2 de enero

SAN GREGORIO DE NACIANZO
Obispo y doctor de la Iglesia

N. Arianzo (Capadocia), 330/339     M. Arianzo, 390

San Gregorio de Nacianzo nació entre los años 330 y 339, muy probablemente en Arianzo, Noroeste de Capadocia, lugar en que su familia tenía buenas posesiones, o en la misma Nacianzo, vecina, donde era obispo su padre, al que se conoce como Gregorio el Viejo. Éste no provenía de familia cristiana. Perteneció a la secta llamada de los hipsistarios (adoradores del Hjpsistoso Altísimo), medio judía y medio pagana, de la que se apartó a la vez que se acercaba al cristianismo, gracias al influjo de su esposa Nona. Rondaba ya por los cuarenta y cinco años cuando se convirtió al cristianismo, hecho que, al parecer, coincidió con el paso por Nacianzo de muchos obispos orientales que se dirigían al Concilio de Nicea, por tanto el año 325. Todos le apreciaban, tanto que, al cabo de solamente cuatro años, al quedar vacante la sede episcopal de Nacianzo, los obispos de Capadocia, de acuerdo con los fieles, le eligieron a él como obispo, hecho bastante frecuente durante el siglo IV.


SU MADRE, LA PRIMERA MAESTRA

Su esposa, y madre de nuestro Gregorio, Nona, provenía de una familia de honda raigambre cristiana, y era una mujer de fe viva, a toda prueba, y de una piedad tan genuina que atraía a todos. Sabemos también de la existencia de un hermano suyo, llamado Anfiloquio, el padre del gran amigo de San Basilio, al que éste nombrará obispo de Iconio y que también se llamaba Anfiloquio.

Ahora bien, nunca se ponderará bastante la importancia que tuvo Nona en asegurar una sólida formación cristiana para sus hijos, que fueron tres: Gorgonia, la mayor, Gregorio y Cesáreo. De Gorgonia, su hermano, en el elogio fúnebre, pone de relieve su fe ardiente, su generosidad y su entrega al servicio de los pobres. Gorgonia se casó, logró convertir a su marido Alipio, y tuvo tres hijas, la mayor de las cuales, Alipiana, se casó a su vez y sus hijos, sobrinos-nietos, fueron objeto de un especial y tierno afecto por parte de nuestro Gregorio, como se desprende de sus Cartas. El hermano menor, Cesáreo, estudió en Alejandria y Constantinopla e hizo una brillante carrera de médico en la corte imperial, donde llegó a la categoría de alto dignatario imperial. Sin embargo, murió tempranamente, hacia 368-369, lo mismo que su hermana Gorgonia.

Nuestro Gregorio, sin duda como efecto de la formación recibida de Nona, la madre, comenzó muy pronto a cultivar el deseo de abandonar el mundo, de renunciar al matrimonio y de entregarse a la contemplación de Dios. Pero, consciente ya, a lo que se ve, de su propia futura sentencia: «Creo que todos los hombres de buen sentido estarán de acuerdo en confesar que la educación es el primero de los bienes que está a nuestra disposición'., quiso primeramente equiparse lo mejor posible con lo mejor de la cultura de su tiempo, que era la cultura griega, profana, para estar a la altura de los mejores no cristianos y «no dejarse atrapar por las redes de los sofismas».

Así fue como, terminados los estudios en Nacianzo, marchó a proseguir su formación, sucesivamente, en Cesarea de Capadocia, donde tuvo su primer contacto con San Basilio, en Cesarea de Palestina, en Alejandría y, finalmente, en Atenas. En Cesarea de Palestina y, sobre todo, en Alejandría, sin duda recibió algo más que la educación general y estudió algo más que las disciplinas liberales. A estas ciudades debe su familiaridad con el patrimonio teológico y espiritual de Orígenes –rico bagaje del que nunca se desprenderá– y también su cercanía al gran San Atanasio (-' 2 de mayo) , así como su dominio de la exégesis alegórica de la Sagrada Escritura y su conocimiento del monacato iniciado y consolidado por San Antonio.


