Bienaventuranzas
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SUMARIO: 1. La Buena Noticia de las Bienaventuranzas. — 2. Una llamada a la felicidad.— 3. Contenido de las Bienaventuranzas. — 4. Evangelio y ética de las Bienaventuranzas. — 5. Las Bienaventuranzas como camino.

 

1. La Buena Noticia de las Bienaventuranzas

Frente a la práctica habitual de muchos maestros y predicadores, que utilizan las Bienaventuranzas como una especie de "nuevos mandamientos", es preciso reivindicar el carácter original de las Bienaventuranzas. Estas, antes que nada, son Evangelio, es decir, Buena Noticia.

Antes que código moral, las Bienaventuranzas son una Buena Noticia que nos trae Jesús de parte del Padre (Evangelio y Catequesis de las Bienaventuranzas, Edice, Madrid, 1981). Sirvámonos de la parábola del hijo pródigo como referencia; en ella Jesús, más que del hijo pródigo, quiere hablarnos de cómo es Dios con todos sus hijos pródigos. Del mismo modo en las Bienaventuranzas habremos de considerar, en primer lugar, cómo piensa y actúa Dios con los pobres y los perseguidos, antes de platearnos cómo hemos de actuar los hombres y mujeres de hoy.

Jesús sube al monte (Mt 5,1), lugar habitual de la manifestación de Dios. Allí Dios habla al pueblo por medio del profeta, como Moisés en el Sinaí. Pero en este monte quien habla es Jesús, "más que un profeta". Los discípulos perciben claramente que, al escuchar a Jesús, están escuchando a Dios. Las palabras de Jesús nos revelan, nos trasparentan el pensamiento de Dios. La pretensión de Jesús es comunicarnos algo del misterio de Dios: quién es, cómo actúa, qué proyecto tiene para los humanos. Y condensando la revelación de Jesús descubrimos:

Esta manifestación de Jesús no es fruto de su observación de la realidad humana; entonces y hoy la realidad aplastante nos habla de que los pobres son unos desgraciados y de que el único reinado que gobierna el mundo es el reinado del poder político y del dinero. Lo que Jesús nos revela es algo que pertenece al misterio de Dios y que sólo podemos saber a través de la vida y la palabra de Jesús.

Y esto que Jesús nos revela es Buena Noticia para los pobres del mundo, porque son los preferidos de Dios y porque llegarán a vivir gozosos en el Reino de Dios. "El Señor secará las lágrimas de todos los rostros" (ls 25,6-8). En esto consiste el carácter evangélico, de Buena Noticia, que encierra la proclamación de las Bienaventuranzas.

Visto lo anterior, cabe la pregunta que muchos se hacen: las Bienaventuranzas son Buena Noticia para los pobres y perseguidos; ¿y los demás? Todos aquellos que no entran en estas categorías, porque no viven en situación de pobreza o en circunstancias de persecución ¿pueden recibir las Bienaventuranzas como Buena Noticia? Si la respuesta es afirmativa, ¿desde qué claves habrán de acogerlas?

Es preciso afirmar que las Bienaventuranzas son como el corazón del mensaje de Jesús, un mensaje que no sólo anunció sino que lo vivió a lo largo de su vida. Si constituyen el corazón de la vida de Jesús, habremos de concluir que son Buena Noticia para todos, no sólo para los pobres y perseguidos. Para entenderlo así, es preciso que descubramos que Jesús inicia un proceso de transformación y de cambio en la forma de vida de la sociedad. Al anunciar la presencia del Reino, está llamando a todos a vivir una nueva relación de fraternidad. Nos enseña a reconocer a Dios como Abbá, el Padre-madre de todos, que ama a todos como hijos, pero de una manera especial a los empobrecidos y perseguidos de la tierra, porque son sus hijos más desvalidos. Nos urge a cambiar todas las situaciones y sistemas que generan pobreza, marginación, aplastamiento, opresión.

