó a Moisés, y que los griegos copiaron de los bárbaros, es decir, de los Judíos y cristianos. Los demás libros refutan la gnosis y sus falsos principios religiosos y morales. El autor traza un espléndido cuadro de la verdadera gnosis y de sus relaciones con la fe, como una contrapartida de la falsa gnosis. La perfección moral, que consiste en la castidad y el amor de Dios, es el rasgo característico del gnóstico ideal, en claro contraste con el gnóstico herético. Al final del libro séptimo, Clemente se da cuenta de que no ha contestado aún a todas las cuestiones que juzga ser de importancia para la vida cotidiana de los cristianos y para su ciencia religiosa. Por eso promete otra parte y está dispuesto a empezar de nuevo (Strom. 7,18,111,4). Sin embargo, el llamado octavo libro de los Tapices no parece ser una continuación del séptimo, sino más bien una serie de bocetos y estudios utilizados en otras partes de la obra. No parece que el autor los compusiera con ánimo de publicarlos, pero lo fueron después de su muerte, contra su intención. Por lo visto murió antes de poder cumplir su promesa.

 

4. Excerpta ex Theodoto y Eclogae propheticae

Otro tanto se puede decir de estas dos obras, que en la traducción manuscrita siguen a los Stromata. No se trata de extractos hechos por otro de las partes perdidas de los Stromata, según opinaba Zahn; son citas de escritos gnósticos, por ejemplo, de Teodoto, autor gnóstico de la secta de Valentín (cf. p.254), y unos estudios preliminares de Clemente. Es sumamente difícil separar los pasajes de origen gnóstico de las palabras del propio Clemente.

 

5. Quis dives salvetur? (Tíς ο σωζόμενος πλούσιος).

El opúsculo ¿Quién es el rico que se salva? es una homilía sobre Marcos 10,17-31. No parece, sin embargo, que sea un sermón realmente pronunciado en una función religiosa pública. En él se ve cómo resolvía Clemente las dificultades de sus oyentes a propósito de una interpretación demasiado literal de los preceptos evangélicos. El Pedagogo deja entrever que Clemente tenía entre sus oyentes gente acomodada. Esta homilía da a entender lo mismo. Clemente opina que el precepto del Señor: "Vete, vende cuanto tienes y dalo a los pobres," no quiere decir que la riqueza por sí sola excluye a uno del reino de los cielos. Para salvarse no es necesario desprenderse de todo lo que uno posee. Clemente interpreta las palabras del Señor como una exhortación a mantener el corazón alejado de todo deseo de dinero y libre de todo apego desordenado al mismo. Si todos los cristianos renunciaran a sus propiedades, no habría quien socorriera a los pobres. Lo que importa es la actitud del alma, no el hecho de que uno sea menesteroso o pudiente. Debemos desprendernos de la pasión, no de las riquezas. No son éstas, sino el pecado, el que excluye a uno del reino de los cielos. Al final, Clemente cuenta la leyenda del apóstol Juan y del joven que cayó en manos de ladrones, para probar que incluso los mayores pecadores pueden salvarse si hacen verdadera penitencia.

 

2. Obras Perdidas.

1. La obra más importante entre las que se han perdido es el comentario a los escritos del Antiguo y Nuevo Testamento, llamado Hypotyposeis (‘Υποτυπώσεις), o sea, esquemas o bocetos. Constaba de ocho libros. Eusebio (Hist. eccl. 6,14,1) dice que en esta obra Clemente comentaba también escritos cuya canonicidad era dudosa: "Para decirlo brevemente, en las Hypotyposeis explica concisamente todas las Escrituras canónicas, sin pasar por alto obras controvertidas, tales como la Epístola de Judas y las demás Epístolas católicas, y la Epístola de Bernabé, y el llamado Apocalipsis de Pedro." Se han conservado tan sólo unos pocos fragmentos en griego. La mayor parte de ellos se encuentran en Eusebio. Otros se hallan en los comentarios del Pseudo-Oikomenio y en el Pratum Spirituale de Juan Mosco. Un pasaje algo más extenso se conserva en una antigua traducción latina, que data del tiempo de Casiodoro (ca.540). Contiene interpretaciones de la primera Epístola de Pedro, de la Epístola de Judas y de la primera y segunda Epístolas de Juan; lleva por título Adumbrationes Clementis Alexandrini in Epistolas canonicas. De todos estos fragmentos se deduce con certeza que las Hypotyposeis no eran un comentario seguido de todo el texto, sino tan sólo una interpretación alegórica de algunos versículos escogidos. Según Eusebio (Hist. eccl. 5,11.2; 6,13,3), Clemente mencionaba en esta obra a su profesor Panteno. Pero no cabe precisar hasta qué punto sus opiniones se basaban en las lecciones de su profesor. Focio tuvo aún el texto completo de las Hypotyposeis, que le merecen un juicio severo:

En algunos pasajes (Clemente) mantiene firmemente la recta doctrina; en otros, en cambio, se deja llevar de ideas extrañas e impías. Afirma la eternidad de la materia; construye toda una teoría de ideas, partiendo de palabras de la Sagrada Escritura. Reduce el Hijo a la categoría de mera criatura. Cuenta hechos fabulosos de metempsicosis y de mundos anteriores a Adán. Sobre la formación de Adán y Eva enseña cosas blasfemas y ridículas a la par que contrarias a la Escritura. Se imagina que los ángeles tuvieron trato sexual con mujeres y les dieron hijos; también enseña que el Logos no se hizo hombre verdaderamente, sino sólo en apariencia. Llega a sostener, al parecer, una absurda idea de dos Logos del Padre, de los cuales sólo el inferior se apareció a los humanos (Bibl. Cod. 109).

Focio se funda en esta razón para dudar de la autenticidad de las Hypotyposeis. En todo caso, las doctrinas heréticas que contenía explicarían que la obra se haya perdido.

2. Sabemos por Eusebio (Hist. eccl. 6,13,9) que Clemente compuso también un libro Sobre la Pascua, en el cual "afirma que fue inducido por sus amigos a consignar por escrito unas tradiciones que él había oído de los ancianos de tiempos lejanos, para provecho de los que habían de venir después; y hace mención de Melitón, de Ireneo y de algunos otros, cuyas narraciones incluye asimismo." Quedan solamente unas breves citas de este escrito.

3. Otra obra, de la que poseemos solamente un fragmento, es el Canon eclesiástico o Contra los judaizantes, que dedicó a Alejandro, obispo de Jerusalén (Eusebio, Hist. eccl. 6,13,3).

4. Anastasio el Sinaíta reproduce un pasaje de la primera parte de un tratado Sobre la Providencia. Quedan algunos otros fragmentos, que indican que la obra contenía definiciones filosóficas. Al no mencionarla Eusebio ni ningún otro escritor eclesiástico antiguo, su autenticidad queda en duda.

5. En cambio, Eusebio conoce otro escrito de Clemente, titulado Exhortación a la paciencia o A los recién bautizados. Es posible que un fragmento que se conserva en un manuscrito de El Escorial, llamado Exhortaciones de Clemente, pertenezca a esta obra desaparecida.

6. Nada queda, y no se sabe nada más, de otras dos obras que Eusebio (Hist. eccl. 6,13,3) atribuye a Clemente: Discursos sobre el ayuno y Sobre la calumnia.

7. Paladio (Hist. Laus. 139) es el único que atribuye a Clemente una obra Sobre el profeta Amós.

8. No se conserva ninguna carta de Clemente, pero los Sacra Parallela 311,312 y 313 (ed. Holl) contienen tres frases que se dicen sacadas de cartas de Clemente; dos de ellas, de su carta 21.

 

Transmisión del texto.

El original de todos los manuscritos del Protréptico y del Pedagogo es el Códice de Aretas de la Bibliothèque Nationale (Codex Paris, graec. 451). Fue copiado por Baanes, a petición del arzobispo Aretas de Cesárea de Capadocia, el año 914. Desgraciadamente se han perdido cuarenta folios. Por eso faltan los diez primeros capítulos del Pedagogo y los dos himnos del fin. Sin embarco, se pueden suplir estas lagunas gracias a dos copias del códice de Aretas hechas cuando estaba aún completo. Son los Codex Mutin. III. D. 7 y Codex Laur. V 24; el más fidedigno de los dos es el primero.

El texto de los Stromata, de los Excerpta ex Theodoto y de las Eclogae propheticae se conserva en un manuscrito del siglo XI, Codex Laur. V 3. El otro manuscrito que contiene estas obras es copia del Laur.

La primera edición del Quis dives salvetur? se hizo a base del Codex Vatic. gr. 623, que no hace más que reproducir el Codex Scorial. ***Ω- ΙΙΙ-19 del siglo XI ο XII.

El texto del fragmento latino de las Hypotyposeis, las Adumbrationes Clementis Alexandrini, nos lo proporcionan tres manuscritos independientes: el Codex Laudun. 96, del siglo IX; el Berol. Phill. 1665 (actualmente n.45), del siglo XIII, y el Vatic. lat. 6154, del siglo XVI.

 

3. Aspectos de la Teología de Clemente.

La obra de Clemente marca una época, y no es una alabanza exagerada decir de él que es el fundador de la teología especulativa. Si lo comparamos con su contemporáneo Ireneo de Lión, representa ciertamente un tipo totalmente distinto de doctor eclesiástico. Ireneo era el hombre de la tradición, que derivó su doctrina de la predicación apostólica y veía en la cultura y en la filosofía de su tiempo un peligro para la fe. Clemente fue el valiente y afortunado iniciador de una escuela que se proponía proteger y profundizar la fe mediante el uso de la filosofía. Se dio cuenta, es verdad, lo mismo que Ireneo, del gran peligro de helenización que corría el cristianismo, y luchó, como él, contra la falsa gnosis herética. Pero lo que distingue a Clemente es que no se detuvo en esta actitud meramente negativa, sino que a la falsa gnosis opuso ana gnosis verdadera cristiana, que ponía al servicio de la fe el tesoro de verdad contenido en los diversos sistemas filosóficos. Mientras los partidarios de la gnosis herética enseñaban que no es posible compaginar la fe y la gnosis, porque son contradictorias entre sí, Clemente trata de probar que son afines y que es la armonía de la fe (Pistis) y del conocimiento (Gnosis) la que hace al perfecto cristiano y al verdadero gnóstico. La fe es el principio y el fundamento de la filosofía. Esta es de grandísima importancia para todo cristiano que quiera conocer a fondo el contenido de su fe por medio de la razón. La filosofía prueba asimismo que los ataques de los enemigos contra la religión cristiana están desprovistos de fundamento:

La filosofía griega, al juntarse (a la enseñanza del Salvador), no hace más fuerte la verdad; pero, porque quita fuerza a las asechanzas de la sofística e impide toda emboscada insidiosa contra la verdad, se le llama, y con razón, "empalizada" y muro "de la viña" (Strom. 1,20,100).

Clemente explica atinadamente las relaciones entre fe y conocimiento. Es verdad que a veces va demasiado lejos y atribuye a la filosofía griega una función casi sobrenatural en la obra de la justificación; sin embargo, considera la fe como algo fundamentalmente más importante que el conocimiento: "La fe es algo superior al conocimiento y es su criterio" (Strom. 2,4,15).

 

1. La doctrina del Logos.

Clemente quiso fundar un sistema teológico cuya base y principio fuera la idea del Logos. Esta idea domina todo su pensamiento y su manera de razonar. Se sitúa, pues, en el mismo terreno que Justino el filósofo, pero va mucho más lejos que él. La idea que Clemente tiene del Logos es más concreta y más fecunda. Es, para él, el principio supremo para la explicación religiosa del mundo. El Logos es el creador del universo. Es el que reveló a Dios en la Ley del Antiguo Testamento, en la filosofía de los griegos y, finalmente, en la plenitud de los tiempos, en su propia encarnación. Con el Padre y el Espíritu Santo forma la Trinidad divina. No podemos conocer a Dios más que a través del Logos, pues el Padre es inefable:

Así como es difícil descubrir el primer principio de todas las cosas, es también extremadamente difícil demostrar el principio absolutamente primero y el más antiguo, que es causa de que todas las demás cosas hayan nacido y subsistan. Porque, ¿cómo puede expresarse lo que no es ni género, ni diferencia, ni especie, ni individuo, ni número: más aún, que no es ni accidente ni puede ser sujeto del mismo? No se puede decir correctamente que sea el todo; porque el todo se encuentra en la categoría de la grandeza y es el Padre del universo. Pero tampoco se puede decir que tenga partes, pues el Uno es indivisible, y por eso mismo es infinito. No se le concibe como algo que no puede ser recorrido enteramente, sino como algo que carece de dimensiones y de límites; consiguientemente, no tiene forma ni nombre. Cuando, impropiamente, le llamamos Uno, Bien, Mente, Ser, Padre, Dios, Creador, Señor, no lo hacemos como dándole su nombre, sino que por impotencia empleamos todos estos hermosos nombres, a fin de que nuestra mente pueda tenerlos como puntos de referencia para no errar en otros respectos. Porque ninguno de ellos por sí solo revela a Dios, pero todos juntos concurren a indicar el poder del Omnipotente. En efecto, las cosas que se dicen, se dicen de las propiedades y relaciones; ahora bien, nada de esto se puede concebir en Dios. Ni tampoco puede ser aprehendido por una ciencia deductiva, porque ésta parte de principios y de nociones mejor conocidas; ahora bien, no hay nada que sea anterior al Ingénito. Queda, pues, que solamente por la gracia divina y por el Verbo que procede de El podemos conocer al Desconocido (Strom. 5,12,81,4-82,4).

El Logos, siendo razón divina, es, por esencia, el maestro del mundo y el legislador de la humanidad. Clemente le reconoce, además, como a salvador de la raza humana y fundador de una nueva vida que empieza con la fe, avanza hacia la ciencia y la contemplación y, a través del amor y de la caridad, conduce a la inmortalidad y a la deificación. Cristo, por ser el Verbo encarnado, es Dios y ser humano, y por medio de El hemos sido elevados a la vida divina. Así, habla de Cristo como del sol de justicia:

"¡Salve, luz!" Desde el cielo brilló una luz sobre nosotros, que estábamos sumidos en la obscuridad y encerrados en la sombra de la muerte; luz más pura que el sol, más dulce que la vida de aquí abajo. Esa luz es la vida eterna, y todo lo que de ella participa, vive, mientras que la noche teme a la luz y, ocultándose de miedo, deja el puesto al día del Señor. El Universo se ha convertido en luz indefectible y el occidente se ha transformado en oriente. Esto es lo que quiere decir "la nueva creación": porque "el sol de justicia," que atraviesa en su carroza el Universo entero, recorre asimismo la humanidad, imitando a su Padre, "que hace salir el sol sobre todos los hombres" (Mt. 5,45) y derrama el rocío de la verdad. El fue quien cambió el occidente en oriente; quien crucificó la muerte a la vida; quien arrancó al hombre de su perdición y lo levantó al cielo, transplantando la corrupción en incorruptibilidad y transformando la tierra en cielo, como agricultor divino que es, que "muestra los presagios favorables, excita a los pueblos al trabajo" del bien, "recuerda las subsistencias" de verdad, nos da la herencia paterna verdaderamente grande, divina e imperecedera; diviniza al hombre con una enseñanza celeste, "da leyes a su inteligencia y las graba en su corazón" (Protrept. 11,88,114).

De esta manera, la idea del Logos es el centro del sistema teológico de Clemente y de todo su pensar religioso. Sin embargo, el principio supremo del pensamiento cristiano no es la idea del Logos, sino la de Dios. Esta es la razón por la cual Clemente fracasó en su intento de crear una teología científica.

 

2. Eclesiología.

Clemente está firmemente convencido de que hay solamente una Iglesia universal, así como no hay más que un solo Dios Padre, un solo Verbo divino y un único Espíritu Santo. A esta Iglesia la llama la virgen madre, que alimenta a sus hijos con la leche del Verbo divino:

¡Oh misterio maravilloso! Uno es el Padre de todos, uno es también el Logos de todos, y el Espíritu Santo es uno e idéntico en todas partes, y hay una sola Virgen Madre; me complace llamarla Iglesia. Únicamente esta madre no tuvo leche, porque sólo ella no llegó a ser mujer; pero es al mismo tiempo virgen y madre, pura como una virgen y amante como una madre; y llamando a sus hijos, los alimenta con leche de santidad, que es el Logos para sus hijos (Paed. 1,6,42,1).

En otro lugar observa: "La Madre atrae hacia ella a sus hijos y nosotros buscamos a nuestra Madre, la Iglesia" (Paed. 1,5,21,1). En el último capítulo del Pedagogo, Clemente llama a la Iglesia Esposa y Madre del Preceptor. Ella es la escuela donde enseña su esposo, Jesús (ibid. 3,12,98,1). Y luego prosigue:

¡Oh alumnos de su bienaventurada pedagogía! Llenemos (con nuestra presencia) la bella figura de la Iglesia, y corramos, como niños, a nuestra buena Madre. Y haciéndonos oyentes del Verbo, ensalcemos la dichosa dispensación por la cual el hombre es educado y santificado como hijo de Dios, y mientras se educa en la tierra, es ciudadano del cielo, donde recibe a su Padre, al que aprende a conocer en la tierra (Paed. 3,12,99,1).

Esta Iglesia se distingue de las sectas heréticas por su unidad y por su antigüedad:

Siendo así las cosas, es evidente que la Iglesia, de venerable antigüedad y en posesión de la verdad perfecta, está demostrando que estas herejías, que han venido después de ella y las que se han ido sucediendo en el tiempo, son innovaciones y llevan el sello de la herejía.

Creo que de lo dicho se colige que la verdadera Iglesia, la que es antigua de verdad, es una, y que en sus filas están inscritos los que son justos según el plan de Dios. Pues por la misma razón que Dios es uno, y uno el Señor, lo que es en sumo grado digno de honor, es alabado por su simplicidad, por ser una imagen del único principio. La Iglesia, pues, que es una, participa de la naturaleza del Único; se le hace violencia para dividirla en muchas sectas.

Por consiguiente, declaramos que, según la substancia, según la idea, según el principio y según la excelencia, la Iglesia antigua y católica es la única en la unidad de la única fe conforme a los Testamentos particulares, o mejor aún, conforme al único Testamento, a pesar de la diferencia de los tiempos, que reúne, por voluntad del único Dios y por medio del único Señor, a todos los que han sido elegidos ya y a quienes ha predestinado Dios, sabiendo antes de la creación del mundo que habían de ser justos. Por lo demás, la dignidad de la Iglesia, como principio de cohesión, está en la unidad: sobrepuja a todo lo demás y nada hay que se le parezca ni iguale (Strom. 7,17,107).

Clemente no ignora que el mayor obstáculo para la conversión de los paganos y judíos a la religión cristiana es la división de la cristiandad en sectas heréticas:

La primera objeción que nos ponen es que ellos no están obligados a creer por razón de la discordia que reina entre las distintas sectas. La verdad queda, en efecto, desfigurada, cuando unos enseñan unos dogmas, y otros enseñan otros diferentes.

A éstos les respondemos: También entre vosotros, judíos, y entre los filósofos griegos más célebres surgieron numerosas herejías. No por eso deduciréis que se debe renunciar a la filosofía o a hacerse discípulo de los judíos, a causa de las disensiones que existen entre vuestras sectas. Además, ¿no había profetizado el Señor que habría quien sembrara herejías en medio de la verdad, como cizaña en medio del trigo? Ahora bien, es imposible que la profecía no se cumpla. La razón de esto está en que a todo lo que es hermoso le persigue siempre su caricatura. Y si alguien viola sus promesas y se aparta de la confesión que ha hecho en nuestra presencia, ¿hemos de abandonar nosotros por eso la verdad, porque él renegó de lo que profesó? Y así como una persona de bien no debe faltar a la verdad ni dejar de ratificar lo que prometió, aun cuando otros violen sus compromisos, así también nosotros estamos obligados a no conculcar en manera alguna la regla de la Iglesia; permanecemos particularmente fieles a la confesión de los artículos esenciales de la fe, mientras que los herejes la desprecian (Strom. 7,15,89).

Las últimas frases de este pasaje indican que Clemente tenía conocimiento de un símbolo que recogía los principales artículos de la fe.

Clemente cree firmemente en la inspiración divina de las Escrituras: "El que con juicio firme cree en las divinas Escrituras, recibe en la voz de Dios, que las otorgó, una demostración inexpugnable; la fe, pues, no es algo que toma su fuerza de una demostración." Pero previene contra el mal uso que los herejes hacen de la Escritura:

Aun cuando los herejes tengan la audacia de emplear las escrituras proféticas, no las admiten todas, ni cada una de ellas en su integridad, ni en el sentido que exigen el cuerpo y el contexto de la profecía. Eligen los pasajes ambiguos, para introducir en ellos sus propias opiniones; entresacan palabras aisladas y no se detienen en su significación propia, sino en el sonido que producen. En casi todos los pasajes que alegan se podría mostrar que se aferran a las palabras escuetas cambiando su significado; o bien ignoran el sentido o bien interpretan torcidamente a su favor las autoridades que citan. Pero la verdad no se encuentra alterando el sentido de las palabras (de este modo se derrumba toda doctrina verdadera); se descubre buscando lo que conviene y cuadra perfectamente al Señor y Dios omnipotente y confirmando lo que se demuestra por las Escrituras por otras Escrituras que contienen la misma enseñanza. Los herejes no quieren volver a la verdad, porque se avergüenzan de renunciar a los privilegios del egoísmo, y, haciendo violencia a las Escrituras, son incapaces de ordenar sus propias opiniones (Strom. 7,16,96).

La jerarquía de la Iglesia comprende tres grades: episcopado, presbiterado y diaconado; según Clemente, es una imitación de la jerarquía angélica:

Creo yo que los grados de la Iglesia de aquí abajo, los grados de obispos, presbíteros y diáconos, son imitaciones de la gloria angélica y de aquella economía que, según dicen las Escrituras, aguarda a los que, siguiendo las huellas de los Apóstoles, vivieron en la perfección de la justicia según el Evangelio (Strom. 6,13,107).

Este ensayo de una descripción específica del orden jerárquico de los ángeles supone una innovación en el desarrollo de la teología. También propone en términos claros una teoría del conocimiento de los ángeles, preparando así el camino para las opiniones de San Agustín. Del hecho de que llevan a Dios nuestras oraciones, Clemente concluye que los ángeles conocen los pensamientos de las personas. También enseña que no tienen sentidos, que conocen instantáneamente, con la rapidez del pensamiento, sin que intervengan los sentidos como intermediarios. Por consiguiente, su idea de la espiritualidad e incorporeidad de los ángeles es elevada, mucho más que la de San Justino.

 

3. El bautismo.

Aun cuando el centro de su sistema teológico sea la doctrina del Logos, Clemente no deja de prestar atención al mysterion, al sacramento. De hecho, Logos y mysterion son los dos polos alrededor de los cuales giran su cristología y su eclesiología.

Considera el bautismo como un renacimiento y una regeneración:

El desea, pues, que nos convirtamos y seamos como niños, reconociéndole como nuestro verdadero Padre, habiendo sido regenerados por el agua; esta generación , la de la creación son distintas (Strom. 3,12,87).

Escuchad al Salvador: "A quien el mundo engendró enhoramala para la muerte, yo te regeneré. Te di libertad, te curé, te redimí. Te daré la vida que no tiene fin, eterna, sobrenatural. Te enseñaré la faz de Dios, el buen padre. No llames a nadie padre en la tierra... Por ti luché con la muerte y pagué el precio de la muerte, que tú debías por tus pecados pasados y por tu infidelidad para con Dios (Quis div. salv. 23,1).

Es casi imposible dar una explicación mejor de la adopción como hijos de Dios que se opera en el sacramento de la regeneración. Clemente emplea también los términos sello (σφραγίς), iluminación, perfección y misterio para designar el bautismo. En su Pedagogo (1,6,26) describe así los efectos de este sacramento:

En el bautismo somos iluminados; al ser iluminados, venimos a ser hijos; por ser hijos, nos hacemos perfectos; siendo perfectos, nos hacemos inmortales. "Yo dije: Sois dioses, sois hijos del Altísimo" (Ps. 81,6). Esta obra recibe distintos nombres: gracia, iluminación, perfección y lavacro: lavacro que nos purifica de nuestros pecados; gracia que nos perdona los castigos debidos a nuestras transgresiones; e iluminación que nos permite contemplar aquella santa luz de salvación, es decir, nos permite ver a Dios claramente; llamamos perfecto al que no le falta nada. Pues ¿qué le falta al que conoce a Dios? Sería, en verdad, absurdo llamar don de Dios a una cosa que no es completa.