COMPAÑERO DE SAN BASILIO

A su larga estancia en Atenas, sin embargo, le debe Gregorio su extenso y perfecto conocimiento de la cultura griega y su formación literaria. Entre los maestros, destacan los rétores Himeneo, pagano, y Proheréseo, cristiano, cuyas clases frecuentó junto con Basilio, que se le unió al terminar sus cursos en las escuelas de Constantinopla. La profunda y clara amistad que se estableció entre ambos se hizo célebre y pronto se convirtió en referente obligado. Esta amistad marcó sobre todo a Gregorio e influyó notablemente en su vida posterior, como veremos. Son famosos los acentos con que vibra con sólo recordarla: «Teníamos en común los estudios, la casa, los pensamientos, y puedo gloriarme de que era nuestra amistad tan famosa en Grecia: todo lo compartíamos; una sola alma unía dos cuerpos distintos. Lo que de manera especial nos unía era Dios y el amor por lo mejor».

Por el mismo tiempo, concretamente el año 355, ambos amigos pudieron conocer como colega suyo en los estudios al futuro emperador Juliano, aunque será Gregorio solo quien escriba diatribas contra él. Por otra parte, nada podía contribuir a relacionarlos: Juliano quería formarse para ponerse al servicio de la implantación de un nuevo paganismo; Gregorio y Basilio se proponían «dedicar a Dios, además del resto, también los esfuerzos de la oratoria».

Parece que Gregorio era, de los dos amigos, el que más importancia daba a los estudios. De hecho, cuando Basilio regresó a Capadocia, Gregorio prolongó su estancia en Atenas algunos años más, hasta casi cumplir él los treinta.

Ya de regreso en Nacianzo, Gregorio dio buenas pruebas de haber adquirido gran competencia en retórica, pero en su Autobiografía ha dejado también constancia de sus dudas y vacilaciones, pues su anhelo profundo seguía siendo el de llevar una vida genuinamente ascética y contemplativa, con las renuncias consiguientes, aunque no al estudio, pues también anhelaba con idéntica fuerza interior conocer a fondo la Sagrada Escritura. Fue en esta época, cuando recibió el bautismo, de manos de su padre.

Secundando la llamada de Basilio, se retiró con éste a la soledad de Anisa, donde se ejercitó en la vida ascética y a la vez colaboró con Basilio en la composición de la Filocalia, a base de extractos de las obras de Orígenes, y sin duda influyó no poco en la elaboración de las primeras redacciones de las Reglas monásticas. Pero pronto se impuso a su sensibilidad casi enfermiza la nostalgia de la acción y del afecto familiar, quizás disfrazado de piedad para con sus ancianos padres, y regresó a Nacianzo.

Lo cierto es que su padre, por los achaques de la edad, sentía la necesidad de un colaborador que le ayudara en sus tareas pastorales. Y en una de las fiestas de finales del 361 o de comienzos del 362, ordenó de sacerdote a Gregorio, sin atender a las protestas de éste que, sin embargo, por su tímido y frágil carácter, cedió. Pero, en seguida, convencido de su indignidad y abrumado por las exigencias del orden recibido, decidió escapar a ellas y huyó para refugiarse junto a su amigo Basilio y restañar con él la herida producida en su sensibilidad por semejante –para él– «atropello». Pronto, sin embargo, «reflexionando sobre sí mismo», se repuso, y atendiendo, sin duda, a los consejos de su amigo y al remordimiento de haber contristado a su padre, regresó a Nacianzo para la Pascua de ese mismo año de 362, incorporándose al ejercicio de su ministerio. Para justificarse y dar una adecuada explicación a su escandalizada grey, publicó en forma de discurso una obrita apologética con el título Sobre la fuga, obrita que en realidad es un verdadero tratado sobre el sacerdocio, que influyó profundamente en los del Crisóstomo y de Ambrosio de Milán.

Diez años transcurrieron mientras Gregorio ejercía eficazmente su sacerdocio junto a su padre, cuya capacidad iba disminuyendo con la edad, por lo que su responsabilidad fue también acrecentándose. Entretanto, sucedían cosas: Juliano, convertido en emperador a finales del 361, estaba empeñado en una campaña de restauración del paganismo, para lo cual trataba de eliminar al cristianismo, sobre todo expulsando a los cristianos de las escuelas, con la prohibición de que estudiaran a los clásicos, cosa que Gregorio consideraba la mayor calamidad para la Iglesia. Contra él escribirá más tarde dos tremendos discursos, donde se muestra implacable con él y lo condena por su tiranía». Pero también tuvo lugar la ordenación sacerdotal de su amigo Basilio –tampoco voluntaria, por cierto–, cuyo ejercicio ministerial produjo, con el tiempo, no pequeñas dificultades con su obispo Eusebio, para solucionar las cuales tuvieron que intervenir los dos Gregorios, padre e hijo. El padre intervino también eficazmente en la elección de Basilio para suceder a Eusebio en la sede de Cesarea, porque la oposición era muy fuerte. Fue también ésta la década en que murió Cesáreo, el hermano menor de Gregorio. Y de todo ello nos informan sus Cartas.


