Discapacitados, Pastoral de
DPE
 

SUMARIO: 1. Los afanes de nuestro mundo y el rostro de la discapacidad. - 2. ¿Quiénes son hoy los discapacitados? -3. El plan amoroso de Dios y la debilidad humana: a) Dios ha hecho una opción radical por la vida. b) Un Dios de encuentro y de alianza. c) Un Dios amoroso y amigo. - 4. Jesús realiza en su vida este plan de Dios: a) La Encarnación de Jesús y la debilidad humana. b) Jesús se manifiesta con libertad ante lo escandaloso para el mundo. - 5. La Iglesia anuncia este reino de Dios realizado en Jesús: a) La comunidad fraternal y amistosa, vivencia imprescindible para toda persona débil en su cuerpo o en su espíritu. b) La Comunidad cristiana siempre se ha sentido urgido por la presencia de la debilidad humana. c) La atención a los discapacitados dentro de la organización pastoral de la comunidad diocesana.


1. Los afanes de nuestro mundo y el rostro de la discapacidad

Los afanes que orientan nuestra cultura actual, por lo general, están muy lejanos del rostro que nos ofrece la debilidad humana. Más bien su presencia desconcierta y llega a ser piedra de escándalo para una sociedad que se estructura en su dinamismo al servicio de los más fuertes y poderosos.

Nuestro mundo no es excesivamente sensible respecto al humilde, al marginado, al minusválido, al discapacitado, al anciano, al pobre en general. En estos momentos de feroz competitividad especialmente en Occidente, se tiene la convicción de que en esta carrera vertiginosa sólo subsistirán los más capacitados, los mejor preparados técnicamente, los más sobresalientes no por su humanidad sino por su fuerza de poder y de posesión. En una lucha tan tenaz cada vez se hace más difícil hacer sitio a la compasión, la ternura, la solidaridad, la comunión. Valores tan necesarios para fundamentar la verdadera felicidad del hombre.

Dicha competitividad para muchos es agotadora. Sin embargo, sin éxito social no está asegurado un sitio digno, ni un trabajo que permita una cierta calidad de vida, casi ni la conciencia de la propia identidad personal. Los avanzados medios de comunicación y la generalizada publicidad subliminal lo hacen a diario evidente, poniendo como ideal el éxito sin medida y el tener desmesurado. La misma educación se siente engañosamente integrada en un tal dinamismo olvidando peligrosamente valores esenciales e imprescindibles para un mínimo desarrollo global del ser humano.

Para los más débiles es un ritmo imposible de seguir. Las personas que por múltiples razones no pueden con esta vertiginosa carrera corren el peligro de sentirse inútiles y con la sensación de ser un peso para el resto del grupo social (JEAN VANIER, Le corps brisé, Bellarmin-Fayard, Québec 1989, 19-31). A no pocos les invade la frustración, la tristeza, la rabia consiguiente y la clara tentación de situarse al margen de esta sociedad que contemplan tan original. El refugio en la droga, el alcohol, la delincuencia, la prostitución, la marginación, etc., son huidas cada vez más frecuentes que ponen en evidencia, a su vez, la impotencia de una cultura que se vive autosuficiente. Algunos, más débiles, llegan a tocar el fondo del aislamiento y ceden a la tentación del suicidio; en otras ocasiones es la locura, la huida al mundo de la ilusión o del delirio, cualquier cosa antes que la total desesperanza.

En un mundo así, atrapado en estos afanes ¿cómo hacerse presente una Iglesia que ha recibido como misión evangelizar con preferencia a los sencillos, a los débiles, a los marginados, a los más desvalidos de la sociedad? ¿Cuál es el sitio que ellos ocupan dentro de la comunidad eclesial, su espacio en los organigramas pastorales, el tiempo que se les dedica, las personas que se preparan para una labor tan compleja? Es importante, pues, desde la tarea evangelizadora tener una mirada atenta y comprensiva hacia esta amplia realidad humana que propicie, a su vez, cambios significativos en la acción pastoral organizada de la comunidad cristiana (HERVÉ ITOUA, "Asistencia Pastoral y Espiritualidad del enfermo mental", Dolentium Hominum-Iglesia y salud en el mundo, 34 (1997) 208-216).

2. ¿Quiénes son hoy los discapacitados?

¿A quiénes nos dirigimos cuando hablamos de discapacidad? Sin duda, se trata de una palabra de gran ambigüedad, cuyo significado depende muchas veces de criterios culturales condicionados por una mirada social teñida por sus propios prejuicios e inseguridades. Una división clara y tajante entre la persona normal y la discapacitada no existe. ¿Quién no se siente discapacitado en algún rincón de su ser o se ha sentido en momentos críticos de su vida? Todos sufrimos nuestras propias heridas y somos conscientes de numerosas limitaciones en el contexto global de nuestra personalidad tanto a nivel físico como psíquico. Sin embargo, en nuestra realidad existencial encontramos limitaciones extraordinarias que afectan particularmente al ser humano en su modo de ser, de existir o de relacionarse y le impiden seguir el ritmo normalizado del grupo social.

En este sentido podríamos llamar discapacitado a quien, dada su especial condición física, psíquica o social, necesita modos particulares de relación, de apoyo, de asistencia, de educación, de atención pastoral (DCG (1997) 189). Las formas en las que se expresa dicha discapacidad pueden ser muy variadas, así como las causas que las originan:

a) Discapacidad que afecta a la realidad física del ser humano: Enfermos graves que sufren en su cuerpo las limitaciones que impone la enfermedad larga y quizás cronificada. Los ancianos que sienten progresivamente el deterioro de sus capacidades físicas y mentales. La discapacidad sensorial en sus diversas formas y particularidades, y todas las minusvalías severas que afectan al estado psicomotor, algunas de ellas causadas por traumatismos cerebrales cada vez más frecuentes. En todos ellos tienen gran importancia los trastornos psíquicos asociados a dichas limitaciones.

b) Discapacidad que afecta a la realidad psíquica o mental de la persona creando serias dificultades para mantener una sana relación con su entorno, desde las neurosis graves hasta la psicosis más severas en las que la vivencia de la realidad estaría distorsionada como sucede en el mundo de la esquizofrenia y del autismo. Su causa puede ser debida a diversos factores: genéticos, psicológicos, sociales.

