Novo Millennio Ineunte
DPE
 

El día 6 de Enero del año 2001, el Papa Juan Pablo hizo pública la Carta Apostólica "Sobre el Nuevo Milenio naciente". Para la pastoral tiene gran importancia por marcar unas líneas programáticas.

En la Introducción, el Santo Padre recuerda con gratitud el pasado (nn. 1-2), y desea mirar al futuro para saber traducir el tesoro de la gracia del Jubileo 2000, en objetivos y líneas de acción concretas (n. 3)

La primera parte de la Carta nos habla de la herencia del gran jubileo. El Papa subraya, como hechos destacados del Año de Gracia, la purificación de la memoria, y la petición de perdón, personal y comunitariamente (n. 6); el redescubrimiento de la preciosa memoria de los testigos de la fe, especialmente del s. XX (n. 7); la necesidad de que la Iglesia peregrina redescubra sus orígenes apostólicos (n. 8); y una renovación del compromiso apostólico con los más necesitados y alejados de la Iglesia (nn. 9-16).

En un segundo capítulo, el Papa nos habla de la identidad cristiana, que es tanto como hablar de un rostro para seguir contemplando. Ser cristianos es exclamar, como un día los discípulos, "Queremos ver tu rostro" (Jn 12,21). ¿Dónde lo contemplaremos?; en la Sagrada Escritura, principalmente en los Evangelios (nn. 17-18); en el camino existencial, desde la fe, alimentado por el silencio y la oración (nn. 19-20); en la profundidad del misterio encarnado: "El Verbo se hizo carne". Jesús es el Nuevo Adán que nos introduce en el misterio profundo de la vida trinitaria (nn. 21-24); en el rostro del hermano doliente ("Misterio en el misterio"), siguiendo el ejemplo de los santos capaces de dar sentido a las "noches oscuras" (nn. 25-27); finalmente, en la experiencia viva del resucitado, como los Apóstoles y Pablo (n. 28).

Un tercer capítulo, titulado caminar desde Cristo, se centra en la forma de vida coherente que debe llevar un cristiano, respondiendo a la pregunta "¿Qué hemos de hacer, hermanos?" (Ac 2,37). El Papa nos recuerda que no hay fórmulas mágicas pastorales para los grandes retos de nuestro siglo. No será una fórmula la que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que nos infunde: "Yo estoy con vosotros hasta el fin de los tiempos". No se trata de inventar un nuevo programa. Ya existe: el del Evangelio y la Tradición Viva: se centra en Cristo mismo, para vivir en El la vida trinitaria y transformar con Él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste.

Es un programa que no cambia al variar tiempos y culturas, aunque tiene muy en cuenta dichos tiempos y culturas para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Es necesario formular orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad, de cada Iglesia local (n. 29). El Papa se atreve a señalar, como punto de referencia y orientación común, algunas prioridades pastorales desde la experiencia misma del Gran Jubileo:

a) Santidad: la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la santidad (como recordó el Vaticano II en LG: "vocación universal a la santidad"). Se trata de vivir en radicalidad el Bautismo: vida trinitaria y compromiso eclesial (n. 30). Poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias. Significa expresar la convicción de que si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial (n. 31). Debemos fomentar una pedagogía de la santidad a todos los niveles y para todos los estados de vida y vocaciones.

b) Oración: La pedagogía de la santidad requiere el arte de la oración. En la oración se experimenta un diálogo personal con Cristo. Es el alma de la vida cristiana y una condición para toda pastoral auténtica (n. 32). La necesidad de orar se ha convertido en un verdadero signo de los tiempos. La gran tradición mística, tanto en Oriente como Occidente, muestra cómo es un diálogo de amor hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el Amado, gracias al impulso del Espíritu y al abandono filial en el corazón del Padre. Es un camino sostenido enteramente por la gracia, en el que incluso hay noches oscuras (purificaciones), pero que llevan al gozo indecible de la unión esponsal. Nuestras comunidades deben llegar a ser auténticas escuelas de oración (plegaria de ayuda, acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el "arrebato del corazón"). Una oración intensa que no aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón a Dios, se abre a los hermanos (n. 33). Particularmente están llamadas a la oración las vocaciones de especial consagración (n. 34). La educación en la oración debe convertirse en un punto determinante de toda programación pastoral.