OBISPO DE SASIMA Y DE NACIANZO

El emperador Valente, sucesor de Juliano en el imperio, resultó ser un decidido protector de los arrianos, y el año 371, por razones políticas, pero también con el fin de debilitar la fuerza de la ortodoxia nicena en Capadocia, muy pujante bajo la égida del obispo de Cesarea, Basilio, dividió en dos la Gran Capadocia. La nueva situación y las pretensiones de Antimo, el obispo de Tiana, la nueva capital de la Segunda Capadocia, obligaron a Basilio, metropolitano de Cesarea, a reforzar su parte, y para ello confió a Gregorio la nueva sede creada en Sasima, pequeña pero de mucha importancia estratégica como encrucijada de caminos y nudo de comunicaciones.

De esta manera resultó que también el episcopado se le impuso a Gregorio casi a la fuerza, por razones de política eclesiástica, aunque tampoco esta vez supo decir que no, y fue consagrado poco antes de la Pascua del 372. Pero nunca le perdonó a Basilio esta «faena, como consta en sus Cartas, en sus Discursos y en la Autobiografra. El hecho es que Gregorio nunca tomó posesión de su sede. Aunque en principio prometió hacerlo, Antimo se le anticipó ocupando el lugar a la fuerza, y Gregorio consideró que no merecía la pena «luchar por unos lechones y algunos pollos, como si se tratase de almas y de cánones», y una vez más se fugó. Pero, al cabo de cierto tiempo, los ruegos de su anciano padre le hicieron volver a Nacianzo y se avino a ser su auxiliar. De esta época datan sus predicaciones de las festividades litúrgicas y de los santos, y algunos sermones de circunstancias, entre los que destaca el famoso acerca del amor a los pobres.

El año 374, sin embargo, morían los padres, Gregorio el Viejo y Nona, con poco tiempo de intervalo. A instancias de los obispos de la provincia, con Basilio en cabeza, Gregorio aceptó la carga de administrar la sede naciancena, pero sólo como medida provisional, hasta que se hallase el titular sucesor de su padre. Suele suceder que lo provisional es lo más duradero. La situación se prolongó más de lo que él esperara y, cansado, ocultamente se fugó de nuevo, dejando a todos ante el hecho consumado. Recaló en Seleucia de Isauria y allí se entregó de lleno, una vez más, a la contemplación y a la vida monástica, lo que siempre había sido el anhelo profundo de su alma y causa de su constante inquietud y agitación interior cuando se hallaba en medio de la acción, aunque ésta fuera acción pastoral, que, a su vez, constituía el otro polo de atracción de su naturaleza extrañamente tierna y sensible ante las necesidades del prójimo. Hecho más para la contemplación que para la acción, sin embargo, siempre que vio claro cuál era su deber, supo sobreponerse y salir de su amada contemplación.

Es lo que ocurrió justamente a la muerte del emperador Valente en la batalla de Adrianópolis contra los godos, el 9 de agosto del 378. Al tomar el mando como Augusto del Oriente el español Teodosio, de confesión ortodoxa, el 19 de enero del 379, las perspectivas de la fe nicena cambiaron por completo, pues el socio de Occidente, Graciano, también defendía la ortodoxia. Por si fuera poco, el primero de ese mismo mes y año, consumido por la enfermedad y el ejercicio incansable de su caridad pastoral, moría el gran amigo Basilio.


AL FRENTE DE LA IGLESIA DE CONSTANTINOPLA

Ocurría también que en la gran metrópoli, Constantinopla, los arrianos, apoyados por Valente hasta entonces, al cabo de casi cuarenta años habían logrado apoderarse de todas las iglesias de la ciudad y seducir a la gran mayoría de la población, hasta el punto de que los católicos ortodoxos habían quedado reducidos a un pequeño grupo, sin local para el culto y sin pastor para sus almas. Pero, ante la nueva realidad política, tuvieron la osadía de buscar y tratar de convencer a Gregorio para que, dejadas de lado sus persistentes repugnancias, se hiciera cargo de la dirección de la pequeña pero fiel comunidad de Constantinopla. Y una vez más se sobrepuso a sí mismo y aceptó.