 

4. La Eucaristía

Hay un pasaje en los Strom. (7,3) que parece dar a entender que Clemente no creía en sacrificios:

Nosotros, con razón, no ofrecemos sacrificios a Dios: El no necesita de nada, siendo el que da a los humanos todas las cosas. Mas glorificamos, al que se dio a sí mismo en sacrificio por nosotros. Nos sacrificamos a nosotros mismos... Puesto que Dios se complace solamente en nuestra salvación.

Sería, con todo, equivocado deducir de estas palabras que Clemente no reconoce la Eucaristía como el sacrificio de la Nueva Alianza. En el pasaje citado está hablando de los ritos paganos, pues dice a continuación:

Por consiguiente, con razón, nosotros no ofrecemos sacrificios al que no está sometido a los placeres, toda vez que los vapores del humo se quedan muy bajos, muy por debajo de las nubes más espesas. La Divinidad no tiene necesidad de nada, ni se deleita en los placeres, ni en el lucro, ni en el dinero; posee todo en plenitud y suministra de todo a los que han recibido el ser y son indigentes. Y no se invoca a Dios ni con sacrificios u ofrendas, ni tampoco con gloria y honores. No se deja conmover por tales cosas. Se manifiesta solamente a los hombres de bien, que jamás hicieron traición a la justicia, ni bajo el miedo de las amenazas ni bajo la promesa de importantes regalos (Strom. 7,3,14-15).

Los sacrificios sangrientos de los paganos no correspondían al concepto cristiano de Dios; por consiguiente, los cristianos los consideraban indignos de El. En esto Clemente está de completo acuerdo con los Apologistas griegos, que repudiaban los sacrificios cruentos por esa misma razón. Conoce, sin embargo, el sacrificio de la Iglesia:

El sacrificio de la Iglesia es la palabra que exhalan como incienso las almas santas cuando al tiempo del sacrificio el alma entera se abre a Dios (Strom. 7,6,32).

De este pasaje podría deducirse que Clemente no reconoce el sacrificio eucarístico de la Iglesia, sino tan sólo una inmolación interior y moral del alma. Tal interpretación, sin embargo, sería injusta. En su polémica contra el concepto de paganos y judíos, quiere recalcar el carácter espiritual de la ofrenda y su diferencia esencial respecto de todos los demás sacrificios. Mas este carácter espiritual no excluye, ni mucho menos, la oblación simbólica de ciertos dones, como tiene lugar en la liturgia. Clemente conocía perfectamente esta ceremonia. En Strom. 1,19,96, dice que hay sectas heréticas que celebran con sólo pan y agua: "Al hablar aquí la Escritura de pan y agua, no se refiere a nadie más que a los herejes, que usan pan y agua en la oblación, contra lo que prescribe el canon de la Iglesia. Porque hay quien celebra la Eucaristía con sólo agua." La manera en que Clemente se expresa en este lugar supone que conocía una oblación (προσφορά) de realidades materiales. Habla de un canon de la Iglesia (κανόνα της εκκλησίας) y de una celebración de la Eucaristía. Condena el uso del agua como contrario a este canon de la Iglesia, que exige pan y vino; lo declara él mismo en Strom. 4,25: "Melquisedec, rey de Salem, sacerdote del Dios altísimo, que dio pan y vino, suministrando alimento consagrado como tipo de la Eucaristía." Reconoce, pues, que la Eucaristía es un sacrificio, pero la considera al mismo tiempo como alimento de los creyentes:

"Comed mi carne — dice El — y bebed mi sangre (Io. 6, 53). Estos son los alimentos apropiados que nos suministra el Señor: ofrece su carne y vierte su sangre, y nada falta para el crecimiento de los hijos, ¡ Oh misterio increíble! Nos manda despojarnos de nuestra vieja y carnal corrupción y renunciar al alimento viejo, recibiendo, en cambio, otro régimen, el de Cristo. Le recibimos a El mismo, en cuanto esto es posible, para introducirlo dentro de nosotros y así abrazar a nuestro Salvador, para que podamos de esta manera corregir las pasiones de nuestra carne. Pero tú no quieres entenderlo así, sino quizás de una manera más general. Escucha también esta otra manera de interpretar: la carne, para nosotros, representa de manera figurada al Espíritu Santo; porque la carne es obra suya. Por sangre tendremos el Verbo, porque, como sangre abundante, el Verbo ha sido vertido en la vida; y la unión de ambos es el Señor, el alimento de los niños — el Señor que es Espíritu y Verbo (Paed. 1,6,42,3-43,2).

En la primera parte de este pasaje, Clemente habla de la Eucaristía como alimento nuevo por el cual recibimos a Cristo y lo guardamos en nuestras almas. En la segunda ofrece una explicación alegórica para aquellos que son incapaces de entender la interpretación literal. Pero el pasaje más importante se encuentra en su Pedagogo (2,2,19,4-20,1):

La sangre del Señor es doble: una, carnal, por la cual fuimos redimidos de la corrupción; la otra, espiritual, con la que fuimos ungidos. Y beber la sangre de Jesús es hacerse partícipe de la incorruptibilidad del Señor. El Espíritu es la fuerza del Verbo, como la sangre lo es de la carne.

Por analogía, el vino se mezcla con agua, y el Espíritu, con el hombre. Y lo primero, la mezcla de vino y agua, alimenta para la fe; lo segundo, el Espíritu, conduce a la inmortalidad. Y la mezcla de ambos, de la bebida y del Verbo, se llama Eucaristía, don laudable y excelente, que santifica en cuerpo y alma a los que lo reciben con fe.

Clemente distingue aquí claramente entre la sangre humana y la sangre eucarística de Cristo. A esta última la llama una mezcla de la bebida y del Logos. La recepción de esta sangre eucarística produce el efecto de santificar el cuerpo y el alma del hombre.

 

5. Los pecados y la penitencia.

A juicio de Clemente, el pecado de Adán consistió en que rehusó ser educado por Dios; lo han heredado todos los seres humanos, no por generación, sino a causa del mal ejemplo del primer hombre (Adumbr. in Jud. 11; Strom. 3,16,100; Protrept. 2,3). Clemente está convencido de que solamente un acto personal puede manchar el alma. Esta manera de pensar se explica probablemente como una reacción contra los gnósticos, que sostenían que la causa del mal es la materia mala. En cuanto a los castigos de Dios, opina, siguiendo a Platón, que tienen solamente un carácter purgativo:

Dice Platón bellamente: "Todos los que sufren castigo salen, en realidad, beneficiados, porque se aprovechan del justo castigo para tener el alma más bella." Y si salen beneficiados los que son corregidos por un justo, aun según Platón, se reconoce que el justo es bueno. Por tanto, el mismo miedo es útil y demuestra ser un bien para los hombres (Paed. 1,8,67).

Sin embargo, en ninguna parte da a entender que aplique también al infierno esta interpretación.

Clemente coincide con Hermas (cf. p.101-3) en que debería haber solamente una penitencia en la vida de un cristiano, a saber, la que precede al bautismo; pero que Dios, en su misericordia por la flaqueza humana, ha concedido una segunda penitencia, que no se podrá obtener más que una vez:

El que ha recibido la remisión de sus pecados no debe pecar de nuevo. Porque, además de la primera y única penitencia de los pecados — de los pecados cometidos anteriormente durante la primera vida pagana, me refiero a la vida en estado de ignorancia —, se propone inmediatamente a los que han sido llamados una penitencia que purifica de sus manchas el lugar de sus almas para que se establezca allí la fe. El Señor, que conoce los corazones y el porvenir, previo desde lo alto, desde el principio, la inconstancia y fragilidad del hombre y las astucias del diablo; sabía cómo éste, envidioso de los hombres por haberles sido concedido el perdón de los pecados, pondría a los servidores de Dios ocasiones de pecar, procurando astutamente que participen de su caída. Dios, pues, en su gran misericordia, ha dado una segunda penitencia a los fieles que caen en pecado, a fin de que si alguno, después de su elección, fuere tentado por fuerza o por astucia, encuentre todavía cuna penitencia sin arrepentimiento." En efecto, si pecamos voluntariamente después de recibir el conocimiento de la verdad, va no queda sacrificio por los pecados, sino un temeroso juicio, y la cólera terrible que devora a los enemigos" (Hebr. 10, 26-27).

Los que multiplican penitencias sucesivas por sus pecados no difieren en nada de los que han creído, salvo en que tienen plena conciencia de sus pecados; y no sé qué es peor para ellos, si pecar a sabiendas o, después de haberse arrepentido de sus faltas, caer de nuevo (Strom. 2,13,56-57,4).

El uno pasa del paganismo y de esta vida primera a la fe y obtiene de una sola vez la remisión de los pecados. El otro, después de eso, peca, pero luego se arrepiente; aun cuando obtenga el perdón, debe estar lleno de vergüenza, porque ya no puede ser lavado en el bautismo para la remisión de los pecados. Es preciso no solamente abandonar los ídolos que se consideraban hasta entonces como dioses, sino renunciar también a las obras de la vida anterior, si es que está regenerado, "no de la sangre ni de la voluntad de la carne" (Io. 1,13), sino del espíritu; lo que sucederá si se arrepiente y no cae en la misma falta. Por el contrario, arrepentirse frecuentemente es prepararse a pecar y disponerse a la versatilidad por falta de ascesis. Pedir, pues, frecuentemente perdón por los pecados que cometemos a menudo, es tan sólo una apariencia de arrepentimiento, mas no verdadero arrepentimiento (Strom. 2,13,58-59).

Clemente distingue en estos pasajes entre pecados voluntarios e involuntarios. Opina que de los pecados cometidos después del bautismo solamente se perdonan los pecados involuntarios. Los que cometen pecados voluntarios después del bautismo deben temer el juicio de Dios. Una ruptura total con Dios después del bautismo no puede alcanzar perdón. Esto está en contradicción con la idea cristiana primitiva de la inviolabilidad del sello bautismal. Si el pecado cometido después del bautismo no constituye una ruptura total con Dios debido a cierta falta de libertad en la decisión, existe la posibilidad de un segundo arrepentimiento. De hecho, sin embargo, Clemente no excluye de este segundo arrepentimiento ningún pecado, por grande que sea. La historia que cuenta, al fin de su Quis dives salvetur, de San Juan y del joven que llegó a ser capitán de bandoleros, es una prueba suficiente de que todo pecado puedo ser perdonado si no hay un obstáculo en el alma del pecador. Clemente describe al joven como "el más fiero, el más sanguinario y el más cruel"; sin embargo, San Juan "lo restauró a la Iglesia, presentando en él un magnífico ejemplo de sincero arrepentimiento y una gran garantía de regeneración" (42,7,15). De aquí se desprende que Clemente no conoce pecados capitales que no puedan ser perdonados. Hasta el mismo pecado de apostasía le parece susceptible de perdón, pues ruega para que los herejes vuelvan al Dios omnipotente (Strom. 7,16,102,2). El pecado "voluntario" irremisible consiste en que el ser humano se aparta deliberadamente de Dios y rehúsa la reconciliación y la conversión.

 

6. El matrimonio y la virginidad.

Clemente defiende el matrimonio contra todos los intentos de los gnósticos de desacreditarlo y rechazarlo. No sólo recomienda el matrimonio por razones de orden moral, sino que llega hasta considerarlo un deber para el bienestar de la patria, para la sucesión familiar y para el perfeccionamiento del mundo:

Es absolutamente necesario casarse, tanto por el bien de nuestra patria como para la procreación de hijos y, en la medida que de nosotros depende, para la perfección del mundo. Los mismos poetas deploran el matrimonio incompleto y sin hijos; en cambio, proclaman bienaventurado al matrimonio fecundo.

El fin del matrimonio es la procreación de hijos; es un deber para todos los que aman a su patria. Clemente, empero, eleva el matrimonio a un nivel mucho más elevado; ve en él un acto de cooperación con el Creador: "El hombre se convierte en imagen de Dios en la medida en que coopera en la creación del hombre" (Paed. 2,10,83,2). La procreación de los hijos no es, sin embargo, el único fin del matrimonio. El amor mutuo, la ayuda y asistencia que se prestan el uno al otro, unen a los esposos con un lazo que es eterno:

La virtud del hombre y de la mujer es la misma. Porque si uno mismo es el Dios de ambos, también es uno su maestro; una misma Iglesia, una misma sabiduría, una misma modestia; su alimento es común; el matrimonio les impone un yugo igual; la respiración, la vista, el oído, el conocimiento, la esperanza, la obediencia, el amor, todas las cosas son iguales. Y los que tienen la vida común reciben gracias comunes y una común salvación. Tienen también en común la virtud y la educación (Paed. 1,4).

Pero la concepción más hermosa de Clemente sobre el matrimonio se encuentra en Strom. 3,10,68, donde dice: "¿Quiénes son los dos o tres, reunidos en nombre de Cristo, en medio de los cuales está el Señor? ¿No son quizá el hombre, la mujer y el niño, ya que el hombre y la mujer están unidos por Dios?" De esta manera Clemente coloca el matrimonio por encima de una mera unión sexual; es una unión espiritual y religiosa la que existe entre el marido y la mujer; por eso dice: "El estado de matrimonio es sagrado" (Strom. 3,12,84). Ni siquiera la muerte llega a disolver completamente esta unión; por esta razón Clemente se opone a las segundas nupcias (Strom. 3,12,82).

Viendo a Clemente defender de esta manera el matrimonio contra los gnósticos herejes, que lo rechazaban y predicaban la abstinencia total, surge esta cuestión: en qué concepto tuvo Clemente la virginidad. El mismo no se casó "por amor al Señor" (Strom. 3,7,59), y dice en un lugar: "Alabamos la virginidad y a aquellos a quienes se la ha concedido el Señor" (Strom. 3,1,4). Piensa que "el que permanece célibe por no separarse del servicio del Señor alcanzará una gloria celestial" (Strom. 3,12,82). Pero, cuando compara el matrimonio con la virginidad, considera al hombre casado superior al soltero. Sopesando cuidadosamente los méritos de cada uno, se siente obligado a hacer esta observación:

No da muestras de ser realmente el ser humano el que escoge vivir solo; mas está por encima de los hombres el que se ha ejercitado en vivir sin placer y sin pena en medio del matrimonio, la procreación de los hijos y el cuidado de la casa, y permanecer inseparable del amor de Dios, y vence todas las tentaciones que provienen de sus hijos, de su mujer, de sus domésticos y de sus bienes. Mas el que no tiene familia se ve libre, en gran parte, de las tentaciones. Y así, no teniendo que preocuparse más que de sí mismo, se ve aventajado por uno que, hallándose en situación inferior respecto a la salvación personal, es superior a él por su conducta (Strom. 7,12,70).

Esta opinión de Clemente no encuentra paralelo en ningún otro escritor. Pudo ser efecto de la fuerte lucha que sostuvo Clemente en favor del matrimonio contra los ataques de los gnósticos.

 

Orígenes.

La escuela de Alejandría llegó a su apogeo bajo el sucesor de Clemente, Orígenes, doctor y sabio eminente de la Iglesia antigua, hombre de conducta intachable y de erudición enciclopédica, uno de los pensadores más originales de lodos los tiempos. Gracias al interés particular que le dedicó el historiador Eusebio, poseemos más datos biográficos de su persona que de ningún otro teólogo anterior. Eusebio consagra a Orígenes una gran parte del libro sexto de su Historia eclesiástica. De no haberse perdido, las cartas de Orígenes, que pasaban del centenar, habrían sido la mejor fuente de información para conocer su personalidad. Afortunadamente, Eusebio, que las recogió, las utiliza ampliamente en el bosquejo biográfico de Orígenes. Estaríamos aún mejor informados si hubiera llegado íntegramente hasta nosotros la apología que compuso en defensa de Orígenes el presbítero Pánfilo de Cesárea. Comprendía cinco libros, a los que Eusebio añadió uno más. Se conserva solamente el libro I en una traducción latina de Rufino, que no ofrece muchas garantías. Por el contrario, tenemos el Discurso de despedida que compuso Gregorio el Taumaturgo al abandonar la escuela de Orígenes, documento importante tanto para la vida personal de Orígenes como para su método de enseñanza. Finalmente, Jerónimo menciona a Orígenes en su De viris illustribus (54,62) y en una de sus cartas (Epist. 33); Focio lo hace también en su Bibl. Cod. 118.

Según estas fuentes, Orígenes no era un convertido del paganismo; era el hijo mayor de una familia cristiana numerosa. Nació probablemente en Alejandría el año 185 o hacia ese año. Su padre, que se llamaba Leónidas, procuró darle una educación esmerada, instruyéndole en las Escrituras y en las ciencias profanas; murió mártir durante la persecución de Severo (año 202). Si su madre no hubiese escondido sus vestidos, el joven Orígenes, en su ardiente deseo del martirio, habría seguido la suerte de su padre. El Estado confiscó su patrimonio y él tuvo que dedicarse a la enseñanza para ganar su sustento y el de su familia. La famosa escuela de catecúmenos de Alejandría se había disuelto a raíz de la huida de Clemente. El obispo Demetrio confió entonces su dirección a Orígenes, que contaba a la sazón dieciocho años de edad; había de ocupar este puesto durante mucho tiempo. Atrajo a un gran número de discípulos por la calidad de su enseñanza, pero también, como lo hace notar Eusebio, por el ejemplo de su vida: "Tal como hablaba, vivía; y tal como vivía, hablaba. A esto se debió principalmente el que, con la ayuda del poder divino, moviera a innumerables discípulos a emular su ejemplo" (Hist. eccl. 6, 3,7). Eusebio describe con viveza el ascetismo practicado por este Adamantius, "hombre de acero," como él le llama:

Perseveró durante muchos años en este género de vida el más filosófico, ora ejercitándose en el ayuno, ora cercenando algunas de las horas debidas al descanso, que tomaba, no echado en una cama, sino sobre el duro suelo. Ante todo pensaba que se debían observar fielmente aquellas palabras del Señor en el Evangelio con que nos recomienda no tener dos vestidos, ni llevar sandalias, ni pasar el tiempo preocupándonos por el futuro (Hist. eccl. 6,3,9-10).

Sabemos de la misma fuente que por este tiempo (202-3), mientras enseñaba en Alejandría, Orígenes se castró a sí mismo, interpretando en un sentido demasiado literal a Mateo 19.12 (ibid. 6,8,1-3).

Su carrera de profesor se puede dividir en dos partes. Durante la primera, que va del año 203 al 231, Orígenes dirigió la escuela de Alejandría y su prestigio fue siempre en aumento. Tuvo discípulos que provenían incluso de los círculos heréticos y de las escuelas paganas de filosofía. Al principio daba cursos preparatorios de dialéctica, física, matemáticas, geometría y astronomía, así como de filosofía griega y teología especulativa. Como esta carga le resultara demasiado pesada, encargó a su discípulo Heraclas los cursos preparatorios, reservándose la formación de los estudiantes más adelantados en filosofía, teología y especialmente en Sagrada Escritura. Este horario tan cargado no le impidió asistir a las lecciones de Ammonio Saccas, el célebre fundador del neoplatonismo. La influencia de éste se echa de ver en la cosmología y filosofía de Orígenes, así como también en su método.

Orígenes interrumpió sus lecciones en Alejandría para hacer varios viajes. Hacia el año 212 fue a Roma, "porque deseaba ver la antiquísima Iglesia de los romanos" (Eusebio, o.c. 6,14,10). Esto sucedía durante el pontificado de Ceferino; se encontró allí con el más renombrado teólogo de la época, el presbítero romano Hipólito. Poco antes del año 215 le hallamos en Arabia, adonde había ido a instruir al gobernador romano, a petición suya. En otra ocasión fue a Antioquía, invitado por la madre del emperador Alejandro Severo, Julio Mamea, que deseaba oírle. Cuando Caracalla saqueó la ciudad de Alejandría y mandó cerrar las escuelas y persiguió a los maestros, Orígenes decidió marchar a Palestina, hacia el año 216. Los obispos de Cesárea, Jerusalén y otras ciudades palestinenses le rogaron que predicara sermones y explicara las Escrituras a sus respectivas comunidades; él lo hizo, a pesar de que no era sacerdote. Su obispo, Demetrio de Alejandría, protestó y censuró a la jerarquía palestinense por permitir que un seglar predicara en presencia de obispos, cosa nunca oída, según él. Aunque los obispos de Palestina lo negaron. Orígenes obedeció la orden estricta de su superior de volver inmediatamente a Alejandría. Para evitar que se repitieran en lo futuro dificultades parecidas, el obispo Alejandro de Jerusalén y Teoctisto de Cesárea ordenaron a Orígenes de sacerdote quince años más tarde, cuando pasó por Cesárea camino de Grecia, adonde se dirigía, por mandato de su obispo, a refutar a algunos herejes. Esto no hizo sino empeorar la situación, porque Demetrio alegó esta vez que, según la legislación canónica, Orígenes no podía ser admitido al sacerdocio por haberse castrado. Quizás Eusebio esté en lo cierto cuando dice que "Demetrio se dejó vencer por la fragilidad humana al ver cómo Orígenes iba de éxito en éxito, siendo considerado por todos como hombre de prestigio y célebre por su fama" (Hist. eccl. 6,8,4). Sea de ello lo que fuere, el hecho es que Demetrio convocó un sínodo que excomulgó a Orígenes de la Iglesia de Alejandría. Otro sínodo, el año 231, le depuso del sacerdocio. Después de la muerte de Demetrio (232), volvió a Alejandría; pero su sucesor, Heraclas, antiguo colega de Orígenes, renovó la excomunión.

Orígenes partió para Cesárea de Palestina, y empezó así el segundo período de su vida. El obispo de Cesárea hizo caso omiso de la censura de su colega de Alejandría e invitó a Orígenes a fundar una nueva escuela de teología en Cesárea. Orígenes la dirigió por más de veinte años. Fue allí donde Gregorio el Taumaturgo pronunció su Discurso de despedida, al abandonar el círculo de Orígenes. Según este valioso documento, seguía en Cesárea prácticamente el mismo sistema de enseñanza que en Alejandría. Después de una exhortación a la filosofía, a modo de introducción, venía el curso preliminar que adiestraba a los estudiantes para la educación científica mediante un ejercicio mental constante. El curso científico comprendía la lógica y la dialéctica, las ciencias naturales, la geometría y la astronomía, y al fin, la ética y la teología. El curso de ética no se reducía a una discusión racional de los problemas morales, sino que daba toda una filosofía de la vida. Gregorio nos dice que Orígenes hacía leer a sus discípulos todas las obras de los antiguos filósofos, a excepción de los que negaban la existencia de Dios y la providencia divina.

.Hacia el año 244 volvió a Arabia, donde logró curar de su monarquianismo al obispo Berilo de Bostra (Eusebio, Hist. eccl. 3,33). Durante la persecución de Decio debió de sufrir graves tormentos, porque Eusebio dice:

Las numerosas cartas que dejó escritas este hombre describen con verdad y exactitud los sufrimientos que padeció por la palabra de Cristo: cadenas y torturas, tormentos en el cuerpo, tormentos por el hierro, tormentos en las lobregueces del calabozo; cómo tuvo, durante cuatro días, sus pies metidos en el cepo hasta el cuarto agujero; cómo soportó con firmeza de corazón las amenazas de fuego y todo lo demás que le infligieron sus enemigos; cómo acabó todo aquello, no queriendo el juez de ninguna manera sentenciarle a muerte; y qué sentencias dejó, llenas de utilidad, para los que necesitan consuelo (o.c. 6,39,5).

Murió en Tiro el año 253, a la edad de sesenta y nueve años, quebrantada su salud a causa de estos sufrimientos.