c) Eucaristía dominical: La Eucaristía deber ser, para cada bautizado, el centro del domingo. No es sólo cumplir un mandamiento, sino necesidad de vida cristiana consciente y coherente. Al celebrarse en comunidad, es un antídoto contra la dispersión. Por eso, el día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia (nn. 35-36).

d) Sacramento de la reconciliación: se pide renovada valentía pastoral para que la pedagogía cotidiana de la comunidad cristiana sepa proponer de manera convincente y eficaz la práctica del sacramento de la reconciliación. Es necesario que los Pastores tengamos mayor confianza, creatividad y perseverancia en presentarlo y valorarlo. ¡No podemos rendirnos ante la crisis contemporánea! (n. 37).

e) Primacía de la gracia. Hay una tentación en la vida espiritual y pastoral: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente Dios nos pide una colaboración real con su gracia y nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en la causa por el Reino, pero sin olvidar "que sin Cristo no podemos hacer nada" (Jn 15, 5). Esto significa, de nuevo, un acto de fe en el valor de la oración (n. 38).

f) Escucha de la Palabra: es preciso consolidar y profundizar la pastoral bíblica, particularmente entre las familias, para que se practique la lectio divina; la cual descubre la Palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia (n. 39).

g) Anuncio de la Palabra: alimentarnos de la Palabra para ser servidores de la Palabra. Es preciso practicar la inculturación ("Hacerse todo a todos para salvar a toda costa a algunos", 1 Cor 9, 22), particularmente entre los jóvenes (n. 40). La Iglesia ha encontrado siempre en sus mártires una semilla de vida. También en nuestro siglo nos ha "allanado" el camino del futuro (n. 41).

La tercera y última parte del documento papal habla de la misión o acción pastoral, y se titula Ser testigos del amor. Éstas son las claves importantes:

a) Espiritualidad de comunión: debemos realizar la comunión de amor (ágape), para que la Iglesia se manifieste como lo que es: sacramento de la íntima unión entre Dios y los hombres, y de los hombres entre sí (LG 1) (n. 42).

Tenemos que hacer de la Iglesia la casa y la escuela de comunión. Antes de programar iniciativas concretas, promover una espiritualidad de la comunión. Significa una mirada del corazón hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros y cuya luz debe ser reconocida también en el rostro de los hermanos. Significa, además, sentir al hermano inserto en el Cuerpo místico de Cristo, "como uno que me pertenece" y con el que debo compartir alegrías y sufrimientos. Significa, ante todo, ver lo que hay de positivo en el otro para acogerlo y valorarlo como don de Dios: "un don para mí", además de serlo para el hermano. Significa, finalmente, dar espacio al hermano llevando mutuamente la carga de los otros (Gál 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas (n. 43).

Debemos valorar y desarrollar los ámbitos e instrumentos de comunión: ministerio petrino, colegialidad episcopal, Sínodos, Conferencias Episcopales, relaciones obispos-presbíteros, Curias, Consejos presbiterales y pastorales (que no se inspiran en los criterios de la democracia parlamentaria, puesto que actúan de manera consultiva y no deliberativa, sin perder por ello su significado e importancia). La espiritualidad de la comunión da un alma a la estructura institucional-jurídica, desde una llamada a la confianza y apertura, que responde a la dignidad de cada miembro del Pueblo de Dios (n. 45).

b) Variedad de vocaciones: la comunión y la unidad no son uniformidad, sino integración orgánica de legítimas diversidades y vocaciones. Junto con el ministerio ordenado, pueden florecer otros ministerios instituidos o simplemente reconocidos. Se debe realizar un esfuerzo en una pastoral vocacional en favor de las vocaciones al sacerdocio y a la vida de especial consgración, sin olvidar la vocación propia de los laicos. Tiene mucha importancia para la comunión promover las diversas realidades de asociación, en sus modalidades tradicionales y en las más nuevas como los movimientos eclesiales (n. 46). Una especial atención a la pastoral familiar, y una llamada a que la familia sepa defender sus derechos y mantenga una eficaz presencia eclesial y social (n. 47).

c) El campo ecuménico: la comunión se debe promover también en el campo ecuménico. La invocación "ut unum sint" es imperativo que nos obliga, fuerza que nos sostiene y saludable reproche por nuestra desidia y estrechez de corazón. Miramos con esperanza a las Iglesias de Oriente. Con idéntico esmero debe cultivarse el diálogo ecuménico con la Comunión anglicana y con las Comunidades nacidas de la Reforma (n. 48).