En este contexto de la discapacidad psíquica encontramos personas que manifietan serias dificultades en el control de sus impulsos y su comportamiento se orienta, en muchos casos, hacia la delincuencia, la marginación agresiva, el consumo de drogas o el alcohol. Algunas manifiestan comportamientos violentos, desconcertantes para su entorno familiar, social o educativo y de gran preocupación para la sociedad en general. Dadas sus grandes dificultades para la convivencia plantean angustiosos interrogantes a los padres, a los educadores, a los catequistas, a la Iglesia, a la sociedad entera. Su atención y tratamiento son dificultosos y corremos el peligro de catalogarles rápidamente como niños o jóvenes de mala voluntad o perezosos.

A este amplio grupo habría que añadir también muchas de las personas que manifiestan serias dificultades en relación con la sexualidad, ya sea en la vivencia de su propia identidad sexual, en posibles disfunciones psicosexuales o en conductas sexuales anormales. En esta perspectiva merecería especial atención el oscuro mundo de la prostitución.

En el momento actual, dada la contradictoria estructuración de la sociedad, en el ámbito de las discapacidades psíquicas encontramos numerosas personas, especialmente niños y jóvenes, con especiales dificultades de adaptación en sus propios ambientes. Niños y jóvenes marcados muy severamente por el abandono y el desconcierto ante las difíciles circunstancias familiares, o por el maltrato y castigo (es creciente el número de niños maltratados).

c) En el contexto de la realidad psíquica merece una especial atención la discapacidad mental. La complejidad de factores involucrados en este tipo de discapacidad nos obliga a rechazar todo concepto estereotipado de la misma y a huir de una definición exhaustiva y unitaria. La Organización Mundial de la Salud (OMS) define a los discapacitados mentales como "aquellos niños, cuya limitación mental cuantitativa o estructural se manifiesta, en principio, como una incapacidad más o menos intensa para modificar, adquirir, integrar o utilizar los conocimientos y mecanismos necesarios para la resolución de aquellos problemas que se plantean, acompañada de trastornos de la personalidad que afectan a su desarrollo o a su estructura".

La definición, adoptada por la Asociación Americana sobre el Retrasado Mental (AAMR) , está basada en un enfoque multidimensional que pretende ampliar el concepto de retrasado mental y evitar la confianza depositada en el cociente intelectual como criterio para asignar un nivel de retraso mental y relacionar las necesidades individuales del sujeto con los niveles de apoyo apropiados. Según dicha definición la discapacidad mental "hace referencia a limitaciones sustanciales en el funcionamiento actual. Se caracteriza por un funcionamiento intelectual significativamente inferior a la media, que generalmente coexiste junto a limitaciones en dos a más de las siguientes áreas de habilidades de adaptación: comunicación, autocuidado, vida en el hogar, habilidades sociales, utilización de la comunidad, autodirección, salud y seguridad, habilidades académicas funcianales, tiempo libre y trabajo. El retraso mental se ha de manifestar antes de los 18 años de edad" (R. LUCKASSON, "Mental retardations: definition, classification, and systems of supports", AAMR, Washington 1992).

Todo ello nos sitúa ante personas que padecen, desde una discapacidad profunda con imposibilidad de llegar a la palabra escrita o hablada y en muchos casos con la apariencia de ser incapaces de establecer cualquier tipo de relación con los demás, hasta la discapacidad mental ligera que algunos identifican con la dificultad de acceder a la abstracción, al pensamiento formal y al razonamiento. La discapacidad mental, por tanto, no se reduce a una "edad mental", ni siquiera a un "cociente intelectual". En la experiencia diaria los discapacitados mentales se manifiestan como seres llenos de inagotables riquezas, con recursos imprevisibles, con desconcertantes contradicciones. De ahí su forma peculiar de aproximarse a sí mismos, al mundo, a sus semejantes, a la propia experiencia de Dios.

En síntesis podemos decir que la diversidad de situaciones personales, familiares o sociales de la vida de la persona con discapacidad debe formar parte de una atención especializada en el contexto social. El ser humano, con discapacidad o sin ella, es por encima de todo y radicalmente una persona. Como tal, el discapacitado está pidiendo ser acogido por la sociedad en un plan de plena igualdad con los mismos derechos y deberes de los que sea capaz. Juan Pablo II en el jubileo de comunidades con personas discapacitadas, celebrado en Roma el 1 de abril de 1984 recordaba con fuerza: "Es necesario reconocer con los hechos que la persona minusválida es sujeto plenamente humano con derechos sagrados e inviolables..., a quien se le debe facilitar la participación en la vida de la sociedad en toda dimensión accesible; la calidad de una sociedad se mide por el respeto que la misma manifiesta hacia sus miembros más débiles".

Quizás una mirada de asombro ante el misterio maravilloso del hombre, ante el misterio de la debilidad humana, nos ayude a descubrir un poco mejor la profundidad del corazón de la persona discapacitada. Esta actitud puede abrirnos a la mirada sumamente novedosa y original de Jesús hacia todo lo débil en el mundo. Su presencia nos ofrece una gran luz y es un marco teológico-pastoral único para impulsar hoy la evangelización en un mundo tan contradictorio ante la presencia de la debilidad.

3. El plan amoroso de Dios y la debilidad humana

a) Dios ha hecho una opción radical por la vida

El Dios que se revela a través de la Historia de la Salvación, es un Dios que hace una opción total por la vida. Es un Dios de vida, se goza en ella, la sustenta, la recrea sin cesar, la ama. Desde las primeras páginas del Génesis la vida aparece como el máximo don, como lo bueno por excelencia, como algo a gozar y a saborear en la gratitud. La creación misma es una experiencia y una manifestación de esta explosión de vida: "Y vio Dios que era bueno...", se repite de forma reiterada en el primer capítulo del Génesis en esa gozosa contemplación de las maravillas que van surgiendo en la creación. La vida adquiere un tono original cuando se trata del hombre: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó...Y vio Dios todo lo que había hecho y era muy bueno" (Gén 1, 26-27 y 31).

En este proyecto de Dios la vida de cada ser humano, de cada persona, discapacitada o no, tiene un valor único, original, misterioso, vida a su imagen (GS 22). El hombre, cualquiera que sea, puede experimentar que su vida es deseada particularmente por Dios, que está marcada con su sello más personal, puede sentir que Dios se goza de su existencia, de su respiración, de cada latir de su corazón, puede en fín, verse personalmente reconocido por este Dios que le llama sin cesar a la vida para que ella sea "alabanza de su gloria" (Ef 1,12), "haciendo así que cada una de sus acciones refleje su esplendor" (VS 10).