Después de su muerte, al igual que en vida, Orígenes siguió siendo un signo de contradicción. Difícilmente podría hallarse otro hombre que haya tenido tantos amigos o tantos enemigos. Es verdad que incurrió en algunos errores, como veremos; pero no se puede poner en duda que siempre quiso ser un cristiano creyente y ortodoxo. Al comienzo de su principal obra teológoca dice él mismo: "No se ha de aceptar como verdad más que aquello que en nada difiera de la tradición eclesiástica y apostólica (De princ. praef. 2). El se esforzó en seguir esta norma y al final de su vida la selló con su sangre.

Si comparamos sus ideas con las de Clemente de Alejandría, parece a primera vista que no comparte la alta estima que éste sentía por la filosofía griega. Jamás se encuentra en sus escritos la frase que era familiar a Clemente: la filosofía griega condujo hacia Cristo. En carta dirigida a Gregorio (el mismo que pronunció aquel cálido discurso de despedida en su honor), Orígenes exhorta a su antiguo discípulo a continuar en el estudio de las Sagradas Escrituras y a considerar la filosofía griega solamente como una asignatura preparatoria: "Ruégote que tomes de la filosofía griega aquellas cosas que puedan ser conocimientos comunes o educación preparatoria para el cristianismo, y de la geometría y astronomía lo que pueda ser útil para la exposición de la Sagrada Escritura, a fin de que lo que los discípulos de los filósofos dicen de la geometría, y música, y gramática, y retórica, y astronomía, a saber, que son siervas de la filosofía, podamos decirlo nosotros de la filosofía misma en relación con el cristianismo" (13,1). Así, pues, Orígenes recalca más que Clemente la importancia de la Sagrada Escritura. Sin embargo, Orígenes cometió el error de dejar que la filosofía de Platón influyera en su teología más de lo que él mismo sospechaba. Esta influencia le llevó a errores dogmáticos graves, especialmente a la doctrina de la preexistencia del alma humana. Otro escollo de su sistema fue la interpretación alegórica. No es verdad que él viera en este método sólo un medio para eliminar el Antiguo Testamento, por el cual, al contrario, sentía la mayor estima. Es verdad, empero, que con este método introdujo en la exégesis un subjetivismo peligroso, que lleva a la arbitrariedad y al error. Por eso, sus doctrinas fueron pronto objeto de discusión. Las disputas conocidas con el nombre de "Controversias origenistas" se recrudecieron especialmente hacia los años 300, 400 y 550. En la primera, sus adversarios fueron Metodio de Filipos y Pedro de Alejandría. Le defendió a Orígenes Pánfilo de Cesárea. La controversia se mantuvo dentro de los límites del campo literario y no provocó ninguna intervención eclesiástica oficial. La contienda fue más seria hacia el 400, cuando su doctrina fue atacada por Epifanio de Salamis y Teófilo, patriarca de Alejandría. Epifanio le condenó en un sínodo celebrado cerca de Constantinopla, y el papa Anastasio en una carta pascual. Finalmente, el emperador Justiniano I, en el concilio de Constantinopla de 543, logró que se aceptara un documento que contenía quince anatemas contra algunas de las doctrinas de Orígenes y que fue luego firmado por el papa Vigilio (537-55) y por todos los patriarcas (ES 203-211).

 

1. Sus Escritos.

Las controversias origenistas fueron la causa de que haya desaparecido la mayor parte de la producción literaria del gran alejandrino. Lo que queda se ha conservado, principalmente, no en el texto griego original, sino en traducciones latinas. También se ha perdido la lista completa de sus obras, que Eusebio añadió a la biografía de su amigo y maestro Pánfilo. Según Jerónimo (Adv. Ruf. 2,22), que se sirvió de esa lista, el número de los tratados llegaba a dos mil. Epifanio (Haer. 64, 63) calcula en seis mil sus escritos. Conocemos solamente el título de ochocientos, por la lista que da Jerónimo en su carta a Paula (Epist. 33). Orígenes no habría tenido medios para publicar un número tan enorme de obras sin el apoyo de unos amigos adinerados. Esta ayuda le vino principalmente de Ambrosio, a quien había convertido de la herejía valentiniana; en la sala de conferencias puso éste a disposición de Orígenes siete o más estenógrafos, lo que le permitió dedicarse de lleno a sus actividades literarias:

A partir de este momento, Orígenes empezó a componer sus Comentarios a las divinas Escrituras; le instaba a ello Ambrosio, no sólo alentándole con sus constantes exhortaciones, sino también proveyéndole liberalmente de cuanto necesitaba. En efecto, cuando dictaba, tenía a su disposición más de siete estenógrafos, que se iban relevando a horas fijas, y otros tantos copistas, y además muchachas expertas en caligrafía. Para todo lo cual Ambrosio proporcionaba generosamente los medios necesarios (Eusebio, Hist. eccl. 6,23,1-2).

 

1. Crítica textual.

La mayor parte de la producción literaria de Orígenes está consagrada a la Biblia, pudiendo ser justamente llamado el fundador de la ciencia escriturística. Sus Exaplas (o sea una Biblia séxtuple) constituyen el primer intento para establecer un texto crítico del Antiguo Testamento. Fue una tarea inmensa, a la cual Orígenes dedicó su vida entera. Dispuso en seis columnas paralelas el texto hebreo del Antiguo Testamento en caracteres hebraicos; el texto hebreo en caracteres griegos con el fin de determinar la pronunciación; la traducción griega de Aquila, judío contemporáneo de Adriano; la traducción griega de Símmaco, judío del tiempo de Septimio Severo; la traducción griega de los Setenta y, finalmente, la del judío Teodocio (hacia el 180). La obra crítica de Orígenes consistía en hacer en la quinta columna, en la de los Setenta, ciertos signos que indicaban su relación con el original hebreo. Así, el obelo ( ¸ ) significaba adiciones; el asterisco (*) designaba lagunas, que debían colmarse con el texto de alguna de las otras versiones, generalmente con la de Teodocio. Según Eusebio, Orígenes publicó también una edición que contenía solamente las cuatro versiones griegas, las Tétraplas, probablemente para los escritos que carecían de original hebreo. En la sección de las Exaplas dedicada a los salmos añadió tres versiones más, con un total de nueve columnas, convirtiéndose así en Ennéaplas. De esta obra colosal no quedan más que pequeños fragmentos. Según parece, la obra no fue nunca copiada en su totalidad; durante siglos permaneció a disposición de los eruditos en la biblioteca de Cesárea. Jerónimo la consultó allí, y observa que éste fue el único ejemplar que vio en su vida (Commentarioli in Ps., ed. Morin 5). La quinta columna, que contenía el texto de los Setenta, fue reproducida muchas veces. Se conserva una traducción siríaca casi completa, que data del siglo VI. Sería, sin embargo, equivocado suponer, como ha hecho alguno, que ésta fuera la única parte de la obra de Orígenes que fue reproducida. El sabio italiano Giovanni Mercati descubrió en un palimpsesto de la biblioteca Ambrosiana de Milán fragmentos de una transcripción de las Exaplas que contienen los salmos, pero en los que falta precisamente el texto de la quinta, columna. Dos hojas de pergamino halladas en la Sinagoga Vieja de El Cairo, y que se conservan en la biblioteca de Cambridge (Inglaterra), contienen el texto de las Exaplas del salmo 22. Se conservan, además, algunos extractos en unos manuscritos griegos del Antiguo Testamento y en las obras de algunos Santos Padres.

 

2. Obras exegéticas.

Orígenes es el primer exégeta científico de la Iglesia católica. Escribió sobre todos los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, y en tres formas diferentes: escolios, que son explicaciones breves de pasajes difíciles; homilías y comentarios.

1. Escolios (σχόλια, σημείωσες, excerpta, commaticum genus).

Según San Jerónimo (Epist. 33), Orígenes escribió escolios sobre el Éxodo, el Levítico, Isaías, los salmos 1-15, el Eclesiastés y el Evangelio de San Juan. Rufino incluyó algunos escolios sobre los Números en su traducción de las homilías de Orígenes sobre este libro (RUFINO, Interpr. hom. Orig. in Num. prol.). Ninguno de ellos ha llegado íntegro hasta nosotros. La obra que C. Diobouniotis y A. Harnack editaron como escolios de Orígenes al Apocalipsis de San Juan no puede ser considerada como tal, pues contiene notas, más o menos largas, sobre pasajes difíciles del Apocalipsis, tomadas de Clemente de Alejandría, Ireneo y Orígenes. Se han descubierto algunos fragmentos de los escolios en las Catenae y en la Philocalia, antología de Orígenes compilada por San Basilio y San Gregorio Nacianceno.

 

2. Homilías (όμιλίαι, tractayus).

Las homilías son sermones sobre capítulos o pasajes selectos de la Biblia, que pronunció en reuniones litúrgicas. Según Sócrates (Hist. eccl. 5,22), predicaba todos los miércoles y viernes; pero el biógrafo de Orígenes, Pánfilo, dice que lo hacía casi todos los días. No es, pues, extraño que haya dejado sermones sobre casi todos los libros de la Escritura. A pesar de ello, sólo veinte sermones sobre Jeremías y uno sobre 1 Samuel 28,3-25 (la pitonisa de Endor) se conservan en griego. Recientemente se han encontrado también algunos fragmentos griegos de la conclusión de la trigésima quinta homilía sobre Lucas y las veinticinco homilías sobre Mateo. Traducidas al latín por Rufino, quedan dieciséis homilías sobre el Génesis, trece sobre el Éxodo, dieciséis sobre el Levítico, veintiocho sobre los Números, veintiséis sobre Josué, nueve sobre los Jueces y nueve sobre los Salmos. En la traducción de San Jerónimo tenemos dos sobre el Cantar de los Cantares, nueve sobre Isaías, catorce sobre Jeremías, catorce sobre Ezequiel y, especialmente, treinta y nueve sobre el Evangelio de San Lucas. San Hilario de Poitiers nos ha conservado en latín algunos fragmentos de las veinte homilías sobre Job; una sobre 1 Sam. 1-2 se conserva en traducción latina de un autor desconocido. Existen también algunas porciones de Jeremías, Samuel 1-2, Reyes 1-2, 1 Corintios y Hebreos. Cabe identificar en las Catenae muchos extractos en latín y en griego, que se irán publicando a medida que se vaya examinando y editando este material. A pesar de todo, es muchísimo lo que se ha perdido. De las 574 homilías sólo han llegado hasta nosotros 20 en el texto original griego, y hay 388 de las que no tenemos hoy ni siquiera el texto latino. Con todo, las homilías de que disponemos son de un valor inestimable, porque nos presentan al autor bajo una nueva luz, deseoso de sacar de la explicación de la Sagrada Escritura alimento espiritual para edificación de los fieles y bien de las almas. Estas obras pertenecen, pues, más bien a la historia de la espiritualidad cristiana y del misticismo que a la ciencia bíblica. La aportación de Orígenes en este campo de la espiritualidad fue muy descuidada, hasta que W. Völker y A. Lieske llamaron la atención sobre sus riquezas ocultas. El plan, la disposición y la forma externa de estos sermones son sencillos y sin traza alguna de artificio retórico. Predomina en ellos el tono de conversación. En las homilías que nos quedan se descubren huellas de la palabra hablada tal como la recogieron los estenógrafos.

Conviene mencionar aquí un descubrimiento reciente. El códice encontrado en Toura el año 1941, que contiene la Discusión con Heráclides de Orígenes (cf. más adelante p.362-5), conserva también dos homilías de Orígenes Sobre la Pascua, que se habían perdido. Desgraciadamente, el texto se halla mutilado y no ha sido publicado todavía. A juzgar por varios pasajes, publicados recientemente por Nautin (SCH 36), estas homilías parecen interesantísimas. En la primera, Orígenes rechaza la etimología popular que prevalecía entonces y que hacía derivar Pascha de la palabra griega πάσχείν, sufrir — etimología que adoptaron Ireneo, Tertuliano e Hipólito — . Según Orígenes, la única explicación correcta de la palabra Pascha es el hebreo pasar, que corresponde al griego διάβασις, que significa paso. Pascua es, pues, el paso de los cristianos de las tinieblas a la luz. O. Guéraud prepara una edición critica de estas homilías pascuales.

 

3. Comentarios (τόμοι, volumina).

Si en las homilías Orígenes perseguía la edificación del pueblo, los comentarios los escribió para dar una exégesis científica. Hay en ellos una mezcla singular de notas filológicas, textuales, históricas y etimológicas con observaciones de carácter teológico y filosófico. Lo que más le interesa al autor no es el sentido literal, sino el místico, que le es fácil encontrar aplicando el método alegórico. Aunque esto le indujera a cometer muchos errores de interpretación, su manera de comprender el sentido íntimo de los libros de la Escritura pone de manifiesto que poseyó en alto grado el don de la penetración espiritual, del que carecen muchos escritores eclesiásticos posteriores. por desgracia, de estos extensos comentarios queda aún menos que de las homilías. No se ha conservado completo ni uno solo.

a) Del Comentario sobre San Mateo, que compuso en Cesárea después del año 244 y que comprendía veinticinco libros, quedan en griego solamente ocho, a saber, los libros 10-17, que versan sobre Mateo 13,36 a 22,33. Una traducción anónima aporta algo más, o sea, el comentario a Mateo 16,13 a 27,65 (Commentariorum in Matthaeum series).

b) Tenemos también en griego ocho libros de su Comentario al Evangelio de San Juan, que comprendía al menos treinta y dos libros y que dedicó a su amigo Ambrosio. Los cuatro primeros fueron escritos, según toda probabilidad, en Alejandría entre los años 226 y 229; el quinto, quizás, durante su viaje al Oriente en 230-231; el sexto fue interrumpido por su destierro al año siguiente; y los restantes los compuso en Cesarea. La obra es de gran importancia para el estudio de la mística de Orígenes y de su concepto de la vida interior.

c) Orígenes compuso también un Comentario a la Epístola a los Romanos en quince libros. Del texto griego original quedan solamente unos fragmentos en un papiro hallado en Toura, cerca de El Cairo, en 1941. en la Philocalia, en San Basilio, en las Catenae y en una Biblia manuscrita que E. v. d. Goltz descubrió en el Monte Athos. Existe también una traducción latina muy libre de Rufino, que contiene solamente diez libros y usa como base del comentario no el texto griego de la epístola, que usó Orígenes, sino una versión latina diferente. Parece que este comentario fue compuesto antes del de San Mateo, probablemente antes del año 244.

d) De los numerosos estudios de Orígenes sobre el Antiguo Testamento sólo nos queda una parte de su Comentario al Cantar de los Cantares, libros 1-4, en una traducción latina de Rufino, del año 410. Parece ser que Orígenes escribió los cinco primeros libros en Atenas, hacia el año 240, mientras que los otros cinco los compuso más tarde, en Cesárea (Eusebio, Hist. eccl. 6,32,2). San Jerónimo, que vertió al latín dos homilías sobre el Cantar de los Cantares, consideraba este comentario como la obra exegética más importante del gran alejandrino. En el prólogo de su traducción dice: Origenes cum in caeteris libris omnes vicerit, in Cantico Canticorum ipse se vicit. La interpretación alegórica de Orígenes ve en Salomón una figura de Cristo. Mientras en los dos sermones que nos quedan en la traducción de Jerónimo la Esposa es, sobre todo, la Iglesia, en cambio, a lo largo del comentario traducido por Rufino, la Esposa de Cristo es el alma individual de cada cristiano.

 

4. Comentarios perdidos.

Orígenes compuso asimismo trece libros sobre el Génesis, cuarenta y seis sobre cuarenta y un salmos, treinta sobre Isaías, cinco sobre las Lamentaciones, que menciona Eusebio (Hist. eccl. 6,24,2), veinticinco sobre Ezequiel, veinticinco por lo menos sobre los profetas menores (mencionados también por Eusebio, ibid. 6,32,2), quince sobre Lucas, cinco sobre la Epístola a los Calatas, tres sobre la Epístola a los Efesios, además de otros sobre los Filipenses, los Colosenses, los Tesalonicenses, los Hebreos, Tito y Filemón. De todas estas obras no quedan más que pequeños fragmentos en las Catenae, en manuscritos bíblicos y en citas de escritores eclesiásticos posteriores. De 291 comentarios, 275 se han perdido en griego, y es muy poco lo que queda en latín. En 1941 se hallaron en Toura fragmentos del texto griego de un comentario a los libros de los Reyes. Un comentario a Job, atribuido a Orígenes y del que se conserva una traducción latina en tres libros, no es auténtico.

 

3. Los escritos apologéticos.

El tratado apologético más importante de Orígenes es su tratado Contra Celso en ocho libros (Κατά Κέλσοις, Contra Celsum). Es una refutación del Discurso verídico (Αληθής λόγο que el filσsofo pagano Celso dirigió contra los cristianos hacia el año 178. La obra de Celso se ha perdido, pero se puede reconstruir casi completamente con las citas de Orígenes, que forman las tres cuartas partes del texto de su libro. Celso se proponía convertir a los cristianos al paganismo haciéndoles avergonzarse de su propia religión. No se hace eco de las calumnias del vulgo. El había estudiado el asunto, había leído la Biblia y gran número de libros cristianos. Conoce la diferencia que existe entre las sectas gnósticas y el cuerpo principal de la Iglesia. Es un adversario lleno de recursos, que da muestras de gran habilidad y a quien no se le escapa nada de lo que pueda decirse contra la fe. La ataca primeramente desde el punto de vista de los judíos en un diálogo en el que un judío formula sus objeciones contra Jesucristo. Se adelanta luego Celso y dirige por su cuenta un ataque general contra las creencias judías y cristianas. Se burla de la idea del Mesías, y ve en Jesús un impostor y un mago. Como filósofo platónico, afirma la neta superioridad del culto y de la filosofía de los griegos. Somete el Evangelio a una crítica severa, especialmente en todo lo que atañe a la resurrección de Cristo; y afirma que fueron los Apóstoles y sus sucesores los que inventaron esta superstición. No rechaza todo lo que enseña el cristianismo. Aprueba, por ejemplo, su moral y la doctrina del Logos. No tiene inconveniente en que el cristianismo siga existiendo, pero bajo la condición de que los cristianos renuncien a su aislamiento político y religioso y se sometan a la religión común de Roma. Lo que más le preocupa es ver que los cristianos crean un cisma en el Estado, debilitando el imperio con la división. Por eso concluye exhortando a los cristianos "a ayudar al rey y a colaborar con él en el mantenimiento de la justicia, a combatir por él y, si él lo exige, a luchar a sus órdenes, a aceptar cargos de responsabilidad en el gobierno del país, si es preciso, para el mantenimiento de las leyes y de la religión" (8,73-75).

Según parece, el Discurso verídico no hizo mella en aquellos a quienes iba dirigido. Los escritores cristianos del tiempo de Celso no lo mencionan. Hacia el año 246, Ambrosio, el amigo de Orígenes, pidió a su maestro que lo refutara, por temor a que algunas de las afirmaciones capciosas de Celso hicieran daño. Orígenes, que hasta entonces no había oído hablar nunca de aquella obra ni de su autor, pensó en un principio que no era ésta la manera mejor de refutar a Celso:

Cuando testigos falsos dieron testimonio contra nuestro Señor y Salvador Jesucristo, El guardó silencio; no dio respuesta alguna a las acusaciones. Estaba persuadido de que su vida entera y las acciones que había realizado en medio de los judíos eran una refutación mejor que cualquier respuesta a los falsos testimonios y que cualquier defensa contra las acusaciones. Y no sé, mi buen Ambrosio, por qué quisiste que escribiera una réplica a las falsas acusaciones y cargos que Celso dirige, en su tratado, contra los cristianos y contra la fe de las Iglesias, como si los hechos no brindaran por sí solos una refutación evidente, y la doctrina, una respuesta mejor que todos los escritos, echando por tierra las afirmaciones mentirosas y quitando a las acusaciones toda credibilidad y fuerza (Contra Cels. prefacio 1).

Yo no sé en qué categoría se ha de colocar a los que necesitan libros de argumentos escritos en respuesta a las acusaciones de Celso contra el cristianismo, para no vacilar en su fe, sino confirmarse en ella. Teniendo, sin embargo, en cuenta, por un lado, que entre los que se consideran creyentes puede haber algunos que vacilen en su fe y estén en peligro de perderla debido a los escritos de Celso, y, por otro lado, que se puede impedir su caída refutando las aserciones de Celso y exponiendo la verdad, nos ha parecido justo acatar tus órdenes y dar una respuesta al tratado que nos has mandado. Pero no creo que nadie, por poco adelantado que esté en el camino de la filosofía, consentirá que se le llame "Discurso verídico," como lo tituló Celso (ibid. 4).

Este libro no ha sido, pues, compuesto para los que son creyentes convencidos, sino para aquellos que o bien no han empezado a gustar la fe en Cristo o son, como los llama el Apóstol (Rom. 14,1), "flacos en la fe" (ibid.6).

Con estas palabras indica Orígenes para quiénes y por qué razones emprendió esta refutación, cuando contaba más de sesenta años de edad (Eusebio, Hist. eccl. 6,36,1). Su método consiste en seguir punto por punto los argumentos de Celso; su respuesta a algunas críticas no es muy convincente y a veces adolece de estrechez de miras. No obstante, se acusa a lo largo de toda la obra una convicción profundamente religiosa y una recia personalidad que sabe conjugar la fe con la ciencia, de forma que el adversario desaparece enteramente en la sombra y el lector queda conquistado por el tono digno y sereno del autor. Celso, a fuerza de verdadero griego, estaba orgulloso de los resultados obtenidos por la filosofía helénica, "y con una apariencia de bondad, no reprocha al cristianismo su origen bárbaro. Por el contrario, alaba la habilidad de los bárbaros en descubrir doctrinas. Pero añade que los griegos son más capaces que nadie para juzgar, establecer y poner en práctica los hallazgos de las naciones bárbaras" (Cont. Cels. 1,2). Orígenes contesta en la forma siguiente:

(El Evangelio) tiene un género de demostración propio, más divino que el de los griegos, que se funda en la dialéctica. Y a este método más divino le llama el Apóstol "manifestación del espíritu y del poder": del "espíritu," por las profecías, suficientes por sí solas para producir la fe en los que las leen, especialmente en las cosas que se refieren a Cristo, y "del poder," por los signos y milagros que han sido obrados, que se pueden probar de varias maneras, y especialmente por las huellas que se conservan aún en aquellos que ordenan sus vidas según los preceptos del Evangelio (ibid.)

La divinidad de Cristo es evidente, no sólo por los milagros que obró (2,48) y por las profecías que en El se cumplieron (1,50), sino también por el poder del Espíritu Santo, que opera en los cristianos:

Quedan aún entre los cristianos vestigios de aquel Espíritu Santo que apareció en forma de paloma. Arrojan a los espíritus malignos, realizan muchas curaciones, predicen ciertos sucesos, según la voluntad del Logos. Y aunque Celso, o el Judío, a quien introduce en su diálogo, se burlen de lo que voy a decir, lo diré, sin embargo: muchos se han convertido al cristianismo, por decirlo así, contra su voluntad; cierto espíritu transformó sus almas, haciéndoles pasar del odio contra esta doctrina a una disposición de ánimo dispuesto a morir en su defensa (1,46).

La fe en Cristo y la doctrina cristiana presuponen la gracia:

La palabra de Dios (1 Cor. 2,4) declara que la predicación, por verdadera que sea en sí misma y muy digna de ser creída, no basta tocar el corazón humano; es necesario que el predicador haya recibido cierto poder de Dios y que la gracia florezca en sus palabras. Esta gracia, que poseen los que hablan eficazmente, les viene de Dios. Dice el profeta en el salmo 67: "A los que evangelizan, el Señor dará una palabra muy poderosa." Aun concediendo que entre los griegos se encuentren las mismas doctrinas que en nuestras Escrituras, les faltaría, sin embargo, ese poder de atraer y disponer las almas de los hombres a seguirlas (6,2).

Merece notarse particularmente la respuesta de Orígenes a Celso sobre la actitud que hay que tomar respecto al poder civil. Por estar la estructura del Imperio romano íntimamente ligada con la religión pagana, los cristianos se mantuvieron, como es natural, muy reservados en todo lo que era de tipo político. Mientras Celso hace hincapié en la ley y en la autoridad del poder secular, Orígenes insiste en que no se puede exigir obediencia a sus preceptos más que cuando no están en contradicción con la ley divina. Celso se presenta como un patriota ferviente, mientras que Orígenes da la impresión de un cosmopolita, para quien la historia de las naciones y de los imperios es la historia de la humanidad gobernada por Dios. En sus respuestas a Celso sobre estas materias, Orígenes acusa la influencia de Platón, para quien el objetivo del Estado no es el aumento de su propio poder, sino la expansión de la cultura y de la civilización.