Esta urgencia la sienten más agudamente los que padecen las consecuencias de este sistema injusto, es decir, los empobrecidos y oprimidos. Ellos son, por esta razón, los primeros artífices de este cambio o transformación. Por eso son los preferidos de Dios: no simplemente porque son pobres (sería injusto pensar que Dios desea mantener las situaciones de injusticia), sino porque son ellos quienes desencadenan el proceso de transformación de las estructuras injustas e inhumanas.

Ellos, y todos los que se solidarizan con ellos en este sobrehumano esfuerzo de cambio, gozan de la predilección de Dios, de la asistencia del Espíritu, en definitiva, del Reino de Dios.

Quien ha descubierto que la causa de los pobres es la causa de Dios es destinatario de la Buena Noticia de las Bienaventuranzas.

Quien ha experimentado, como María, que "Dios derriba a los poderosos de sus tronos y despide a los ricos vacíos" (Magnificat), acoge las Bienaventuranzas como Buena Noticia.

Quien siendo rico se hace pobre como Jesús se abre a una nueva experiencia de felicidad, que Jesús proclama en las Bienaventuranzas.

Nadie, por tanto, está excluido de esta experiencia de felicidad, siempre que acoja la llamada de Dios. Como hijos queridos, todos estamos llamados a gozar de la felicidad del Reino, pero será preciso entender, asimilar y dejarnos convertir por el anuncio de las Bienaventuranzas.

En las Bienaventuranzas, que son como el corazón de la vida y mensaje de Jesús, descubrimos una perfecta continuidad con el Dios salvador del Exodo, que oye el clamor de su pueblo oprimido; el Dios celoso de la justicia interhumana y defensor de los huérfanos y viudas que aparece en los profetas; el Dios "revolucionario" al que canta María en el Magnificat. Es el Dios de la salvación, el Dios que salva actuando (sentido dinámico del "Soy el que soy" , Ex. 3,14); el Dios que, al final, hará un cielo nuevo y una tierra nueva (Ap 21,1) en que habite la justicia.

Un Dios que no actúa solo; pide que cada uno asuma su tarea con responsabilidad: los pobres como artífices principales del cambio, y todos los que se solidaricen con ellos en la construcción de una comunidad fraterna. Ha hecho al hombre y mujer a su imagen. Y pide que los hombres y mujeres lleguen a ser lo que están llamados a ser.

2. Una llamada a la felicidad

Por encima de todo, Dios nos quiere felices. La experiencia de cada día y las conclusiones de las ciencias humanas nos confirman que este deseo de felicidad es el móvil más profundo que guía el comportamiento humano. Los expertos no se ponen de acuerdo en señalar cómo se puede conseguir esta sensación de felicidad humana. ¿Sentirse uno bien consigo mismo? ¿Sentirse amado, acogido, valorado por los que le rodean? ¿Estar en armonía consigo mismo, con los demás, con la naturaleza, con Dios? ¿O simplemente tener cada vez más, de todo, para despertar la admiración y la envidia de los demás? Es evidente que por este último camino va la sociedad de consumo. En cambio, la sicología moderna va por los otros caminos de la interioridad.

Lo que parece incuestionable es que la felicidad es un estado de ánimo que muy pocas veces parece conseguirse, como si fuera una meta inalcanzable. Y cuando el ser humano llega a experimentar esta sensación, su duración es tan fugaz que siempre resulta una experiencia demasiado corta para nuestros deseos. La promesa de Dios va por otros caminos. Quizás San Agustín lo intuyera cuando, en medio de su azarosa vida, pudo decir: "Señor, nos has hecho para Ti y nuestro corazón no descansa hasta que te encuentra a Ti" (Confesiones 1,1). El compendio evangélico de las Bienaventuranzas nos promete la plenitud del Reino; es lo mismo que decir la culminación de toda felicidad. Y esta culminación está en el encuentro definitivo con Dios mismo: "Dichoso el hombre que confía en Ti" (Sal 84,13).

