Decidida voluntad de humanizar al mundo

Puntos esenciales para la
formación de una
personalidad cristiana

 

Luigi Giussani *

 

Proponemos este capítulo tomado de El rostro del hombre (Ed. Encuentro 1996, pp. 157-169) porque describe las características de una vida cristiana madura y los frutos que de ella pueden venir para bien de la vida del mundo.

 

« Dar testimonio de la fe es el quehacer de nuestra vida. Porque el cristiano tiene una tarea específica en la vida, que no consiste en el ejercicio de una profesión determinada, sino en la fe: dar testimonio de la fe, atestiguarla desde la entraña del propio estado de vida. Existe la familia. Está la profesión. Pero el quehacer, «la» tarea, es dar testimonio de la fe. Para esto hemos sido escogidos. »

 

 

Premisa

 

Dar testimonio de la fe es el quehacer de nuestra vida. Porque el cristiano tiene una tarea específica en la vida, que no consiste en el ejercicio de una profesión determinada, sino en la fe: dar testimonio de la fe, atestiguarla desde la entraña del propio estado de vida.

 

Existe la familia. Está la profesión. Pero el quehacer, «la» tarea, es dar testimonio de la fe. Para esto hemos sido escogidos.

 

En su obra profética, Juan el Bautista proclamó que la salvación estaba ya presente y la mostró a los hombres. Podemos comparar con su actitud la actitud que nos exige nuestro quehacer como cristianos.

 

Así expresaremos nuestra personalidad, no de sacerdotes, monjas, obreros, profesionales o padres de familia, sino de cristianos, cualquiera que sea la actividad en que nos desenvolvamos: afirmando que la salvación está ya presente, mostrándola y dando testimonio de ella a todos. Me parece, en consecuencia, que los puntos esenciales del tipo de experiencia cristiana que nos caracteriza pueden ser los siguientes:

 

Cristo es la salvación en la historia y en la existencia

 

Una fe separada de la vida resulta inútil y se pierde. Igual que una vida sin fe es una vida árida, sin finalidad, carente de objetivo global. Y la fe es reconocer que Jesucristo es la salvación presente en la historia y en nuestra existencia. Presente como están presentes la mujer, el marido, la madre, el padre, los amigos, los compañeros de trabajo o los acontecimientos de que hablan los periódicos, aunque ningún periódico hable de la Presencia de Cristo.

 

La salvación no se refiere sólo al más allá. Afecta a todo el hombre, al de aquende y al de allende, en la tierra y en el cielo. Con el máximo realismo, porque el cielo significa la verdad de la tierra puesta de manifiesto. Y la verdad de la tierra es Cristo, como dice san Pablo en la carta a los Colosenses: «Todo tiene su consistencia» en Él.

 

Cristo es el significado exhaustivo de todo: lo es, por ejemplo, del cielo azul o ventoso de esta tarde, de mi persona, de nuestras personas, de todo el mundo. Afirmar que Cristo es la salvación significa trazar el camino en el que todo debe realizarse, cumplirse, consumarse.
El tiempo se nos da para que maduremos en esta fe, en esta conciencia, para que madure en nosotros el reconocimiento de su Presencia.

 

Cristo es para la historia como el sol al comienzo de cada día, como el alba. Alguien que no hubiera visto nunca el sol, que hubiese vivido en una noche perpetua, quedaría estupefacto viendo el clarear del alba. Las cosas comenzarían a tomar forma a sus ojos, aunque de modo difuso y todavía poco claro. Ese hombre no podría imaginarse aún el esplendor solar del mediodía, pero habría comenzado ya a intuir que algo nuevo ocurre, que la aurora es un inicio: el comienzo del día.

 

La tierra, la existencia, la historia, son para el cristiano el inicio, el alba del día definitivo al que Dios nos tiene destinados.

 

En la experiencia cristiana de la noche, en la cual los hombres se hallan sumergidos conociendo las cosas a tientas, empieza algo que permite que todo comience a tener significado. Y la prueba más clara de ello es que hasta las cosas más banales se cargan de sentido, las menudencias de todos los días comienzan a tener significado. Hasta la «rutina» adquiere una dimensión de grandeza y alegría.