Por esta razón, Orígenes rehúsa buscar el favor de las autoridades civiles:

Celso observa: "¿Qué mal hay en procurarse el favor de los gobernantes de la tierra, entre otros, de los príncipes y reyes humanos? Ellos, en efecto, obtuvieron su dignidad a través de los dioses" (8,63).

Sólo existe Uno cuya gracia debemos granjearnos y cuya clemencia debemos implorar — el Dios que está por encima de todos, cuyo favor se alcanza practicando la piedad y las demás virtudes —. Y si Celso quiere que busquemos el favor de otros después de haber conseguido el del Dios que está por encima de todos, que piense que, así como la sombra sigue en sus movimientos al cuerpo que la proyecta, de una manera semejante, cuando tenemos el favor de Dios, tenemos también asegurada la buena voluntad de todos los ángeles, almas y espíritus que gozan de la amistad de Dios (8,64).

Debemos despreciar el favor de los reyes y de los hombres, si es que no podemos conseguirlo más que por medio de homicidios, libertinaje o actos de crueldad, o si exige de nosotros actos de impiedad para con Dios, o de servilismo y adulación: tales cosas son indignas de hombres valerosos y magnánimos, que a las demás virtudes quieren juntar la más grande de todas, la firmeza. Sin embargo, cuando no nos obliga a hacer algo que sea contrario a la ley y a la palabra de Dios, no somos tan locos como para excitar contra nosotros la ira del rey y del príncipe, atrayendo sobre nosotros injurias, torturas o hasta la misma muerte. Hemos leído: "Todos habéis de estar sometidos a las autoridades superiores, que no hay autoridad sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas, de suerte que quien resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios (Rom. 13,1-2)" (8,65).

El tratado Contra Celso es una fuente importante para la historia de la religión. Vemos en él, como en un espejo, la lucha entre el paganismo y el cristianismo. Aumenta el valor de esta apología, la más grande apología de la Iglesia primitiva, el hecho de tener en ella frente a frente a dos hombres de gran cultura, que representan a los dos mundos. La obra se granjeó la admiración de los sabios de los primeros tiempos cristianos. Eusebio, por ejemplo, opinaba que en ella estaban va respondidas de antemano todas las herejías de los siglos venideros; tan contundente le parecía la refutación de Orígenes (Adv. Hierocl. 1). Hay en esto, sin duda, una exageración; con todo, esta obra de Orígenes queda como un monumento de su erudición.

 

4. Escritos dogmáticos.

1. El Peri-Archon (Περί αρχών, De frincipiis).

La obra más importante de Orígenes es su De principiis. Es el primer sistema de teología cristiana y el primer manual de dogma. Como tal, destaca majestuosa, en su aislamiento, en toda la historia de la Iglesia primitiva. La escribió en Alejandría entre los años 220 y 230. Todo lo que queda del texto griego son unos fragmentos en la Philocalia y en dos edictos del emperador Justiniano I. En cambio, la conservamos íntegra en la traducción libre de Rufino, quien se metió indudablemente con ella, suprimiendo en una parte y en otra pasajes discutibles. A una traducción literal hecha por San Jerónimo le cupo la misma suerte que al original.

La obra comprende cuatro libros, cuyo contenido puede resumirse bajo estos títulos: Dios, Mundo, Libertad, Revelación. El título, "fundamentos" o "principios," revela el objetivo de toda la obra. Orígenes se propuso en esta obra estudiar las doctrinas fundamentales de la fe cristiana. Lo dice claramente la introducción que precede al libro primero. La fuente de la verdad religiosa es la enseñanza de Cristo y de sus Apóstoles (το κήρυγμα). El prefacio y la obra empiezan con estas palabras:

Los que creen y están convencidos de que la gracia y la verdad han venido por Jesucristo, y que Jesucristo es la verdad misma, según su propia afirmación: "Yo soy la verdad" (Io. 14,6), no buscan la ciencia de la verdad y de la felicidad más que en las palabras mismas y en la doctrina de Cristo. Y por las palabras de Cristo no entendemos solamente las que El pronunció como hombre en su vida mortal, porque, ya antes, Cristo, el Verbo de Dios, estaba en Moisés y en los profetas. Porque sin el Verbo de Dios, ¿cómo habrían podido profetizar a Cristo? Y de no ser porque nos hemos propuesto mantener este tratado dentro de los límites de la brevedad, no nos seria difícil demostrar por las divinas Escrituras, en prueba de nuestra aserción, cómo Moisés y los profetas hablaron e hicieron todo lo que hicieron porque estaban llenos del Espíritu de Cristo... Por otra parte, estas palabras de San Pablo indican que Cristo, después de su ascensión a los cielos, habló por boca de sus Apóstoles: "¿Buscáis experimentar que en mí habla Cristo?" (2 Cor. 13,3).

Mas como entre los que hacen profesión de creer en Cristo hay muchas divergencias, no solamente en detalles insignificantes, sino también en materias sumamente importantes, ... parece necesario establecer sobre todos esos puntos una regla de fe fija y precisa antes de abordar el examen de las demás cuestiones... Mas como la enseñanza eclesiástica, transmitida en sucesión ordenada desde los Apóstoles, se conserva y perdura en las iglesias hasta el presente, no se deben recibir como artículo de fe más que aquellas verdades que no se apartan en nada de la tradición eclesiástica y apostólica (prefacio 1-2).

Orígenes da a entender aquí claramente que las fuentes de Doctrina cristiana son la Escritura y la tradición, y señala la existencia de una regla de fe, que contiene la enseñanza fundamental de los Apóstoles. Estos, sin embargo, no dieron argumentos en apoyo de estas verdades ni explicaron las relaciones recíprocas que existen entre ellas. Además, queda un gran número de cuestiones sin respuesta a propósito del origen del alma humana, de los ángeles, de Satanás, etc. Ahí está la misión de la sagrada teología:

Conviene saber que los santos Apóstoles, al predicar la fe de Cristo, manifestaron clarísimamente aquellos puntos que creyeron necesarios a todos los creyentes, incluso a aquellos que parecían menos diligentes en la investigación de la ciencia divina; dejando la tarea de indagar las razones de esas afirmaciones a aquellos que merecieron los dones superiores del Espíritu, sobre todo a los que, por medio del mismo Espíritu Santo, obtuvieron el don de lenguas, de sabiduría y de ciencia. En cuanto a los demás, se contentaron con afirmar el hecho, sin explicar el porqué, ni el cómo, ni el origen, sin duda para que, andando el tiempo, los amigos apasionados del estudio y de la sabiduría tuvieran en qué ejercitar su ingenio con provecho — me refiero a aquellas personas que se preparan para ser dignos receptáculos de la sabiduría (prefacio 3).

En este párrafo Orígenes distingue los dos elementos de toda teología, tradición y progreso, teología positiva y teología especulativa. La doctrina cristiana, lejos de ser estéril y estar anquilosada, está en continuo desarrollo y sigue las leyes naturales del crecimiento y de la vida:

Aquel que de todo esto quiere hacer un cuerpo de doctrina, de modo que de cada punto particular se pueda indagar lo que hay de verdad por medio de afirmaciones claras e innegables, y formar, como hemos dicho, un cuerpo de doctrina con analogías y afirmaciones, ya se encuentren en las Sagradas Escrituras, ya se deduzcan como consecuencias por vía de raciocinio, debe tomar como base estos principios y fundamentos, según este precepto: "Iluminaos con la luz de la ciencia" (Os. 10,12, prefacio 10).

Una vez descrita la tarea de la teología en general y de su obra en particular, Orígenes expone en los cuatro libros una teología, una cosmología, una antropología y una teleología.

1. El primer libro trata del mundo sobrenatural, de la unidad y espiritualidad de Dios, de la jerarquía de las tres divinas personas y de sus respectivas relaciones con la vida creada: el Padre actúa sobre todos los seres; el Verbo, sobre los seres racionales o almas; el Espíritu Santo, sobre los seres que son a la vez racionales y santificados. Siguen luego discusiones sobre el origen, la esencia y la caída de los ángeles.

2. El segundo libro se ocupa del mundo material, la creación del hombre como consecuencia de la defección de los ángeles, del hombre considerado como espíritu que ha caído de su primer estado y ha sido encerrado en un cuerpo material del pecado de Adán y de la redención por medio del Logos encarnado, de la doctrina de la resurrección, del juicio universal y de la vida futura.

3. La unión del cuerpo y del alma da a ésta oportunidades de lucha y de victoria. En este combate, las personas cuentan con la ayuda de los ángeles y son obstaculizados por los demonios, pero conservan su libertad. De esta manera, al examinar la extensión de la libertad y de la responsabilidad, el libro tercero presenta un esbozo de teología moral.

4. El libro cuarto resume las enseñanzas fundamentales con algunas adiciones; trata también de la Sagrada Escritura corno fuente de fe, de su inspiración y de sus tres sentidos:

El método que a mí me parece que se debe seguir en el estudio de las Sagradas Escrituras y en la investigación de su sentido es el que se deduce de las mismas Escrituras. En los Proverbios de Salomón hallamos esta regla respecto de las doctrinas divinas de la Escritura: "Y tú preséntalas de tres maneras, en consejo y ciencia, para replicar palabras de verdad a los que te las proponen" (Prov. 22,20-21). Por consiguiente, las ideas de la Sagrada Escritura se deben copiar en el alma de tres maneras: el simple se edifica, por decirlo así, con la carne de la Escritura — éste es el nombre que damos al sentido natural —; el que ha avanzado algo, con el alma, como si dijéramos. Por lo que hace al hombre perfecto... (se edifica) con la ley espiritual, que contiene una sombra de los bienes venideros. Al igual que el ser humano, la Escritura, que ha sido ordenada por Dios para comunicar la salvación a la humanidad, se compone también de cuerpo, alma y espíritu (4,1,11).

Esta primera síntesis de la doctrina eclesiástica ha ejercido una poderosa influencia en el desarrollo del pensamiento cristiano. No debe sorprendernos que, como primer ensayo, adolezca de defectos, tanto en la forma como en el fondo. Cae en repeticiones y no hay la debida conexión entre las partes. El autor no tiene nunca prisa en llegar a término. De paso va tocando todas las cuestiones que le parecen importantes. Por eso la composición del libro resulta demasiado floja para el gusto moderno. Sin embargo, no sería justo comparar esta obra con tratados científicos de teología de épocas posteriores o con nuestros modernos manuales de dogma. Su principal defecto, como veremos más adelante, es la influencia predominante de la filosofía platónica. Para ser justos con el autor, hemos de tener en cuenta el número de dificultades que tuvo que salvar en este primer ensayo de síntesis, para coordinar los diversos elementos del depósito de la fe y vaciarlos en el molde de un sistema completo. Se comprende, pues, sin dificultad que para la solución de muchos problemas recurriera a la filosofía griega. El haber fundado sus especulaciones en pasajes de la Escritura interpretados alegóricamente está indicando que, incluso en estas teorías filosóficas, no quería apartarse de la verdad bíblica ni de la enseñanza de la Iglesia. A pesar de sus deficiencias, el De principiis señala una época en la historia del cristianismo.

 

2. La disputa con Heráclides.

Entre los papiros hallados en Toura, cerca de El Cairo, en 1941, hay un códice de fines del siglo VI que contiene el texto de la disputa entre Orígenes y Heráclides. Independientemente de este título, bastarían el vocabulario, el estilo y la doctrina para probar que se trata de una obra de Orígenes. No es un diálogo literario, sino la relación completa de una disputa real, hecho único, como lo hace notar A. D. Nock, no ya solamente entré los escritos de Orígenes, sino en toda la literatura cristiana primitiva y en la literatura antigua en general antes de San Agustín. Las opiniones de Heráclides sobre la cuestión trinitaria habían llenado de inquietud a sus hermanos en el episcopado. Llamaron, pues, a Orígenes para enderezar la situación. La reunión, que no tuvo carácter oficial ni judicial, se desarrolló en una iglesia de Arabia, en presencia de los obispos y del pueblo, hacia el año 245. Orígenes parece estar en plena posesión de su autoridad como doctor. No era la primera vez que tenía una conferencia de esta clase. Tenemos noticias de entrevistas que celebró con Berilo y con el valentiniano Cándido. Los taquígrafos transcribieron exactamente el debate. El estilo tiene toda la viveza de una conversación real, lo que habla en favor de la fidelidad de la transcripción.

En la introducción se dice que los obispos allí presentes hicieron averiguaciones sobre la fe del obispo Heráclides, hasta que él mismo confesó delante de todos cuáles eran sus creencias. Después que cada uno hubo hecho sus observaciones y preguntas, tomó la palabra Orígenes. Aquí es donde empieza la relación. La primera parte tiene tres subdivisiones: Orígenes interroga a Heráclides; desarrolla luego sus propias ideas sobre las relaciones entre el Padre y el Hijo; finalmente, indica con suma delicadeza la actitud que hay que tomar en estas cuestiones doctrinales tan difíciles. El interrogatorio de Heráclides da a entender que se le tenía como sospechoso de modalismo. La segunda parte consiste en preguntas formuladas por otros asistentes y respuestas de Orígenes.

Se ve que a Heráclides no le gustaba la fórmula de Orígenes "dos dioses” (δύο θεοί) como la única manera de expresar claramente la distinción entre el Padre y el Hijo. Implicaba un peligro demasiado grave de politeísmo. En la discusión, Orígenes hace esta observación: "Ya que nuestros hermanos se escandalizan al oír que hay dos dioses, este asunto merece ser tratado con delicadeza." Recurre luego a la Escritura para demostrar en qué sentido dos pueden ser uno. Adán y Eva eran dos; sin embargo, formaban una sola carne (Gen. 2,24). Cita luego a San Pablo, quien, hablando de la unión del hombre justo con Dios, dice: "El que se allega al Señor se hace un espíritu con El" (1 Cor. 6,17). Finalmente, invoca como testigo al mismo Cristo, porque dijo: "Yo y mi Padre somos uno." En el primer ejemplo había unidad de "carne"; en el segundo, de "espíritu"; en el tercero, de "divinidad." "Nuestro Señor y Salvador — observa Orígenes —, en su relación con el Padre y Dios del universo, no es una sola carne, ni tampoco un solo espíritu, sino algo mucho más elevado que la carne y el espíritu, un solo Dios." Esta manera de interpretar las palabras de Cristo, dice, sirve al teólogo para defender la dualidad de Dios contra el monarquianismo y la unidad contra la impía doctrina de los judíos que niega la divinidad de Cristo. Es importante advertir que Orígenes considera aquí a la divinidad como elemento de unidad entre Cristo y el Padre. En su Contra Celsum (8,12) aduce el mismo texto de Juan 10,30 como prueba de la unidad que existe entre Cristo y el Padre, pero habla solamente de "unidad de pensamiento e identidad de voluntad." El interrogatorio de Heráclides termina con el siguiente acuerdo:

 

Orígenes dijo: ¿El Padre es Dios?

Heráclides respondió: Sí.

Orígenes dijo: ¿El Hijo es distinto del Padre?

Heráclides respondió: ¿Cómo podría ser simultáneamente Hijo y Padre?

Orígenes dijo: ¿El Hijo, que es distinto del Padre, es también Dios?

Heráclides respondió: También El es Dios.

Orígenes dijo: ¿De esta manera los dos Dioses forman uno solo?

Heráclides dijo: Sí.

Orígenes dijo: ¿Por consiguiente, afirmamos que hay dos Dioses?

Heráclides respondió: Sí, pero el poder es uno (δύναμη μία εστίν).

 

Dicho con otras palabras, la fórmula δύο θεοί η δύναμη μία es aceptable para ambas partes. Tiene el mismo sentido que la fórmula que utilizará la teología posterior: Dos personas, pero una sola naturaleza.

Entre las preguntas que hicieron otros en la segunda parte de la disputa está la de Dionisio sobre si el alma y la sangre del hombre son una misma cosa. En su respuesta, Orígenes distingue entre la sangre física y una sangre del hombre interior (164,9). Esta última se identifica con el alma. Al morir el justo, esta alma-sangre se separa del cuerpo y entra en la compañía de Cristo desde antes de la resurrección.

La última parte de la discusión se refiere a la inmortalidad del alma. El obispo Felipe es quien plantea la cuestión. Orígenes responde que el alma, en un sentido, es inmortal, y en otro sentido mortal; depende enteramente de cuál de las tres diferentes clases de muerte se trate. Está, en primer lugar, la muerte al pecado (Rom. 6,2). El que está muerto al pecado vive para Dios. La segunda es la muerte a Dios (Ez. 18,4). El que está muerto a Dios vive para el pecado. La tercera es la que se entiende comúnmente con esta palabra, o sea, la muerte natural. El alma no está sometida a esta muerte; aun cuando los que viven en pecado la desean, no la pueden alcanzar (Apoc. 9,6). Pero el alma está sujeta a las dos primeras clases de muerte, y respecto de ambas se la puede llamar mortal. Sin embargo, el hombre puede escapar a esta clase de muerte.

 

3. Sobre la resurrección (Περί αναστάσεως, De resurrectione).

Escribe Orígenes en De principiis (2,10,1): "Debemos tratar en primer lugar de la resurrección, para saber qué es lo que ha de ser objeto de castigo, de descanso o de felicidad. Ya hemos discutido más extensamente esta cuestión en otros libros que hemos escrito sobre la resurrección y hemos expuesto nuestros puntos de vista sobre el particular." Eusebio menciona dos libros Sobre la resurrección (Hist. eccl. 6,24,2). La lista de Jerónimo enumera De resurrectione libros II, pero añade et alios de resurrectione diálogos II. Parece que más tarde estos tratados fueron combinados en uno. Así se explicaría por qué habla Jerónimo (Contra Joh. Hier. 25) de un cuarto libro de Orígenes Sobre la resurrección. El ensayo a que alude Orígenes en el De principiis debió de escribirlo en Alejandría antes del 230, quizá mucho antes. De todas estas obras sólo quedan fragmentos en Pánfilo (Apol. pro Orig. 7), en Metodio de Filipos (De resurr.) y en Jerónimo (Contra Joh. Hier. 25-26). Sabemos por Metodio que Orígenes rechazó la identidad material entre el cuerpo resucitado y el cuerpo humano y sus partes.

 

4. Escritos misceláneos.

Otra obra que se ha perdido, fuera de unos pequeños fragmentos, es su Stromateis o Miscelánea, "que compuso, en diez libros, en la misma ciudad (Alejandría) durante el reinado de Alejandro, como lo prueban las notas que puso de su puño y letra al principio de los tomos" (Eusebio, Hist. eccl. 6,24,3). Como lo indica el título, y según se dijo acerca de la obra homónima de Clemente de Alejandría, se discuten los temas más variados sin seguir un orden particular. Esto coincide con la observación de Jerónimo (Epist. 70,4) de que en este estudio Orígenes comparó la doctrina cristiana con la enseñanza de los antiguos filósofos, Platón, Aristóteles, Numenio y Cornuto.

 

5. Escritos de carácter práctico.

1. Sobre la oración (De oratione)

El tratado De oratione es una verdadera joya entre las obras de Orígenes. Lo compuso, hacia el 233-234, a instancias de su amigo Ambrosio y de Taciana, su esposa o hermana. El texto se ha conservado en un códice de Cambridge, del siglo XIV (Codex Cantabrig Colleg. S. Trinitatis B. 8. 10 saec. XIV). Un códice de París, del siglo XV, contiene también un fragmento.

El tratado comprende dos partes. La primera (c.3-17) trata de la oración en general, y la segunda (c.18-30) del "Padre nuestro" en particular. En un apéndice (c.31-33), que viene a completar la primera parte, se habla de la actitud del cuerpo y del alma, de los gestos, del lucrar y de la orientación de la oración, y, finalmente, de sus diferentes clases. Al final, Orígenes ruega a Ambrosio y a Taciana que se contenten, por el momento, con este escrito hasta que les pueda ofrecer algo mejor, más hermoso y más preciso. No parece que Orígenes haya tenido nunca la posibilidad de cumplir esta promesa.

Este tratado revela, mejor que ningún otro, la profundidad y el fervor de la vida religiosa de Orígenes. Algunos de los conceptos fundamentales que recalca en esta obra son de gran valor para analizar su sistema teológico.

Es el estudio científico más antiguo que poseemos sobre la oración cristiana.

La introducción se abre con la afirmación de que lo que es imposible a la naturaleza humana es posible con la gracia de Dios y con la asistencia de Cristo y del Espíritu Santo. Este es el caso de la oración. Después de discutir el nombre y el significado de la palabra bíblica euche (ευχή) y proseuche (προσευχή) (c.3-4), el autor responde a una pregunta de Ambrosio sobre el uso y la necesidad de la petición. Los que se oponen a ella dicen que Dios conoce nuestras necesidades sin que le pidamos nada. Además es absurdo pedir nada a Dios, puesto que todo lo tiene predestinado. A esto responde Orígenes señalando el libre albedrío que Dios ha dado a todas las personas que las ha coordinado con su plan eterno. Hay pasajes en la Escritura que prueban que el alma se eleva y recibe una visión de la belleza y majestad divinas. El comercio constante con Dios produce como efecto la santificación de toda la existencia del hombre. Por consiguiente, la utilidad y la conveniencia de la oración consisten en que nos permite unirnos (άναχραθήναι) al espνritu del Señor, que llena el cielo y la tierra. No pretende influir en Dios, sino hacernos participar de su vida y ponernos en comunicación con el cielo. El mejor ejemplo nos lo da Cristo, nuestro Sumo Sacerdote. El ofrece nuestro homenaje juntamente con el de los ángeles y el de los fieles difuntos, especialmente el de los ángeles custodios, que presentan nuestras invocaciones a Dios. La oración fortifica el alma contra las tentaciones y aleja los malos espíritus. Por esto deberíamos dedicar a la oración determinadas horas del día. Más aún, nuestra vida entera debería ser una oración. A los que desean una vida espiritual en Cristo, el autor aconseja no pedir en su conversación con Dios cosas fútiles y terrenas, sino tienes elevados y celestiales. Comentando 1 Tim. 2,1, aduce ejemplos de la Escritura para las cuatro clases de la oración: petición (δέησις), adoración (προσευχή), sϊplica (έντευξι) y acción de gracias (ευχαριστία). Hablando de la adoraciσn, observa que debería dirigirse únicamente a Dios Padre, jamás a un ser creado, ni siquiera a Cristo. El mismo Cristo nos enseñó a adorar al Padre. Deberíamos orar en el nombre de Jesús. Deberíamos adorar al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo; pero únicamente el Padre tiene derecho a nuestra adoración. Para justificar esta opinión singular, Orígenes dice que, si se quiere orar correctamente, no se debe rogar a quien ora él mismo. El que rehusó ser llamado "bueno" porque sólo Dios tiene derecho a llamarse así, ciertamente habría rehusado que se le adorara. Y si Cristo llama a los cristianos hermanos suyos, con esto da a entender claramente que desea que ellos adoren al Padre, no a El, que es su hermano: "Roguemos, pues, a Dios por mediación de El, diciendo todos las mismas cosas sin divisiones en el modo de rezar. ¿No es verdad que estamos divididos, si es que unos ruegan al Padre, otros al Hijo? La gente sencilla, que ilógica e inconsideradamente ruega al Hijo, bien sea con el Padre o sin el Padre, comete un pecado de ignorancia" (16,1). En esta teoría, Orígenes no ha tenido seguidores. Probablemente le fue sugerida por un concepto subordinacionista del Logos y por un monoteísmo exagerado.

La segunda parte consiste en un comentario al "Padre nuestro," el más antiguo que conocemos. Después de una introducción, en la que examina las diferencias entre el texto de Mateo y el de Lucas, y la recta manera de hablar con Dios, nos ofrece una magnífica interpretación de la invocación inicial "Padre nuestro, que estás en los cielos." Orígenes hace notar que el Antiguo Testamento no conoce el nombre de "Padre" refiriéndose a Dios, en el sentido cristiano de una adopción firme e indefectible. Solamente los que han recibido el espíritu de adopción y prueban con sus obras que son hijos e imágenes de Dios, pueden recitar esta plegaría auténticamente. Nuestra vida entera debería decir: "Padre nuestro, que estás en los cielos," porque nuestra conducta debería ser celestial y no mundana.

