«PASCENDI DOMINICI GREGIS»

SOBRE LAS DOCTRINAS DE LOS MODERNISTAS

Carta encíclica del Papa San Pío X
promulgada el 8 de septiembre de 1907


 

Al oficio de apacentar la grey del Señor que Nos ha sido confiada de lo alto, Jesucristo señaló como primer deber el de guardar con suma vigilancia el depósito tradicional de la santa fe, tanto frente a las novedades profanas del lenguaje, como a las contradicciones de una falsa ciencia. No ha existido época alguna en la que no haya sido necesaria a la grey cristiana esa vigilancia de su Pastor supremo; porque jamás han faltado, suscitados por el enemigo del género humano, hombres de lenguaje perverso[1], decidores de novedades y seductores[2], sujetos al error y que arrastran al error[3].

GRAVEDAD DE LOS ERRORES MODERNISTAS
I. EXPOSICIÓN DE LAS DOCTRINAS MODERNISTAS
I. CAUSAS Y REMEDIOS
CONCLUSIÓN

GRAVEDAD DE LOS ERRORES MODERNISTAS

Pero es preciso reconocer que en estos últimos tiempos ha crecido, en modo extraño, el número de los enemigos de la cruz de Cristo, los cuales con artes enteramente nuevas y llenas de perfidia se esfuerzan por aniquilar las energías vitales de la Iglesia, y hasta por destruir totalmente, si les fuera posible, el reino de Jesucristo. Guardar silencio no es ya decoroso, si no queremos aparecer infieles al más sacrosanto de Nuestros deberes, y si la bondad de que hasta aquí hemos hecho uso, con esperanza de enmienda, no ha de ser censurada ya como un olvido de Nuestro ministerio. Lo que sobre todo exige de Nos que rompamos sin dilación el silencio, es que hoy no es menester ya ir a buscar los fabricadores de errores entre los enemigos declarados: se ocultan, y ello es objeto de grandísimo dolor y angustia, en el seno y gremio mismo de la Iglesia, siendo enemigos tanto más perjudiciales cuanto lo son menos declarados.

Hablamos, Venerables Hermanos, de un gran número de católicos seglares y, lo que es aun más deplorable, hasta de sacerdotes, los cuales so pretexto de amor a la Iglesia, faltos en absoluto de conocimientos serios en Filosofía y Teología, e impregnados, por lo contrario, hasta la médula de los huesos, con venenosos errores bebidos en los escritos de los adversarios del Catolicismo, se presentan, con desprecio de toda modestia, como restauradores de la Iglesia, y en apretada falange asaltan con audacia todo cuanto hay de más sagrado en la obra de Jesucristo, sin respetar ni aun la propia persona del divino Redentor, que con sacrílega temeridad rebajan a la categoría de puro y simple hombre.

2. Tales hombres se extrañan de verse colocados por Nos entre los enemigos de la Iglesia. Pero no se extrañará de ello nadie que, prescindiendo de las intenciones, reservadas al juicio de Dios, conozca sus doctrinas y su manera de hablar y obrar. Son seguramente enemigos de la Iglesia, y no se apartará de lo verdadero quien dijere que ésta no los ha tenido peores. Porque, en efecto, como ya hemos dicho, ellos traman la ruina de la Iglesia, no desde fuera, sino desde dentro: en nuestros días el peligro está casi en las entrañas mismas de la Iglesia y en sus mismas venas; y el daño producido por tales enemigos es tanto más inevitable cuanto más a fondo conocen a la Iglesia. Añádase que han aplicado la segur, no a las ramas, ni tampoco a débiles renuevos, sino a la raíz misma; esto es, a la fe y a sus fibras más profundas. Mas una vez herida esa raíz de vida inmortal, se empeñan en que circule el virus por todo el árbol y en tales proporciones, que no hay parte alguna de la fe católica donde no pongan su mano, ninguna que no se esfuercen por corromper. Y mientras persiguen por mil caminos su nefasto designio, su táctica es la más insidiosa y pérfida. Amalgamando en sus personas al racionalista y al católico, lo hacen con habilidad tan refinada, que fácilmente sorprenden a los incautos. Por otra parte, por su gran temeridad, no hay linaje de consecuencias que les haga retroceder, o, más bien, que no sostengan con obstinación y audacia. Juntan a esto, y es lo más a propósito para engañar, una vida llena de actividad, constancia y ardor singulares hacia todo género de estudios, aspirando a granjearse la estimación pública por sus costumbres, con frecuencia intachables. Por fin, y esto parece quitar toda esperanza de remedio, sus doctrinas les han pervertido el alma de tal suerte, que desprecian toda autoridad y no soportan corrección alguna; y atrincherándose en una conciencia mentirosa, nada omiten para que se atribuya a celo sincero de la verdad lo que sólo es obra de la tenacidad y del orgullo. -A la verdad, Nos habíamos esperado que algún día volverían sobre sí, y por esa razón habíamos empleado con ellos primero la dulzura como con hijos, después la severidad y, por último, aunque muy contra Nuestra voluntad, las reprensiones públicas. Pero no ignoráis, Venerables Hermanos, la esterilidad de Nuestros esfuerzos: inclinaron un momento la cabeza, para erguirla en seguida con mayor orgullo. Ahora bien: si sólo se tratara de ellos, podríamos Nos tal vez disimular; pero se trata de la Religión católica y de su seguridad. Basta, pues, de silencio; prolongarlo sería un crimen. Tiempo es de arrancar la máscara a esos hombre y de mostrarlos a la Iglesia entera tales cuales son en realidad.

3. Y como una táctica de los modernistas (así se les llama vulgarmente, y con mucha razón), táctica, a la verdad, la más insidiosa, consiste en no exponer jamás sus doctrinas de un modo metódico y en su conjunto, sino dándolas en cierto modo por fragmentos y esparcidas acá y allá, lo cual contribuye a que se les juzgue fluctuantes e indecisos en sus ideas, cuando en realidad éstas son perfectamente fijas y consistentes; ante todo, importa presentar en este lugar esas mismas doctrinas en un conjunto, y hacer ver el enlace lógico que las une entre sí, reservándonos indicar después las causas de los errors y prescribir los remedios más adecuados para cortar el mal.

I. EXPOSICIÓN DE LAS DOCTRINAS MODERNISTAS
A) LA FE
B) EL DOGMA
C) LOS LIBROS SAGRADOS
D) LA IGLESIA
E) LA EVOLUCIÓN

Para mayor claridad en materia tan compleja, preciso es advertir ante todo que cada modernista presenta y reúne en sí mismo variedad de personajes, mezclando, por decirlo así, al filósofo, al creyente, al teólogo, al historiador, al crítico, al apologista, al reformador; personajes todos que conviene distinguir singularmente, si se quiere conocer a fondo su sistema y penetrar en los principios y consecuencias de sus doctrinas.