 

Esto lo recoge y simboliza ese gesto cristiano que en el lenguaje de la Iglesia se llama ofertorio, ofrenda. Dado su carácter definitivo no hay ya para ese gesto cosas grandes o pequeñas: todo tiende a convertirse en la inmensidad de la relación con Cristo. Comprobar que esto no son simples palabras, sino que es experiencia de vida, significa empezar a comprender en qué consiste la resurrección, el mundo nuevo que ya ha comenzado.

 

No quiere esto decir que desaparezcan las flaquezas y el pecado. Pero sí que se elimina la desesperanza y el hombre puede caminar a través de todos los males superándolos continuamente.

 

Cuando se acercaron los discípulos de Juan el Bautista a Cristo y le preguntaron: «¿Eres tú el Mesías o hemos de esperar a otro?», Él les respondió con la profecía de Isaías: «Los ciegos ven, los sordos oyen». Era un mensaje que comprenderían los humildes de corazón. No estaba hecho precisamente para ladinos, sabios y encopetados, aunque quedaba abierto para todos. Había comenzado el Año de Gracia del Señor: su mensaje era una esperanza, una posibilidad de fiesta para toda la vida terrena.

 

Y tal es el punto primero que da el tono fundamental de una personalidad cristiana: la conciencia viva de que la salvación, la liberación - palabras equivalentes -, tienen su respuesta en una realidad que ya está presente en la vida del hombre, Cristo.

 

Lo contrario a este primer punto es buscar la salvación, es decir, el sentido de nuestra actividad y de la ajena, el significado del tiempo y del trabajo, en algo hecho por las manos del hombre. Es lo que sucede en nuestra vida personal, por ejemplo, cuando nos lamentamos de que nuestros sueños, pretensiones y proyectos no se realizan. Nos desilusionamos porque habíamos puesto la esperanza sólo en las propias fuerzas humanas. Durante el nazismo muchos consideraban a Hitler como si fuera Dios y podría decirse que lo adoraban. Lo mismo ha ocurrido con quienes han puesto o siguen poniendo su salvación en Lenin o en cualquier otro líder o jefe. Pues el jefe, en efecto, viene a ser la encarnación de la ideología como proclamación de una esperanza puesta en las manos de los hombres.

 

Ésta es la alternativa al cristianismo y es la postura del «mundo». No es la postura del cristiano, porque el cristiano está por naturaleza en conflicto con las esperanzas «mundanas».

 

La realidad de Cristo está en la Iglesia

 

Esta presencia que constituye la realidad de Cristo reside, «está dentro» de la unidad de los creyentes y, por consiguiente, en la Iglesia. En la Iglesia tal como Cristo la fundó: con su autoridad, sus obispos y los gestos misteriosos sacramentales, gestos que afectan a toda la vida, porque el sacramento es el lugar de formación de toda la vida.

 

En consecuencia, poner nuestra esperanza, poner nuestra salvación en Cristo implica poner en juego la esperanza propia en la comunidad cristiana, en la porción de Iglesia que brota en el ambiente en que vivimos, aunque sea pequeña y mezquina, pequeña y llena de defectos, porque está formada por gente como nosotros, pues, no obstante, si es fiel a la autoridad constituida, está en función de la Iglesia entera y es señal del camino.

 

Por eso, el método de la fe, exteriormente, es suscitar y vivir una comunidad, y ésta es un conjunto de personas que reconocen a Cristo como su salvación y, por eso mismo, se mantienen perteneciendo a la Iglesia entera, guiada por la Autoridad. Cristo como salvación no del alma, sino de la vida presente y futura, como camino y como meta: como destino.

 

Lo contrario a este segundo punto, que es esencial para tener una personalidad cristiana, es reducir las relaciones con Cristo a unas relaciones con una imagen que nos fabricamos de Él, a unas relaciones individualistas con una imagen abstracta, cuyo enganche concreto con Él son únicamente las palabras del Evangelio entendidas según la interpretación de cada cual o según la interpretación preferida entre las diversas que dan los exegetas.