El consejo que da en la primera parte del tratado, de no pedir cosas temporales, sino bienes sobrenaturales, explica su manera de interpretar la cuarta petición: "Puesto que algunos piensan que aquí se nos manda pedir el pan de nuestro cuerpo, conviene refutar su error y proponer la verdad sobre el pan de cada día. Habría que responderles con esta pregunta: ¿Cómo es posible que el que nos manda pedir cosas celestiales y grandes, olvidándose, según vosotros, de sus propias enseñanzas, mande pedir al Padre cosas terrenas y mezquinas?" (27,1). Hace derivar la palabra έπιούσιος (Mt. 6,11; Lc. 11,3) de ουσία, substancia, y considera άρτος επιούσιος como un alimento celeste que nutre la substancia del alma, haciéndola fuerte y vigorosa. Este alimento es el Logos, que se llama a sí mismo "el pan de vida."

Hablando de las actitudes durante la oración, Orígenes dice que todo acto de adoración debe dirigirse hacia el este, para indicar de esta manera que el alma está orientada hacia la aurora de la verdadera luz, el sol de justicia y de salvación, Cristo (32).

A lo largo de todo el tratado, Orígenes insiste en las disposiciones previas del alma. Los efectos de la oración dependen de la preparación interior. En primer lugar, no puede haber auténtica adoración si no se declara la guerra al pecado a fin de purificar el corazón. En segundo lugar, esta lucha contra todo lo que mancilla el alma está íntimamente ligada a un esfuerzo constante por librar el espíritu de los afectos desordenados, a una lucha contra todas las pasiones (πάθη). Comentando Mateo 5,22, Orνgenes declara que no podrán conversar con Dios más que aquellos que se hayan reconciliado enteramente con sus hermanos. En tercer lugar debemos rechazar todas las impresiones y pensamientos que vengan a perturbarnos, tanto si provienen del mundo que nos rodea como si tienen origen en nosotros mismos. Sólo después de un desprendimiento así es posible acercarse al Omnipotente. Cuanto mejor preparada esté el alma, tanto más rápidamente escuchará Dios sus peticiones y tanto más aprovechará el alma en su coloquio con El. Sin embargo, aun después de todos estos preparativos, la oración sigue siendo un don del Espíritu Santo, que ora dentro de nosotros y nos guía en la oración.

Las ideas de este tratado han ejercido una influencia duradera en la historia de la espiritualidad. Los escritos de Orígenes fueron leídos por los primeros monjes de Egipto, y su influencia se advierte en las reglas monásticas más antiguas, especialmente en su manera de tratar de la oración y de la compunción.

 

2. Exhortación al martirio (Eις μαρτύριον, Exhortatio ad martyrium).

Este es el título que los manuscritos y ediciones dan a la obra de Orígenes Sobre el martirio (Περί μαρτυρίου), como la llaman, por abreviar, Pαnfilo (Apol. pro Orig. 8), Eusebio (Hist. eccl. 6,28) y San Jerónimo (De vir. illust. 56). La compuso al principio de la persecución de Maximino el Tracio, el año 235, en Cesárea de Palestina. Efectivamente, el tratado va dirigido a Ambrosio y Protecto, diácono y sacerdote, respectivamente, de la comunidad cristiana de aquella ciudad. Trata de un tema muy caro al autor durante toda su vida. De su primera juventud, Eusebio nos narra el hecho siguiente:

Cuando el incendio de la persecución iba aumentando y miles de fieles habían ceñido ya sus sienes con la corona del martirio, se apoderó del alma de Orígenes, que era todavía muy niño, un deseo del martirio, hasta el punto de exponerse a los peligros, lanzarse y saltar valerosamente a la lucha. Poco faltó para que el término de su vida estuviera muy cerca de él; pero la Providencia divina y celestial, buscando la utilidad de muchos, puso, por medio de su madre, obstáculos a su ardor. Esta, pues, le suplicó primero de palabra, rogándole que se compadeciera de sus sentimientos de madre; mas luego, al verle aún más excitado y totalmente poseído por el deseo del martirio, cuando se enteró de que su padre había sido detenido y encarcelado, escondió todas sus ropas y le obligó de esta manera a permanecer en casa. Mas él, viendo que no podía hacer otra cosa y sintiéndose inflamado por un celo superior a su edad, que no le permitía permanecer inactivo, mandó a su padre una carta de exhortación al martirio, en la que le animaba, diciéndole textualmente estas palabras: "Guárdate de cambiar de parecer por razón de nosotros" (Hist. eccl. 6,2,2-6).

Esa fue la primera "exhortación al martirio" de Orígenes. El libro que escribió sobre el mismo tema el año 235 demuestra que su entusiasmo no había cedido en nada. Sin embargo, en los capítulos 45 y 46 advierte, no sin intención, que este deseo del martirio no es compartido por todos. Había quienes consideraban indiferente que un cristiano sacrificara a los demonios o invocara a Dios bajo un nombre distinto al verdadero. Había otros que no veían crimen en consentir en el sacrificio mandado por las autoridades paganas, juzgando que basta con "creer en tu corazón." Para esta clase de gente escribió Orígenes su tratado.

La introducción de la obra hace pensar en el comienzo de una homilía. El autor cita a Isaías 28,9-11 y aplica estas palabras bíblicas a sus dos destinatarios, Ambrosio y Protecto. Su fe, sometida a prueba, ha sido hallada fiel. Les exhorta a permanecer firmes en las tribulaciones, porque, después de un corto tiempo de sufrimientos, su premio será eterno (c.1-2). El martirio es un deber para todo cristiano verdadero, porque los que aman a Dios desean unirse a El (c.3-4). La entrada en la bienaventuranza eterna se concede solamente a los que han confesado la fe con valentía (c.5).

La segunda parte previene contra la apostasía y la idolatría. Negar al verdadero Dios y venerar a los dioses falsos es el mayor de los pecados (c.6), porque es una insensatez adorar a las criaturas en vez del Creador (c.7). Dios quiere salvar a las almas de la idolatría (c.8-9). Los que cometen este crimen entran en unión con los ídolos y serán severamente castigados después de la muerte (c.10).

La tercera parte contiene la exhortación al martirio propiamente dicha (c.11). Se salvarán solamente los que llevan la cruz con Cristo (c.12-13). El premio será en proporción a los bienes terrenos que uno haya abandonado (c.14-16). Pues renunciamos a las divinidades paganas cuando éramos catecúmenos, no nos está permitido violar nuestra promesa (c.17) La conducta de los mártires será juzgada por todo el mundo (c.18). Por lo tanto, debemos aceptar cualquier clase de martirio, si no queremos que nos cuenten entre los ángeles caídos (c.19-21).

La cuarta parte ilustra las virtudes de la perseverancia la paciencia con ejemplos tomados de la Escritura: Eleazar (c.22) y los siete hijos con su heroica madre, de que nos habla el libro II de los Macabeos (c.23-27).

La quinta parte trata de la necesidad del martirio, de su esencia y clases. Los cristianos están obligados a aceptar este género de muerte a fin de corresponder a Dios por los beneficios de El recibidos (c.28-29). Los pecados cometidos después del bautismo de agua no se perdonan más que por el bautismo de sangre (c.30). Las almas de los que resisten a todas las tentaciones del maligno (c.32) y dan sus vidas por Dios como una ofrenda pura, entran en la felicidad eterna (c.31) y pueden, además, obtener el perdón para todos los que les invocan (c.30). No faltará la ayuda de Dios a los mártires, como no les faltó a los tres jóvenes en el horno ardiente y a Daniel en la cueva de los leones (c.33). Pero no es solamente Dios Padre el que exige este sacrificio, sino también Cristo. Si le negamos a El, El nos negará en el cielo (c.34-35). En cambio, conducirá los confesores de la fe al paraíso (c.36), porque solamente los que odian al mundo serán herederos del reino de los cielos (c.37.39). Ellos serán fuente de bendiciones para sus hijos que han dejado en la tierra (c.38). Por otra parte, el que niega al Hijo, niega también a Dios Padre (c.40); pero, si seguimos el ejemplo de Cristo y ofrecemos nuestra vida, su consolación será con nosotros (c.41-42). Por esto se exhorta a los cristianos a estar preparados para el martirio (c.43-44).

Los capítulos 45 y 46 son una digresión; tratan del culto a los demonios y del nombre con el que se ha de invocar a Dios. En la última parte de la obra se resumen las exhortaciones a perseverar con valentía en medio de la prueba y el peligro, insistiendo en el deber de todo cristiano de permanecer firme en tiempo de persecución (c.47-49). Hay un consuelo: Dios vengará su sangre, mas ellos por sus sufrimientos se elevaran a sí mismos y redimirán a los demás (c.50). Para concluir, el autor confía en que su obra será de algún provecho para sus dos amigos, o más bien que será superflua, por estar ya dispuestos a alcanzar la corona.

El tratado Sobre el martirio es el mejor comentario a la conducta de Orígenes tanto en su infancia como en su vejez, pues murió a consecuencia de los tormentos que sufrió en el nombre de Cristo. Revela su valentía, la fidelidad a la fe y su inextinguible amor al Salvador. Los principios que consignó en este escrito fueron los que gobernaron su vida. Además de esto, la obra tiene gran valor como fuente histórica para la Persecución de Maximino el Tracio.

 

3. La correspondencia.

Al final de su lista cita Jerónimo cuatro colecciones diferentes de la correspondencia de Orígenes, que se guardaban en Cesárea. Una de ellas comprendía nueve volúmenes, y debe de ser la que Eusebio editó (Hist. eccl. 6,36,3) y que contenía más de cien cartas. De todas ellas sólo dos han llegado íntegras a nuestras manos.

a) La Philocalia, en el capítulo 13, copia una carta que Orígenes dirigió a su antiguo discípulo Gregorio Taumaturgo. Parece que fue escrita entre los años 238 y 243, cuando Orígenes estaba en Nicomedia. Con palabras paternales, el profesor exhorta a su antiguo alumno "a tomar de la filosofía griega aquellas cosas que puedan ser conocimientos comunes o educación preparatoria para el cristianismo" (1). Así como los judíos tomaron de los egipcios los vasos de oro y plata para decorar el Santo de los Santos, de la misma manera los cristianos deberían tomar de los griegos los tesoros del pensamiento y ponerlos al servicio del verdadero Dios (2). A Orígenes no se le oculta el peligro que entraña este modo de obrar: "Te aseguro, pues lo sé por experiencia, que son muy contados loa que saben tomar cosas provechosas de Egipto, y, saliendo de allí, las acomodan para el culto de Dios. Por el contrario, los hermanos del idumeo Ader son muchos. Estos son los que, por mezclarse con los griegos, engendran ideas heréticas" (3). La carta termina con una exhortación ardiente a no dejar de perseverar en la lectura de las Sagradas Escrituras:

Pero tú, señor e hijo mío, atiende ante todo a la lectura de las Sagradas Escrituras, sí, atiende bien. Porque debemos poner mucha atención cuando leemos las Escrituras, para que no hablemos o pensemos demasiado temerariamente acerca de ellas. Y leyendo así, con atención, los divinos oráculos, con aplicación fiel y agradable a Dios, llama a estas puertas cerradas y te serán abiertas por el portero aquel de quien dijo Jesús: "A éste le abre el portero" (Mt. 7,7; Io. 10,3). Y, atento a la lectura divina, busca, con rectitud y con una fe inquebrantable en Dios, el sentido de las letras divinas, oculto para la mayoría. Pero no te contentes con llamar y buscar; porque, para entender las cosas divinas, lo más necesario es la oración (4).

b) La otra carta, cuyo texto se ha conservado también íntegro, está dirigida a Julio Africano y es contestación a otra carta del mismo a Orígenes, que también se conserva. Orígenes, en una disputa, se había servido del episodio de Susana. Julio Africano le advirtió que este pasaje no se halla en el texto hebreo del libro de Daniel y que hay argumentos de lenguaje y estilo, así como juegos de palabras, que prueban que originalmente no perteneció al libro de Daniel, y, por consiguiente, no puede considerarse canónico. En su respuesta, Orígenes defiende, con gran alarde de erudición y saber, la canonicidad de esta historia, como también la de la narración de Bel y del Dragón, las oraciones de Azarías y el himno de alabanza de los tres jóvenes en el horno ardiente. Todos estos pasajes se encuentran en la versión de los Setenta y en la de Teodocio. Además, es la Iglesia la que define el canon del Antiguo Testamento, y éste es lugar de recordar aquellas palabras: "No traslades los linderos antiguos que pusieron tus padres" (Prov. 22,28).

La carta fue escrita hacia el año 240, en casa de su amigo Ambrosio en Nicomedia: "Mi señor y amado hermano Ambrosio, que ha escrito esto a mi dictado y lo ha repasado, corrigiéndolo, como bien le ha parecido, te saluda."

c) Sabemos de otras cartas de Orígenes, que se han perdido, por el sexto libro de la Historia eclesiástica de Eusebio; entre ellas, una al emperador Felipe el Árabe y otra a su mujer Severa. Eusebio hace mención de algunas al papa Fabiano (236-250), en las cuales, según San Jerónimo (Epist. 84,10), Orígenes se lamentaba de que sus escritos contuvieran pasajes que no estaban de acuerdo con la doctrina eclesiástica.

 

 

2. Aspectos de la Teología de Orígenes.

Orígenes no repitió el error de Clemente de Alejandría de fundamentar su teología en la doctrina del Logos como fuente de todo conocimiento. Toma más bien su punto de partida de la más alta idea cristiana, de la idea de Dios. Su tratado teológico más importante, el De principiis, empieza con la afirmación de que Dios es espíritu, de que Dios es luz (De princ. 1, 1,1). Dios sólo es ingénito(άγένητος). Está libre de toda materia:

No hay que imaginarse a Dios como si fuera un cuerpo o existiera en un cuerpo, sino como una naturaleza espiritual simple (simplex intellectualis natura). No admite en sí composición de ninguna clase, de manera que no se puede pensar que haya en El un más y un menos, sino que es totalmente μονάς, y, por decirlo así, ***váς. Es también mente y fuente de donde toman todo su origen todas las naturalezas espirituales o espíritus (De princ. 1,1,6).

Este principio absoluto del mundo es, al mismo tiempo, personalmente activo, por ser el que lo ha creado, lo conserva y lo gobierna.

Dios Padre, como ser absoluto que es, es incomprensible. Se hace comprensible por medio del Logos, que es Cristo, la figura expressa substantiae et subsistentiae Dei (De princ. 1, 2,8; Contra Cels. 7,17). Se le puede conocer también por medio de sus criaturas, como se conoce el sol por sus rayos:

Muchas veces nuestros ojos no pueden contemplar la naturaleza de la misma luz — es decir, la substancia del sol —; pero, al ver su esplendor o sus rayos cuando se infiltran, por ejemplo, a través de una ventana o de alguna otra pequeña abertura, podemos deducir cuan grande será el foco y manantial de la luz corpórea. De la misma manera, las obras de la Providencia divina y todo el plan de este mundo son como rayos de la naturaleza de Dios, en comparación con la realidad de su ser y de su substancia. Así, pues, siendo nuestro entendimiento de suyo incapaz de contemplar a Dios en sí mismo tal como es, conoce al Padre del mundo a través de la belleza de sus obras y de la gracia de sus criaturas (De princ. 1,1,6).

Orígenes pone sumo cuidado en no atribuir a la Divinidad rasgos antropomórficos. Defiende la inmutabilidad de Dios, especialmente contra las nociones panteísta y dualista de los estoicos, gnósticos y maniqueos. Replicando a Celso, que acusaba a los cristianos de atribuir cambios a Dios, dice:

Me parece que di respuesta adecuada a estas objeciones cuando expuse en qué sentido se dice en la Escritura que Dios "desciende" a los asuntos humanos. Para ello no es necesario que Dios sufra una transformación, como cree Celso que afirmamos nosotros, o que cambie de bien a mal, de virtud a vicio, de felicidad a miseria, de óptimo a pésimo. Continuando inmutable en su esencia, desciende a los asuntos humanos por la economía de su providencia. Por consiguiente, demostramos que las Sagradas Escrituras representan a Dios como inmutable, con expresiones como éstas: "Tú eres el mismo" y "Yo no me mudo" (Ps. 101,27; Mal. 3,6); en cambio, los dioses de Epicuro, por estar compuestos de átomos y ser susceptibles de disolución a causa de su misma composición, se esfuerzan en eliminar los átomos que contienen gérmenes de destrucción. Pero aun el mismo dios de los estoicos, por ser corporal, cuando tiene lugar la conflagración del mundo, su esencia está enteramente compuesta por el principio regulador; pero en otras ocasiones, cuando se produce un nuevo reajuste de las cosas, vuelve a ser parcialmente corporal. En efecto, los mismos estoicos fueron incapaces de comprender la idea de la naturaleza divina, a la vez incorruptible, simple, sin composición e indivisible (Contra Cels. 4,14).

 

1. Trinidad

Orígenes usa con frecuencia el término trinidad (τριάς, In Ioh. 10,39,270; 6,33,166; In Ies. hom. 1,4,1). Refuta y rechaza la negación moda lista de la distinción de las tres divinas personas. ¿Orígenes fue subordinacionista? Unos lo afirman, mientras que otros lo niegan. San Jerónimo no duda en acusarle de subordinacionismo; en cambio, San Gregorio Taumaturgo y San Atanasio le consideran por encima de toda sospecha. Hay también autores modernos, como Regnon y Prat, que niegan que Orígenes incurriera en este error.

Según Orígenes, el Hijo procede del Padre, pero no por un proceso de división, sino de la misma manera que la voluntad procede de la razón:

Si el Hijo hace todo cuanto hace el Padre, se sigue que, puesto que el Hijo lo hace todo como el Padre, la imagen del Padre se halla formada en el Hijo, que ha nacido de El a manera de un acto de voluntad que procede de su inteligencia. Y por esto yo opino que la voluntad del Padre debe ser suficiente para hacer que exista lo que El quiere que exista. Porque, al querer, no hace otra cosa que proferir la decisión de su voluntad. Es así como es engendrada por El la existencia (subsistentia) del Hijo. Esto deben mantenerlo por encima de todo aquellos que no admiten que haya ningún ser ingénito, esto es, no nacido, a excepción solamente de Dios Padre... Así como el acto de voluntad procede de la inteligencia, sin que por esto le quite ninguna parte ni se separe o divida de ella, hay que suponer que de manera análoga el Padre engendró al Hijo, su propia imagen; o sea, así como El mismo es invisible por naturaleza, así también engendró una imagen que es invisible. El Hijo es Verbo. Por consiguiente, no debemos pensar que haya en El nada que pueda ser percibido por los sentidos. Es sabiduría, y en la sabiduría no cabe nada corpóreo. Es la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo; pero no tiene nada de común con la luz de nuestro sol. Nuestro Salvador es, pues, la imagen del Dios Padre invisible. Respecto del Padre es la verdad; respecto de nosotros, a quienes nos revela al Padre, es la imagen que nos lleva al conocimiento del Padre, a quien nadie conoce excepto el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiere revelárselo (De princ. 1,2,6).

Así, pues, Orígenes afirma de manera inequívoca que el Hijo no procede del Padre por división, sino por un acto espiritual. Y puesto que en Dios todo es eterno, se sigue que este acto de generación es también eterno: aeterna ac sempiterna generatio (In Ier. 9,4; De princ. 1,2,4). Por la misma razón, el Hijo no tiene principio. No hubo un tiempo en que El no fuera: ουκ εστίν ότε ουκ ην (De princ. l,2,9s; 2; 4,4,1; In Rom. 1,5). Casi da la impresión de que Orígenes está refutando anticipadamente la herejía arriana que defendía precisamente lo opuesto: Hubo un tiempo en que El no era, ην ότε ουκ ην. Lo mismo hay que decir respecto de la filiación de Cristo. No es per adoptionem s piritus filius, sed natura filius (De princ. 1,2,4). La relación, pues, del Hijo al Padre es la unidad de substancia. Dentro de este contexto, Orígenes acuñó la palabra que se hizo famosa en las controversias cristológicas y en el concilio de Nicea (325), ομοούσιος.

¿Qué otra cosa podemos suponer que es la luz eterna sino Dios Padre, de quien nunca se pudo decir que, siendo luz, su Esplendor (Hebr. 1,3) no estuviera presente con El? No se puede concebir luz sin resplandor. Y si esto es verdad, nunca hubo un tiempo en que el Hijo no fuera el Hijo. Sin embargo, no será, como hemos dicho de la luz eterna, sin nacimiento (parecería que introducimos dos principios de luz), sino que es, por decirlo así, resplandor de la luz ingénita, teniendo a esta misma luz como principio y como fuente, verdaderamente nacido de ella. No obstante, no hubo un tiempo en que no fue. La Sabiduría, por proceder de Dios, es engendrada también de la misma substancia divina. Bajo la figura de una emanación corporal, se le llama así: "Emanación pura de la gloria de Dios omnipotente" (Sap. 7,25). Estas dos comparaciones manifiestan claramente la comunidad de substancias entre el Padre y el Hijo. En efecto, toda emanación parece ser ομοούσιος, ο sea, de una misma substancia con el cuerpo del cual emana o procede (In Hebr. frg.24,359).

La doctrina del Logos de Orígenes representa un avance notable en el desarrollo de la teología y ejerció considerable influencia en la enseñanza de la Iglesia.

Un examen más detallado de su teología del Logos permite, sin embargo, distinguir en ella dos líneas de pensamiento. Una recalca la divinidad del Logos, mientras que la otra le llama "un segundo Dios," δεύτερος θεός (Contra Cels. 5,39; In Ioh. 6,39,202). Únicamente el Padre es la bondad original; el Hijo es la imagen de la bondad, εικών αγαθότητος (Contra Cels. 5,39; De princ. 1,2,13). Orígenes declara: "Desde el momento en que proclamamos que el mundo visible está bajo el poder del Creador de todas las cosas, afirmamos que el Hijo no es más poderoso que el Padre, antes bien inferior a El" (Contra Cels. 8,15). El Hijo y el Espíritu Santo son, para Orígenes, intermediarios entre el Padre y las criaturas:

Nosotros, que creemos al Salvador cuando dice: "El Padre, que me ha enviado, es mayor que yo," y por esta misma razón no permite que se le aplique el apelativo de "bueno" en su sentido pleno, verdadero y perfecto, sino que lo atribuye al Padre dando gracias y condenando al que glorificara al Hijo en demasía, nosotros decimos que el Salvador y el Espíritu Santo están muy por encima de todas las cosas creadas, con una superioridad absoluta, sin comparación posible; pero decimos también que el Padre está por encima de ellos tanto o más de lo que ellos están por encima de las criaturas más perfectas (In Ioh. 13,25).

Por este y otros pasajes parecidos se comprende sin dificultad que Orígenes fuera acusado de subordinacionismo. Es evidente que supone un orden jerárquico en la Trinidad y que coloca al Espíritu Santo en un rango inferior al del Hijo (De princ. praef. 4).

2. Cristología

Es interesante ver cómo Orígenes relaciona su doctrina del Logos con la del Jesús encarnado de los Evangelios. Introduce el concepto del alma de Jesús y ve en esta alma preexistente el lazo de unión entre el Logos infinito y el cuerpo infinito de Cristo:

Siendo esta substancia del alma intermediaria entre Dios y la carne — porque es imposible que la naturaleza de Dios se mezcle con un cuerpo sin un intermediario —, el Dios-Hombre (θεάνθρωπος) nace, como hemos dicho, haciendo de intermediaria esa substancia a cuya naturaleza no repugna asumir un cuerpo. Por otro lado, tampoco era contrario a la naturaleza de esta alma, como substancia racional que era, recibir a Dios, en quien había entrado ya totalmente, según dijimos arriba, así como en el Verbo, en la Sabiduría y en la Verdad. Ella, pues, merece también, juntamente con la carne que asumió, los nombres de Hijo de Dios, Poder de Dios, Cristo y Sabiduría de Dios, por cuanto que estaba toda entera en el Hijo de Dios o había recibido todo entero dentro de sí al Hijo de Dios (De princ. 2,6,3).