4. Comencemos ya por el filósofo. Los modernistas establecen como base de su filosofía religiosa, la doctrina comúnmente llamada agnosticismo. La razón humana, encerrada rigurosamente en el círculo de los fenómenos, es decir, de las cosas que aparecen, y tales ni más ni menos como aparecen, no posee facultad ni derecho de franquear los límites de aquéllas. Por lo tanto, es incapaz de elevarse hasta Dios, ni aun para conocer su existencia, de algún modo, por medio de las criaturas: tal es su doctrina. De donde infieren dos cosas: que Dios no puede ser objeto directo de la ciencia; y, por lo que a la historia pertenece, que Dios de ningún modo puede ser sujeto de la historia.

Después de esto, ¿qué será de la teología natural, de los motivos de credibilidad, de la revelación externa? No es difícil comprenderlo. Suprimen pura y simplemente todo esto para reservarlo al intelectualismo, sistema que, según ellos, excita compasiva sonrisa y está sepultado hace largo tiempo.

Nada les detiene, ni aun las condenaciones de la Iglesia contra errores tan monstruosos. Porque el Concilio Vaticano decretó lo que sigue: Si alguno dijere que la luz natural de la razón humana es incapaz de conocer con certeza, por medio de las cosas creadas, el único y verdadero Dios, nuestro Creador y Señor, sea excomulgado[4]. Igualmente: Si alguno dijere no ser posible o conveniente que el hombre sea instruido, mediante la revelación divina, sobre Dios y sobre el culto a él debido, sea excomulgado[5]. Y por último: Si alguno dijere que la revelación divina no puede hacerse creíble por signos exteriores, y que, en consecuencia, sólo por la experiencia individual o por una inspiración privada deben ser movidos los hombres a la fe, sea excomulgado[6].

Ahora, de qué manera los modernistas pasan del agnosticismo, que no es sino ignorancia, al ateísmo científico e histórico, cuyo carácter total es, por lo contrario, la negación; y en consecuencia, por qué derecho de raciocinio, desde ignorar si Dios ha intervenido en la historia del género humano hacen el tránsito a explicar esa misma historia con independencia de Dios, de quien se juzga que no ha tenido, en efecto, parte en el proceso histórico de la humanidad, conózcalo quien pueda. Y es indudable que los modernistas tienen como ya establecida y fija una cosa, a saber, que la ciencia debe ser atea, y lo mismo la historia; en la esfera de una y otra no admiten sino fenómenos: Dios y lo divino quedan desterrados. -Pronto veremos las consecuencias que de doctrina tan absurda fluyen con respecto a la sagrada persona del Salvador, a los misterios de su vida y muerte, de su resurrección y ascensión gloriosa.

5. Agnosticismo éste, que no es sino el aspecto negativo de la doctrina de los modernistas: el positivo está constituido por la llamada inmanencia vital.

El tránsito del uno al otro es como sigue: natural o sobrenatural, la religión, como todo hecho, exige una explicación. Pues bien: una vez repudiada la teología natural y cerrado, en consecuencia, todo acceso a la revelación al desechar los motivos de credibilidad; más aún, abolida por completo toda revelación externa, resulta claro que no puede buscarse fuera del hombre la explicación apetecida, y debe hallarse en lo interior del hombre; pero como la religión es una forma de la vida, la explicación ha de hallarse exclusivamente en la vida misma del hombre. Por tal procedimiento se llega a establecer el principio de la inmanencia religiosa. En efecto, todo fenómeno vital -y ya queda dicho que tal es la religión- reconoce por primer estimulante cierto impulso o indigencia, y por primera manifestación ese movimiento del corazón que llamamos sentimiento. Por esta razón, siendo Dios el objeto de la religión, síguese de lo expuesto que la fe, principio y fundamento de toda religión, reside en un sentimiento íntimo engendrado por la indigencia de lo divino. Por otra parte, como esa indigencia de lo divino no se siente sino en conjuntos determinados y favorables, no puede pertenecer de suyo a la esfera de la conciencia; al principio yace sepultada bajo la conciencia, o, para emplear un vocablo tomado de la filosofía moderna, en la subconciencia, donde también su raíz permanece escondida e inaccesible.

-¿Quiere ahora saberse en qué forma esa indigencia de lo divino, cuando el hombre llegue a sentirla, logra por fin convertirse en religión? Responden los modernistas: la ciencia y la historia están encerradas entre dos límites: uno exterior, el mundo visible; otro interior, la conciencia. Llegadas a uno de estos, imposible es que pasen adelante la ciencia y la historia; más allá, está lo incognoscible. Frente ya a este incognoscible, tanto al que está fuera del hombre, más allá de la naturaleza visible, como al que está en el hombre mismo, en las profundidades de la subconciencia, la indigencia de lo divino, sin juicio alguno previo (lo cual es puro fideísmo) suscita en el alma, naturalmente inclinada a la religión, cierto sentimiento especial, que tiene por distintivo el envolver en sí mismo la propia realidad de Dios, bajo el doble concepto de objeto y de causa íntima del sentimiento, y el unir en cierta manera al hombre con Dios. A este sentimiento llaman fe los modernistas: tal es para ellos el principio de la religión.

6. Pero no se detiene aquí la filosofía, o, por mejor decir, el delirio modernista. Pues en ese sentimiento los modernistas, no sólo encuentran la fe, sino que con la fe y en la misma fe, según ellos la entienden, afirman que se verifica la revelación. Y, en efecto, ¿qué más puede pedirse para la revelación? ¿No es ya una revelación, o al menos un principio de ella, ese sentimiento que aparece en la conciencia, y Dios mismo, que en ese preciso sentimiento religioso se manifiesta al alma, aunque todavía de un modo confuso? Pero, añaden aún: desde el momento en que Dios es a un tiempo causa y objeto de la fe, tenemos ya que aquella revelación versa sobre Dios y procede de Dios; luego tiene a Dios como revelador y como revelado. De aquí, Venerables Hermanos, aquella afirmación tan absurda de los modernistas de que toda religión es a la vez natural y sobrenatural, según los diversos puntos de vista. De aquí la indistinta significación de conciencia y revelación. De aquí, por fin, la ley que erige a la conciencia religiosa en regla universal, totalmente igual a la revelación, y a la que todos deben someterse, hasta la autoridad suprema de la Iglesia, ya la doctrinal, ya la preceptiva en lo sagrado y en lo disciplinar.