3. El contenido de las Bienaventuranzas

Muy probablemente Jesús pronunció dos sentencias: "Dichosos los pobres", a secas, y "Dichosos los perseguidos" (Secretariado Nacional de Catequesis "Evangelio y Catequesis de las Bienaventuranzas", Edice, Madrid, 1981, 26).

En la primera sentencia Jesús quiere mostrar con claridad que Dios, Abbá, ama a todos, pero de un modo preferencial a los pobres y pecadores, y les muestra su amor al querer cambiar, con su colaboración, las situaciones que generan pobreza, violencia y marginación. La segunda sentencia presenta las consecuencias de una determinada opción. Tras la muerte y resurrección de Jesús, la comunidad cristiana se aplicó a sí misma lo dicho por Jesús y llegó a expresarlo en una formulación cercana a la de Lucas, con objeto de animar a los discípulos que sufrían las consecuencias de la pobreza y la persecución, al seguir a Jesús. (TERESA Ruiz, ANTONIO BRINGAS, "Nuevo Diccionario de Catequética", San Pablo, Madrid 1999, Bienaventuranzas, 220).

De este núcleo proveniente de Jesús los evangelistas desarrollan y reinterpretan las palabras de Jesús en función de las comunidades a las que dirigen sus escritos. San Mateo escribe a los judíos. San Lucas se dirige a cristianos de mentalidad y cultura griega. El primero es el apóstol de la justicia evangélica. Pretende que sus lectores vivan el evangelio en espíritu y en verdad. Esto exige un desprendimiento radical que permita una libertad interior: "No podéis servir a Dios y al dinero" (Mt 6,24). San Lucas, por su parte, descubre que, para acoger la salvación de Jesús, es preciso liberarse de la inmoralidad de las riquezas, que impiden entrar en la dinámica del Reino. San Lucas es quien nos recuerda: "Quien no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío" (Lc 14,33). Por esta razón San Lucas añade las "malaventuranzas" (Lc 6,24-26): "¡Ay de vosotros, los ricos, los que ahora estáis saciados... los que ahora reís!"

Si pretendemos descubrir la relación existente entre las diferentes Bienaventuranzas, podríamos agruparlas de la siguiente manera:

Un primer bloque, encabezado por la primera Bienaventuranza: ¡Dichosos los pobres!. También podemos traducirla por ¡Dichosos los que eligen ser pobres! (José M. Castillo "Teología para comunidades"; Paulinas, Madrid 1990, 339). De ella se siguen tres consecuencias: dichosos los que sufren, los no violentos, los que tienen hambre. Las tres siguientes expresan las razones profundas de la nueva situación: dichosos los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz. En efecto, los pobres, o los que han elegido ser pobres por compartir, sufren las consecuencias de su opción, padecen hambre, se ven sometidos por los violentos; pero también transforman la realidad opresiva del mundo en una situación nueva, donde se implantará la justicia, la igualdad y la paz. Se acabarán los sufrimientos, las humillaciones, las injusticias, porque los convertidos van a prestar ayuda, tendrán el corazón limpio de malas intenciones y trabajarán por la paz, basada en la justicia, la libertad y la verdad.

El segundo bloque está formado por la última Bienaventuranza: ¡Dichosos los perseguidos! En efecto, los que se mantienen fieles a este proyecto de Dios no pueden evitar ser perseguidos por aquellos a quienes interesa que todo siga igual, que nada cambie. Frente a Jesús, que desea instaurar un nuevo sistema de convivencia humana, basado en la justicia y la fraternidad, se sitúan los "poderes de este mundo" (Mt 4,9), dispuestos a comprar voluntades, ofreciendo cuanto haya que ofrecer para mantener las cosas como están. La oposición es manifiesta. Y su consecuencia inevitable, el enfrentamiento y la persecución.