 

La presencia de Cristo se manifiesta, por el contrario, a través de la experiencia de la Iglesia en el seno de la comunidad a la que pertenecemos, cuyo valor consiste precisamente en que nos vincula y nos abre a toda la Iglesia. Es la experiencia de vivir la Iglesia en el lugar en que estamos: casa, parroquia, universidad, fábrica, barrio, oficina.

 

La conciencia de la fe, fruto de un encuentro

 

La conciencia existencial de lo que es la fe y, por tanto, Cristo, y el descubrimiento vivo del valor de nuestra unidad, de nuestra comunión, o sea, de lo que es la Iglesia, no son fruto de un razonamiento y tampoco de un estudio. Son el fruto de un encuentro.

 

Encuentro significa que entablamos relación con una persona o con una realidad comunitaria, que resultan cargadas para nosotros de un acento de autenticidad que nos impresiona, nos llena de luz y nos llama a una vida distinta y más verdadera.

 

En este encuentro, el valor de la fe y el valor de la realidad histórica de la Iglesia comienzan a presentársenos de una manera concreta, no abstracta o teórica, de una manera real, hasta el punto de que nos empuja a dar una respuesta total. Porque cuando realmente es interpelada la persona, toda su vida se siente comprometida y puesta en juego.

 

Si no es así, si no se trata de la totalidad de la vida, no se trata todavía del descubrimiento de la fe, sino sencillamente de un conocimiento y una práctica mejor de formas religiosas.

 

Paradójicamente puede decirse que el cristianismo no es una religión, sino una vida. Lo contrario a este factor, que caracteriza la formación de una personalidad cristiana, es reducir nuestras relaciones con Cristo y con la Iglesia a algunos gestos establecidos, y no vivir una adhesión global. Como si Cristo y la Iglesia fuesen extraños a ciertas exigencias e intereses de la vida, cuando en realidad si mi yo, mi persona, es interpelada y sufre un impacto, una impresión, todo lo que hago resulta influido y determinado por ello.

 

A esto llamamos entereza e integridad. Lo contrario es parcial y se traduce en ritualismo, en burocratismo administrativo y asociativo.

 

De hecho es Cristo toda mi persona; la experiencia de la Iglesia es la experiencia de mi sujeto entero. Cristo y la Iglesia son la salvación para mí, y ya coma, beba, vele o duerma, viva o muera, como dice san Pablo, yo soy el mismo. Soy siempre yo mismo el que estudia, trabaja y hace todo lo demás.

 

Cristo y la Iglesia son la inspiración profunda que incide hasta en la estructura misma de mis actos, en todas las cosas que hago. Porque el encuentro es un «acontecimiento» que tiende a influir de manera nueva en todas mis relaciones con las cosas y con los hombres, y hasta en el modo de considerar mis propios pecados.

 

La constructividad como afirmación de «Otro»

 

Esta inspiración profunda tiende a crear un conjunto de relaciones humanas diferente con todas las personas, pero sobre todo con las que reconocen dicha inspiración, es decir, con los miembros de la comunidad cristiana.

 

Entonces la comunidad, dentro del carácter que tenga el ambiente concreto en que se desenvuelve, resulta un lugar donde se vive una humanidad distinta, más humana, cuya regla fundamental es la caridad.

 

Caridad significa que la dinámica de las relaciones tiende a afirmar a los otros y no a afirmarse a sí mismo. Porque afirmar al otro es aumentar, crecer. Y en la práctica la caridad se desarrolla como atención a la persona del otro, como intento de adecuarse a su situación. Para tomar sobre nuestras espaldas, junto con él, todas sus exigencias y necesidades.

 

Esto hace que la comunidad que surge sea una fuente de iniciativas, de iniciativas sin límite. Éstas producen una parcela de sociedad humanamente más deseable, donde, por ejemplo, el nacimiento del niño de uno es motivo de gozo sincero para todos, y el matrimonio de dos miembros de la comunidad es igualmente motivo de fiesta para los demás. O bien, donde a los enfermos no les falta ayuda, y el desahucio de una familia cae sobre las espaldas de toda la comunidad, en los límites de lo posible y de la libertad de cada uno. No estoy hablando sólo de un ideal, sino de cosas que se hacen en la comunidad cristiana.