7. Sin embargo, en todo este proceso de donde, en sentir de los modernistas, se originan la fe y la revelación, a una cosa ha de atenderse con sumo cuidado, por su importancia no pequeña, vistas las consecuencias histórico-críticas que de allí, según ellos, se derivan. -Porque lo Incognoscible, de que hablan, no se presenta a la fe como algo aislado o singular, sino, por lo contrario, con íntima dependencia de algún fenómeno, que, aunque pertenece al campo de la ciencia y de la historia, de algún modo sale fuera de sus límites; ya sea ese fenómeno un hecho de la naturaleza, que envuelve en sí algún misterio, ya un hombre singular cuya naturaleza, acciones y palabras no pueden explicarse por las leyes comunes de la historia. En este caso la fe, atraída por lo Incognoscible, que se presenta junto con el fenómeno, abarca a éste todo entero y le comunica, en cierto modo, su propia vida. Síguense dos consecuencias. En primer lugar, se produce cierta transfiguración del fenómeno, esto es, en cuanto es levantado por la fe sobre sus propias condiciones, con lo cual queda hecho materia más apta para recibir la forma de lo divino, que la fe ha de dar: en segundo lugar, una como desfiguración -llámese así- del fenómeno, pues la fe le atribuye lo que en realidad no tiene, al haberle sustraído a las condiciones de lugar y tiempo; lo que acontece, sobre todo, cuando se trata de fenómenos del tiempo pasado y, tanto más, cuanto más antiguos fueren. De ambas cosas sacan, a su vez, los modernistas, dos leyes, que, juntas con la tercera sacada del agnosticismo, forman las bases de la crítica histórica. Un ejemplo lo aclarará: lo tomamos de la persona de Cristo. En la persona de Cristo, dicen, la ciencia y la historia ven sólo un hombre. Por lo tanto, en virtud de la primera ley, sacada del agnosticismo, es preciso borrar de su historia cuanto presente carácter divino. Por la segunda ley, la persona histórica de Cristo fue transfigurada por la fe; es necesario, pues, quitarle cuanto la levanta sobre las condiciones históricas. Finalmente, por la tercera, la misma persona de Cristo fue desfigurada por la fe; luego se ha de prescindir en ella de las palabras, actos y todo cuanto, en fin, no corresponda a su naturaleza, estado, educación, lugar y tiempo en que vivió.

-Extraña manera, sin duda, de raciocinar; pero tal es la crítica modernista.

8. En consecuencia, el sentimiento religioso, que brota por vital inmanencia de los senos de la subconciencia, es el germen de toda religión y la razón asimismo de todo cuanto en cada una haya habido o habrá. Oscuro y casi informe en un principio, tal sentimiento, poco a poco y bajo el influjo oculto de aquel arcano principio que lo produjo, se robusteció a la par del progreso de la vida humana, de la que es -ya lo dijimos- una de sus formas. Tenemos así explicado el origen de toda religión, aun de la sobrenatural: no son sino aquel puro desarrollo del sentimiento religioso. Y nadie piense que la católica quedará exceptuada: queda al nivel de las demás en todo. Tuvo su origen en la conciencia de Cristo, varón de privilegiadísima naturaleza, cual jamás hubo ni habrá, en virtud del desarrollo de la inmanencia vital, y no de otra manera.

¡Estupor causa oír tan gran atrevimiento en hacer tales afirmaciones, tamaña blasfemia! ¡Y, sin embargo, Venerables Hermanos, no son los incrédulos sólo los que tan atrevidamente hablan así; católicos hay, más aún, muchos entre los sacerdotes, que claramente publican tales cosas y con tales delirios presumen restaurar la Iglesia! No se trata ya del antiguo error que ponía en la naturaleza humana cierto derecho al orden sobrenatural. Se ha ido mucho más adelante, a saber, hasta afirmar que nuestra santísima Religión, lo mismo en Cristo que en nosotros, es un fruto propio y espontáneo de la naturaleza. Nada, en verdad, más propio para destruir todo el orden sobrenatural.

Por lo tanto, el Concilio Vaticano, con perfecto derecho decretó: Si alguno dijere que el hombre no puede ser elevado por Dios a un conocimiento y perfección que supere a la naturaleza, sino que puede y debe finalmente llegar por sí mismo, mediante un continuo progreso, a la posesión de toda verdad y de todo bien, sea excomulgado[7].

9. No hemos visto hasta aquí, Venerables Hermanos, que den cabida alguna a la inteligencia; pero, según la doctrina de los modernistas, tiene también su parte en el acto de fe, y así conviene notar de qué modo.

En aquel sentimiento, dicen, del que repetidas veces hemos hablado, porque es sentimiento y no conocimiento, Dios ciertamente se presenta al hombre; pero, como es sentimiento y no conocimiento, se presenta tan confusa e implicadamente que apenas o de ningún modo se distingue del sujeto que cree. Es preciso, pues, que el sentimiento se ilumine con alguna luz para que así Dios resalte y se distinga. Esto pertenece a la inteligencia, cuyo oficio propio es el pensar y analizar, y que sirve al hombre para traducir, pirmero en representaciones y después en palabras, los fenómenos vitales que en él se producen. De aquí la expresión tan vulgar ya entre los modernistas: "el hombre religioso debe pensar su fe".

-La inteligencia, pues, superponiéndose a tal sentimiento, se inclina hacia él, y trabajo sobre él como un pintor que, en un cuadro viejo, vuelve a señalar y a hacer que resalten las líneas del antiguo dibujo: casi de este modo lo explica uno de los maestros modernistas. En este proceso la mente obra de dos modos: primero, con un acto natural y espontáneo traduce las cosas en una aserción simple y vulgar; después, refleja y profundamente, o como dicen, elaborando el pensamiento, interpreta lo pensado con sentencias secundarias, derivadas de aquella primera fórmula tan sencilla, pero ya más limadas y más precisas. Estas fórmulas secundarias, una vez sancionadas por el magisterio supremo de la Iglesia, formarán el dogma.

10. Ya hemos llegado en la doctrina modernista a uno de los puntos principales, al origen y naturaleza del dogma. Este, según ellos, tiene su origen en aquellas primitivas fórmulas simples que son necesarias en cierto modo a la fe, porque la revelación, para existir, supone en la conciencia alguna noticia manifiesta de Dios. Mas parecen afirmar que el dogma mismo está contenido propiamente en las fórmulas secundarias. -Para entender su naturaleza es preciso, ante todo, inquirir qué relación existe entre las fórmulas religiosas y el sentimiento religioso del ánimo. No será difícil descubrirlo, si se tiene en cuenta que el fin de tales fórmulas no es otro que proporcionar al creyente el modo de darse razón de su fe. Por lo tanto, son intermedias entre el creyente y su fe: con relación a la fe, son signos inadecuados de su objeto, vulgarmente llamados símbolos; con relación al creyente, son meros instrumentos. Mas no se sigue en modo alguno que pueda deducirse que encierren una verdad absoluta; pues, como símbolos, son imágenes de la verdad, y, por lo tanto, han de acomodarse al sentimiento religioso, en cuanto éste se refiere al hombre; como instrumentos, son vehículos de la verdad y en consecuencia tendrán que acomodarse, a su vez, al hombre, en cuanto se relaciona con el sentimiento religioso. Mas el objeto del sentimiento religioso, por hallarse contenido en lo absoluto, tiene infinitos aspectos, que pueden aparecer sucesivamente, ora uno, ora otro. A su vez el hombre, al creer, puede estar en condiciones que pueden ser muy diversas. Por lo tanto, las fórmulas que llamamos dogma se hallarán expuestas a las mismas vicisitudes, y, por consiguiente, sujetas a mutación. Así queda expedito el camino hacia la evolución íntima del dogma.