Orígenes es el primero en usar la expresión Dios-Hombre, θεάνθρωπος (In Ez. hom. 3,3), que sería incorporada definitivamente al vocabulario de la teología. Por lo que hace a la Encarnación, afirma que la carne en la que penetró esta alma de Cristo era ex incontaminata virgine assumpta et casta sancti spiritus operatione formata (In Rom. 3,8). Por su unión con el Logos, el alma de Cristo no podía pecar:

No cabe poner en duda que su alma fuera de la misma naturaleza que la de todos los demás. De no serlo de verdad, no se le habría podido llamar alma. Mas, correspondiendo a todas las almas el poder de escoger entre el bien y el mal, la de Cristo eligio el amor de la justicia, de manera que con toda la inmensidad de su amor se adhirió a ella irrevocablemente y sin separación posible, de modo que la firmeza de su intención, la inmensidad de su afecto y el ardor inextinguible de su amor anularon toda posibilidad de retroceder y cambiar. Lo que anteriormente dependía de la voluntad, quedó en adelante trocado en naturaleza por la fuerza de una larga costumbre. Debemos, por tanto, creer que en Cristo existió un alma humana y racional, sin que por ello hayamos de suponer que tuviera ninguna inclinación ni posibilidad de pecado (De princ. 2,6,5).

La unión de las dos naturalezas en Cristo es extremadamente estrecha, "porque el alma y el cuerpo de Jesús formaron, después de la oikonomia, un solo ser con el Logos de Dios" (Contra Ce/5. 2,9). Orígenes enseña la communicatio idiomatum, o el intercambio de atributos. Aun designando a Cristo con un nombre que denota su divinidad, se pueden predicar de El atributos humanos y viceversa:

Al Hijo de Dios, por quien fueron creadas todas las cosas, se le llama Jesucristo e Hijo del Hombre. Pues también se dice que el Hijo de Dios murió — precisamente por razón de aquella naturaleza que podía padecer muerte —. Lleva el nombre de Hijo del Hombre, de quien se anuncia que vendrá en la gloria de Dios Padre con los santos ángeles. Por esto, a través de toda la Escritura, a la naturaleza divina se aplican apelativos humanos, y se distingue a la naturaleza humana con títulos que corresponden a la dignidad divina (De princ. 2,6,3). Es mérito de Orígenes el haber enriquecido la cristología griega con las palabras physis, hypostasis, ousia, homousios theanthropos.

 

3. Mariología.

El historiador Sozomeno dice (Hist. eccl. 7,32: EG 866) que Orígenes aplicó a María el título de Θεοτόκος. No se encuentra en los escritos que de ιl se conservan; pero esta ausencia no debe maravillarnos, dado el naufragio que sufrió la producción literaria de Orígenes. La escuela de Alejandría llevaba mucho tiempo usando este título para expresar la maternidad divina de María, cuando en la primera mitad del siglo y fue atacado por unos y defendido por otros en las controversias nestorianas, hasta que lo definió el concilio de Efeso (431).

Orígenes enseña, además, la maternidad universal de María: "Nadie puede comprender el Evangelio (de San Juan) si no ha reclinado su cabeza sobre el pecho de Jesús y no ha recibido de El a María como madre" (In Ioh. 1,6).

 

4. Eclesiología.

Orígenes define a la Iglesia como el coetus populi christiani (In Ez. hom. 1,11), o el coetus omnium sanctorum (In Cant. 1), o la credentium plebs (In Ex. hom. 9,3) pero también ve en ella el Cuerpo místico de Cristo. Como el alma mora en el cuerpo, así el Logos vive en la Iglesia como en su cuerpo. El es el principio de su vida:

Decimos que las Sagradas Escrituras afirman que el cuerpo de Cristo, animado por el Hijo de Dios, es toda la Iglesia de Dios, y que los miembros de este Cuerpo — considerado como un todo — son los creyentes. De la misma manera que el alma vivifica y mueve al cuerpo — éste de suyo no tiene el poder natural de moverse que posee un ser vivo —, así también el Verbo, movido como se debe y animando a todo el Cuerpo, que es la Iglesia, mueve también a todos los miembros de la Iglesia, que de esta manera nada hacen sin el Verbo (Contra Cels. 6,48).

Orígenes es el primero en declarar que la Iglesia es la ciudad de Dios sobre la tierra (In Ier. hom. 9,2; In Ios. hom. 8,7). Por ahora vive codo a codo con el Estado. Siendo la ciudad de Dios, tiene un carácter ecuménico y sus leyes "están en armonía con el gobierno establecido en cada país" (Contra Cels. 4, 22). Al presente, la Iglesia es un estado dentro de otro estado, pero el poder del Logos que opera dentro de ella terminará imponiéndose al estado secular:

Afirmamos que el Verbo prevalecerá sobre toda la creación racional y transformará todas las almas en su propia perfección. En este estado, cada cual, usando únicamente su poder, escogerá lo que desea, y obtendrá lo que elija (Contra Cels. 8,72).

Iluminada por el Logos, la Iglesia se convierte en el mundo de los mundos (κόσμος του κόσμου, (In Ioh. 6,59,301.304).

Fuera de la Iglesia no puede haber salvación: Extra hanc domum, id est Ecclesiam, nemo salvatur (In Ios. hom. 3,5). Las doctrinas y leyes que Cristo trajo a la humanidad solamente se encuentran en la Iglesia, lo mismo que la sangre que derramó por nuestra salvación (ibid.). Por eso no puede haber fe fuera de esta Iglesia. La fe de los herejes no es fides, sino una credulitas arbitraria (In Rom. 10,5).

 

5. Bautismo y pecado original.

Orígenes es un testigo de la doctrina del pecado original y de la práctica del bautismo de los párvulos. Todo ser humano nace en pecado. Por eso la tradición apostólica ordena bautizar a los recién nacidos:

Si te gusta oír lo que otros santos dijeron acerca del nacimiento físico, escucha a David cuando dice: "Fui formado, así reza el texto, en maldad, y mi madre me concibió en pecado" (Ps. 50,7); demuestra que toda alma e nace en la carne lleva la mancha de la iniquidad y el pecado. Esta es la razón de aquella sentencia que hemos citado más arriba: Nadie está limpio de pecado, ni siquiera el niño que sólo tiene un día (Iob 14,4). ¿ A todo esto se puede añadir una consideración sobre el motivo que tiene la Iglesia para la costumbre de bautizar aun a los niños, siendo así que este sacramento de la Iglesia es para remisión de los pecados. Ciertamente que, si no hubiera en los niños nada que requiriera la remisión y el perdón, la gracia del bautismo parecería innecesaria (In Lev. hom. 8,3).

La Iglesia ha recibido de los Apóstoles la costumbre de administrar el bautismo incluso a los niños. Pues aquellos a quienes fueron confiados los secretos de los misterios divinos sabían muy bien que todos llevan la mancha del pecado original, que debe ser lavado por el agua y el espíritu (In Rom. com. 5,9: EH 249).

 

6. La penitencia y el perdón de los pecados.

Orígenes afirma en diferentes ocasiones que, estrictamente hablando, sólo hay una remisión de pecados, la del bautismo, porque la religión cristiana da la fuerza y la gracia para domeñar las pasiones pecaminosas (Exh. ad mart. 30). Hay, sin embargo, medios para obtener el perdón de los pecados cometidos después del bautismo. Orígenes enumera siete: el martirio, la limosna, perdonar a los que nos ofenden, convertir a un pecador (según Jac. 5,20), la caridad (según Lc. 7,47) y finalmente:

dura et laboriosa per poenitentiam remissio peccatorum, cum lavat peccator in lacrymis stratum suum et fiunt ei lacrymae suae panes die ac nocte, et cum non erubescit sacerdoti domini indicare peccatum suum et quaerere medicinam (In Lev. hom. 2,4).

Con otras palabras, Orígenes conoce una remisión de pecados que se obtiene mediante la penitencia y la confesión de los pecados ante un sacerdote. Este es quien decide si los pecados deben ser confesados en público o no:

Observa con cuidado a quién confiesas tus pecados; pon a prueba al médico para saber si es débil con los débiles y si llora con los que lloran. Si él creyera necesario que tu mal sea conocido y curado en presencia de la asamblea reunida, sigue el consejo del médico experto (In Ps. hom. 37,2,5).

Queda aún por aclarar la cuestión de si Orígenes creía que todos los pecados son perdonables. Hay un pasaje en su tratado Sobre la oración que parece indicar lo contrario: que los pecados capitales no pueden ser perdonados:

Yo no sé cómo algunos se arrogan un poder que excede al de los mismos sacerdotes (Ιερατική τάξις), probablemente porque no saben nada de la ciencia sacerdotal; se jactan de poder perdonar los pecados de idolatría, adulterio y fornicación, como si su oración en favor de quienes cometieron tales cosas pudiera perdonar hasta pecados mortales (De orat. 28).

Sin embargo, Orígenes no afirma aquí que tales pecados no puedan ser perdonados de ninguna manera, sino que no pueden ser perdonados por la sola oración, sin que el pecador haya sufrido antes la pena de una excomunión pública y de larga duración. Es verdad que el sacerdote no tiene el poder de perdonar un pecado capital con su oración, pero esto no significa que no pueda perdonar ese pecado después de convencerse de que Dios ha perdonado a un pecador que se ha sometido a pública penitencia. Esto lo dice Orígenes con toda claridad en otro lugar, donde afirma expresamente que todo pecado puede ser perdonado:

Los cristianos lloran como a muertos a los que se han entregado a la intemperancia o han cometido cualquier otro pecado, porque se han perdido y han muerto para Dios. Pero, si dan pruebas suficientes de un sincero cambio de corazón, son admitidos de nuevo en el rebaño después de transcurrido algún tiempo (después de un intervalo mayor que cuando son admitidos por primera vez), como si hubiesen resucitado de entre los muertos (Contra Cels. 3,50: EH 253).

 

7. Eucaristía.

En su Contra Celsum Orígenes escribe (8,33):

Damos gracias al Creador de todas las cosas y, con acción de gracias y oraciones (μετα ευχαριστία και ευχεις) por los beneficios que hemos recibido, comemos los panes que nos han sido presentados. Por la oración, estos panes se han convertido en un cuerpo santo, que santifica a los que lo reciben con sanas disposiciones.

Orígenes llama aquí al pan eucarístico "un cuerpo sagrado"; en otros pasajes habla claramente de la Eucaristía como del Cuerpo del Señor:

Vosotros que asistís habitualmente a los divinos misterios, cuando recibís el cuerpo del Señor, con qué precaución y reverencia lo guardáis, no sea que una partícula del mismo caiga al suelo y se pierda una parte del tesoro consagrado (consecrati muneris). Porque os creéis culpables, y con razón, si se pierde una partícula por vuestra negligencia (In Ex. hom. 13,3: EP 490).

Está persuadido del carácter sacrificial y expiatorio de la Eucaristía. Menciona la presencia de un verdadero altar: "Veis cómo no se rocían ya los altares con sangre de bueyes, sino que se consagran con la sangre preciosa de Cristo fin (In Iesu Nave 2,1). Es verdad que hay otros pasajes en los escritos de Orígenes en los que se da una interpretación alegórica al "cuerpo y a la sangre" del Señor en la Eucaristía: representan la enseñanza de Cristo con que se alimentan nuestras almas:

Ese pan que el Verbo Dios (Deus Verbum) dice ser su cuerpo, es la Palabra que alimenta las almas, el Verbo que procede del Verbo Dios (verbum de deo verbo procedens); es pan celestial, que está colocado encima de la mesa, del cual está escrito: Tú pones ante mí una mesa, enfrente de mis enemigos (Ps. 22,5). Y esa bebida que el Verbo Dios dice ser su sangre, es la Palabra que sacia e inebria los corazones de los que la beben; de la bebida de este cáliz está escrito: Qué bueno es tu embriagador cáliz (Ps. 22)... El Verbo Dios no llamó cuerpo suyo a aquel pan visible que tenía en sus manos, sino a la Palabra, en cuyo misterio debía romperse el pan. No llamó su sangre a aquella bebida visible, sino a la Palabra, en cuyo misterio se serviría esta bebida. Porque ¿qué otra cosa puede ser el cuerpo o la sangre del Verbo Dios, sino la palabra que alimenta y alegra los corazones? (In Matth. comm. ser. 85).

Sin embargo, estos pasajes no excluyen la interpretación literal que da en otras ocasiones. Afirma claramente que la sangre de Cristo se puede beber de dos maneras, "sacramentalmente" ( sacramentorum ritu) y "cuando recibimos sus palabras vivificantes" (In Num. hom. 16,9). Por otra parte, da a entender que la interpretación literal de la santa comunión es la interpretación comúnmente admitida en la Iglesia (κοινότερα), pero dice que es la manera de concebir de las almas simples (In Matth. 11,14), mientras que la interpretación simbólica es más digna de Dios y la que profesan los doctos (In Ioh. 32,24; In Matth. 86).

 

8. Escatología.

Lo más típico, sin duda, de la especulación teológica de Orígenes es su doctrina de la apocatástasis (αποκατάσταση), ο restauraciσn universal de todas las cosas en su estado original, puramente espiritual. Es una visión grandiosa, según la cual las almas de los que hayan cometido pecados aquí en la tierra serán sometidos a un fuego purificador después de su muerte, al paso que las almas de los buenos entrarán en el paraíso, en una especie de escuela en la que Dios resolverá todos los problemas del mundo. Orígenes no conoce un fuego eterno o el castigo del infierno. Todos los pecadores se salvarán; aun los demonios y el mismo Satanás serán purificados por el Logos. Cuando esto se haya realizado, ocurrirán la segunda venida de Cristo y la resurrección de todos los hombres, no en cuerpos materiales, sino espirituales, y Dios será todo en todos:

El fin del mundo y la consumación final serán cuando cada cual reciba el castigo que merecen sus pecados; ese momento, en el que Dios dará a cada uno lo que se merece, sólo El lo conoce. Nosotros, por cierto, creemos que la bondad de Dios, por medio de su Cristo, llamará a todas sus criaturas a un solo fin, aun a sus mismos enemigos, después de haberlos conquistado y sometido. Esto dice, en efecto, la Sagrada Escritura: "Oráculo de Yavé a mi Señor: ‘Siéntate a mi diestra, en tanto que pongo a tus enemigos por escabel de tus pies’" (Ps. 109,1) (De princ. 1,6,1).

Más fuerte que todos los males del alma es el Verbo y el poder de curación que en El reside. Esta curación El la aplica a cada uno, según el beneplácito de Dios. La consumación de todas las cosas es la destrucción del mal, mas no es nuestra intención hablar ahora de si resucitará o no nuevamente (Contra Cels. 8,72).

Pero cuando las cosas empiecen a acelerar su curso hacia la consumación, que las ha de reducir a la unidad, como el Padre y el Hijo son uno, es fácil entender, en consecuencia, que, donde todo es uno, ya no pueden existir diferencias. Por eso se dice también que el último enemigo, que se llama la muerte, será destruido, a fin de que no quede nada que sea objeto de tristeza, al no existir la muerte, ni diversidad, ni enemigo. La destrucción del último enemigo no quiere decir que su substancia, que fue formada por Dios, deba perecer, sino simplemente que sus designios y voluntad de perjudicar, que no vienen de Dios, sino de él mismo, serán Destruidos. Será destruido, pero no dejando de existir, sino dejando de ser enemigo y muerte. Porque nada hay imposible para el Omnipotente, y nada que el Creador no pueda curar. El hizo todas las cosas para que existieran, y lo que El creó para que existiera, no puede dejar de existir... Finalmente, los ignorantes e incrédulos suponen que nuestra carne, después de la muerte, será destruida, de tal manera que no quedará nada de su primera substancia. Nosotros, en cambio, que creemos en su resurrección, entendemos que por la muerte le sobreviene sólo un cambio, pero que su substancia sigue subsistiendo con toda certeza; que a su debido tiempo, por voluntad del Creador, volverá a la vida. Entonces se producirá en ella un segundo cambio, porque lo que antes fue carne [formada] del barro de la tierra, y fue luego disuelto por la muerte, convirtiéndose otra vez en polvo y cenizas, resucitará de la tierra, y después, según los méritos del alma que en ella mora, llegará a la gloría de un cuerpo espiritual.

Debemos, pues, pensar que toda esta substancia corporal nuestra será colocada en este estado cuando todas las cosas hayan sido reducidas a la unidad y Dios sea todo en todos. Todo esto, sin embargo, entendámoslo bien, no se llevará a cabo de repente, sino poco a poco y por grados, en el transcurso de siglos sin número ni medida. Este proceso de reforma se desenvolverá de manera imperceptible, individuo por individuo. Unos correrán hacia la perfección rapidísimamente, adelantándose a los demás; otros les seguirán de cerca, mientras que otros, finalmente, desde muy lejos. Así, siguiendo una serie interminable de seres en marcha, que, partiendo de un estado de enemistad, se reconcilian con Dios, le llegará el turno al último enemigo, que se llama la muerte, para que también él sea destruido, es decir, no sea ya más un enemigo. Por tanto, cuando todas las almas racionales hayan sido restituidas a este estado, la naturaleza de nuestro cuerpo quedará transformada en la gloría de un cuerpo espiritual (De princ. 3,6,4-6).

Yo pienso que, cuando se dice que Dios será "todo en todos," se quiere decir que El será "todo" en cada uno. Ahora bien, El será "todo" en cada uno de esta manera: todo lo que el alma racional, una vez purificada de todos los vicios y lavada de toda mancha de malicia, pueda sentir, o entender, o pensar, no será ya nada más que Dios. No verá más que a Dios, no pensará más que en Dios, no poseerá más que a Dios. Dios será la medida y la regla de todos sus movimientos: es así como Dios lo será "todo" para él. Porque allí no habrá ya más distinción entre el bien y el mal, puesto que el mal ya no existirá; Dios lo es todo para ella y junto a Dios no hay mal; no deseará comer del árbol de la ciencia del bien y del mal quien está siempre en posesión del bien y para quien Dios lo es todo.

Así, pues, una vez que el fin se haya convertido en principio y la terminación de las cosas sea nuevamente su comienzo, se restaurará aquel estado en que estaba la naturaleza racional cuando no tenía necesidad de comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Todo sentimiento de maldad será eliminado y lavado, quedando limpio y puro; entonces el que es único Dios bueno lo será todo para esa naturaleza racional; y esto no en éste o aquél, en pocos o en muchos, sino que El será "todo en todos" (De princ. 3,6,3).

Sin embargo, esta restauración universal (αποκατάσταση) no es el fin del mundo, sino solamente una fase transitoria. Por influencia de Platón, Orígenes enseñó que antes de que empezara a existir este mundo, existieron otros mundos, y cuando deje de existir, surgirán otros en sucesión ilimitada. Apostasía de Dios y retorno a Dios se van sucediendo ininterrumpidamente:

He aquí la objeción que suelen ponernos: "Si el mundo tuvo su principio en el tiempo, ¿qué hacía Dios antes de que el mundo fuera? Porque es impío y absurdo a la vez decir que la naturaleza de Dios estaba ociosa e inerte, o suponer que la bondad de Dios haya podido estar algún tiempo sin hacer el bien, y la omnipotencia sin ejercitar su poder." Esta es la objeción que comúnmente oponen a nuestra afirmación de que este mundo comenzó a existir en un momento dado y que, apoyándonos en la Escritura, calculamos también los años de su duración. No creo que ningún hereje sea capaz de responder con facilidad a estas objeciones de una manera conforme a sus opiniones. Nosotros, en cambio, podemos dar una respuesta lógica de acuerdo con los principios de la religión. Decimos, pues, que Dios no empezó a obrar solamente cuando hizo este mundo visible, sino que, así como después de la destrucción de este mundo habrá otro, creemos asimismo que existieron otros mundos antes del nuestro...

Hubo otros mundos antes que el nuestro y vendrán otros después. No se debe suponer, sin embargo, que existirán varios mundos simultáneamente, sino que después de este mundo tendrán su principio otros (De princ. 3,5,3).

Como lo demuestran los pasajes que acabamos de citar, Orígenes sacó la última conclusión de su concepto de criatura espiritual. La voluntad libre le permite apostatar del bien e inclinarse al mal siempre que quiera hacerlo. La recaída de los espíritus hace necesario un nuevo mundo corpóreo; de esta manera a un mundo sigue otro, y la creación del mundo viene a ser un acto eterno.

 

9. La preexistencia de las almas.

La doctrina de Orígenes sobre la preexistencia de las almas está íntimamente relacionada con su idea de la restauración universal (άποκοττάστασίς). este mundo visible le precedió otro. Las almas humanas preexistentes son espíritus que se separaron de Dios en el mundo anterior y, como consecuencia, se encuentran ahora encerrados en cuerpos materiales. Los pecados cometidos por el alma en el mundo precedente explican la diferente medida de gracias que Dios concede a cada uno y la diversidad de los nombres aquí abajo. Es interesante ver cómo Orígenes adapta a esta doctrina la etimología de la palabra psyché (ψυχή), que hace derivar de ψύχεσθαι, “enfriarse."

Tenemos que examinar si, por ventura, como ya dijimos que lo indicaba el mismo nombre, se llama ψυχή, es decir, alma, por haberse enfriado en el ardor de la justicia y por haber cedido en la participación del fuego divino, pero sin perder por ello la facultad de volver al estado de fervor en el que se hallaba en un principio. El profeta parece indicar un estado de cosas parecido, cuando dice: "Vuelve, alma mía, a tu quietud" (Ps. 114,7). De todo ello parece deducirse que el entendimiento (voυς), habiendo caído de su primer rango y dignidad, vino a hacerse y llamarse alma; y que, si se renueva y corrige, vuelve a ser entendimiento (νους).

De ser esto así, me parece que esta degeneración y caída del entendimiento (νους) no ha de entenderse igual en todos. Este cambiarse en alma se realiza en un grado mayor o menor, según los casos. Algunos entendimientos parecen conservar algo de su primitivo vigor; otros, por el contrario, no conservan nada o muy poco. De ahí viene el que algunos, desde el principio de su vida, se muestren activos e inteligentes, otros sean más tardos, y hay algunos que nacen totalmente obtusos y absolutamente incapaces de recibir instrucción (De princ. 2,9,3-4).

¿No es más razonable decir que cada alma, por ciertas razones misteriosas (hablo ahora según las doctrinas de Pitágoras, Platón y Empédocles, a quienes Celso cita con frecuencia), es introducida en un cuerpo, y que es introducida precisamente según sus méritos y según sus acciones pretéritas? (Contra Cels. 1,32).

 

10. La doctrina de los sentidos de la Escritura.

Para Orígenes, la Biblia no era solamente un tratado de dogma o moral, sino algo mucho más vivo, mucho más elevado, reflejo del mundo invisible. Su primer principio es que la Biblia es la Palabra de Dios, no una palabra muerta, encerrada en el pasado, sino una palabra viva, que se dirige directamente al ser humano de hoy. Su segundo principio es que el Nuevo Testamento ilumina al Antiguo y que, a su vez, no revela toda su profundidad más que a la luz del Antiguo. Es la alegoría la que determina las relaciones entre ambos Testamentos. Orígenes está convencido de que la inteligencia de las Escrituras es una gracia:

Está, en fin, la doctrina según la cual las Escrituras fueron compuestas por el Espíritu Santo y tienen, además del sentido que es obvio, otro que está escondido para la mayoría. Lo que está escrito es, en efecto, la forma exterior de ciertos misterios y la imagen de cosas divinas. Sobre este punto toda la Iglesia está de acuerdo: que toda la ley es espiritual, pero que no todos alcanzan a entender el sentido espiritual, sino solamente aquellos a quienes ha sido concedida la gracia del Espíritu Santo en la palabra de sabiduría y de ciencia (De princ. praef. 8).

En otro lugar distingue tres sentidos en la Escritura: el sentido histórico, el místico y el moral, que corresponden a las tres partes del ser humano, cuerpo, alma y espíritu, y a los tres grados de perfección (véase arriba, p.361). El sentido místico representa la significación universal y colectiva del misterio; el sentido moral, su significación interior e individual.