Naturalmente, la población arriana, con sus jefes al frente, lo rechazó como impuesto a la fuerza por el emperador. Gregorio, sin embargo, no quiso enfrentamientos directos, aunque tampoco se intimidó. Los comienzos de su ejercicio pastoral no pudieron ser más sencillos y humildes. Como no disponía de iglesia, reunió a sus pocos fieles en una casa particular, convertida en capillita, y la llamó Anastasis –Resurrección–, pues fue el centro nuclear de la resurrección de la fe ortodoxa en Constantinopla. Pronto comenzó a hacer realidad la palabra evangélica: «la luz se enciende para alumbrar a todos los de casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres» (Mt 5, 15-16). Su elocuencia, su santidad de vida, su amabilidad y su profundidad doctrinal no sólo no pasaron inadvertidos, sino que la fama los fue llevando en sus alas a círculos cada vez más amplios y alejados, hasta llegar a inquietar a los herejes.

Según cuenta en sus Cartas, la noche de la Vigilia Pascual del 379, los arrianos asaltaron la capillita y apedrearon a los fieles asistentes. Y parece que incluso llegaron a intentar asesinar a Gregorio, aprovechando que éste tenía siempre abierta la puerta de su casa para todos. Él no le dio mayor importancia, tras otorgar públicamente su perdón. Con todo, lo que más debió de dolerle fue la faena del «filósofo cínico» Máximo. Este individuo, efectivamente, se presentó como celosísimo defensor de la doctrina de Nicea, después de convertirse del cinismo filosófico, con su mucha apariencia de vida ascética, al cristianismo. Gregorio, que ignoraba su vida anterior, no sólo le aceptó, sino que le otorgó su confianza. Máximo, creyéndose seguro, se aprovechó de la rivalidad del patriarca alejandrino y no le costó mucho hacer que éste enviara a Constantinopla algunos obispos, que secretamente le consagrarían como obispo de Constantinopla, con lo que se le cerraría a Gregorio el paso al patriarcado. Pero su ambiciosa precipitación le hizo fracasar y tener que buscar otros aires. De nuevo le rondó a Gregorio la tentación de la fuga, pero le contuvieron sus fieles.

Fue enorme el esfuerzo y el sufrimiento de Gregorio para recobrar Constantinopla y devolverla a la fe ortodoxa, y enorme también la repercusión que en este sentido tuvieron sus cinco discursos teológicos pronunciados en el verano de 380, en los que expuso, con claridad y hondura, la doctrina ortodoxa sobre el misterio de la Trinidad, para instrucción de su grey y refutación de arrianos, eunomianos, macedonianos y apolinaristas. En estos discursos alcanza su cima el pensamiento teológico de Gregorio, y le merecieron el sobrenombre de «El Teólogo».

El 24 de noviembre del mismo 380, entró en Constantinopla el emperador Teodosio, después de su victoriosa campaña contra los godos, y en seguida obligó a los arrianos a devolver a los ortodoxos todas las iglesias, desterró al obispo arriano, Demófilo, y el 27 de noviembre entronizó solemnemente a Gregorio en la emblemática basílica de los Santos Apóstoles, esperando, sin duda, que su iniciativa sería aceptada por las autoridades eclesiásticas pertinentes.

Hacía ya algunos años que la evolución doctrinal, a pesar de los conatos en contrario de Eunomio y de Macedonio, y gracias sobre todo al tesón de Atanasio y a la teología y la diplomacia desarrolladas por Basilio de Cesarea, el ambiente general de las Iglesias de Oriente se había ido decantando hacia posiciones más cercanas a la ortodoxia, y la nueva situación del imperio, con dos emperadores ortodoxos, clamaba por la conveniencia de celebrar un concilio general, y el emperador Teodosio, a fines del 380 o comienzos del 381, promulgó el decreto que convocaba a los obispos de Oriente a reunirse en Constantinopla.