En San Mateo aparece un matiz que conviene resaltar; la primera y la última Bienaventuranza formulan la promesa en tiempo presente: "suyo ES el Reino de Dios" (o bien, "TIENEN a Dios por rey"). El resto de las Bienaventuranzas formulan la promesa en futuro: "serán....". Como afirma J. M. Castillo (o. c., 346), citando a Mateos y Camacho, las promesas de futuro son efecto de la opción por la pobreza y de la fidelidad a ella. Se distinguen, pues, dos planos: el del grupo que se adhiere a Jesús y opta por él y el efecto de tal opción en la humanidad. Es decir, la existencia del grupo que opta radicalmente contra los valores de la sociedad establecida —realidad actual- provoca una liberación progresiva de los oprimidos y va creando una sociedad nueva —realidad futura-. La obra liberadora de Dios con la humanidad está vinculada a la existencia del grupo cristiano, que renuncia a la idolatría del dinero y crea el ámbito para que sea efectivo el Reino de Dios.

4. Evangelio y ética de las Bienaventuranzas

Al escuchar las Bienaventuranzas desde las claves explicadas en los apartados anteriores, no podemos evitar un serio interrogante en nuestro interior: ¿son las Bienaventuranzas un camino de felicidad? Está claro que Dios desea que seamos felices. Para esto nos ha creado, para comunicarnos su amor. Y en este amor participado consiste la verdadera felicidad de todo ser humano. Por otra parte, nos resistimos a imaginarnos que el camino conducente a la felicidad pase por la renuncia a las riquezas y la asunción de la persecución como forma habitual de vida. Tenemos la sensación de encontrarnos envueltos en una contradicción. Es, por lo menos, una verdadera paradoja. Apelemos a hechos referidos en el evangelio, que pueden, tal vez, desvelarnos alguna salida a este laberinto.

Zaqueo, injustamente enriquecido en su trabajo de recaudador, experimenta un profundo cambio interior al encontrarse con Jesús y traduce su conversión en una clara opción ética a favor de los pobres y de los injustamente explotados (Lc 19,8-10). Ha entendido la Buena Noticia de Jesús, se ha fiado de Dios y encuentra la felicidad en la opción por los pobres.

Por otra parte, el joven rico, que ha mantenido un comportamiento éticamente irreprochable desde niño, no acepta la invitación de Jesús como Buena Noticia y se aferra a sus bienes. Como consecuencia, "se marchó entristecido" (Mc 10,21-22), no encontró la felicidad.

Estos hechos referidos en el evangelio ¿reflejan situaciones excepcionales o son más bien situaciones referenciales? La larga nómina de cristianos y cristianas, que han encontrado la plena realización humana por este camino de las Bienaventuranzas, nos permite considerarlos como paradigma de toda vida cristiana. Desde María, que alegra su espíritu en Dios y que se considera bienaventurada (Lc 1,48), hasta cualquiera de los misioneros y misioneras de hoy, que, aun corriendo un riesgo indudable para su vida, no dudan en regresar a los países en conflicto, después de haber sido expulsados, buscando la alegría de servir a sus hermanos; ellos nos muestran Un camino de realización y de felicidad. Ciertamente hablamos de UN camino, junto a otros muchos. No sería razonable rechazarlo, sin más, tanto más cuanto que ha dado frutos espléndidos de transformación social y de ejemplaridad ética. ¿Cómo no recordar aquí la figura inolvidable de Francisco de Asís? No solamente por lo que hizo, abandonar las riquezas y encarnar con sencillez el espíritu de fraternidad, sino por la "escuela" que creó y que dio origen a un nuevo modo de ser y estar en el mundo: el espíritu franciscano.

Tampoco podemos olvidar a un contemporáneo, como Oscar Romero, convertido por los pobres a una vida libre en defensa de los injustamente empobrecidos; sufrió persecución, más aún, fue asesinado en plena celebración de la Eucaristía, pero es hoy reconocido como el defensor de los pobres. Y, por hacer referencia al penúltimo de los ejemplos actuales, la madre Teresa de Calcuta pasará sin duda a la posteridad de la relación de personas que más cerca están de los últimos de la tierra. Su incondicional servicio a los más parias de todos los parías nos ayudó a entender quiénes son los preferidos de Dios: aquellos a quienes se les ha privado hasta del derecho a morir con un mínimo de dignidad.