En este deseo amoroso de Dios el ser humano que sufre alguna discapacidad, ya sea en su cuerpo o en su espíritu, "precisamente por ser persona, entre todas las criaturas, está revestido de una dignidad única", tal como expresa Juan Pablo II en su discurso de apertura a la XI Conferencia Internacional sobre la Iglesia y Salud en el mundo dedicada a los Enfermos Mentales (Dolentium Hominum, 34,7-9), y en la profundidad de su ser hay una llamada radical a la vida y a la dignidad personal que de ella dimana (GS 24) . A pesar de las dificultades que pueda encontrar para la manifestación de su plenitud como persona (cf Summa Theologiae 1, a. 29, a. 3), su existencia está expresando el derecho radical a ser reconocida, valorada, recibida en el amor y la ternura, sin lo cual no es posible crecimiento alguno ni humano ni espiritual.

Nadie como un ser discapacitado en su cuerpo o en su psiquismo, necesita esta vivencia profunda de sentir su vida deseada, reconocida, acogida. Nadie como él necesita experimentar que su vida es, de verdad, un gozo para alguien. Nada más dramático para un ser humano que sentirse excluido o experimentar que su vida no es causa de alegría, sino más bien una carga, una desilusión, ya que no ha podido llenar tantas expectativas como se habían puesto en él. El inconsciente de todo hombre, por discapacitado que sea, capta a la perfección este mundo de los matices afectivos donde en realidad se juega el verdadero reconocimiento e integración de la persona humana. Quien sufre algún tipo de discapacidad capta mejor que nadie quién lo reconoce, quién lo integra, y quién lo quiere.

La persona discapacitada además de sentir que su vida es reconocida en toda su realidad, tiene derecho a vivir la experiencia de sentirse acogida y mirada tiernamente por Dios Padre y experimentar así la seguridad de que no es un ser advenedizo, ni un extraño, ni un usurpador de ilusiones y de gozos ajenos, sino más bien que su estar en el mundo, su vivir que le es propio y personalísimo, es un gozo para personas muy concretas, es un gozo para Dios mismo.

b) Un Dios de encuentro y de alianza

El Dios que se nos manifiesta en la Revelación se encuentra personalmente con el ser humano, lo acompaña en su historia, en su camino. Es un Dios de encuentro, de relación, de alianza: "Efraín es para mí un hijo querido, un niño predilecto..., mis entrañas se conmueven, y me lleno de ternura hacia él" (Jer. 31,20). En este proyecto amoroso de Dios el hombre no está solo, no ha sido puesto en el mundo para que viva en soledad y abandono. Nuestro mundo sufre hoy de una cierta angustia original, la ciencia avanza vertiginosamente e intenta dar seguridades, pero en muchos hombres, más allá de las discapacidades, existe un enorme vacío interior, un gran desamparo, una especie de orfandad en lo más hondo de su ser. La gran pregunta existencial resuena ahí con toda su fuerza ¿estamos solos en el mundo? Hoy más que nunca se echan en falta compañeros de camino que entiendan de fidelidad, de compromiso, de alianza, que sean sensibles y respetuosos a lo que ocurre en las profundidades del ser humano.

Sin duda, el discapacitado está especialmente expuesto a estos grandes vacíos personales y sociales. Nadie como él experimenta el desgarro de la indefensión y de la soledad. Nadie es tan sensible a la presencia amistosa, al compromiso personal, a la vivencia de alianza y fidelidad, el amigo fiel será el gran regalo. Es fácil entender que toda atención humana y espiritual que no ofrezca respuesta a estas zonas profundas del discapacitado, es quedarse en la superficialidad sin llegar a esos espacios donde se fragua verdaderamente la felicidad del hombre. Pueden cambiar las formas de hacer educativas y pastorales, puede llevarse al límite la normalización y, sin embargo, seguir siendo la persona discapacitada tan infeliz como siempre, porque no se ha sentido reconocido y acompañado en lo más radical de su ser y de su existencia.

El discapacitado tiene derecho a descubrir y experimentar en su vida que Dios se hace su compañero de camino, que se compromete con su vida y hace alianza con él (GS, 12). Nadie podrá arrebatarle este derecho personalísimo de poder gozar de su compañía amorosa y de la posibilidad de vivir en la confianza y la fidelidad. No podemos menos de recordar aquellas palabras vigorosas de Pablo VI a los peregrinos de Fe y Luz, en Lourdes en aquel 26 de abril de 1971: "Estad seguros de ello: vosotros tenéis vuestro lugar en la sociedad. En medio de los hombres, a menudo enajenados por el rendimiento y la eficacia, vosotros estáis ahí, con vuestra sencillez y alegría, con vuestra mirada que solicita un amor gratuito, con vuestra maravillosa capacidad para comprender los signos de este amor y responder a él con delicadeza. Y en la Iglesia, que es ante todo una Casa de oración, tenéis más aún un cometido de elección: comprender los secretos de Dios, que a menudo permanecen ocultos a los sabios y entendidos".

c) Un Dios amoroso y amigo

El Dios de nuestra Revelación se manifiesta, sobre todo, como el Dios del amor: "Cuando Israel era niño, yo lo amé", (Os 11,1), "Dios es amor", nos repite incansablemente S. Juan (1 Jn 4,8). Es un Dios que cuida amorosamente todo lo creado, que ama tiernamente al hombre (HENRI J. M. NOUWEN, El regreso del hijo pródigo, PPC, Madrid, 1996) y se le manifiesta en esa presencia original de Padre invitando a todo hombre a vivir en la filiación y en la confianza: "Hijos sois del Señor vuestro Dios" (Dt 14,1), "Vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que se lo pidáis. Vosotros rezad así: Padre nuestro del cielo..." (Mt. 6,8-9). Este amor de Dios se nos manifiesta plenamente en Jesús de Nazaret. El vive en plenitud esta experiencia de filiación y confianza: "Quien me ve a mí está viendo al Padre" (Jn 14,9).