 

El mundo y la sociedad cambian a través de realidades humanas que ya están así cambiadas. Pero es necesario recordar que un cambio verdaderamente «nuevo» no puede provenir sino de fuera del hombre. De «Otra cosa» radicalmente diferente. Ésta es la Gracia de la Presencia de Cristo, reconocida y amada en el misterio de su Iglesia, y que toma forma día a día en la comunidad eclesial vivida en nuestro propio ámbito.

 

Lo contrario a este punto cuarto es el moralismo.

 

Pensar que uno puede ser justo aplicando determinadas leyes de comportamiento, haciendo el bien según los propios instintos y concepciones, y pasando por encima de los más cercanos, de los más próximos.

 

El prójimo es, en primer lugar, el que Cristo nos ha puesto al lado. No hay prójimo más importante que los que reconocen igual que nosotros a Cristo como salvación, es decir, nuestros hermanos de comunidad.

 

A través de ellos, a través de la experiencia humana de la comunidad, tal cual ésta se desarrolla, uno llega a ser capaz de convertirse en alguien más humano, más justo, más lleno de iniciativa también con los que están fuera de la comunidad, con la sociedad entera, donde los pobres exigen de modo preferente nuestra dedicación y entrega. Es como cuando cae una piedra en un estanque y produce ondas que concéntricamente se multiplican y dilatan. Pero es absolutamente inevitable un punto de partida. Y el punto de partida son aquellos que Cristo pone a nuestro lado, cerca de nosotros: nuestros hermanos en la fe.

 

En la actitud moralista el punto de partida es la opinión o el proyecto de la propia conciencia.

 

La comunidad, lugar de la fe dentro del mundo

 

Como he dicho, la comunidad cristiana, que es el lugar de la fe, está en el seno del cuerpo social, está en el mundo, es una parte de esta sociedad y de este mundo y vive toda su problemática. O la vive directamente, interviniendo unida y compacta en determinados problemas concretos; o lo hace madurando a sus miembros para que intervengan responsablemente en primera persona.

 

Por tanto, la señal de que una comunidad cristiana está viva es que afronta con la conciencia de su fe en Cristo y de su pertenencia a la Iglesia todos los problemas de la sociedad, bien directamente o bien mediante el compromiso de cada uno de los miembros de la comunidad. En este compromiso hay que señalar dos aspectos fundamentales.

El primero consiste en que la solución de un problema es falsa o ilusoria si no respeta los valores de la comunidad eclesial, los valores de los que vive: la concepción que tiene la Iglesia del hombre, el sentido de la historia que la Iglesia propone.

 

El segundo consiste en que la conciencia de pertenecer a la comunidad, la conciencia de nuestra unidad, de nuestra comunión, es un factor determinante de la misma conciencia con que el cristiano afronta, aún individualmente, los problemas mayores o menores de la sociedad. La comunidad es un punto de referencia ideal, que alumbra la conciencia del cristiano en el compromiso con que afronta los problemas que se le presentan, o con el que comparte los esfuerzos de todos los hombres de buena voluntad.

 

Lo contrario a este quinto punto es doble.

 

Por una parte puede concebirse la vida cristiana como algo encerrado en sí mismo, sin incidencia sobre los problemas sociales, es decir, sin referencia al contexto en que se vive. Y por otra parte puede reducirse la influencia de la fe y de la Iglesia sobre la propia acción sociopolítica a un impulso extrínseco, a mera inspiración, como si la experiencia eclesial moviese al hombre a interesarse por los problemas sociales dándole, sí, un impulso ético que le lleva a afrontar dichos problemas, pero sin incidir en su modo de afrontarlos.

 

Esto es hoy de suma importancia. Se dice, por ejemplo, que el Evangelio me empuja a interesarme por los pobres. Y es cierto; pero si uno se detiene aquí, el Evangelio se reduce a no ser más que un impulso ético, moralista. Porque el Evangelio tiene algo que decir también sobre el modo, sobre la estructura del juicio y el comportamiento con los cuales uno afronta el problema de la pobreza.

