SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA,
MADRE DE DIOS

Tradicionalmente, el 1 de enero, octava de la Navidad del Señor, se celebraba la Circuncisión del Señor. Y la Maternidad divina de María, desde el año 1931, se celebraba el 11 de octubre.

Cuando Juan XXIII convocó el Concilio Vaticano II fijó como fecha de apertura el día 11 de octubre, por ser la fiesta litúrgica de la Maternidad divina de María. Así lo proclamó en la homilía de la solemne apertura -11 de octubre de 1962— y en el discurso de clausura de la primera sesión, 8 de diciembre de 1962. Quiso expresamente poner el Concilio bajo la protección maternal de María, y eligió la fiesta del gran misterio mariano, fuente de todos los títulos y prerrogativas de María. ¡Qué lejos estaba de imaginar el buen papa Juan que, treinta y ocho años después, el 3 de septiembre del año 2000, Juan Pablo II lo beatificaría y fijaría su conmemoración litúrgica precisamente el 11 de octubre!

El calendario litúrgico del postconcilio trasladó la fiesta mariana del 11 de octubre al 1 de enero, con la máxima categoría litúrgica, solemnidad, y con el título de Santa María, Madre de Dios. El marco litúrgico de la Navidad del Señor es el más adecuado para celebrar la maternidad de María, que nos dio a su Hijo Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre.

Que Maria es Madre de Dios ha sido una de las verdades que con más celo y entusiasmo se ha cultivado en el pueblo cristiano desde los primeros tiempos. Ya en el año 429, el patriarca de Alejandría, San Cirilo, se lamentaba en su carta pascual de que alguien se atreviera a negar que Maria era verdadera 'Madre de Dios» (Theotókos), título que ya era tradicional. Se refería nada menos que al patriarca de Constantinopla, Nestorio, y a algunos obispos de la región de Antioquía, que, al defender la doble personalidad de Cristo, divina y humana, relegaban sólo a la persona humana de Jesús la maternidad de Maria: Madre de Jesús de Nazaret, no de Dios. Nestorio ridiculizaba la fe en la maternidad divina de Maria: ¿Dios tiene madre? Pues entonces no condenemos la mitología helénica, que atribuye una madre a los dioses...

Por su parte, el papa Celestino I condenaba, en el Sínodo de Roma del año 430, las doctrinas nestorianas. Y, con el objetivo de defender la fe cristiana, envió sus legados al Concilio de Éfeso, tercer concilio ecuménico, convocado por el emperador de Constantinopla, Teodosio II, decididamente partidario de Nestorio.

El patriarca de Alejandria, San Cirilo, que debía presidir las sesiones conciliares, se apresuró a iniciar la solemne asamblea, aun antes de que llegaran algunos obispos de la región de Antioquía. Y el Concilio de Éfeso definió como doctrina de fe lo que ya el pueblo creía y proclamaba: que en Jesucristo hay dos naturalezas, divina y humana, pero sólo una persona, la del Verbo de Dios. Y, por tanto, Maria es verdadera Madre de Dios.

La historia de la Iglesia se hace eco del entusiasmo del pueblo cristiano de Éfeso, al conocer la decisión de la asamblea conciliar. Los fieles mostraron su júbilo, saliendo a la calle y proclamando: María Theotókos, María Theotókos. Nestorio rechazó la doctrina conciliar y fue depuesto de la sede constantinopolitana. En cambio los obispos de la región antioquena aceptaron más tarde la decisión de Éfeso. La unidad de fe reinaba de nuevo en la Iglesia.

En la homilía que San Cirilo de Alejandría pronunció en el Concilio de Éfeso, dirigió a la Madre de Dios alabanzas como éstas:

Salve, María, Madre de Dios, veneradísimo tesoro de todo el orbe, antorcha inextinguible, corona de virginidad, trono de la recta doctrina, templo indestructible, habitáculo de aquel que no puede ser contenido en lugar alguno, Virgen y Madre por quien se nos ha dado el llamado en los Evangelios bendito el que viene en nombre del Señor.

Salve, tú que encerraste en tu seno virginal al que es inmenso e inabarcable. Tú, por quien la Santísima Trinidad es adorada y glorificada. Tú, por quien la cruz preciosa es celebrada y adorada en todo el mundo. Tú, por quien exulta el cielo, se alegran los ángeles y arcángeles, huyen los demonios, por quien el diablo tentador fue arrojado del cielo, y la criatura, caída por el pecado, es elevada al cielo...

¿Quién de entre los hombres será capaz de alabar como se merece a Maria, digna de toda alabanza? Es Virgen y es Madre: ¡qué maravilla! Este milagro me llena de estupor. ¿Quién oyó jamás decir que al constructor de un templo se le prohíba entrar en él? ¿Quién podrá tachar de ignominia a quien toma a su propia esclava por Madre?

Nosotros hemos de adorar y respetar la unión del Verbo con la carne, hemos de tener temor de Dios y dar culto a la Santa Trinidad, hemos de celebrar con nuestros himnos a María, la siempre Virgen, templo santo de Dios, y a su Hijo, el Esposo de la Iglesia, nuestro Señor Jesucristo. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.»

Ya en aquellos tiempos se hablaba de la 'hipóstasis o «unión hipostática»: el Verbo, al encarnarse, asumió la naturaleza humana en su persona divina, de modo que no había duplicidad de personas en Jesús (sólo hay una persona, que es divina), aunque sí duplicidad de naturalezas, divina y humana. La teología católica desarrolló ampliamente esta tesis, derivada de la filosofía griega. Santo Tomás dice: «La bienaventurada Virgen es llamada Madre de Dios no porque sea madre de la divinidad, sino porque es madre, según la humanidad, de la persona que tiene la divinidad y la humanidad... El ser concebido y el nacer se atribuyen a la hipóstasis por razón de la naturaleza en la que la hipóstasis es concebida y nace. Ahora bien, como en el mismo principio de la concepción (de Cristo) la naturaleza humana se unió a la persona divina, podemos afirmar con toda verdad que Dios es concebido y nacido de la Virgen. Se dice que una mujer es madre de una persona porque ésta ha sido concebida y ha nacido de ella. Luego la bienaventurada Virgen puede llamarse verdadera Madre de Dios. (...) El nombre de "Dios", común a las tres personas divinas, unas veces designa sólo a la persona del Padre, otras a la persona del Hijo, y otras a la del Espíritu Santo. Así, cuando se dice que la bienaventurada Virgen es Madre de Dios, la palabra "Dios" designa sólo a la sola persona del Hijo' (Suma de Teología, III, 35).

El Concilio Vaticano II se hace eco de la Tradición secular de la Iglesia en el capítulo VIII de la Constitución Lumen gentium: 'La Santísima Virgen, predestinada desde la eternidad como Madre de Dios junto con la encarnación del Verbo de Dios por decisión de la divina Providencia, fue en la tierra excelsa Madre del Redentor, la compañera más generosa de todas y la humilde esclava del Señor (n. 61). Esta maternidad de Maria perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos (n. 62). Por el don y la función de ser Madre de Dios, por la que está unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y funciones, la Bienaventurada Virgen está también íntimamente unida a la Iglesia. La Madre de Dios es figura de la Iglesia» (n. 63).

Con María, en la Jornada Mundial de la Paz, inicia la Iglesia la andadura del nuevo Año de Gracia.

JOSÉ A. MARTÍNEZ PUCHE, O.P.