- ¡Cúmulo, en verdad, infinito de sofismas, con que se resquebraja y se destruye toda la religión!

11. No sólo puede desenvolverse y cambiar el dogma, sino que debe: tal es la tesis fundamental de los modernistas que, por otra parte, fluye de sus principios. -Pues tienen por una doctrina de las más capitales en su sistema y que infieren del principio de la inmanencia vital, que las fórmulas religiosas, para que sean verdaderamente religiosas, y no meras especulaciones del entendimiento, han de ser vitales y han de vivir la vida misma del sentimiento religioso. Ello no se ha de entender como si esas fórmulas, sobre todo si son puramente imaginativas, hayan sido inventadas para reemplazar al sentimiento religioso, pues su origen, número y, hasta cierto punto, su calidad misma, importan muy poco; lo que importa es que el sentimiento religioso, después de haberlas modificado convenientemente, si lo necesitan, se las asimile vitalmente. Es tanto como decir que es preciso que el corazón acepte y sancione la fórmula primitiva y que asimismo sea dirigido el trabajo del corazón, con que se engendran las fórmulas secundarias. De donde proviene que dichas fórmulas, para que sean vitales, deben ser y quedar asimiladas al creyente y a su fe. Y, cuando por cualquier motivo cese esta adaptación, pierden su contenido primitivo, y no habrá otro remedio que cambiarlas.

-Dado el carácte tan precario e inestable de las fórmulas dogmáticas, se comprende bien que los modernistas las menosprecien y tengan por cosa de risa; mientras, por lo contrario, nada nombran y ensalzan sino el sentimiento religioso, la vida religiosa. Por eso censuran audazmente a la Iglesia como si equivocara el camino, porque no distingue en modo alguno entre la significación material de las fórmulas y el impulso religioso y moral, y porque adhiriéndose, tan tenaz como estérilmente, a fórmulas desprovistas de contenido, es ella la que permite que la misma religión se arruine.

-Ciegos, ciertamente, y conductores de ciegos, que, inflados con el soberbio nombre de ciencia, llevan su locura hasta pervertir el eterno concepto de la verdad, a la par que la genuina naturaleza del sentimiento religioso: para ello han fabricado un sistema en el cual, bajo el impulso de un amor audaz y desenfrenado de novedades, no buscan dónde ciertamente se halla la verdad y, despreciando las santas y apostólicas tradiciones, abrazan otras doctrinas vanas, fútiles, inciertas y no aprobadas por la Iglesia, sobre las cuales -hombres vanísimos- pretenden fundar y afirmar la misma verdad[8]. Tal es, Venerables Hermanos, el modernista como filósofo.

12. Si, pasando al creyente, se desea saber en qué se distingue, en el mismo modernista, el creyente del filósofo, es necesario advertir una cosa, y es que el filósofo admite, sí, la realidad de lo divino, como objeto de la fe; pero esta realidad no la encuentra sino en el alma misma del creyente, en cuanto es objeto de su sentimiento y de su afirmación: por lo tanto, no sale del mundo de los fenómenos. Si aquella realidad existe en sí fuera del sentimiento y de la afirmación dichos, es cosa que el filósofo pasa por alto y desprecia. Para el modernista creyente, por lo contrario, es firme y cierto que la realidad de lo divino existe en sí misma con entera independencia del creyente. Y si se pregunta en qué se apoya, finalmente, esta certeza del creyente, responden los modernistas: en la experiencia singular de cada hombre.

13. Con cuya afirmación, mientras se separan de los racionalistas, caen en la opinión de los protestantes y seudomísticos.

-Véase, pues, su explicación. En el sentimiento religioso se descubre una cierta intuición del corazón; merced a la cual, y sin necesidad de medio alguno, alcanza el hombre la realidad de Dios, y tal persuasión de la existencia de Dios y de su acción, dentro y fuera del ser humano, que supera con mucho a toda persuasión científica. Lo cual es una verdadera experiencia, y superior a cualquiera otra racional; y si alguno, como acaece con los racionalistas, la niega, es simplemente, dicen, porque rehusa colocarse en las condiciones morales requeridas para que aquella se produzca. Y tal experiencia es la que hace verdadera y propiamente creyente al que la ha conseguido.

-¡Cuánto dista todo esto de los principios católicos! Semejantes quimeras las vimos ya reprobadas por el Concilio Vaticano.

-Cómo franquean la puerta del ateísmo, una vez admitidas juntamente, con los otros errores mencionados, lo diremos más adelante. Desde luego, es bueno advertir que de esta doctrina de la experiencia, unida a la otra del simbolismo, se infiere la verdad de toda religión, sin exceptuar el paganismo. Pues qué, ¿no se encuentran en todas las religiones experiencias de este género? Muchos lo afirman. Luego ¿con qué derecho los modernistas negarán la verdad de la experiencia que afirma el turco, y atribuirán sólo a los católicos las experiencias verdaderas? Aunque, cierto, no las niegan: más aún, los unos veladamente y los otros sin rebozo, tienen por verdaderas todas las religiones. Y es manifiesto que no pueden opinar de otra suerte, pues establecidos sus principios, ¿por qué causa argüirían de falsedad a una religión cualquiera? No por otra, ciertamente, que por la falsedad del sentimiento religioso o de la fórmula brotada del entendimiento. Mas el sentimiento religioso es siempre y en todas partes el mismo, aunque en ocasiones tal vez menos perfecto; cuanto a la fórmula del entendimiento, lo único que se exige para su verdad, es que responda al sentimiento religioso y al hombre creyente, cualquiera que sea la capacidad de su ingenio. Todo lo más que en esta oposición de religiones podrían acaso defender los modernistas es que la católica, por tener más vida, posee más verdad, y que es más digna del nombre cristiano porque responde con mayor plenitud a los orígenes del cristianismo.