No es ninguna novedad reconocer que nuestra civilización occidental tan científica y tecnificada, pero a la vez tan fría, padece una profunda carencia de amor y de ternura. Muchos hombres enferman y se sienten discapacitados porque esta herida del desamor se ha hecho demasiado grande en su corazón. No es difícil comprender la profundidad del sufrimiento y de la angustia de un niño que no se ha sentido deseado o bien amado. Su confianza básica ante la vida, su seguridad y sus mismas ganas de vivir están en peligro. Las ciencias que se ocupan del estudio de estos niveles de la personalidad, apoyadas en su observación diaria, nos ponen de manifiesto la importancia de la calidad de la relación como medio imprescindible para el desarrollo personal y para la curación cuando dicho desarrollo se ha deteriorado (S. NACHT, La presencia del psicoanalista, Proteo, Buenos Aires, 1967, 166-177). La calidad del encuentro entre el niño y la madre, su contacto gratificante se hacen imprescindibles para que el ser humano pueda encontrar sentido a su existencia. Si esta relación se frustra, si el pequeño no vivencia suficientemente este contacto maternal se siente perdido, cae en la angustia y la depresión, experimenta internamente el vacío, el desamparo, el sin sentido. La lógica del amor es implacable. Quien jamás se ha sentido amado y reconocido, difícilmente va a creer que él, por sí mismo, es querible y amable. Se sentirá más bien indigno, sin derechos y es posible que hasta malo y culpable. No podrá tener confianza en sí mismo si nadie le brinda su confianza primero y vivió con él lazos profundos.

El discapacitado está pidiendo a gritos esta experiencia profunda de sentirse reconocido y estimado por sí mismo en esa sencilla realidad que es la suya. En dicha experiencia reside la fuente primordial de su confianza ante la vida, de su valoración personal, de su alegría de vivir, de su integración pastoral y social, de su normalización y hasta de la recuperación de la que sea capaz. Cuántas personas afectadas de alguna discapacidad sufren de una imagen negativa de sí mismas, se sienten desvalorizadas, despreciables, incluso malas, sencillamente porque jamás han experimentado con nadie esa relación original y única en la que hayan podido vivenciar el gozo del encuentro, la alegría de la comunicación, la experiencia de lazos indestructibles donde se vive incondicionalmente el cariño. Cuántos hombres, discapacitados o no, corren el peligro de no tener raíces fuertes y vigorosas en las que apoyarse para poder subsistir en sus vidas por no haber tenido la suerte de encontrar sencillamente presencias amables y amantes a quien poderse agarrar en esos complejos procesos del crecimiento.

Es indudable que en el deseo de Dios los seres más débiles tienen especial derecho a descubrir y saborear en lo más profundo de su ser que son queridos y amados de Dios a causa de su misma debilidad. Para iniciarse en esta experiencia la persona que por alguna razón esté herida en su corazón necesita de alguien con quien pueda entablar una relación real, profunda, personal, que acepte ser intermediario en este crecimiento suyo, una persona que crea en sus capacidades, a veces tan escondidas, de acogida, de confianza, de espontaneidad, en su capacidad de recibir y dar cariño, en su capacidad de gozar del amor de Dios Padre.

Quizás, en lo más esencial, sea esto evangelizar a los hombres y muy especialmente al hombre aquejado de algún tipo de debilidad. Aún resuenan llenas de actualidad aquellas palabras de Francisco de Asís a su hermano Tancredo: "El Señor nos ha enviado a evangelizar a los hombres pero ¿has pensado ya lo que es evangelizar a los hombres? Mira, evangelizar a un hombre es decirle: Tú también eres amado de Dios en el Señor Jesús. Y no solo decírselo, sino pensarlo realmente. Y no solo pensarlo, sino portarse con este hombre de tal manera que sienta y descubra que hay en él algo de salvado, algo más grande y más noble de lo que él pensaba, y que se despierte así a una nueva conciencia de sí mismo. Eso es anunciarle la Buena Nueva y eso no podemos hacerlo más que ofrciéndole nuestra amistad, una amistad real, desinteresada, sin condescendencia, hecha de confianza y de estima profunda. Es preciso ir hacia los hombres. La tarea es delicada. El mundo de los hombres es un inmenso campo de lucha por la riqueza y el poder, y demasiados sufrimientos y atrocidades les ocultan el rostro de Dios. Es preciso, sobre todo, que al ir hacia ellos no les aparezcamos como una nueva especie de competidores. Debemos ser en medio de ellos testigos pacíficos del Todopoderoso, hombres sin avaricias y sin desprecios, capaces de hacerse realmente sus amigos. Es nuestra amistad lo que ellos esperan, una amistad que les haga sentir que son amados de Dios y salvados en Jesucristo" (Ea LECLERC, Sabiduría de un pobre, Marova, Madrid 1968, 121).

4. Jesús realiza en su vida este plan de Dios

a) La Encarnación de Jesús y la debilidad humana

La presencia humana de Jesús es un "sí" pleno y definitivo a la vida, la afirmación radical de la dignidad del hombre, la celebración de su ser, de su existencia, de su crecimiento. Todo ser, simplemente por serio, queda ahí analtecido, dignificado, reconocido. Su presencia y actuación siempre tienen un carácter saludable. Además de las curaciones que Jesús realiza de forma habitual, toda su presencia y actividad invitan a una salud auténtica o a vivir de forma sana la enfermedad o la limitación (Jose ANTONIO PAGOLA, Es bueno creer, San Pablo, 1996, 142-143).

Jesús en su Encarnación está manifestando a todo ser humano su valor, su dignidad, su belleza, su importancia, su esperanza, sea cual fuere su color, su raza, su familia, su capacidad, su cociente intelectual. Ahí se encuentra con todo el ser, desciende a su oscuridad, llega hasta esas profundas tinieblas del rechazo y del abandono, penetra en sus miedos, en sus angustias, en sus enormes desvalorizaciones, se integra en esa realidad humana dándole un nuevo sentido, lleno de originalidad, de respeto y de esperanza. Esos espacios, sobre todo, están esperando que les llegue la Buena Noticia de Dios. Este es, a su vez, el objetivo de la misión evangelizadora de Jesús: "Tengo que anunciar la Buena Noticia del reinado de Dios..., porque para eso he sido enviado" (Lc. 4,43). Buena Noticia que, sobre todo, en los ambientes más marginados y difíciles nos invita a no confundir lo más original y específico de la santificación con la realización de la perfección psíquica o moral. La santificación es un acto de Dios al que responde el consentimiento del hombre. Es un acontecimiento de orden espiritual, es un misterio de Amor que salva gratuitamente a quien lo acoge en libertad. Acontecimiento misterioso que transciende el psiquismo que, como tal, no cambia inmediatamente, pero que hace que un hombre pase de la muerte a la vida (Louis BEIRNAERT, Experience Chretienne et Psychologie, L Epi, París 1966, 135-142).