Orígenes defiende la inspiración estrictamente verbal de la Escritura (In Psalm. 1; In Ier. hom. 21,2), lo cual le obliga a menudo a recurrir a la interpretación simbólica para salvar las dificultades que presenta el sentido propiamente literal (De princ. 4,16). Llega a decir que en la Escritura "todo tiene un sentido espiritual, pero no todo tiene un sentido literal" (De princ. 4,3,5). Tenemos aquí el punto de partida de todas las exageraciones del alegorismo medieval. Orígenes, por influencia de las teorías de Filón, llega a veces a negar la realidad de la letra, de una manera que no se puede justificar. Ve un sentido espiritual en todos y cada uno de los pasajes de la Escritura. De esta manera, sus procedimientos de interpretación alegórica rayan a veces en lo fantástico.

 

3. Misticismo de Orígenes.

La doctrina espiritual de Orígenes recuerda muchas veces al lector el lenguaje y las ideas de San Bernardo de Claraval y de Santa Teresa de Avila. Es, efectivamente, uno de los grandes místicos de la Iglesia. Por desgracia, este aspecto de la enseñanza hablada y escrita de Orígenes ha sido muy descuidado y sólo recientemente empezó a llamar la atención. Es imposible hacerse una idea cabal de su doctrina y de su personalidad sin estudiar su misticismo y su piedad, que son las fuerzas que están latentes en su vida y doctrina.

 

1. Noción de la perfección.

Para entender su noción de la perfección es interesante recordar lo que dice en De princ. 3,6,1:

Al decir lo creó a imagen de Dios," sin hacer mención de "la semejanza," quiere indicar que el hombre en su primera creación recibió la dignidad de "imagen," pero que la perfección de "semejanza" le está reservada para la consumación de las cosas; es decir, que el hombre la tiene que adquirir por su propio esfuerzo, mediante la imitación de Dios; con la dignidad de "imagen" se le ha dado al principio la posibilidad de la perfección, para que, realizando perfectamente las obras, alcance la plena semejanza al fin del mundo.

Parece, pues, que, para Orígenes, el supremo bien consiste en "asemejarse a Dios lo más posible." Para lograr este fin, necesitamos la gracia de Dios juntamente con nuestros esfuerzos. El mejor camino hacia el ideal de perfección es la imitación de Cristo. Mas, así como no todos sus discípulos fueron llamados a ser Apóstoles, tampoco están invitados todos los seres humanos a entrar en el camino de la imitación de Cristo:

En cierto sentido, es verdad, todos los que creen en Cristo son hermanos de Cristo. Pero, en realidad, hermanos suyos solamente son los que son perfectos y le imitan, como aquel que dijo: "Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo" (1 Cor. 11:1; In Matth. comm. serm.73).

Nos hallamos aquí de nuevo con la distinción entre fieles comunes y almas escogidas o instruidas, que vimos en Clemente de Alejandría, maestro de Orígenes. En otras ocasiones compara a los que tienen esta vocación especial con los discípulos de Cristo, y los demás fieles con las turbas que escuchaban a Cristo:

La intención de los evangelistas era señalar por medio de la narración evangélica la distinción que existe entre los que vienen a Jesús. Unos forman la muchedumbre y no se les llama discípulos; los otros son los discípulos, que son superiores a la muchedumbre:... Está escrito que la muchedumbre estaba abajo, pero que los discípulos se acercaron a Jesús, que había subido a la montaña, adonde no era capaz de llegar la muchedumbre: "Viendo a la muchedumbre, subió a un monte; y cuando se hubo sentado, se le acercaron los discípulos; y abriendo su boca, los enseñaba diciendo: Bienaventurados los pobres de espíritu," etc. (Mt. 5,1-3). En otro lugar se dice también que, cuando la muchedumbre quería curaciones, "grandes muchedumbres le seguían y El los curaba" (Mt. 12,15). Pero no está escrito en ninguna parte que fueran curados los discípulos, porque quien es ya discípulo de Cristo, goza de buena salud, y, estando bien, no implora a Jesús como a médico, sino por otros poderes que El tiene... Por consiguiente, entre los que vienen al nombre de Jesús, unos conocen los misterios del reino de los cielos: son los discípulos; otros, que no han recibido esta ciencia, representan a la muchedumbre, y son considerados inferiores a los discípulos. Observa atentamente que fue a los discípulos a quienes dijo: "A vosotros os es dado conocer los misterios del reino de los cielos," mas refiriéndose a la muchedumbre: "A ellos no les es dado" (In Matth. comm. 11,4).

 

2. Conocimiento de sí mismo.

El primer paso que deben dar los que se han propuesto imitar a Cristo y tender a la perfección es conocerse a sí mismos. Es absolutamente indispensable saber qué es lo que debemos hacer, qué lo que debemos evitar, qué es lo que debemos mejorar y qué lo que debemos conservar:

Tómense estas consideraciones nuestras como dirigidas por el Verbo de Dios al alma en estado de progreso, pero que no ha llegado todavía a la cumbre de la perfección. Vistos sus progresos, se le dice que es bella; sin embargo, para que pueda llegar a la perfección, necesita recibir amonestaciones. Si no pretende conocerse a sí misma, según lo dicho más arriba, y si no se ejercita cuidadosamente en la palabra de Dios y en la ley divina, lo único que conseguirá será recoger opiniones de distintos maestros sobre cada uno de los puntos y seguir a hombres cuyas palabras no tienen valor ni provienen del Espíritu Santo... Es como si Dios hablara al alma desde dentro, como si ella estuviera ya en medio de los misterios. Mas, porque no se preocupa de conocerse a sí misma ni de averiguar qué es y qué debe hacer y cómo, y qué es lo que debe evitar, se dice a esta alma: Sigue tu camino, como un discípulo a quien despide su maestro por culpa de su pereza. Tan gran peligro es para el alma el dejar de conocerse y entenderse a sí misma (In Cant. 2,143-145).

 

3. La lucha contra el pecado.

El resultado de este conocimiento de sí mismo y de este examen de conciencia será reconocer que tenemos que tomar las armas contra el pecado, que nos impide llegar a la perfección. Esto significa la lucha contra las pasiones (πάθη) y contra el mundo, como causas del pecado. El fin que con esto se propone es la liberación total de las pasiones, la άπάθεια, la destrucciσn completa de las πάθη. Para lograr esto hay que practicar continuamente la mortificación de la carne. Esta lucha conduce a la renuncia del matrimonio. No es que Orígenes rechace el matrimonio, pero al que quiere ser verdadero imitador de Cristo recomienda el celibato y el voto de castidad:

Si le ofrecemos nuestra castidad, quiero decir, la castidad de nuestro cuerpo, recibiremos de El la castidad del espíritu... Este es el voto del nazareno, que es superior a los demás votos. Porque ofrecer un hijo o una hija, una ternera o una propiedad, todo esto es algo exterior a nosotros. Ofrecerse uno mismo a Dios y agradarle, no con méritos de otro, sino con nuestro propio trabajo, esto es más perfecto y sublime que todos los votos; el que esto hace es imitador de Cristo (In Num. hom. 24,2).

En alabanza de Cristo dice Orígenes que fue El quien trajo la virginidad al mundo. Ve en ella el ideal de la perfección, que consiste en castitas et pudicitia et virginitas (In Cant. 2,155).

Sin embargo, el imitador de Cristo debe practicar, además, el desprendimiento de su familia, de toda ambición mundana, de la propiedad. Únicamente así podrá vacare Deo, para hacer lugar a Dios en su corazón (In Ex. hom. 8,4,226,2s), sin lo cual no hay ascensión interior posible.

 

4. Los ejercicios ascéticos.

Un desprendimiento tan completo del mundo no puede adquirirse más que por la práctica del ascetismo durante toda la vida. Hacen falta frecuentes vigilias para dominar el cuerpo (In Ex. hom. 13,5; In Ios. hom. 15,3), ayunos severos para doblegarlo (Ps. 34,13). El estudio ininterrumpido, día y noche, de las Sagradas Escrituras debería ayudar a concentrarse en las cosas divinas (In Gen. hom. 10,3). Orígenes parece en esto el precursor del monaquismo. Lo es también por la insistencia con que recomienda la virtud de la humildad. En sus homilías exige al que quiere ser perfecto que se sienta el último de todos (In Ier. hom. 8,4), y declara que el orgullo es la raíz de todos los pecados y males, la causa de la caída de Lucifer (In Ez. hom. 9,2).

 

5. Los comienzos de la ascensión mística.

En su Homilía sobre los Números 27, Orígenes da una descripción interesante de las etapas de la ascensión interior. La ascensión empieza con el abandono del mundo, de su confusión y de su malicia. El primer progreso se consigue tan pronto como uno se da cuenta de que el ser humano vive en la tierra solamente de paso. Después de esta preparación es preciso luchar contra el diablo y los demonios a fin de conquistar la virtud. El tiempo de progreso es siempre un tiempo peligroso. Así, la llegada al mar Rojo señala el comienzo de las tentaciones. Después de haberlas atravesado con éxito, el alma no está aún libre, sino que le esperan nuevas pruebas. Son los sufrimientos interiores del alma, que acompañan a cada nueva etapa en la subida. Orígenes habla a menudo de la necesidad de tales tentaciones:

Si el Hijo de Dios, siendo el mismo Dios, se hizo hombre por ti y fue tentado, tú, que eres hombre por naturaleza, no tienes derecho a quejarte si fueres acaso tentado. Y si en la tentación imitares al que fue tentado por ti y vencieres toda tentación, tu esperanza reposará en aquel que entonces era hombre, pero dejó de serlo... Porque el que era en un tiempo hombre, después de haber sido tentado y después que el diablo se apartó de El hasta el momento de su muerte, al resucitar de entre los muertos, ya no muere más. Todo hombre está sujeto a la muerte; por lo tanto, este que ya no muere, no es ya hombre, sino Dios. Si, pues, es Dios el que en un tiempo fue hombre y es preciso que te hagas semejante a El, cuando seamos semejantes a El y le veamos tal como es, también tú llegarás necesariamente a ser dios en Cristo Jesús, a quien sea la gloría y el imperio por los siglos de los siglos (In Luc. hom. 29).

No obstante, cuanto más se multiplican los combates y las luchas, tanto mayor es el número de consolaciones que recibe el alma. Se siente invadida por una profunda nostalgia de las cosas del cielo y de Cristo, que le permite superar toda clase de tribulaciones. Recibe, además, el don de visiones. Orígenes habla de este don con tal claridad, que debió de aprender por propia experiencia su finalidad y valor. Las visiones consisten en iluminaciones que se tienen durante la oración o durante la lectura de la Escritura, y revelan misterios divinos. Cuanto más se eleva el alma, más crece también la importancia de estos favores espirituales, hasta que el alma llega al monte Tabor:

Pero no todos los que tienen vista son iluminados por Cristo en la misma medida: cada uno es iluminado en proporción a su capacidad de recibir la luz. Los ojos de nuestro cuerpo no reciben la luz del sol en la misma medida, sino que, cuanto más sube uno a las alturas, y cuanto más alto esté el punto desde donde contempla la salida del sol, tanto mejor percibe su luz y calor. Lo mismo acaece con nuestro espíritu: cuanto más alto suba y cuanto más se acerque a Cristo y se exponga al brillo de su luz, tanto más brillante y espléndidamente será iluminado por su claridad... Y si alguno es capaz de subir al monte con El, como Pedro, Santiago y Juan, no solamente será iluminado por la luz de Cristo, sino por la voz misma del Padre (In Gen. hom. 1,7).

El objeto de estas visiones es fortalecer el alma contra las aflicciones venideras: ut animae post haec pati possint acerbitatem tribulationum et tentationum (In Cant. 2,171). Son oasis en el desierto del sufrimiento y de la tentación. Orígenes no deja de precaver contra el peligro de prestar excesiva atención a estas experiencias de consuelo. También puede valerse de ellas el demonio: cavendum est et sollicite agendum, ut scienter discernas visionum genus (In Num. hom. 27,11).

 

6. La unión mística con el Logos.

La etapa siguiente es la unión mística del alma con el Logos. Orígenes explica esta situación por medio de dos símbolos. Habla primero del nacimiento de Cristo en el corazón del ser humano y de su crecimiento en el alma del hombre piadoso (In Cant. comm. prol. 85; In Ier. hom. 14,10). Pero prefiere la figura del matrimonio espiritual para expresar la relación que existe entre el alma y el Logos:

Consideremos el alma cuyo único deseo es unirse y juntarse con el Verbo de Dios y entrar en los misterios de su sabiduría y de su ciencia, como en el tálamo de un esposo celeste. A esta alma ya le han sido entregados sus dones, a manera de dote. Así como la dote de la Iglesia fueron los libros de la ley y de los profetas, hemos de pensar que, para el alma, los bienes matrimoniales son la ley natural, la razón y la libre voluntad. La enseñanza que recibió en su primera juventud por parte de guías y maestros le proporcionó estos bienes que constituyen su dote. Pero, al no encontrar en ellos la plena y completa satisfacción de su deseo y de su amor, niegue para que su inteligencia pura y virginal pueda recibir la luz de la iluminación y de la intimidad del mismo Verbo de Dios. Porque, cuando la mente está llena de la ciencia e inteligencia divinas sin intervención de hombre o de ángel, puede entonces pensar que está recibiendo los besos del mismo Verbo de Dios. Por estos besos y otros semejantes parece decir el alma a Dios en su oración: Que me bese con los besos de su boca. Mientras el alma era incapaz de recibir la enseñanza completa y substancial del mismo Verbo de Dios, recibía los besos de sus amigos, es decir, la ciencia de labios de sus maestros. Mas cuando empieza a ver por sí misma las cosas ocultas, a desenmarañar las cosas enredadas, a resolver los problemas complicados, a explicar las parábolas, los enigmas y las palabras de los sabios según un método justo de interpretación, entonces el alma puede creer que ha recibido ya los besos de su mismo esposo, esto es, del Verbo de Dios. El escritor dice besos, en plural, para hacernos comprender que el sacar a la luz cada uno de los sentidos ocultos es un beso del Verbo de Dios sobre el alma perfecta... Posiblemente se refería a esto mismo el espíritu profético y perfecto cuando decía: Abro mi boca y suspiro (Ps. 118,131). Por boca del esposo entendemos el poder con que ilumina la inteligencia. Dirigiéndole, como si dijéramos, unas palabras de amor, suponiéndola digna de recibir la visita de un ser tan excelente, le descubre todas las cosas ocultas y desconocidas. Este es el beso más verdadero, el más íntimo y el más santo que, según lo dicho, da el esposo, el Verbo de Dios, a su esposa, el alma pura y perfecta (In Cant. 1).

Orígenes habla de spiritalis amplexus (ibid. 1,2) y de vulnus amoris (In Cant. comm. prol. 67,7) en estas nupcias del Logos con el alma. Es particularmente interesante comprobar que la mística del Logos está íntimamente relacionada con un profundo misticismo de la Cruz y del Crucificado fin (In Ioh. comm. 2,8). Los perfectos deben seguir a Cristo hasta sus sufrimientos y su cruz. El verdadero discípulo del Salvador es el mártir, como prueba Orígenes en su Exhortatio ad martyrium. Para los que quieran imitar a Cristo, pero no pueden sufrir el martirio, queda la muerte espiritual de la mortificación y de la renuncia. Los dos, el mártir y el asceta, tienen un mismo ideal, la perfección de Cristo. Muchas de las opiniones de Orígenes fueron adoptadas por los primeros escritores monásticos. Ejerció una influencia profunda y duradera sobre el desarrollo de vida monástica posterior.

 

Ammonio.

Ammonio, que parece haber sido contemporáneo de Orígenes, fue el autor de un tratado sobre la Armonía entre Moisés y Jesús. Eusebio (Hist. eccl. 6,19,10) lo confundió con el neo-platónico Ammonio Saccas, y el mismo error cometió San Jerónimo (De vir. ill. 55). El tratado lo compuso probablemente para probar la unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento, que negaban muchas sectas gnósticas. Quizás haya que identificar a su autor con "Ammonio el Alejandrino," a quien menciona Eusebio, en su carta a Carpiano, como autor de un Diatessaron o Concordancia de los Evangelios, en la que se tomaba como base el texto de San Mateo. San Jerónimo (De vir. ill. 55) admite sin titubear esa identidad.

 

Dionisio de Alejandría.

El más célebre entre los discípulos de Orígenes fue Dionisio, de Alejandría. Cuando Orígenes abandonó Alejandría, le sucedió Heracles como jefe de la escuela catequística y, a la muerte de Demetrio, subió a la cátedra episcopal de Alejandría. Su sucesor en ambos cargos fue Dionisio (248-265). Sus padres eran paganos en buena posición económica. A la fe cristiana le llevaron, al parecer, su afán de lectura y su amor a la verdad, pues dice en una de sus cartas:

Yo también he leído los escritos y las tradiciones de los herejes, manchando mi alma durante algún tiempo con sus abominables pensamientos; pero de su lectura he sacado este provecho: el de refutarlos dentro de mí y odiarlos más que antes. Por cierto que un hermano, uno de los presbíteros, trató de disuadirme, temiendo que me. revolcara en el fango de su malicia y mi alma quedara manchada; como sentía que decía la verdad, el Señor me mandó una visión, que me fortaleció, y me llegó una voz, que dijo expresamente: "Lee todo lo que te venga a las manos, porque tú eres capaz de enderezar y probar todas las cosas; éste ha sido para ti desde el principio el motivo de tu fe" (Eusebio, Hist. eccl. 7,7,1-3).

Siendo ya obispo de la metrópoli egipcia, la persecución de Decio le obligó a emprender la fuga. Volvió a Alejandría después de la muerte del emperador; pero durante el reinado de Valeriano fue desterrado a Libia, y más tarde a Mareotis, en Egipto. Cuando se reincorporó a su sede, se produjeron nuevos disturbios: estalló una guerra civil, se declaró la peste, y cayeron sobre él nuevos infortunios. Murió durante el sínodo de Antioquía (264-265) de una enfermedad que le impidió asistir al mismo.

La posteridad le ha dado el sobrenombre de "Dionisio el Grande" por su valor y firmeza en medio de las luchas y adversidades de su vida. Fue un gran hombre de Iglesia; su influencia llegó mucho más allá de las fronteras de su diócesis. Fue, además, autor de un gran número de escritos que tratan de cuestiones tanto prácticas como dogmáticas. Sus cartas muestran que tomó parte activa en todas las grandes controversias doctrinales de su tiempo.

De sus numerosas obras nos quedan, desdichadamente, tan sólo pequeños fragmentos. La mayor parte de ellos los ha conservado Eusebio, que le dedicó casi todo el libro séptimo de su Historia eclesiástica.

 

Sus Escritos.

 

1. Sobre la naturaleza (Περί...).

En esta obra Dionisio refuta, en forma de carta dirigida a su hijo Timoteo, el materialismo epicúreo, que se basa en el atomismo de Demócrito, y demuestra la doctrina cristiana de la creación. Los fragmentos conservados por Eusebio en su Preparación al Evangelio (14,23-27) revelan que Dionisio conocía bien la filosofía griega y que era un escritor muy hábil. Habla de una manera muy persuasiva del orden del universo y de la existencia de la Providencia divina, en contra de la explicación materialista del mundo.

 

2. Sobre las promesas (Περί επαγγελιών).

Eusebio nos describe las circunstancias que dieron origen a los dos libros Sobre las promesas y su contenido:

Dionisio compuso, además, los dos libros Sobre las promesas. El tema se lo dio un obispo egipcio, Nepote. Este enseñaba que las promesas hechas a los santos en las divinas Escrituras deberían interpretarse más a la manera de los judíos e imaginaba que habría un milenio de goces corporales. En todo caso, creyendo poder confirmar su opinión con el Apocalipsis de Juan, había compuesto un libro sobre esta materia bajo el título de Refutación de los alegoristas. Dionisio ataca esta obra en sus libros Sobre las promesas; en el primero expone su opinión sobre a miel la cuestión, y en el segundo trata del Apocalipsis de Juan (Hist. eccl. 7,24,1-3).

El obispo Nepote mencionado aquí gobernaba la diócesis de Arsinoe. Se había servido del Apocalipsis de San Juan para apoyar sus doctrinas quiliastas, rechazando la interpretación alegórica de Orígenes. Este libro de Nepote tuvo un gran éxito, incluso después de su muerte, hasta el punto de "haber cismas y defecciones de iglesias enteras" (ibid. 7). Dionisio fue, pues, a Arsinoe y sostuvo una disputa sobre el problema milenarista:

Hice llamar a los presbíteros y doctores de los hermanos que están en los pueblos, y, en presencia de los hermanos que querían, les propuse hacer un examen público del libro. Ellos me trajeron este libro (el de Nepote) como un arma y una muralla inexpugnable. Me senté con ellos por tres días consecutivos, de la mañana a la noche, y traté de corregir lo que estaba escrito...

Al final, Coración, pastor y jefe de este movimiento, dijo que renunciaba a su partido, porque le habían convencido los argumentos en contra. Sin embargo, de regreso a Alejandría, Dionisio juzgó necesario completar aquella disputa con sus dos libros Sobre las promesas, a fin de contrarrestar toda influencia ulterior del libro de Nepote. Es interesante notar que en su refutación niega que el apóstol Juan sea el autor del Apocalipsis:

Que él [el autor del Apocalipsis] se llame Juan y que este libro haya sido escrito por un Juan, no lo niego. Estoy plenamente de acuerdo en que es obra de un hombre santo e inspirado de Dios. Lo que no aceptaré fácilmente es que sea el apóstol, el hijo de Zebedeo, el hermano de Santiago, de quien son el Evangelio llamado según Juan y la Epístola católica. En efecto, a juzgar por el carácter de cada uno y por el estilo de su lenguaje y por lo que se suele llamar composición del libro, conjeturo que no es el mismo. Pues el evangelista no pone su nombre en ninguna parte ni se anuncia a sí mismo en todo el Evangelio ni en la Epístola (Eusebio, Hist. eccl. 7,25,6-8).

 

3. Refutación y apología (Βιβλία ελέγχου καΐ απολογίας).

Esta obra, en cuatro libros, va dirigida a su homónimo en Roma el papa Dionisio (259-268), según nos informa Eusebio (Hist. eccl. 7,26,1). El Romano Pontífice había invitado al obispo de Alejandría a rendir cuenta de su fe trinitaria (ΑTΗΑNASIUS, Ep. de sent. Dion. 13). Dionisio contestó con su Refutación y apología, en la que demostraba su ortodoxia. Parece que sus explicaciones aquietaron los escrúpulos de Roma. No quedan más que fragmentos de esta obra en Eusebio (Praep. ev. 7,9) y Atanasio (De sententia Dionysii episc. Alex.). El nudo de la controversia era la relación entre el Padre y el Hijo. Sobre ella dice Dionisio en esta carta:

No hubo un tiempo en que Dios no fuera Padre. No es verdad que el Padre estuviera un momento privado de logos, de sabiduría y de poder, y que después engendrara al Hijo. Pero el Hijo no tiene de sí mismo su existencia, mas del Padre.

Siendo el resplandor de la luz eterna, también El es absolutamente eterno. Si la luz existe siempre, es cierto que su resplandor existe también siempre. En efecto, se reconoce la existencia de la luz por su resplandor, y es imposible que la luz no brille. Y séanos permitido recurrir una vez más a comparaciones. Si el sol existe, también el día; y si todo está oscuro, es imposible que el sol esté allí. Si, pues, el sol fuera eterno, el día no tendría fin; mas no es así, pues el día empieza con la salida del sol y se acaba con su puesta. Pero Dios es la luz eterna, que no ha tenido principio ni tendrá jamás fin. Por consiguiente, su resplandor es eterno y coexiste con El. Porque existe sin principio y es engendrado sin cesar, resplandece siempre delante de El. El es aquella Sabiduría que dice: "Estaba yo con El..., siendo siempre su delicia, solazándome ante El en todo tiempo" (Prov. 8,30).

Siendo, pues, eterno el Padre, también el Hijo es eterno, Luz de Luz. Porque donde hay uno que engendra, hay también uno que es engendrado. Y de no haber uno que es engendrado, ¿cómo y de quién podría ser Padre el que engendra? Pero ambos existen, y esto por siempre jamás. Si, pues, Dios es la Luz, Cristo es el Resplandor. Y puesto que El (Dios) es Espíritu — porque dice la Escritura "Dios es Espíritu" (lo. 4,24) —, a Cristo conviene llamar Aliento. En efecto, El es, dice, "el aliento del poder de Dios" (Sap. 7,25).