-Nadie, puestas las precedentes premisas, considerará absurda ninguna de estas conclusiones. Lo que produce profundo estupor es que católicos, que sacerdotes a quienes horrorizan, según Nos queremos pensar, tales monstruosidades, se conduzcan, sin embargo, como si de lleno las aprobasen; pues tales son las alabanzas que prodigan a los mantenedores de esos errores, tales los honores que públicamente les tributan, que hacen creer fácilmente que lo que pretenden honrar no son las personas, merecedoras acaso de alguna consideración, sino más bien los errores que a las claras profesan y que se empeñan con todas veras en esparcir entre el vulgo.

14. Otro punto hay en esta cuestión de doctrina en abierta contradicción con la verdad católica.

-Pues el principio de la experiencia se aplica también a la tradición sostenida hasta aquí por la Iglesia, destruyéndola completamente. A la verdad, por tradición entienden los modernistas cierta comunicación de alguna experiencia original que se hace a otros mediante la predicación y en virtud de la fórmula intelectual; a la cual fórmula atribuyen, además de su fuerza representativa, como dicen, cierto poder sugestivo que se ejerce, ora en el creyente mismo para despertar en él el sentimiento religioso, tal vez dormido, y restaurar la experiencia que alguna vez tuvo; ora sobre los que no creen aún, para crear por vez primera en ellos el sentimiento religioso y producir la experiencia. Así es como la experiencia religiosa se va propagando extensamente por los pueblos; no sólo por la predicación en los existentes, mas aun en los venideros, tanto por libros cuanto por la transmisión oral de unos a otros.

-Pero esta comunicación de experiencias a veces se arraiga y reflorece; a veces envejece al punto y muere. El que reflorezca es para los modernistas un argumento de verdad, ya que toman indistintamente la verdad y la vida. De lo cual colegiremos de nuevo que todas las religiones existentes son verdaderas, pues de otro modo no vivirían.

15. Con lo expuesto hasta aquí, Venerables Hermanos, tenemos bastante y sobrado para formarnos cabal idea de las relaciones que establecen los modernistas entre la fe y la ciencia, bajo la cual comprenden también la historia.

-Ante todo, se ha de asentar que la materia de la una está fuera de la materia de la otra y separada de ella. Pues la fe versa únicamente sobre un objeto que la ciencia declara serle incognoscible; de aquí un campo completamente diverso: la ciencia trata de los fenómenos, en los que no hay lugar para la fe; ésta, por lo contrario, se ocupa enteramente de lo divino, que la ciencia desconoce por completo. De donde se saca en conclusión que no hay conflictos posibles entre la ciencia y la fe; porque si cada una se encierra en su esfera, nunca podrán encontrarse ni, por lo tanto, contradecirse.

-Si tal vez se objeta a eso que hay en la naturaleza visible ciertas cosas que incumben también a la fe, como la vida humana de Jesucristo, ellos lo negarán. Pues aunque esas cosas se cuenten entre los fenómenos, mas en cuanto las penetra la vida de la fe y, en la manera arriba dicha, la fe las transfigura y desfigura, son arrancadas del mundo sensible y convertidas en materia del orden divino. Así, al que todavía preguntase más, si Jesucristo ha obrado verdaderos milagros y verdaderamente profetizado lo futuro; si verdaderamente resucitó y subió a los cielos: no, contestará la ciencia agnóstica; sí, dirá la fe. Aquí, con todo, no hay contradicción alguna: la negación es del filósofo, que habla a los filósofos y que no mira a Jesucristo sino según la realidad histórica; la afirmación es del creyente, que se dirige a creyentes y que considera la vida de Jesucristo como vivida de nuevo por la fe y en la fe.

16. A pesar de eso, se engañaría muy mucho el que creyese que podía opinar que la fe y la ciencia por ninguna razón se subordinan la una a la otra; de la ciencia, sí se podría juzgar de ese modo recta y verdaderamente; mas no d ela fe, que, no sólo por una sino por tres razones está sometida a la ciencia. Pues, en primer lugar, conviene notar que todo cuanto incluye cualquier hecho religioso, quitada su realidad divina y la experiencia que de ella tiene el creyente, todo lo demás, y principalmente las fórmulas religiosas, no sale de la esfera de los fenómenos, y por eso cae bajo el dominio de la ciencia. Séale lícito al creyente, si le agrada, salir del mundo; pero, no obstante, mientras en él viva, jamás escapará, quiéralo o no, de las leyes, observación y fallos de la ciencia y de la historia.

-Además, aunque se ha dicho que Dios es objeto de sola la fe, pero esto se entiende tratándose de la realidad divina y no de la idea de Dios. Esta se halla sujeta a la ciencia, la cual, filosofando en el orden que se dice lógico, se eleva también a todo lo que es absoluto e ideal. Por lo tanto, la filosofía o la ciencia tienen el derecho de investigar sobre la idea de Dios, de dirigirla en su desenvolvimiento y librarla de todo lo extraño que pueda mezclarse; de aquí el axioma de los modernistas: "la evolución religiosa ha de ajustarse a la moral y a la intelectual": esto es, como ha dicho uno de sus maestros, "ha de subordinarse a ellas".

-Añádase, en fin, que el hombre no sufre en sí la dualidad; por lo cual el creyente experimenta una interna necesidad que le obliga a armonizar la fe con la ciencia, de modo que no disienta de la idea general que la ciencia da de este mundo universo. De lo que se concluye que la ciencia es totalmente independiente de la fe; pero que ésta, por lo contrario, aunque se pregone como extraña a la ciencia, debe sometérsele.

Todo lo cual, Venerables Hermanos, es enteramente contrario a lo que Pío IX, Nuestro Predecesor, enseñaba cuando dijo[9]: Es propio de la Filosofía, en lo que atañe a la religión, no dominar, sino servir; no prescribir lo que se ha de creer, sino abrazarlo con racional homenaje; no escudriñar la profundidad de los misterios de Dios, sino reverenciarlos pía y humildemente. Los modernistas invierten sencillamente los términos: a los cuales, por consiguiente, puede aplicarse lo que ya Gregorio IX, también Predecesor Nuestro, escribía de ciertos teólogos de su tiempo[10]: Algunos entre vosotros, hinchados como odres por el espíritu de la vanidad, se empeñan en traspasar con profanas novedades los términos que fijaron los Padres, inclinando la inteligencia de las páginas sagradas... a la doctrina de la filosofía racional, no para algún provecho de los oyentes, sino para ostentación de la ciencia... Esos mismos, seducidos por varias y extrañas doctrinas, hacen de la cabeza cola, y fuerzan a la reina a servir a la esclava.