Todavía habrá quien pregunte: estos cristianos y cristianas, ejemplo de entrega a la causa del Reino ¿son unos masoquistas?, ¿se sienten felices sufriendo? La sola pregunta es una afrenta a tantos millones de personas anónimas, que han experimentado una honda satisfacción en cuidar de su hijo enfermo, o discapacitado, o drogadicto. Pensar que son masoquistas es una injuria propia de mentes enfermas, que degrada a la propia condición humana.

La explicación de este comportamiento humano habría que buscarla por otro camino. Quienes han encontrado la felicidad por el camino de las Bienaventuranzas son personas que han puesto totalmente su confianza en Dios; saben de quién se han fiado (2 Tim 1,12). Sostenidas por el Espíritu de Dios, aceptan que Dios sea el centro de su vida. Dirigidas por el mismo Espíritu, consagran su vida al Reino de Dios; anuncian la oferta salvadora que Dios nos hace en Jesucristo, proclaman nuestra condición de hijos de Dios, impulsan la tarea de formar una familia de hermanos, viven una vida volcada en el proyecto de Jesús.

Quienes van descubriendo este nuevo horizonte, que da un sentido especial a sus vidas, chocan necesariamente con la oposición de un sistema de valores que rige la convivencia humana, bajo el control del dinero que maneja el poder. Al optar por la defensa de los pobres y aplastados de la sociedad se encuentran con la persecución de quienes ostentan el poder en esta sociedad. Pero les sale al encuentro la palabra del Señor: "No temáis, yo he vencido al mundo" (Jn 16,33). Jesús no pone "paños calientes" a la contradicción entre el mundo y el grupo de sus seguidores. El mundo vive en tinieblas y prefiere las tinieblas a la luz (Jn 3,19); se opone al mensaje de Jesús (Jn 8,37); rechaza la verdad de Jesús (Jn 8,43.46). Es lógico que el discípulo encuentre una fuerte oposición en los poderes de este mundo.

Pero, al mismo tiempo, de los pobres, de los que han optado por los pobres, es el Reino de Dios. Y el Reino se compara a la alegría de una fiesta (Mt 25,21.33); los discípulos participan de la alegría del Reino (Lc 10,17.20). Y esta alegría "nadie os la podrá arrebatar". Por eso son dichosos, bienaventurados. En esta línea de descubrimiento podemos entender el camino de las Bienaventuranzas como un camino de alegría y de felicidad. En cierto sentido, las Bienaventuranzas constituyen una explanación de la sentencia de Jesús: "El que conserve su vida, la perderá, y el que pierda su vida por mí, la conservará" (Mt 10,39. Esta paradoja, que parece encerrar una contradicción en sus términos, aparece iluminada por la felicidad, la dicha, la alegría que acompaña a los que optan por Jesús.

5. Las Bienaventuranzas como camino

Tenemos la conciencia de que no podemos ser totalmente felices, al menos de una manera definitiva. Los momentos de bienaventuranza, incluso los más intensos, están amenazados por su carácter transitorio, decíamos más arriba. Sin embargo buscamos denodadamente el paraíso perdido, el lugar mítico donde reina la felicidad. Pascal decía: "Todos los hombres buscan ser dichosos, incluso el que se va a ahorcar". ¿Existirá este lugar?

Los humanismos cerrados en sí mismos han apuntado al propio ser humano como meta de la felicidad. Por ahí han caminado filosofías modernas como el idealismo, el marxismo ("el hombre es la medida de todas las cosas"), el existencialismo. Los creyentes afirmamos que el espíritu humano está abierto, en ángulo, al infinito de Dios. Inteligencia y voluntad buscan la Verdad y la Bondad absolutas. Con encomiable esfuerzo vamos consiguiendo parcelas de verdad y de bondad. Dominamos cada vez mejor la naturaleza ("dominad la tierra", Gen 1,28) mediante los descubrimientos científicos y técnicos. Damos pasos adelante en el reconocimiento de los derechos humanos y exigimos un comportamiento ético acorde con ellos. El debate actual en favor de la aceptación de una ética mundial que ordene de modo más justo la convivencia humana es una muestra más de lo que venimos diciendo.