Añadamos que el Hijo único, que coexiste siempre con el Padre y está lleno del que es, existe desde el momento en que recibe su existencia del Padre.

Eusebio dice (Hist. eccl. 7,26,2) que Dionisio dedicó una obra Sobre las tentaciones a un tal Eufranor. De ella no conocemos más que el título.

 

4. La correspondencia.

Las cartas de Dionisio son una fuente importante para la historia de su vida y de su tiempo. Eusebio se sirvió de ellas con frecuencia en su Historia eclesiástica. No poseemos completas más que dos; de las otras quedan solamente fragmentos. Pero lo poco que queda basta para demostrar la gran influencia de su autor y la variedad de cuestiones por las que se interesó.

a) La carta a Novaciano. El cisma de Novaciano dio ocasión a varias de las cartas de Dionisio. En ellas instaba a Novaciano y a sus adeptos a que volvieran al seno de la Iglesia. Suplicaba a las autoridades que fueran benignos en su sentencia contra los que habían caído durante la persecución de Decio. Se conserva íntegra una breve carta dirigida a Novaciano, el antipapa, y merece la pena de ser citada:

Dionisio a Novaciano, su hermano, salud. Si fuiste descarriado contra tu voluntad, como dices, puedes probarlo volviendo por tu propia voluntad. Porque uno debería estar dispuesto a sufrirlo todo, sea lo que fuere, antes que desgarrar la unidad de la Iglesia de Dios, y no sería menos glorioso el dar testimonio para evitar el cisma que para no adorar los ídolos; yo creo que sería más glorioso. Porque, en este caso, uno da testimonio solamente por su propia alma, mientras que en el otro por toda la Iglesia. Y si tú pudieras ahora, por la persuasión o por la fuerza, inducir a tus hermanos a volver a la unión, tu reparación sería mayor que tu caída: ésta no se tendría en cuenta; en cambio, aquélla sería objeto de alabanza. Pero, si no puedes hacerlo porque ellos no te obedecen, salva tu propia alma. Pido a Dios que te Vaya bien en la paz del Señor (Eusebio, Hist. eccl. 6,45).

b) La carta a Basílides. La segunda carta que se ha conservado entera es una de las que escribió a Basílides, obispo de Pentápolis. Contesta a varias preguntas que el obispo le había dirigido sobre la duración de la Cuaresma y sobre las condiciones corporales que se requieren para la recepción de la Eucaristía. Se conserva en la colección Epístolas canónicas de la Iglesia griega, que constituye una de las fuentes del Derecho canónico oriental.

c) La carta a Fabio. Esta carta, dirigida a Fabio, obispo de Antioquía, es de particular interés para la historia de la penitencia y de la eucaristía. No queda más que un fragmento conservado por Eusebio. Dionisio trata en ella del debatido problema del perdón después de la apostasía durante la persecución. En el cuerpo de la carta dice lo siguiente:

Te expondré únicamente este ejemplo que ha ocurrido entre nosotros. Había entre nosotros un tal Serapión, anciano fiel, que durante mucho tiempo había vivido de modo irreprochable, pero había caído en la prueba. Este hombre pidió repetidas veces (el perdón de las culpas), pero nadie hacía caso de él, porque había sacrificado. Y, habiendo caído enfermo, estuvo durante tres días seguidos sin poder hablar y sin conocimiento. Al cuarto día se puso un poco mejor, y, llamando a su nieto, le dijo: "¿Hasta cuándo, hijo mío, me vais a retener? Apresuraos y absolved me pronto; llama a alguno de los presbíteros." Dicho esto, volvió a quedarse sin habla. El chico corrió a casa del presbítero. Era de noche, y el presbítero estaba enfermo. No podía salir; mas como yo había dado orden de que se perdonara a los que salían de esta vida, si lo pedían, y especialmente si lo habían suplicado antes, para que pudieran morir en la esperanza, dio al niño una pequeña porción de la Eucaristía, recomendándole que la empapara en agua y la dejara caer a gotas en la boca del anciano. El niño volvió a casa trayendo (la Eucaristía); cuando estaba ya cerca, antes de entrar, Serapión volvió en sí y dijo: "¿Ya has llegado, hijo? El presbítero no ha podido venir, pero tú haz de prisa lo que él te encargó, y déjame morir." El niño puso en agua (la Eucaristía) y la vertió en seguida en la boca del anciano. Este tragó un poquito e inmediatamente entregó su espíritu. ¿No es evidente que se conservó y permaneció vivo hasta que fue absuelto y que, una vez que sus pecados fueron borrados, se le puede reconocer (como cristiano) por todas las buenas obras que había hecho? (Eusebio, Hist. eccl. 6,44,2-6).

d) Cartas festales. Hasta el siglo IX, los obispos de Alejandría acostumbraban enviar cada año a todas las iglesias de Egipto un anuncio indicando la fecha de Pascua y del comienzo del ayuno preparatorio. Solía estar redactada en forma de carta pastoral exhortando a la comunidad a observar cuidadosamente la Cuaresma y el tiempo pascual. Dionisio de Alejandría es el primer obispo de quien se sabe que haya mandado una de estas cartas (Eusebio, Hist. eccl. 7,20):

Además de las cartas que hemos mencionado, Dionisio compuso también por aquel tiempo las cartas festales que aún se conservan; en ellas expresa en tono elevado conceptos y fórmulas solemnes sobre la festividad de la Pascua. Una de éstas la dirigió a Glavio, otra a Domicio y a Dídimo; en esta última propone un canon (de un ciclo) de ocho años y demuestra que no conviene celebrar la fiesta de Pascua sino después del equinoccio de primavera.

De estas cartas sólo quedan fragmentos. Vemos por ellos que, además de su objeto inmediato, Dionisio aprovechaba la ocasión para discutir importantes cuestiones eclesiásticas de aquel tiempo.

 

Teognosto.

Teognosto fue probablemente el sucesor de Dionisio el Grande como director de la escuela de Alejandría. La dirigió del año 265, poco más o menos, hasta 282. Eusebio y Jerónimo no lo mencionan, mas Focio (Bibl. cod. 106) da un resumen de su obra, las Ηyροtyposeis (Ύποτυπώσεις), y relaciona sus ideas con las de Orígenes:

Se leyó la obra de Teognosto de Alejandría titulada Los esquemas del Bienaventurado Teognosto de Alejandría, intérprete de las Escrituras. Comprende siete libros. En el primero trata del Padre, y se aplica a demostrar que El es el creador del universo, contra quienes suponen que la materia es coeterna con Dios; en el segundo expone argumentos para probar que es necesario que el Padre tenga un Hijo; hablando del Hijo, demuestra que es una criatura, que se encarga de los seres dotados de razón. Al igual que Orígenes, dice otras cosas por el estilo acerca del Hijo. Quizás lo haga seducido por la misma impiedad. Quizás (a lo que parece) por el deseo de salir en su defensa, presentando todos estos argumentos a manera de ejercicios retóricos, no como expresión de su verdadera opinión. También es posible, en fin, que se permita apartarse un poco de la verdad por consideración a la débil condición de su auditorio. Este ignora quizá totalmente los misterios de la fe cristiana y es incapaz de recibir la verdadera doctrina. Teognosto puede pensar que es más provechoso para el auditorio tener cualquier conocimiento del Hijo que no haber oído de El e ignorarlo completamente. En una discusión oral no parece absurdo o censurable usar de un lenguaje incorrecto; en ella dominan el juicio, la opinión y la energía del disputante. En cambio, en el discurso escrito, que debe presentar el rigor de una ley universal, el presentar, para disculparse, la manera en que acaba de defenderse la blasfemia, es una justificación muy débil. Como en el libro segundo, así también en el tercero, al tratar del Espíritu Santo, el autor aduce argumentos para probar la existencia del Espíritu Santo; pero, por lo demás, habla tan desatinadamente como Orígenes en sus Principios. En el libro cuarto dice análogos desatinos sobre los ángeles y demonios, atribuyéndoles cuerpos sutiles. En el quinto y sexto relata cómo se encarnó el Salvador, e intenta demostrar, a su manera, la posibilidad de la encarnación del Hijo. Aquí también divaga mucho, especialmente cuando se aventura a decir que nos imaginamos al Hijo, ora confinado en un lugar, otra en otro, y que es ilimitado únicamente en su energía. En el libro séptimo, titulado "Sobre la creación de Dios," discute otras cuestiones con profundo espíritu de piedad — especialmente hacia el fin de la obra, cuando habla del Hijo.

Su estilo es vigoroso y exento de superfluidades. Usa un lenguaje magnífico, comparable al ático ordinario, pero sin sacrificar su dignidad en aras de la claridad o de la propiedad.

De la descripción de Focio se ve claro que la obra de Teognosto era una especie de suma dogmática, que seguía la doctrina de Orígenes y especialmente su subordinacionismo. A excepción de un pequeño fragmento del libro segundo, que Diekamp descubrió en un manuscrito veneciano del siglo XIV, nada queda de las Hypotyposeis.

 

Pierio.

Pierio sucedió a Teognosto en la jefatura de la escuela de Alejandría. Según Eusebio (Hist. eccl. 7,32,27), fue "muy estimado por su vida de extremada pobreza y por sus conocimientos filosóficos. Se había ejercitado sobremanera en las especulaciones y explicaciones relativas a las cosas divinas y en la exposición que de ellas hacía a la asamblea de la iglesia." San Jerónimo nos da todavía más detalles sobre él:

Pierio, presbítero de la iglesia de Alejandría, durante el reinado de Caro y Diocleciano, cuando Teonas ejercía el episcopado en aquella misma iglesia, enseñó al pueblo con grande éxito. Adquirió tal elegancia de lenguaje y publicó tantos escritos sobre toda suerte de materias (que aún se conservan), que se le llamó Orígenes el Joven. Era muy notable por su austeridad, entregado a la pobreza voluntaria, y roto al arte de la dialéctica. Después de la persecución, pasó el resto de su vida en Roma. Queda un extenso tratado suyo Sobre el profeta Oseas, que, por razones internas, parece que lo pronunció con ocasión de la vigilia pascual (De vir. ill. 76).

El testimonio de Jerónimo que dice que pasó el resto de su vida en Roma no está en contradicción con los que afirman que sufrió por su fe en Alejandría. Focio, por ejemplo, dice: "Según algunos, sufrió martirio; según otros, pasó el resto de su vida en Roma después de la persecución" (Bibl. cod. 119). Probablemente ambas aserciones son verdaderas. Sufrió, pero no murió, durante la persecución de Diocleciano. Si escribió sobre la vida de Pánfilo, que murió el año 309, se supone que Pierio vivía aún en esa fecha.

 

Sus Obras.

En el pasaje arriba citado, San Jerónimo menciona "muchos tratados sobre toda clase de temas y cita especialmente el extenso tratado Sobre el profeta Oseas. Por "tratado" (trocla-tus) Jerónimo parece que entiende un sermón, puesto que dice que el tratado Sobre el profeta Oseas fue pronunciado en la vigilia pascual. Focio leyó una obra de Pierio que comprendía doce logoi; entre ellos menciona la homilía sobre Oseas; luego esta palabra significa también discursos u homilías:

Leed un discurso del presbítero Pierio, de quien se dice que sufrió martirio junto con su hermano Isidoro, y que fue quien enseñó teología al mártir Pánfilo y dirigió la escuela catequística de Alejandría. El volumen comprende doce logoi. El estilo es claro y brillante y, por decirlo así, espontáneo; no hay en él nada artificioso, sino que, como si fuera improvisado, fluye con suavidad, fina y delicadamente. La obra se distingue por su gran riqueza de argumentación. Contiene muchos elementos que son extraños a las actuales instituciones de la Iglesia, pero que están probablemente de acuerdo con ordenaciones más antiguas. Respecto del Padre y del Hijo, sus aserciones son ortodoxas, excepto cuando dice que hay dos substancias y dos naturalezas. Emplea estos términos (como lo indica el contexto) en el sentido de hipóstasis, mas no en el sentido dado por los secuaces de Arrio. Pero, respecto del Espíritu Santo, sus opiniones son peligrosas e impías. En efecto, afirma que su gloria es inferior a la del Padre y del Hijo. Hay un pasaje en el tratado titulado Sobre el Evangelio de San Lucas donde prueba que el honor y el deshonor de la imagen son el honor y el deshonor de su modelo. También se insinúa, de acuerdo con la idea de Orígenes, que las almas tienen una preexistencia. En su discurso Sobre Pascua y el profeta Oseas, el autor habla de los querubines hechos por Moisés y de la estela de Jacob; admite que fueron creados, pero desatina cuando dice que no tenían más que un ser "económico" (?) y que no tenían existencia real, a diferencia de otras criaturas. Dice, en efecto, que carecían enteramente de forma; en cambio, afirma absurdamente que tenían únicamente la apariencia de alas (Bibl. cod. 119).

San Jerónimo hace mención dos veces de la homilía Sobre el profeta Oseas. Y mientras en el De vir. ill. (76) afirma que la pronunció in vigilia paschae, en el prefacio a su Comentario sobre Oseas dice que la predicó Die vigiliarum dominicae passionis. Estas citas concuerdan con lo que dice Focio cuando habla de un logos Sobre Pascua y sobre el profeta Oseas. Era una larga homilía tenida antes de Pascua, como introducción al libro de Oseas, puesto que Felipe Sidetas la llama Sobre el comienzo de Oseas (Ets την αρχήν του Ώσηέ). El mismo Felipe menciona otras tres obras de Pierio Sobre el Evangelio de Lucas, Sobre la Madre de Dios y La vida de San Pánfilo (Εις το κατά Λουκαν, Περί της Θεοτόκου, Εις τον βίον του αγίου Παμφίλου). Las dos primeras pertenecen con toda probabilidad al mismo grupo de homilías, y la última debió de ser un panegírico de su discípulo el mártir Pánfilo.

 

Pedro de Alejandría.

Pedro fue elevado a la silla de Alejandría hacia el año 300, seguramente después de haber sido director de la escuela catequética de aquella ciudad. Abandonó su diócesis durante la persecución de Diocleciano y murió mártir hacia el año 311. Eusebio le dedica un elogio muy grande:

Después que Teonas ejerció el ministerio durante diecinueve años, le sucedió Pedro en el episcopado de Alejandría. También éste se distinguió de una manera especial durante doce años enteros; no hacía todavía tres años que regía la iglesia, cuando empezó la persecución; durante el resto de sus días llevó una vida de severa ascesis y se ocupó, sin disimulo, del bien general de las iglesias. Por esta razón, el año noveno de la persecución fue decapitado y se vio condecorado con la corona del martirio (Eusebio, Hist. eccl. 7,32.31).

En su ausencia, Melecio, obispo de Licópolis, invadió su iglesia y las diócesis de cuatro obispos más que habían sido encarcelados durante la persecución. Se arrogó todos los derechos episcopales, como ordenar, etc. En un sínodo celebrado en Alejandría el año 305 ó 306, Pedro depuso al usurpador "después de haberle declarado reo de muchos crímenes, especialmente de haber sacrificado a los dioses" ( ATANASIO, Apol. c. Arianos 59). Melecio provocó entonces el cisma que lleva su nombre, y que duró varios siglos. Se constituyó en campeón del rigorismo y fundó "la iglesia de los mártires." El concilio de Nicea tampoco logró la reconciliación de esta secta. Arrio, que era también meleciano, halló entre los adeptos de esta secta sus discípulos más fervientes.

 

Sus Escritos.

Eusebio no dice nada de los escritos de Pedro, probablemente porque éste era antiorigenista. Por desgracia, quedan tan sólo pequeños fragmentos de sus cartas y tratados teológicos.

 

1. Sobre la divinidad (Περί Θεοτητος)

Las actas del concilio de Efeso (431) contienen tres citas de la obra de Pedro Sobre la divinidad. Según estos fragmentos, Pedro escribió esta obra para probar, contra el subordinacionismo, que Jesucristo es verdadero Dios. "El Verbo se hizo carne," dice uno de los fragmentos, "y fue hallado semejante y un hombre, pero sin haber abandonado su divinidad."

 

2. Sobre la venida del Salvador (Περί τής σωτήροιας ημών Επιδημία)

Leoncio de Bizancio cita un pasaje del tratado de Pedro Sobre la venida del Salvador, que subraya las dos naturalezas en Cristo:

Estas cosas y otras semejantes, y todas las señales que mostró, y sus milagros, prueban que era Dios hecho hombre. Ambas cosas, pues, se demuestran: que era Dios por naturaleza y que era hombre por naturaleza (LEONT., Contra Néstor, et Eutych. 1).

Es posible que este tratado sea el mismo tratado Sobre la divinidad.

 

3. Sobre el alma.

El mismo Leoncio cita, en su obra Contra los monofisitas, dos pasajes del primer libro de un escrito de Pedro en el que combatía la doctrina origenista de la preexistencia del alma y de su encarcelamiento en el cuerpo por un pecado cometido anteriormente. El autor dice "que el hombre no fue formado por la unión del cuerpo con cierto tipo preexistente. Pues si la tierra, al mandato del Creador, produjo los demás animales dotados de vida, con mucha mayor razón el polvo, que Dios tomó de la tierra, debió de recibir una energía vital de la voluntad y de la operación de Dios." La doctrina de la preexistencia de las almas "viene de la filosofía de los griegos y es ajena a cuantos desean vivir piadosamente en Cristo." De todo esto se deduce que Pedro compuso un tratado sobre este tema, que constaba por lo menos de dos libros e iba dirigido contra los principios básicos del sistema de Orígenes.

 

4. Sobre la resurrección (Περί αναστάσεως)

Quedan siete fragmentos siríacos de su obra Sobre la resurrección. También ésta, probablemente, era una refutación de Orígenes, pues insiste en la identidad del cuerpo en la resurrección con el de la vida actual, doctrina negada por Orígenes.

 

5. Sobre la penitencia (Περί μετανοίας)

La colección de leyes de la Iglesia Oriental ha conservado catorce cánones del tratado de Pedro Sobre la penitencia, que se ha perdido y se conoce comúnmente bajo el nombre de Epístola canónica. La frase con que empieza el primero de estos cánones: "Como sea que la cuarta Pascua de la persecución está por llegar," nos permite datar la carta en el año 306. Indica, además, que se trata, probablemente, de una carta pascual. Las prescripciones se refieren a los que hacen penitencia por haber negado su fe durante la persecución. Los apóstatas están divididos en varias clases. Para los que cedieron sólo después de horribles torturas y graves aflicciones, él tiempo transcurrido es penitencia suficiente y deben ser admitidos a la comunión. Los que cayeron sin tortura deben hacer penitencia durante un año más. Los que apostataron espontáneamente, sin haber sido sometidos al potro ni haber sido encarcelados, deben continuar haciendo penitencia durante cuatro años más. Los cánones hablan también de los que escaparon de la persecución con fraude, ya sea procurándose certificados falsos, ya mandando en su lugar a paganos amigos, ya hasta obligando a sus esclavos cristianos a presentarse en su lugar. No aprueban a los que se presentaron espontáneamente a las autoridades y buscaron el martirio, por haber obrado imprudentemente y en contra del ejemplo del Señor y de los Apóstoles. Pero en ninguno de los cánones se difiere la reconciliación hasta el día de la muerte, como se hiciera anteriormente (véase p.403s).

 

6. Sobre la Pascua (Περί του πάσχα).

Por un fragmento de una crónica alejandrina sabemos que Pedro dedicó a un tal Tricenio un tratado Sobre la Pascua. Es posible que esta obra sea también una carta pascual dirigida a un obispo egipcio de ese nombre. En algunos manuscritos de su obra Sobre la penitencia, al canon 14 sigue otro titulado "Del tratado Sobre la Pascua, del mismo autor." Se refiere al ayuno en los días cuarto y sexto de la semana.

 

7. La carta a los alejandrinos sobre Melecio.

Se conserva una breve carta en la que Pedro pone a los fieles de su diócesis en guardia contra Melecio. Debió de escribirla poco después de haber comenzado la persecución. Tiene una gran importancia para la historia del cisma de Melecio:

Pedro, a los amados hermanos establecidos en la fe de Dios, paz en el Señor. He descubierto que Melecio no obra en ningún modo por el bien común. No ha quedado satisfecho con la carta de los santísimos obispos y mártires, sino que, invadiendo mi iglesia, ha osado intentar separar de mi autoridad a los presbíteros y a los que tienen el cuidado de visitar a los pobres. Y, dando prueba de su ambición, ha ordenado a varios, por su cuenta, en la prisión. Prestad, pues, atención a esto y no tengáis comunión con él, hasta que yo me encuentre con él en compañía de algunos hombres prudentes y sabios y vea cuáles son los planes que ha concebido. ¡Que os vaya bien!

La "carta de los santísimos obispos y mártires" que aquí se menciona fue escrita por los cuatro obispos egipcios, Hesiquio, Pacomio, Teodoro y Fileas, y estaba dirigida a Melecio. En ella protestaban violentamente contra las ordenaciones hechas por Melecio en sus iglesias. También se conserva este documento; su texto fue descubierto por Scipio Maffei, juntamente con la epístola precedente de Pedro, en un viejo manuscrito del Capítulo de Verona.

Las Actas del martirio de San Pedro de Alejandría se conservan en griego, latín, siríaco y copto. Ninguna de estas versiones es un relato auténtico de su muerte, sino leyendas posteriores.

 

Hesiquio.

Es interesante saber que, durante el siglo IV, las iglesias de Egipto y de Alejandría no siguieron la redacción de los Setenta hecha por Orígenes, sino la de Hesiquio (JERÓNIMO, Praef. in Paral.; Adv. Ruf. 2,27). Jerónimo critica severamente esta ultima versión y acusa a su autor de haber hecho interpolaciones en el libro de Isaías (Com. in Is. ad 58,11). En otro lugar (Praef. in Evang.) habla de sus falsas adiciones al texto bíblico. El Decretum Gelasianum hace alusión a los "Evangelios que falsificó Hesiquio" y los llama "apócrifos."

Así, pues, Hesiquio debió de hacer una revisión de los Setenta y de los Evangelios, probablemente hacia el año 300. Si su edición estuvo en uso en Alejandría y en Egipto, su autor seria, sin duda, de origen alejandrino. No se sabe con certeza si se trata del mismo Hesiquio que, junto con otros tres obispos, dirigió una carta a Melecio y murió mártir en la persecución de Diocleciano (véase arriba, p.412).

 

La Constitución Eclesiástica de los Apóstoles.

La Constitución eclesiástica de los Apóstoles, que data probablemente de principios del siglo IV, es una fuente valiosísima para el Derecho eclesiástico. Se desconoce el autor y el lugar de origen. Parece que fue compuesta en Egipto, aunque algunos piensan que proviene de Siria. J. W. Bickell publicó por vez primera el texto original griego el año 1843. Le dio el nombre de la Constitución eclesiástica de los Apóstoles. Hay razones para creer que su verdadero título era Cánones eclesiásticos de los Santos Apóstoles.

El pequeño tratado está dirigido a "los Hijos y a las Hijas" y pretende haber sido escrito por los doce Apóstoles por mandato del Señor. La primera parte contiene preceptos morales (4-14); la segunda (15-29), la legislación canónica. Los preceptos morales se presentan en el marco de una descripción de las dos vías, la del bien y la del mal. La primera parte no es más que una adaptación de la sección correspondiente de la Didaché (1-4) a la situación eclesiástica más desarrollada del siglo IV. La segunda parte da normas para la elección de obispos, presbíteros, lectores, diáconos y viudas. El prestigio de que gozó esta Constitución eclesiástica de los Apóstoles en Egipto invita a pensar que proviene de allí.

Sólo un manuscrito contiene el texto íntegro del original griego, el Codex Vindobonensis hist. gr. olim 45, nunc 7, saec. XII. Un extracto de la primera parte se encuentra en el Codees Mosquensis bibl. S. Synodi 124, saec. X, y en otros tres códices posteriores. Las versiones latinas, siríacas, copta, árabe y etiópica dan testimonio también de la reputación de que gozó la constitución eclesiástica de los Apóstoles.