Jesús en su Encarnación dignifica al discapacitado, le reconoce, le valoriza, le embellece, le integra, le normaliza. Y el discapacitado tiene derecho a recibir y experimentar en su vida esta mirada de Jesús, novedosa, restauradora, llena de esperanza. Esta valoración radical con la que Jesús dignifica va mucho más allá de la simple capacidad, de la utilidad, de las posibilidades sociales que un hombre pueda tener o de los cocientes intelectuales que pueda poseer.

La fuerza liberadora de la presencia de Jesús se manifiesta especialmente en el acontecimiento de su Muerte y Resurrección (CCE 616, 618). Ahí se nos revela el sentido secreto del dolor y del sufrimiento, experimentados por Jesús en su propia carne La debilidad humana adquiere aquí un rostro nuevo. Jesús nos libera de esa idea tan extendida de que el sufrimiento, el dolor, la limitación del ser humano, son un castigo por nuestros pecados. De ahora en adelante nuestras heridas interiores y exteriores, nuestra desolación, puede ser ese lugar original, ese abismo desde el que podemos dirigirnos a Dios en ese encuentro profundo y misterioso con Él, convirtiéndose el sufrimiento en semilla de transformación y de resurrección, donde unidos a Jesús podemos sentir a Dios como un padre amorosamente presente. La resurrección de Jesús abre para toda la humanidad un futuro de esperanza, de vida plena. La limitación, la debilidad, la muerte, no tienen la última palabra. El amor de Jesús manifestado en su Muerte y Resurrección es más fuerte que la muerte. "Dios que resucitó al Señor, también nos resucitará a nosotros por su fuerza" (1 Cor 6,14).

Bien es verdad que todo ello es un proceso largo en el que a veces se vive la frustración, la rabia, el escándalo, la protesta, hasta llegar a esa aceptación pacífica y sencilla de lo que es. Huir del sufrimiento, pretender negarlo jamás puede ser fuente de alegría. Es una ilusión querer negar la realidad. Aceptarla es comenzar a percibir la luz que brilla en las tinieblas, es disponerse a descubrir la misteriosa presencia de Jesús resucitado, es vivir en esperanza la restauración definitiva de toda nuestra humanidad: "Sabemos que hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto. Y no sólo eso; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo" (Rm.8, 22-23).

b) Jesús se manifiesta con libertad ante lo escandaloso para el mundo

Esta Presencia que sabe a Buena Noticia y que se dirige especialmente a los débiles y marginados de la sociedad Jesús la expresa, sobre todo, con su cercanía, con su manera de vivir, con su actuación concreta hacia las personas en las que percibía una especial debilidad: "Recorría toda Galilea, proclamando la Buena Noticia del Reino y sanando toda enfermedad y dolencia en el pueblo" (Mt 4, 23; 9,35; Lc 6,18). Su manera de estar nos enseña a mirar de forma nueva a los más débiles y olvidados de la sociedad

(MANUEL FRaijo NiETO, "Jesús de Nazaret, esperanza para los débiles" Actualidad Catequética 97-98 (1980) 39-58). Ante el miedo, el rechazo, la desconsideración que la cultura de su tiempo tiene hacia la debilidad humana, Jesús nos sorprende con una novedosa comprensión del ser humano que llega hasta lo más profundo de su debilidad. Su forma de acercarse, su mirar, su empatía es algo totalmente desconocido para su época, aún dentro del pueblo de Israel.

Jesús se siente plenamente libre ante lo débil del mundo: Se acerca a los leprosos, marginados por excelencia de su tiempo, les reconoce, les toca, les cura: "Extendió la mano y lo tocó diciendo: quiero, queda limpio" (Lc. 5,12). Los enfermos de todo tipo buscan su cercanía, su contacto físico: "Al ponerse el sol, todos los que tenían enfermos de lo que fuera, se los llevaron; y él, aplicándoles las manos a cada uno, les fue curando" (Lc. 4,40). También los que sufren debilidades psíquicas, a veces muy graves y desconcertantes, psicóticos, epilépticos, endemoniados, experimentan la ternura y la fuerza de la presencia física de Jesús, (Mc. 9,14-27).

Además de la curación tan deseada, se sienten, sobre todo, reconocidos por Él, escuchados y valorados en su propia realidad, con derecho a existir. Su modo de hacer nos orienta ante todo hacia la persona, hacia la compasión en su sentido más pleno. Desea que cada ser humano sea liberado de la angustia, del miedo, de la culpabilidad, de la desvalorización y se le permita su enriquecimiento, el suyo propio. Nos enseña a abrir de forma novedosa nuestro corazón al hombre herido, en la cercanía compasiva, en la escucha, en la valoración profunda de todo lo que es, en el deseo de que se desarrolle y alcalce la plenitud que es la suya. La persona que siente en su cuerpo o en su espíritu la debilidad tiene derecho pleno a descubrir en su vida esta mirada original de Jesús, a sentirse reconocido en ella, a saborearla y a gustarla.

5. La Iglesia anuncia este reino de Dios realizado en Jesús

El gran objetivo de la Iglesia es evangelizar. Ahí se encierra su identidad más profunda: "La tarea de evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia" (EN, 14). Este es el mandato que ha recibido del Señor: "Id por todo el mundo y proclamad la buena noticia a toda la humanidad" (Mc. 16,15). Al estilo de Jesús la Iglesia realiza su labor evangelizadora con palabras y con obras, proclamando el evangelio, insertado en el testimonio diario con actitudes y obras bien concretas: "Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad" (EN, 18). De la misma forma que Jesús tuvo especial predilección por los débiles de la sociedad y a ellos dirigió especialmente su evangelización ofreciendo la salvación bajo forma de curación, la Iglesia debe ser extremadamente sensible a estos valores tan característicos del Reino y signos evidentes de su fidelidad a Jesús, a la vez que germen y principio de esa comunidad fraternal, que hace posible, ya desde aquí, la experiencia del Reino. Esta tarea tan original y novedosa, de tanta transcendencia para el mundo y para la historia, sólo es posible por la presencia del Espíritu que Jesús mismo nos ha dejado. El Espíritu es, justamente, el don que Dios ha derramado al mundo para hacer, de él una nueva creación: "Solamente El suscita la nueva creación, la humanidad nueva a la que la evangelización debe conducir" (EN, 75).