17. Y todo esto, en verdad, se hará más patente al que considera la conducta de los modernistas, que se acomoda totalmente a sus enseñanzas. Pues muchos de sus escritos y dichos parecen contrarios, de suerte que cualquiera fácilmente reputaría a sus autores como dudosos e inseguros. Pero lo hacen de propósito y con toda consideración, por el principio que sostienen sobre la separación mutua de la fe y de la ciencia. De aquí que tropecemos en sus libros con cosas que los católicos aprueban completamente; mientras que en la siguiente página hay otras que se dirían dictadas por un racionalista. Por consiguiente cuando escriben de historia no hacen mención de la divinidad de Cristo; pero predicando en los templos la confiesan firmísimamente. Del mismo modo en las explicaciones de historia no hablan de Concilios ni Padres: mas, si enseñan el Catecismo, citan honrosamente a unos y otros. De aquí que distingan también la exégesis teológica y pastoral de la científica e histórica.

-Igualmente, apoyándose en el principio de que la ciencia de ningún modo depende de la fe, al disertar acerca de la filosofía, historia y crítica, muestran de mil maneras su desprecio de los maestros católicos, Santos Padres, Concilios ecuménicos y Magisterio eclesiástico, sin horrorizarse de seguir las huellas de Lutero[11]; y, si de ello se les reprende, quéjanse de que se les quita la libertad.

-Confesando, en fin, que la fe ha de subordinarse a la ciencia, a menudo y abiertamente censuran a la Iglesia, porque tercamente se niega a someter y acomodar sus dogmas a las opiniones filosóficas; por lo tanto, desterrada con este fin la teología antigua, pretenden introducir otra nueva que obedezca a los delirios de los filósofos.

A) LA FE

18. Aquí ya, Venerables Hermanos, se nos abre la puerta para examinar a los modernistas en el campo teológico. Mas, porque es materia muy escabrosa, la reduciremos a pocas palabras.

-Se trata, pues, de conciliar la fe con la ciencia; y eso, de tal suerte que la una se sujete a la otra. En este género el teólogo modernista usa de los mismos principios que, según vimos, usaba el filósofo, y los adapta al creyente; a saber, los principios de la inmanencia y el simbolismo. Simplicísimo es el procedimiento. El filósofo afirma: el principio de la fe es inmanente; el creyente añade: ese principio es Dios; concluye el teólogo: luego Dios es inmanente en el hombre. He aquí la inmanencia teológica. De la misma suerte es cierto para el filósofo que las representaciones del objeto de la fe son sólo simbólicas; para el creyente lo es igualmente que el objeto de la fe es Dios en sí: el teólogo, por tanto, infiere: las representaciones de la realidad divina son simbólicas. He aquí el simbolismo teológico.

-Errores, en verdad grandísimos; y cuán perniciosos sean ambos, se descubrirá al verse sus consecuencias. Pues, comenzando desde luego por el simbolismo, como los símbolos son tales respecto del objeto, a la vez que instrumentos respecto del creyente, ha de precaverse éste ante todo, dicen, de adherirse más de lo conveniente a la fórmula, en cuanto fórmula, usando de ella únicamente para unirse a la verdad absoluta, que la fórmula descubre y encubre juntamente, empeñándose luego en expresarlas, pero sin conseguirlo jamás. A esto añaden, además, que semejantes fórmulas debe emplearlas el creyente en cuanto le ayuden, pues se le han dado para su comodidad y no como impedimento; eso sí, respetando el honor que, según la consideración social, se debe a las fórmulas que ya el magisterio público juzgó idóneas para expresar la conciencia común y en tanto que el mismo magisterio no hubiese declarado otra cosa distinta.

-Qué opinan realmente los modernistas sobre la inmanencia, difícil es decirlo: no todos sienten una misma cosa. Unos la ponen en que Dios, por su acción, está más íntimamente presente al hombre que éste a sí mismo; lo cual nada tiene de reprensible, si se entendiera rectamente. Otros, en que la acción de Dios es una misma cosa con la acción de la naturaleza, como la de la causa primera con la de la segunda; lo cual, en verdad, destruye el orden sobrenatural. Por último, hay quienes la explican de suerte que den sospecha de significación panteísta: lo cual concuerda mejor con el resto de su doctrina.

19. A este postulado de la inmanencia, se junta otro que podemos llamar de permanencia divina: difieren entre sí, casi del mismo modo que difiere la experiencia privada de la experiencia transmitida por tradición. Aclarémoslo con un ejemplo, sacado de la Iglesia y de los Sacramentos. La Iglesia, dicen, y los Sacramentos no se ha de creer, en modo alguno, que fueran instituidos por Cristo. Lo prohibe el agnosticismo, que en Cristo no reconoce sino a un hombre, cuya conciencia religiosa se formó, como en los otros hombres, poco a poco; lo prohibe la ley de inmanencia, que rechaza las que ellos llaman externas aplicaciones; lo prohibe también la ley de la evolución, que pide, a fin de que los gérmenes se desarrollen, determinado tiempo y cierta serie de circunstancias consecutivas; finalmente, lo prohibe la historia, que enseña cómo fue en realidad el verdadero curso de los hechos. Sin embargo, debe mantenerse que la Iglesia y los Sacramentos fueron instituidos mediatamente por Cristo. Pero ¿de qué modo? Todas las conciencias cristianas estaban en cierta manera incluidas virtualmente, como la planta en la semilla, en la conciencia de Cristo. Y, como los gérmenes viven la vida de la simiente, así hay que decir que todos los cristianos viven la vida de Cristo. Mas la vida de Cristo, según la fe, es divina: luego también la vida de los cristianos. Si, pues, esta vida, en el transcurso de las edades, dio principio a la Iglesia y a los Sacramentos, con toda razón se dirá que semejante principio proviene de Cristo y es divino. Así cabalmente concluyen que son divinas las Sagradas Escrituras y divinos los dogmas.

-A esto, poco más o menos, se reduce, en realidad, la teología de los modernistas: pequeño caudal, sin duda, pero sobreabundante, si se mantiene que la ciencia debe ser siempre y en todo obedecida.

-Cada uno verá por sí fácilmente la aplicación de esta doctrina a todo lo demás que hemos de decir.

B) EL DOGMA

20. Hasta aquí hemos tratado del origen y naturaleza de la fe. Pero, siendo muchos los brotes de la fe, principalmente la Iglesia, el dogma, el culto, los libros que llamamos santos, conviene examinar qué enseñan los modernistas sobre estos puntos. Y comenzando por el dogma, cuál sea su origen y naturaleza, arriba lo indicamos. Surge aquél de cierto impulso o necesidad, en cuya virtud el creyente trabaja sobre sus pensamientos propios, para así ilustrar mejor su conciencia y la de los otros. Todo este trabajo consiste en penetrar y pulir la primitiva fórmula de la mente, no en sí misma, según el desenvolvimiento lógico, sino según las circunstancias o, como ellos dicen con menos propiedad, vitalmente. Y así sucede que, en torno a aquella, se forman poco a poco, como ya insinuamos, otras fórmulas secundarias; las cuales, reunidas después en un cuerpo y en un edificio doctrinal, así que son sancionadas por el magisterio público, puesto que responden a la conciencia común, se denominan dogma. A éste se han de contraponer cuidadosamente las especulaciones de los teólogos, que, aunque no vivan la vida de los dogmas, no se han de considerar del todo inútiles, ya para conciliar la religión con la ciencia y quitar su oposición, ya para ilustrar extrínsecamente y defender la misma religión; y acaso también podrán ser útiles para allanar el camino a algún nuevo dogma futuro.