No cabe duda de que en los últimos cincuenta años la humanidad ha progresado con una rapidez muy superior a la de los siglos anteriores. La Declaración universal de los derechos humanos es un referente permanente para los legisladores de todos los países. Pese a todo ello, aún se debate la humanidad en la incógnita del futuro. L. Boff afirma que la humanidad tiene que decidir si quiere continuar viviendo o si escoge su propia autodestrucción. Y señala estos "nudos" problemáticos que hay que desatar: el nudo del agotamiento de los recursos naturales, el de la conservación de la tierra y el nudo de la injusticia social mundial (L. BOFF, Concilium [283] 1999, 718-728). La falta de agua, la desertización de la tierra y las cien mil personas que mueren cada día de hambre en el mundo plantean interrogan-tes imposibles de soslayar. O cambiamos o nos destruimos, afirma Boff. No podemos afrontar el futuro repitiendo el pasado. Desapareceríamos violentamente, como desaparecieron los dinosaurios. "O andamos el camino de Emaús, del com-partir y de la hospitalidad, o experimenta-remos el camino de Babilonia, de la tribulación, de la desolación. Esta vez no habrá un arca de Noé que salve a algunos y deje desaparecer a los demás. Mantenemos fundadas esperanzas de que la vida triunfe sobre la muerte, como siempre triunfó. El equilibrio entre la vida y la muerte es dinámico y siempre abierto para permitir lo simbólico, vencer lo diabólico y que la vida prevalezca sobre la muerte (art. cit. 728).

En este camino dialéctico entre vida y muerte, entre desencanto y esperanza, entre deshumanización y humanización, las Bienaventuranzas se nos presentan como el CAMINO de Cristo y de los cristianos. Un camino que aparece empedrado por los fracasos de las guerras, las injusticias, la destrucción del hábitat del mundo y de sus moradores. Pero un camino que apunta a la VIDA, no sólo prometida sino ya realizada en Jesús resucitado. "En la resurrección aparece el poder de Dios, no en directo, en forma universal, ni su finalidad es mostrar simplemente su omnipotencia. Dios devuelve a la vida no simplemente a un cadáver, sino a un crucificado; hace justicia a una víctima. Lo que la resurrección tiene de buena noticia no es, por lo tanto, el anuncio de una vida más allá de la muerte sino la esperanza de las víctimas: que el verdugo no triunfará sobre ellas" (J. SOBRINO, Concilium [283] 1999, 860).

Las víctimas son los destinatarios de las Bienaventuranzas de Dios; los empobrecidos y perseguidos son las víctimas a las que Dios hace justicia. Ya lo ha hecho con Jesús, el asesinado-resucitado. De la misma manera Dios hace justicia a todos los que sufren las consecuencias de los pecados mortales -porque producen muerte- de los verdugos. Cuando unos cristianos intentan recorrer el camino de las Bienaventuranzas están, en algún modo, anticipando la justicia de Dios; son signos de esta justicia. Y, al intentar vivir, desde su solidaridad con los pobres y perseguidos, el espíritu de las Bienaventuranzas, están siendo plenamente justificados.

BIBL. - SECRETARIADO NACIONAL DE CATEQUESIS, Evangelio y catequesis de las bienaventuranzas, Edice, Madrid, 181; B. LAMBERT, Las Bienaventuranzas y la cultura de hoy, Sígueme, Salamanca, 1987; G. LOHFINK, El Sermón de la montaña, ¿para quién?, Herder, Barcelona, 1989.

José Manuel Antón Sastre