d) Apostar por la caridad: a partir de la comunión intraeclesial la caridad se abre por su naturaleza al servicio universal, proyectándose en la práctica de un amor activo y concreto con cada ser humano. Debemos descubrir a Cristo sobre todo en el rostro de aquellos con los que El mismo ha querido identificarse (Mt 25, 35). No es una simple invitación a la caridad, sino una página de cristología. Sobre esta página la Iglesia comprueba su fidelidad como Esposa de Cristo, no menos que sobre el ámbito de la ortodoxia. Nadie puede ser excluido de nuestro amor desde el momento en que con la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a cada hombre (GS 22). Según el Evangelio, en la persona de los pobres hay una presencia especial de Jesús, que impone a la Iglesia una opción preferencial por ellos. Mediante esta opción se testimonia el amor de Dios, su providencia, su misericordia y se siembran todavía en la historia aquellas semillas del Reino que Jesús dejó en su vida terrena cuando atendía a todos los que acudían a El (n. 49).

Ante las pobrezas persistentes, y las nuevas pobrezas, es la hora de una nueva "imaginación de la caridad" que promueva no sólo la eficacia de las ayudas prestadas, sino la capacidad de hacernos cercanos y solidarios con quien sufre para que el gesto de ayuda sea sentido no como limosna humillante, sino como un compartir fraterno. Tenemos que actuar de tal manera que los pobres, en cada comunidad cristiana, se sientan como en su casa. Sin esta forma de evangelización, el Evangelio corre el peligro de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de las palabras al que nos somete la comunicación cada día. La caridad de las obras corrobora la caridad de las palabras (n.50). Un gesto concreto: una vez cubiertos los gastos del Jubileo, las limonas sobrantes, el Papa ha querido destinarlas a obras de caridad (n. 53).

e) Otros retos actuales: no podemos quedar al margen ante el desequilibrio ecológico, los problemas de la paz amenazada, o el vilipendio de los derechos fundamentales de la persona. Aunque parezca impopular, la intervención de la Iglesia, tenemos que comprometernos en la defensa del respeto a la vida de cada ser humano o en subrayar las exigencias éticas en medio de las nuevas potencialidades científicas. La caridad se convierte, así, en un servicio a la cultura, política, economía o familia (n. 51). Serán los laicos los principales protagonistas siguiendo la doctrina social de la Iglesia. La vertiente ético-social es una dimensión imprescindible del testimonio cristiano. Se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de la caridad, con la lógica de la Encarnación y con la misma tensión escatológica, que no aparta de la tarea de construcción de un mundo nuevo (GS 34) (n. 52).

f) Diálogo y misión: es necesario el diálogo interreligioso para proponer una firme base de paz y alejar las amenazas de guerras de religión (n. 55). El diálogo no se basa en la indiferencia religiosa, sino en el anuncio a todos, con el mayor respeto a la libertad de cada uno, del don de la revelación del Dios-Amor (Jn 3,16). Este diálogo no sustituye a la missio ad gentes. La Iglesia está abierta a discernir los verdaderos signos de los tiempos o del designio y presencia de Dios (n. 56).

g) A la luz del Concilio: debemos acoger el Concilio. Aquellos textos no pierden su valor ni esplendor. Se deben releer de forma apropiada y ser conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magitesrio, dentro de la Tradición de la Iglesia. El Concilio ha sido la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el s. XX. El Concilio es brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza (n. 57).

En la conclusión a la Carta, el Papa nos invita a caminar con esperanza. El Hijo de Dios encarnado hace 2.000 años realiza también hoy su obra. Hemos de agudizar la vista y tener un gran corazón para convertirnos en sus instrumentos. Hemos celebrado el Jubileo para tomar contacto con este manantial vivo y para seguir poniéndonos en camino. Contamos con el mismo Espíritu de Pentecostés que nos envía. Estamos unidos, en comunión, en la Mesa de la Palabra y la Eucaristía, particularmente la dominical. Nos acompaña María como estrella de la nueva evangelización (n. 58). Nos exhorta finalmente a que Jesús resucitado nos encuentre vigilantes y preparados para reconocer su rostro y correr hacia nuestros hermanos para llevarles el gran anuncio: "¡Hemos visto al Señor!" (Jn 20,25).

BIBL. - JUAN PABLO II, El Nuevo Milenio Naciente, San Pablo, Madrid 2000.

Raúl Berzosa Martínez