a) La comunidad fraternal y amistosa, vivencia imprescindible para toda persona débil en su cuerpo o en su espíritu

En nuestra sociedad actual llama espectacularmente la atención el número de personas que viven aisladas. Algunas de ellas, abrumadas por la soledad, se hunden en la depresión, en el alcohol, en la droga, en el desequilibrio psíquico. Es, sin duda, doloroso sentir que la propia existencia puede ser una decepción para su entorno. Ante esta vivencia se protegen, se encierran, se defienden, a veces violentamente. Si es grande su debilidad no podrán solos hacer frente a la situación, su vida perderá sentido, su cerebro, su lenguaje, su afectividad, su desarrollo psicomotor, su sentido religioso, todo quedará afectado por esa especie de paralización interior. Esa herida de su corazón, aunque escondida, se manifestará en el miedo, en la falta de confianza en sí mismo, en la tristeza, a veces en la violencia o en esa huida desconcertante de la realidad.

Para muchas de estas personas la familia ha sido un ambiente de frustración y están hambrientas de un grupo, de una comunidad que ofrezca sentido a sus vidas y les permita vivir la experiencia de pertenecer realmente a alguien. Para la persona discapacitada la vivencia comunitaria, como espacio de acogida y de reconocimiento, puede ser ese centro, ese núcleo imprescindible que le posibilite la experiencia de su unificación interior, sin la cual su identidad personal será menos que imposible. La comunidad, el grupo, serán ese espejo que les devuelva su propia imagen pero, reconocida, valorada, aceptada, unificada. A su vez, les permitirá vivir con los otros una relación gozosa y constructiva, tendrán la posibilidad de descubrir en dicha relación sus dones, su capacidad de dar vida y felicidad a los demás (JEAN VANIER, Comunidad: lugar de fiesta y de perdón, Narcea, Madrid 1980).

Nadie, pues, como los seres afectados por alguna discapacidad, tiene tanta necesidad de encontrar en la vivencia de la comunidad una mirada de comprensión, de bondad, de gozo, la experiencia confiada de sentirse queridos por sí mismos, por lo que sencillamente son. Nadie tiene tanta necesidad de una vivencia comunitaria que sea restauradora, reparadora, que les permita encontrar el gozo de ser, de existir, de compartir. Ahí, poco a poco, su sentimiento de desvalorización se irá transformando en gozosa valoración, su imagen negativa en la vivencia positiva de sí mismos, su desgarro interior en un sentimiento apacible de unidad y de aceptación. Juan Pablo II nos lo recuerda con claridad refiriéndose a la importancia de su vida afectiva: "La vida afectiva de las personas discapacitadas deberá recibir especial atención... Que puedan encontrar una comunidad llena de calor humano, donde su necesidad de amistad y de afecto sea respetada y satisfecha en conformidad con su inalienable dignidad moral..." (Juan Pablo II en el jubileo de comunidades con personas minusválidas, Roma, abril, 1984).

Hoy más que nunca nuestras comunidades cristianas ante los numerosos problemas de marginación en todas sus facetas, siguiendo el ejemplo tan novedoso de Jesús, deben sentirse urgidas por esta invitación tan desafiante de que el marginado, el débil, los últimos, tienen un sitio privilegiado dentro de la comunidad y poseen un mensaje para la Iglesia y el mundo, son profetas originales que nos llaman a cambiar y a dejarnos transformar. Frente a los ansiados valores de la eficacia, del hiperactivismo, del poder de las ideas, ellos nos revelan el valor de la relación, la riqueza del corazón, el valor de la humildad y de la debilidad aceptada y acogida. Son profetas silenciosos pero, su silencio es un grito, una llamada a la vivencia comunitaria, una invitación a la comunión y a vivir en la participación. Es el gran signo del Reino en todos los tiempos: "En esto conoceréis que sois discípulos míos, en que os améis unos a otros" (Jn. 13,35).

b) La Comunidad cristiana siempre se ha sentido urgida por la presencia de la debilidad humana

La Iglesia ha sido sensible desde siempre a esta realidad de la marginación. Los cristianos que en los siglos pasados querían vivir según el estilo y la manera de ser de Jesús levantaban hospitales, creaban escuelas, hospicios, dispensarios, que respondían a las necesidades y urgencias del momento. Siempre han surgido dentro de la comunidad cristiana hombres carismáticos, que percibían con especial clarividencia la presencia de la debilidad en sus múltiples manifestaciones: S. Juan de Dios, acogiendo a los enfermos y a los menesterosos, fundador de los Hermanos Hospitalarios (1495); Fr. Pedro Ponce de León, presente ya en el desconocido mundo del sordo, descubre en el siglo XVI el arte de enseñar la palabra a los sordomudos para su integración en la comunidad (1584); S. Felipe Neri acogiendo a los niños abandonados por las calles de Roma (1515); S. José de Calasanz, conmovido por la miserable suerte de los niños en el ambiente rural, funda las Escuelas Pías (1556); en 1632 S. Vicente de Paúl abre en París la casa de S. Lázaro, verdadero modelo de caridad, también hacia los enfermos mentales que encontraban así una tierna acogida; S. Juan Bosco, uno de los grandes educadores del siglo XIX, dedicado especialmente a la educación y a la formación profesional de los niños y jóvenes desamparados (1815); la Madre Teresa de Calcuta tan sensible a lo más abandonado del mundo y, tantos otros que han dedicado su vida allí donde lo más débil se hacía presente. La lista sería interminable.

De un modo u otro la comunidad cristiana se ha hecho presente en la enfermedad, la pobreza, la injusticia, la limitación. El Concilio Vaticano II, coincidiendo con la creciente sensibilización de la sociedad ante el problema de la discapacidad, habla explícitamente de la atención especial que deberá dispensarse a las instituciones que se dedican a la educación y asistencia de los discapacitados (GE 9). A partir del Concilio se ha hecho mucho más patente el cuidado e interés de la Iglesia por los discapacitados y por todas las personas e instituciones que les rodean. Así lo expresan diversos documentos de los últimos Papas: Pablo VI, abogado de esta parte tan desfavorecida de la humanidad doliente, en diversos momentos quiso atraer la atención de todos los cristianos sobre la presencia de los débiles en nuestra sociedad y en nuestra Iglesia invitando a la fraternidad (PP 45, 46; EN 30).