EL CONCILIO DE CONSTANTINOPLA

Se congregaron unos 150 en total, y entre ellos los hermanos de Basilio -Gregorio de Nisa (-' 10 de enero) y Pedro de Sebaste-, Melecio de Antioquía, Cirilo de Jerusalén y Anfiloquio de Iconio, el primo de Gregorio y amigo de Basilio, que, sin ser una eminencia, fue un excelente colaborador. La presidencia del concilio recayó en Melecio, el obispo más antiguo. Y con él comenzaron las sesiones de un concilio de Oriente que, sin embargo, pasaría a la Historia como el segundo Concilio Ecuménico. Efectivamente, en él se condenó una vez más al arrianismo, y se añadió la condena de los «pneumatómacos»» -eunomianos y macedonianos-, de los apolinaristas y de los sabelianos.

Solucionados los problemas doctrinales, los padres conciliares se ocuparon de revalidar la elección del obispo de Constantinopla. Con total unanimidad rechazaron por inválida la supuesta elección del intrigante Máximo y reconocieron como obispo legítimo a Gregorio de Nacianzo, tras de lo cual Melecio le entronizó oficialmente. Pero a finales de mayo, murió este anciano obispo de Antioquía, y Gregorio, presidente ahora del concilio, creyó llegado el momento de poner fin al escandaloso cisma de Antioquía, y como sucesor propuso a Paulino, el contrincante, rechazado hasta entonces como ilegítimo, y que no se hallaba presente. La oposición a esta candidatura fue realmente violenta, e hirió profundamente la sensibilidad temperamental de Gregorio. Por si esto fuera poco, llegaron, por fin, al concilio los obispos de Egipto, con el patriarca Timoteo de Alejandría en cabeza, y los obispos de Macedonia. Apenas incorporados a las sesiones, inmediatamente se declararon contrarios a la elección que los conciliares habían hecho de Gregorio para la sede de Constantinopla, y alegaban el canon XV de Nicea, que prohibía trasladar de sede a un obispo, y Gregorio, naturalmente, era obispo de Sasima. El asunto se agravó porque el papa Dámaso (--11 de diciembre), opuesto a la elección del «cínico» Máximo, se declaró, no obstante eso, conforme con la postura de los alejandrinos, los cuales llegaron hasta negarse a asistir a la liturgia oficiada por Gregorio.

Realmente hacía mucho tiempo que dicho canon no estaba vigente, si alguna vez se cumplió, y por otra parte, realmente también, Gregorio nunca había tomado posesión de Sasima ni había puesto en ella el pie, y de Nacianzo tampoco fue nunca titular. La defensa, pues, no era difícil. Pero Gregorio, cansado y hastiado de tanta política, no quiso luchar para sobreponerse a lo que consideraba dos fracasos morales, y así tomó una decisión inquebrantable, noble y a la vez tremendamente apasionada: renunciar a su cargo, tan apetecido por tantos, dejar vía libre para la elección de otro candidato y retirarse definitivamente a su amada y añorada soledad.

En el discurso de adiós a sus fieles, volcó toda la ternura y emoción de su alma sensible, toda la amargura de su desconsuelo ante la insensatez de los humanos y toda la esperanza que depositaba en la nueva etapa de su vida: «Elegíos otro, un hombre que agrade a la muchedumbre. A mí dadme la soledad, el campo y Dios, el único a quien agradaremos con nuestra indignidad».


MAESTRO DE LA FE Y DEL ESPÍRITU

Así, pues, de inmediato y sin esperar el final del concilio, se marchó de Constantinopla y se retiró a Arianzo, para, como él mismo dice en sus Cartas, reponer su quebrantada salud y sobre todo recuperar la necesaria calma interior después de tan agitados y dolorosos avatares. La sede de su padre, Nacianzo, seguía sin obispo, y la confió al presbítero Cledonio hasta que, en el otoño de 382, se sintió de nuevo con fuerzas suficientes y él mismo se encargó de dirigirla, sobre todo al verla perturbada por los apolinaristas, herejes cristológicos recién condenados por el Concilio de Constantinopla. Pero antes del verano de 383 recayó en sus dolencias y, habiendo hallado sucesor para Nacianzo en un primo suyo, Eulalio, se retiró definitivamente a Arianzo.

Si en las etapas anteriores de su vida Gregorio se había distinguido por su predicación, ahora, en la soledad de Arianzo, incrementa su actividad epistolar, en servicio y atención a tantos que, por alguna necesidad, acudían a él en demanda de apoyo, de consejo y de recomendación. Siempre orientado hacia Dios y a los bienes de arriba, sabe ser tierno y delicado con todos sus corresponsales, y no deja pasar, sin aprovecharla, la ocasión de remediar una necesidad o de prestar un servicio.