-En lo que mira al culto sagrado poco habría que decir, a no comprenderse bajo este título los Sacramentos, sobre los cuales defienden los modernistas gravísimos errores. El culto, según enseñan, brota de un doble impulso o necesidad; porque en su sistema, como hemos visto, todo se engendra, según ellos aseguran, en virtud de impulsos íntimos o necesidades. Una de ellas es para dar a la religión algo de sensible, la otra a fin de manifestarla; lo que no puede en ningún modo hacerse sin cierta forma sensible y actos santificantes, que se han llamado Sacramentos. Estos, para los modernistas, son puros símbolos o signos; aunque no destituidos de fuerza. Para explicar dicha fuerza, se valen del ejemplo de ciertas palabras que vulgarmente se dice haber hecho fortuna, pues tienen la virtud de propagar ciertas nociones poderosas e impresionan de modo extraordinario los ánimos superiores. Como esas palabras se ordenan a tales nociones, así los Sacramentos se ordenan al sentimiento religioso: nada más. Hablarían con mayor claridad, si afirmasen que los Sacramentos se instituyeron únicamente para alimentar la fe; pero eso ya lo condenó el Concilio de Trento[12]: Si alguno dijere que estos Sacramentos no fueron instituidos sino sólo para alimentar la fe, sea excomulgado.

C) LOS LIBROS SAGRADOS

21. Algo hemos indicado ya sobre la naturaleza y origen de los Libros sagrados. Conforme al pensar de los modernistas, podría uno definirlos rectamente como una colección de experiencias, no de las que estén al alcance de cualquiera, sino de las extraordinarias e insignes, que suceden en toda religión.

-Eso cabalmente enseñan los modernistas sobre nuestros libros, así del Antiguo como del Nuevo Testamento. En sus opiniones, sin embargo, advierten astutamente que, aunque la experiencia pertenezca al tiemo presente, no obsta para que tome la materia de lo pasado y aun de lo futuro, en cuanto el creyente, o por el recuerdo de nuevo vive lo pasado a manera de lo presente, o por anticipación hace lo propio con lo futuro. Lo que explica cómo pueden computarse entre los libros sagrados los históricos y apocalípticos.

-Así, pues, en esos libros Dios habla en verdad por medio del creyente; mas, según quiere la teología de los modernistas, sólo por la inmanencia y permanencia vital.

-Se preguntará: ¿qué dicen, entonces, de la inspiración? Esta, contestan, no se distingue, sino acaso por el grado de vehemencia, del impulso que siente el creyente de manifestar su fe de palabra o por escrito. Algo parecido tenemos en la inspiración poética; por lo que dijo uno: "Dios está en nosotros: al agitarnos El, nos enardecemos". Así es como se debe afirmar que Dios es el origen de la inspiración de los Sagrados Libros.

-Añaden, además, los modernistas que nada absolutamente hay en dichos libros que carezca de semejante inspiración. En cuya afirmación podría uno creerlos más ortodoxos que a otros modernos que restringen algo la inspiración, como, por ejemplo, cuando excluyen de ella las citas que se llaman tácitas. Mero juego de palabras, simples apariencias. Pues si juzgamos la Biblia según el agnosticismo, a saber, como una obra humana compuesta por los hombres para los hombres, aunque se de al teólogo el derecho de llamarla divina por inmanencia, ¿cómo en fin, podrá restringirse la inspiración? Aseguran, sí, los modernistas la inspiración universal de los libros sagrados, pero en el sentido católico no admiten ninguna.

D) LA IGLESIA

22. Más abundante materia de hablar ofrece cuanto la escuela modernista fantasea acerca de la Iglesia.

-Ante todo, suponen que debe su origen a una doble necesidad: una, que existe en cualquier creyente, y principalmente en el queha logrado alguna primitiva y singular experiencia para comunicar a otros su fe; otra, después que la fe ya se ha hecho común entre muchos, está en la colectividad, y tiende a reunirse en sociedad, para conservar, aumentar y propagar el bien común. ¿Qué viene a ser, pues, la Iglesia? Fruto de la conciencia colectiva o de la unión de las conciencias particulares, las cuaels, en virtud de la permanencia vital, dependen de su primer creyente, esto es, de Cristo, si se trata de los católicos.

-Ahora bien, cualquier sociedad necesita de una autoridad rectora, que tenga por oficio encaminar a todos los socios a un fin común y conservar prudentemente los elementos de cohesión, que en una sociedad religiosa consisten en la doctrina y culto. De aquí surge, en la Iglesia católica, una triple autoridad: disciplinar, dogmática, litúrgica.

-La naturaleza de esta autoridad se ha de colegir de su origen: y de su naturaleza se deducen los derechos y obligaciones. En las pasadas edades fue un error común el pensar que la autoridad venía de fuera a la Iglesia, esto es, inmediatamente de Dios: y por eso, con razón, se la consideraba como autocrítica. Pero tal creencia ahora ya está envejecida. Y así como se dice que la Iglesia nace de la colectividad de las conciencias, por igual manera la autoridad procede vitalmente de la misma Iglesia. La autoridad, pues, lo mismo que la Iglesia, brota de la conciencia religiosa, a la que, por lo tanto, está sujeta: y, si desprecia esa sujeción, obra tiránicamente. Vivimos ahora en una época, en que el sentimiento de la libertad ha alcanzado su mayor altura. En el orden civil, la conciencia pública introdujo el régimen popular. Pero la conciencia del hombre es una sola, como la vida. Luego si no se quiere excitar y fomentar la guerra intestina en las conciencias humanas, tiene la autoridad eclesiástica el deber de usar las formas democráticas, tanto más cuanto que, si no las usa, le amenaza la destrucción. Loco, en verdad, sería quien pensara que en el ansia de la libertad que hoy florece, pudiera hacerse alguna vez cierto retroceso. Estrechada y acorralada por la violencia, estallará con más fuerza, y lo arrastrará todo -Iglesia y religión- juntamente. -Así discurren los modernistas, quienes se entregan, por lo tanto, de lleno a buscar los medios para conciliar la autoridad de la Iglesia con la libertad de los creyentes.