En 1996 del 28 al 30 de noviembre, tuvo lugar en Roma la Undécima Conferencia Internacional dedicada a los discapacitados mentales, promovida por el Pontificio Consejo para la Pastoral de los Agentes Sanitarios. En dicha Conferencia hombres de ciencia, psiquiatras, teólogos y moralistas, afrontaron juntos diferentes temas referentes a la estructura de la mente humana con el objetivo de crear una nueva sensibilidad y mentalidad hacia el discapacitado mental bajo el testimonio de un serio compromiso entre la ciencia y la fe. En su discurso de apertura Juan Pablo II insiste en que es necesario vivir la caridad cristiana especialmente con el discapacitado mental que "tiene 'siempre' el derecho inalienable no sólo a ser considerado imagen de Dios y, por tanto, persona, sino también a ser tratado como tal" (Dolentium Hominum 1 (1997), 7-9).

Las Conferencias Episcopales de los distintos países se expresan de modo semejante. Así la Conferencia Episcopal Española desde su XVIII Asamblea Plenaria viene insistiendo explícitamente en la necesidad de que la pastoral de la Iglesia tome en consideración las exigencias y necesidades de los niños, jóvenes y adultos discapacitados o marginados, dedicando personas y medios para su atención. Insiste en la importancia de integrarlos en la comunidad cristiana, ayudándolos a evolucionar religiosamente; su vida, con sus limitaciones, merece todo el respeto de la comunidad de los creyentes. Considera urgente organizar la educación religiosa en este ámbito, preparar a catequistas y sacerdotes y nombrar a delegados diocesanos que se ocupen de esta realidad.

Participando de esta preocupación la Comisión Episcopal de Pastoral en el Año Internacional del Minusválido (1981), en nombre de todos los Obispos españoles, invitaba a compartir la vida, los problemas, las esperanzas, las limitaciones y los valores de los discapacitados, recordándonos el testimonio de tantas personas que han puesto su vida al servicio de los débiles: "El testimonio de tantas personas creyentes y no creyentes y de tantas comunidades cristianas, asociaciones, congregaciones religiosas y personas particulares que dan su vida al servicio de los minusválidos, proclamando de este modo, el valor y la dignidad de la persona humana en sí misma, antes y por encima de cualquier circunstancia de la vida".

En algunos países de América Latina se está viviendo en estos últimos decenios un gran movimiento en pro de una mayor sensibilización hacia la pastoral con personas discapacitadas. Prueba de ello es el VII° Seminario Internacional, celebrado en Argentina este mes de julio de 2000 y dirigido a los catequistas y agentes de pastoral dentro de los ambientes especiales ("VII Seminario Internacional", Catequesis en la Diversidad (Edición Especial), Instituto Miguel Raspanti, Buenos Aires 2000).

c) La atención a los discapacitados dentro de la organización pastoral de la comunidad diocesana

La comunidad cristiana es el punto de partida y el clima inprescindible en el que los creyentes se inician y maduran en la fe (EN 23, CT 24, DGC 254), todos sin excepción. Si hay alguna preferencia será para los más sencillos y pobres de la comunidad, para los más inadaptados, para los más inhibidos. En todas las comunidades existen niños, jóvenes y adultos, afectados por múltiples discapacidades que les impiden seguir el ritmo normal del grupo; sin embargo, podemos tener la tentación de considerar como un lujo el ocuparnos de las personas más descapacitadas cuando carecemos de medios para hacer frente a las demás tareas pastorales que nos urgen desde los distintos ambientes. En nuestra vida pastoral corremos el riesgo tan propio de nuestra cultura occidental de dejarnos fascinar por la rentabilidad y la eficacia, de considerar una pérdida de tiempo si no vemos resultados espectaculares. Evangelizar en los ambientes especiales, sobre todo en los más severos, es aceptar la pobreza aparente de los resultados con respecto a la suma de los esfuerzos desplegados, es vivir la paciencia y el desinterés a lo largo del día, es aceptar la palabra del Evangelio: "Uno es el que siembra, otro el que siega".

Es urgente, pues, que los discapacitados, aún los que tienen graves problemas psíquicos, sociales, motóricos o sensoriales, puedan participar en la vida de nuestras comunidades, se les integre en ellas, encuentren ahí su sitio, su expresión, la gozosa participación en su liturgia, en sus fiestas, en la educación y expresión de su fe, en la recepción de los sacramentos, en sus compromisos. La vida misma de la parroquia se vería profundamente enriquecida.

Si la comunidad diocesana no es capaz de consagrar parte de sus energías al servicio de Jesús en los más pobres y desfavorecidos y se calcula todo en función del rendimiento aparente y de la eficacia brillante, el esfuerzo evangelizador estará gravemente comprometido. Toda persona discapacitada tiene derecho a tener su espacio dentro de la comunidad, a ser invitado, buscado, iniciado, con sumo respeto a sus capacidades y ritmos personales. Su atención pastoral de ningún modo puede dejarse solamente en manos de personas aisladas, llenas de buena voluntad y de gran sensibilización ante estos problemas. Dentro de la organización pastoral diocesana la atención a los discapacitados ha de encontrar su ámbito, su tiempo de reflexión (OSVALDO NAPOLI, ¿Una catequesis diferencial?, Instituto Miguel Raspanti, Buenos Aires 1969), sus programas de acción concretos. De ninguna manera dicha realidad se situará al margen, como algo separado y distinto, sino al interior mismo de todo el movimiento pastoral diocesano.

Dicha inquietud va a exigir planificaciones concretas, conocimiento de la situación, programas de actuación, especial interés en la formación de las personas que van a asumir dicha responsabilidad, medios e instrumentos de trabajo, coordinación con toda la pastoral diocesana, promoción incluso de la investigación (DCG, nn. 98-134). A veces faltan los mínimos recursos, sobre todo, algunas personas más especializadas que promuevan, coordinen y alienten todos los esfuerzos que exige dicha actividad.