 

En cierta ciudad se celebraba una conferencia titulada «El cristiano y el marxista». ¿Quién es el verdadero cristiano? El que quiere hacer justicia a los pobres. ¿Quién es el marxista? El que quiere hacer justicia a los pobres. Consecuencia: el cristiano de hoy tiene que ser marxista. Tal fue el esquema de la conferencia, como era usual entonces entre muchos. Una viejecita que asistía a la conferencia levantó la mano y preguntó tímidamente: «Pero ¿dónde está entonces la diferencia?» El conferenciante quedó perplejo unos instantes y respondió: «El cristiano ve a Cristo en el pobre, el marxista no». Se levantó a esto un amigo presente en la sala y dijo: «Entonces yo podría decir que el cristiano es un visionario».

 

Es un episodio sobre el que debemos reflexionar mucho, porque la respuesta es significativa. Si Cristo no modifica la manera que tenemos de afrontar los problemas humanos, Cristo es una fantasía. Por esto el dualismo, que divide al hombre, por una parte, en religioso o cristiano, y, por otra, en cívico o político, es, a mi entender, uno de los mayores errores de hoy. Muchos bautizados viven con esta postura dualista, para la cual el cristiano es «cristiano» en determinados momentos, en determinadas actividades, fundamentalmente religiosas, pero su fe se limita en el resto del tiempo, en la mejor de las hipótesis, a un vago impulso ético. Para el resto de las actividades el cristiano «es un hombre como los demás».

 

En cambio, la novedad del mundo que es la fe, mantenida por una experiencia auténtica de vida comunitaria, llena la vida entera, crea un sujeto diferente, una nueva «criatura». Y el carácter global de la actividad de este hombre, su juicio sobre las cosas, su visión del hombre y de la historia, sus relaciones y sus comportamientos, no pueden dejar de estar determinados y cualificados por esta fe.

 

La fe llena la vida entera, y es una propuesta para la vida de cada día.

 

Conclusión

 

Creo que estos cinco puntos, con sus opuestos, pueden ser temas de trabajo, hilos conductores para descubrir una vida cristiana vivaz, influyente y capaz de asumir nuestra condición de hombres pecadores, por una parte, y de hijos de nuestro tiempo, por otra.
Para una vida nueva bastan la gracia y la pobreza de espíritu; es decir, basta reconocer la Presencia que está en el mundo.

 

Los santos, efectivamente, son los que reconocen el plan de Dios, o sea, la presencia de Cristo, y mediante el seguimientode esta presencia cooperan en el bien de la humanidad conforme a su auténtico y profundo destino. Mientras todas las ideologías construyen sobre la base del escándalo y la violencia, el milagro de paz que se ve en la vida de cada persona que lo arriesga todo en el interior de una vida eclesial constituye una auténtica novedad.

 

Hace mil años el hombre viajaba a lomos de mula y podía ser más humano y más feliz que el hombre de hoy que surca los cielos a bordo de un jet. El «progreso» es deseable, pero el bien humano no se identifica necesariamente con el desarrollo de la civilización técnica, que hasta puede resultar contraproducente desde el punto de vista humano. De hecho ha construido una gran cantidad de medios que alienan al hombre bajo su poder.

 

El problema principal es la humanización del hombre, la verdad de la persona. La tarea de la comunidad cristiana para colaborar en ello consiste en la maduración de su fe. Éste es el mejor instrumento para crear sujetos que utilicen la civilización técnica «para» el hombre. Al decir «Venga a nosotros tu reino», estamos pidiendo la salvación para la totalidad del hecho humano en el mundo.

 

Éste es el ideal, y lo contrario es sueño o utopía, imágenes construidas por el hombre. El ideal termina modificando, mucho o poco, cada paso del camino humano. Por eso el ideal es lo más concreto que existe.

 

Este ideal está en la fe, que es toda nuestra vida.

 

 

 

 

 

Fuente: Huellas-Litterae Communionis, Revista Internacional de Comunión y Liberación, No. 6, 2002 julio.


 


* Fundador del movimiento católico Comunión y Liberación, con reconocimiento pontificio.