Sin embargo, su gran tarea de estos últimos años es hacer realidad su viejo sueño: mostrar que la cultura cristiana no es inferior a la de los paganos, y que también los ortodoxos saben presentar la verdadera fe con los mejores ropajes literarios, frente a la vieja práctica propagandística de los herejes –gnósticos, arrianos y sobre todo apolinaristas– que habían utilizado el verso. Gregorio no es un poeta de altos vuelos creativos, pero sus 400 poemas, con no menos de 17.500 versos, dan lugar a mucho juego. No crea nuevos géneros literarios, sino que utiliza los helenísticos que él tenía tan bien asimilados. Cultiva el poema didáctico, el himno, la elegía y particularmente el epigrama. Lo mismo ocurre con el metro de los versos. Gregorio se mueve con facilidad y entera libertad en medio del tesoro métrico de la poesía griega.

En cuanto al contenido, hallamos poemas teológicos, dogmáticos, históricos, morales, autobiográficos. En toda su poesía, incluso cuando se reduce casi a mera prosa versificada, deja traslucir su alma tierna, sensible, casi enfermiza y plenamente enamorada de Dios y entregada a su servicio. Sobre todo; en los poemas históricos y más particularmente en los autobiográficos, donde expresa con admirable sinceridad sus pensamientos, sus sentimientos, sus anhelos y hasta sus errores y fracasos.

El más largo de sus poemas autobiográficos y el más interesante desde el punto de vista histórico es el conocido como De vita sua (Sobre su vida), que alcanza los 1.949 versos. Los doctrinales y dogmáticos exponen su teología, su pensamiento sobre la Trinidad, sobre Cristo y sobre la Sagrada Escritura. La profundidad de este pensamiento puesto en verso confirma plenamente el apelativo de «El Teólogo» por antonomasia, que ante sus contemporáneos le habían merecido ya, según vimos, sus discursos teológicos, a los que hay que añadir las Cartas 101 y 102, dirigidas al presbítero Cledonio, donde acuña la famosa sentencia cristológica antiapolinarista: «No es sanado lo no asumido» (los apolinaristas negaban la existencia de alma humana en Cristo).

Si difícil es sistematizar su pensamiento teológico, más difícil aún es hacerlo con su espiritualidad, que desborda cualquier esquema. Gregorio es, sobre todo, teólogo, pero ser teólogo para él es iniciar y proseguir un itinerario ascético y contemplativo que desemboca en la luz del conocimiento y la experiencia de Dios, para así adquirir una competencia real de las cosas divinas. En él se interfieren constantemente su experiencia personal y el dogma afirmado por la Iglesia, con el resultado de una mayor profundización en el conocimiento de Dios, en provecho suyo y en el de todos aquellos de quienes se siente responsable. Obra propia del Espíritu Santo, cuya divinidad él afirma y defiende expresa y abiertamente, es la santificación, perfeccionando nuestra unión con Cristo. En expresión suya, nuestra «deificación», que consiste en acceder, por el Hijo y el Espíritu Santo, al Padre, la fuente misma de la divinidad.

Gregorio murió, casi con toda seguridad, el año 390, en su retiro de Arianzo. Su influjo fue enorme en todo el Oriente, que le veneró como uno de los Tres Grandes (con San Basilio y San Juan Crisóstomo). Su pneumatología (doctrina sobre el Espíritu Santo) y su cristología fueron decisivas para el posterior desarrollo teológico y dogmático. Y el influjo de su espiritualidad es evidente no sólo en las Reglas de su amigo Basilio, en las que colaboró, ciertamente, sino también y de modo particular en su coetáneo Evagrio Póntico y luego en el Pseudo-Dionisio, Diadoco de Fótice, San Máximo Confesor (-y 13 de agosto), Doroteo de Gaza, etc.

También en Occidente influyó lo suyo, a través de San Jerónimo y de Rufino de Aquileya con sus traducciones latinas. Este influjo se deja sentir sobre todo en San Gregorio Magno (-' 3 de septiembre), especialmente en sus ideas sobre el sacerdocio y sobre el ministerio pastoral. San Jerónimo (->30 de septiembre), al dar noticia de Gregorio, escribe: «Grandísimo orador fue mi maestro, y escuchándole interpretar las Escrituras, conseguí comprenderlas'.

Su culto se extendió rápidamente por todo Oriente, y su fiesta se celebró en Oriente el 25 de enero.

ARGIMIRO VELASCO DELGADO, O.P.