23. Pero no sólo dentro del recinto doméstico tiene la Iglesia gentes con quienes conviene que se entienda amistosamente: también las tiene fuera. No es ella la única que habita en el mundo; hay asimismo otras sociedades a las que no puede negar el trato y comunicación. Cuáles, pues, sean sus derechos, cuáles sus deberes en orden a las sociedades civiles es preciso determinar: pero ello tan sólo con arreglo a la naturaleza de la Iglesia, según los modernistas nos la han descrito.

-En lo cual se rigen por las mismas reglas que para la ciencia y la fe mencionamos antes. Allí se hablaba de objetos, aquí de fines. Y así como por razón del objeto, según vimos, son la fe y la ciencia extrañas entre sí, de idéntica suerte lo son el Estado y la Iglesia por sus fines: es temporal el de aquél; espiritual, el de ésta. Fue ciertamente lícito en otra época subordinar lo temporal a lo espiritual y hablar de custiones mixtas, en las que la Iglesia intervenía cual reina y señora, porque se creía que la Iglesia había sido fundada inmediatamente por Dios, como autor del orden sobrenatural. Pero todo esto ya está rechazado por filósofos e historiadores. Luego el Estado se debe separar de la Iglesia; como el católico, del ciudadano. Por lo cual todo católico, al ser también ciudadano, tiene el derecho y la obligación, sin cuidarse de la autoridad de la Iglesia, pospuestos los deseos, consejos y preceptos de ésta, y aun despreciadas sus reprensiones, de hacer lo que juzgue más conveniente para utilidad de la patria. Señalar bajo cualquier pretexto al ciudadano el modo de obrar, es un abuso del poder eclesiástico que con todo esfuerzo debe rechazarse.

-Las teorías, de donde estos errores manan, Venerables Hermanos, son ciertamente las que solemnemente condenó Nuestro Predecesor Pío VI en su Constitución apostólica Auctorem fidei[13].

24. Mas no le satisface a la escuela de los modernistas que el Estado sea separado de la Iglesia. Así como la fe, en los elementos -que llaman- fenoménicos, debe subordinarse a la ciencia, así en los negocios temporales la Iglesia debe someterse al Estado. Tal vez no lo digan abiertamente, pero por la fuerza del raciocinio se ven obligados a admitirlo. En efecto; admitido que en las cosas temporales sólo el Estado puede poner mano, si acaece que algún creyente, no contento con los actos interiores de religión, ejecuta otros exteriores, como la administración y recepción de Sacramentos, éstos caerán necesariamente bajo el dominio del Estado. Entonces, ¿qué será de la autoridad eclesiástica? Como ésta no se ejercita sino por actos externos, quedará plenamente sujeta al Estado. Muchos protestantes liberales, por la evidencia de esta conclusión, suprimen todo culto externo sagrado, y aun también toda sociedad externa religiosa, y tratan de introducir la religión que llaman individual.

-Y si hasta ese punto no llegan claramente los modernistas, piden entre tanto, por lo menos, que la Iglesia, de su voluntad se dirija a donde ellos la empujan y que se ajuste a las formas civiles. Esto por lo que atañe a la autoridad disciplinar.

-Porque muchísimo peor y más pernicioso es lo que opinan sobre la autoridad doctrinal y dogmática. Sobre el magisterio de la Iglesia, he aquí como discurren. La sociedad religiosa no puede verdaderamente ser una, si no es una la conciencia de los socios y una la fórmula de que se valgan. Ambas unidades exigen una especie de inteligencia universal a la que incumba encontrar y determinar la fórmula que mejor corresponda a la conciencia común: y a aquella inteligencia le pertenece también toda la necesaria autoridad para imponer a la comunidad la fórmula establecida. Y en esa unión y como fusión, tanto de la inteligencia que elige la fórmula cuanto de la potestad que la impone, colocan los modernistas el concepto del magisterio eclesiástico. Como, en resumidas cuentas, el magisterio nace de las conciencias individuales y para bien de las mismas conciencias se le ha impuesto el cargo público, síguese forzosamente que depende de las mismas conciencias y que, por lo tanto, debe someterse a las formas populares. Es, por lo tanto, no uso, sino un abuso de la potestad que se concedió para utilidad, prohibir a las conciencias individuales el manifestar clara y abiertamente los impulsos que sienten, y el cerrar el camino a la crítica impidiéndole llevar el dogma a sus necesarias evoluciones.

-De igual manera, en el uso mismo de la potestad, se ha de guardar moderación y templanza. Condenar y proscribir un libro cualquiera, sin conocimiento del autor, sin admitirle ni explicación ni discusión alguna, es en verdad algo que raya en tiranía.

-Por lo cual, se ha de buscar aquí un camino intermedio que deje a salvo los derechos todos de la autoridad y de la libertad. Mientras tanto el católico debe conducirse de modo que en público se muestre muy obediente a la autoridad, sin que por ello cese de seguir las inspiraciones de su propia personalidad.

-En general, he aquí lo que imponen a la Iglesia: como el fin único de la potestad eclesiástica se refiere sólo a cosas espirituales, se ha de desterrar todo aparato externo y la excesiva magnificencia con que ella se presenta ante quienes la contemplan. En lo que seguramente no se fijan es en que, si la religión pertenece a las almas, no se restringe, sin embargo, sólo a las almas, y que el honor tributado a la autoridad recae en Cristo que la fundó.

SIGUIENTE

 


1 Act. 20, 30.

2 Tit. 1, 10.

3 2 Tim. 3, 13.

4 De revelat. can. 1.

5 Ibid. can. 2.

6 De fide can. 2.

7 De revelat. can. 3.

8 Gregor. XVI, enc. Singulari Nos 25 iun. 1834.

9 Brev. ad ep. Wratislav. 13 iun. 1857.

10 Ep. ad Magistros Theolog. París. non. iul. 1223.

11 Prop. 29 damn. a Leone X, Bulla Exsurge Domine 16 maii 1520: Hásenos abierto el camino de enervar la autoridad de los Concilios, contradecir libremente sus hechos, juzgar sus decretos y confesar confiadamente lo que parezca verdadero, ya lo apruebe, ya lo repruebe cualquier Concilio.

12 Sess. 7 De sacramentis in genere can. 5.

13 Prop. 2: La proposición que dice que la potestad ha sido dada por Dios a la Iglesia para comuni- carla a los Pastores, que son sus ministros, en orden a la salvación de las almas; entendida de modo que de la comunidad de los fieles se deriva en los Pastores el poder del ministerio y regimen eclesiástico, es herética. Prop. 3: Además, la que afirma que el Pontífice Romano es cabeza ministerial, explicada de suerte que el Romano Pontífice, no de Cristo en la persona de San Pedro, sino de la Iglesia reciba la potestad de ministerio que, como sucesor de Pedro, verdadero Vicario de Cristo y cabeza de toda la Iglesia, posee en la universal Iglesia, es herética.