En esta perspectiva la Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis en su Plan de Acción para el trienio 1984-1987, invitaba ya a una preparación específica de los catequistas que ejercieran su labor pastoral entre los discapacitados: "En el campo especialmente de la catequesis de niños y jóvenes requiere una particular atención la educación en la fe de los minusválidos. Ellos tienen derecho a conocer y vivir el misterio de Cristo. La catequesis de los minusválidos presenta dificultades especiales y, por ello, exige una específica preparación en los catequistas..."

Es verdad que dentro de nuestras comunidades cristianas crece la sensibilidad ante estos problemas y cada vez son más abundantes las iniciativas personales y comunitarias. Sin embargo, nuestras comunidades deben estar cada vez más atentas a todos los avances que nos ofrecen las ciencias humanas respecto al conocimiento e integración de las personas discapacitadas y, a su vez, dadas las características de nuestra sociedad actual tan fría y tan técnicamente programada, se dejen impregnar de esta actitud que Jesús manifiesta tan claramente hacia los débiles, de tal forma que cada vez se haga más realidad para nosotros ese compromiso común entre la ciencia y el mensaje evangélico.

Quizás hoy más que en otros momentos de la historia, corremos el peligro de que el mundo de la ciencia y de la tecnología aborde de forma exclusivamente técnica realidades tan profundas de la persona y olvide lo más humano y trascendente de su desarrollo. Sin duda, necesitamos mucho la investigación, la experimentación, el conocimiento serio y científico de las personas a las que queremos acompañar. Es una exigencia del mismo amor que les tenemos. Pero nadie como la persona con algún tipo de discapacidad corre el peligro de ser programada como un ordenador, de ser integrada en la sociedad como un autómata, de ser mirada como un objeto a estudiar, como un ser a organizar, como alguien a quien conviene cambiar su conducta para un mejor desarrollo social. A este compromiso común entre la ciencia y la fe, puestas al servicio del hombre entero, nos invita Juan Pablo II en su discurso de apertura de la XI Conferencia internacional, ya citada, para la Pastoral de los Agentes Sanitarios: "Entre vosotros, ilustres señores y señoras, se hallan presentes investigadores, científicos, expertos en ciencias biomédicas, teólogos, moralistas, juristas, psicólogos, sociólogos y agentes sanitarios. Juntos representáis un patrimonio de la humanidad, sabiduría, ciencia y experiencia del que pueden surgir reflexiones de gran utilidad para la comprensión, la atención y el seguimiento de los enfermos mentales... Se trata de un compromiso que la ciencia y la fe, la medicina y la pastoral, la competencia profesional y el sentido de la fraternidad común, cooperando entre sí, deben realizar mediante la inversión de recursos humanos, científicos y socioeconómicos adecuados" (Dolentium Hominum 1 (1997) 7).

Es indudable que en toda esta labor integradora del discapacitado a nivel social y eclesial no podemos olvidar la presencia callada de los padres y de la familia en general, ya que su labor es difícil y exigente, cargada en muchos casos de luces y de sombras. Necesitan la acogida y comprensión de la comunidad, la ayuda concreta y práctica en los momentos de mayor desconcierto. Juan Pablo II se dirige a ellos especialmente: "Ciertamente es una obra de amor la que vosotros realizáis, y este amor que hace que os inclinéis a los miembros más desfavorecidos de la gran familia humana es el que os mueve a poner a su servicio todas vuestras energías, el que os hace de alguna manera como mensajeros y portavoces de los que no pueden expresar su angustia..." (Juan Pablo a los discapacitados de Fe y Luz, Lourdes, Abril de 1981).

Como conclusión podríamos evocar aquellas palabras de Pablo VI al Consejo Directivo de la Liga Internacional de Asociaciones Protectoras de Deficientes Mentales, en febrero de 1971: "Se precisa en primer lugar una gran estima por la vida humana, en sí misma, una arraigada convicción de la dignidad trascendental de la persona, aún cuando su inteligencia esté tan atrasada que parezca a veces inexistente. Se precisa también una compasión y una paciencia ilimitada, un arte y una técnica terapéutica y pedagógica muy avanzados".

BIBL. — A. GODIN, Pastoral couseling ad guidance with the mental retarded, Pastoral psichology, 13 (1962) 31-36; ALFREDO FIERRO, El derecho a ser hombres, Sedmay, Madrid 1977; A. Y. Bours, Les catéchistes de l'enfance inadptée, Lumen Vitae (1959) 460-478; B. J. BUTCHER, Catechetical means of teaching the retarded, National Catholic Education Association Bulletin 6 (1965), 534-537; B. DESCOULEURS, Pastorale et Catéchése des inadaptés, Catéchése (1967) 17-34; E. PAULHUS, L'intégration eccléasiale de 1'insuffissant mental, Enfan e exceptionnelle, 1966 - Enfants á risque, "Fleurus", París, 1990; HENRI BISSONIER, Introducción a la Psicopatología Pastoral, Marova, Madrid 1962. - La educación religiosa y trastornos de la personalidad, Marfil, Alcoy 1969. - Psicopedagogía de la conciencia moral, Marova, Madrid 1969; M. CONGAR, M. SAUDREAU, H. BISSIONER, B. DESCOULEURS, La catequesis de los más pobres, Marova, Madrid, 1974; JEAN VANIER, Comunidad: lugar de perdón y de fiesta, Narcea, Madrid 1980. - Le corps brisé (Retour vers la Communión), Bellarmin-Fayart, Québec 1989; J. BROUSTAUT, "Evangéliser les marginaux", Recherches catéchétiques et pastorales 15 (1973) 14-19; Louls BEIRNAERT, Expérience chrétienne et psychologie, L'Epi, París, 1966; M. H. MATHIEU, Les responsobillités chrétiennes de I'éducateur spécialisé, Fleurus, París 1960; M. HILLAIRET, "La vie spirituelle des enfants handicapés", La vie spirituelle (1971) 165-177; OSVALDO CÉSAR NAPOLI, Iglesia y Personas con discapacidad, Obispo Miguel Raspanti, Buenos Aires. -¿Una catequesis diferencial?, Obispo Miguel Raspanti, Buenos Aires 1969; R. DENISE, Initiation chrétienne des débiles profonds, Fleurus, Paris 1969; VICENTE MARÍA PEDROSA, "La centralidad del Cristo Pascual en la catequesis y en la Liturgia", Catequesis en la diversidad, edición especial (2000), 2-25.

Marcelo Arroyo